in Procesos. Revista Ecuatoriana de Historia
De las repúblicas urbanas a la nación republicana: la negociada transición del Ecuador
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Desde el siglo XIX, la historiografía latinoamericana de corte liberal ha tratado de establecer una obligada correspondencia entre las revoluciones de independencia y la Revolución francesa. El Ecuador no escapó a este relato, aunque se atañó más a subrayar la filiación de la Revolución de Quito con las luces radicales, sean galas o ginebrinas. Añadamos a ello lo que Pierre Chaunu calificó de "Boston Tea Party interiorizado".1 En otras palabras, la búsqueda de una auténtica filiación con la Revolución norteamericana: una vertiente que no paró de denunciar Jaime E. Rodríguez O. hasta el final de su vida, y no solo en el caso ecuatoriano.2 En suma, la historia de la independencia del Ecuador ha hecho caso omiso durante largas décadas de una visión sui géneris, insertada en un espacio imperial: una historia conectada, pero de dimensiones propias.
El libro de Santiago Cabrera Hanna trata de librarse precisamente de las dos quimeras del origen que mencionamos, gracias a un enfoque a ras de suelo, desde las repúblicas más auténticas del orbe hispano: los municipios.
Es más, lo hace a partir del arco temporal iniciado por lo que François-Xavier Guerra calificó de "Revolución española".3 La pregunta sigue siendo: ¿cómo pudo acoplarse una "modernidad de ruptura" -la soberanía nacional gaditana y, luego el republicanismo colombiano- con las antiguas formas y prácticas del autogobierno urbano? Huelga decirlo, el título del libro tiende a subrayar la existencia de un enfrentamiento entre dos visiones de la soberanía radicalmente opuestas. Pero la misma voz de "transiciones", presente en el subtítulo, nos sugiere de entrada que este conflicto se resolvió, al menos en el caso quiteño, mediante un largo proceso de negociaciones apto a definir una articulación entre ambas.
A nuestro parecer, conviene recalcar dos aspectos clave del libro. Primero, la identificación de diferentes etapas en la transición: un "momento gaditano", de 1813 a 1822; un "momento colombiano", desde 1822 hasta 1824; y, de hecho, un período de crisis de 1826 a 1830. Segundo, lo que se impone como un verdadero hilo rojo: la tensión entre libertad y naturaleza. Es decir, el enfrentamiento entre el nomos político de 1821, los cimientos republicanos plasmados en la constitución redactada en Villa del Rosario de Cúcuta, y la physis del Reino de Quito, entendida como la naturaleza de una comunidad subjetiva de cierto arraigo. Finalmente, adelantaremos un postulado: el aporte de este libro a una visión compleja del proceso independentista que no carece de rasgos tocquevillianos.
¿MOMENTOS DE TRANSICIÓN?
Las secuencias destacadas en el libro obedecen a formulaciones sucesivas de la representación moderna. El primer momento corresponde claramente a la implementación de la Constitución de Cádiz en la Audiencia y al desarrollo consecuente de nuevas soberanías municipales. Se destaca la voluntad del presidente Montes, desde 1813, de "desmonopolizar" (p. 30) la hegemonía de las ciudades de mayor rango y, sobre todo, de "mermar hegemonía territorial a la región de Quito" al autonomizar las regiones (p. 40).
El censo constitucional lo hizo posible mediante un conteo fiscal que permitió la identificación de los lugares aptos a albergar nuevos ayuntamientos. De todo ello resultó una "homogeneización social normativa": el paso de la vecindad a la ciudadanía y la incorporación social de numerosos actores mantenidos antes al margen de la vida política, como fue el caso de los indígenas. Cabe recalcar también que la "constitucionalización del espacio rural" (la expresión es de Federica Morelli) fue manejada por el Ayuntamiento de Quito de manera más hábil que en Lima, Arequipa o la ciudad de Guatemala, donde brotaron numerosos conflictos de soberanía.
A partir de septiembre de 1820, la "segunda ola gaditana" permitió la consolidación de los nuevos ayuntamientos y su autonomización con respecto a Quito (pp. 48-52). Una mayor fragmentación acompañó el desarrollo de las identidades comunales y se hicieron alianzas entre los nuevos ediles y los antiguos dueños de la tierra; los hacendados. Surgió entonces la necesidad de armar esta nueva ciudadanía frente al avance del ejército colombiano, mayormente, de parte del ayuntamiento quiteño, mediante el enganchamiento de indígenas y castas.
El segundo momento corresponde a la incorporación de Quito a la república de Colombia. Con el afán de romper con un antiguo régimen de índole corporativo, el nuevo orden político implementó un régimen de intendencias capaz de "combinar la administración civil con el control militar del territorio" (p. 97). El cabildo quiteño tuvo entonces que aceptar la participación en el esfuerzo de guerra contra el alzamiento realista de Pasto, lo que dio paso a una contienda directa con la intendencia. El ayuntamiento pretendió representar la "voluntad local" (p. 111) al tratar de aminorar sus contribuciones a dicho esfuerzo. El Libertador tuvo entonces que refrentar a su propio intendente, Vicente Aguirre, propenso a acusar al cabildo de falta de patriotismo.
Las fricciones iniciales terminaron en una necesaria convivencia entre un municipio celoso de sus tradiciones y un poder al servicio de una guerra nacional (p. 122). La negociación que entabló Vicente Aguirre con José Félix Valdivieso, por entonces presidente del Concejo Municipal, debió su éxito a los nexos sociales que ambos entretejían. Aguirre estaba casado con Rosa Montúfar, la hija del marqués de Selva Alegre, mientras que Valdivieso estaba emparentado con el marqués Sánchez de Orellana. ¿Acaso no irrumpe aquí la "sombra del Marquesado" sobre la Revolución, tal como la llamó Arturo Abella4 en el contexto bogotano?
Por tanto, la nueva estructuración del Departamento del Sur permitió controlar las rivalidades que habían brotado entre los municipios creados durante el largo episodio gaditano. De aquí en adelante se abolió también el reconocimiento de los cabildos abiertos como posibles expresiones de la voluntad general (p. 143). En suma, la soberanía "primitiva" recibió una fuerte limitación por parte de un régimen decidido a imponer el nomos republicano.
El tercer período destacado no corresponde propiamente a un "momento", sino a la crisis de 1826-1830. He aquí una interesante interpretación del derrumbamiento final de Colombia a partir de las conexiones que se establecieron entre Venezuela y el Ecuador. El eco en el Departamento del Sur del pronunciamiento de los municipios de Valencia y de Caracas -la dicha Cosiata de abril-mayo 1826- habría suscitado la voluntad de los municipios de Guayaquil, Quito y Cuenca de cuestionar abiertamente la anexión a Colombia. El rasgo más interesante del período seguramente fue la interpelación directa de los cabildos a Bolívar. Se desarrolló entonces un intenso debate acerca de quién encarnaría la voluntad del pueblo: ¿los municipios o el congreso? Por tanto, el predominio de la legalidad cedía gradualmente el paso a la legitimidad y gran parte de los municipios sureños afianzaron una versión moderna de la Acclamatio Imperii de los antiguos romanos: el pronunciamiento a favor de un caudillo. Haciendo hincapié en prácticas antiguas, se apelaba al registro difuso de la libertad a través de un salvador, un Restitutor Orbis, un restaurador del mundo, digno heredero de Augusto.
LIBERTAD VERSUS NATURALEZA. NOMOS VERSUS PHYSIS
El capítulo dos del libro propone una heurística del proceso institucional de incorporación de la Audiencia de Quito a la República de Colombia. Al considerar la unión de las tres audiencias de Veraguas, Santafé y Quito, la Ley fundamental sancionada en Angostura hizo caso omiso, en 1819, no solo de la peculiar historia de las juntas urbanas, y por ende del consentimiento de los pueblos considerados, sino también de sus identificaciones imaginarias a tal o cual territorio. Al respecto, el Congreso de Cúcuta se mostró más ambiguo en cuanto al delineamiento territorial exacto de la futura república. El debate corrió sobre el carácter natural de tal unión. Francisco Antonio Zea había postulado en Angostura que la agregación de tres "naturalezas" preexistentes podrían conformar una naturaleza de mayores dimensiones: Colombia. Los debates de Cúcuta impusieron una visión centralista de la incipiente república, cimentada más en el amor hacia la libertad que en vagas referencias territoriales fundamentadas en una pretendida naturaleza común. La Constitución de 1821 definió así un nomos, una norma político-territorial impuesta desde arriba a unos pueblos respetuosos de un legado territorial e histórico, una physis, y que sacaban orgullo de su propia gesta, de sus respectivos gritos de independencia. Obvia decir que el caso de Quito fue elocuente al respecto.
Quito no concebía su incorporación sino a través del consentimiento, de un contrato respetuoso entre ambas partes. Bolívar, en cambio, consideraba la anexión como tributo a la libertad concedida a sus habitantes por la victoria de las armas. El precio de la sangre eximía el consentimiento, imponía la unión como justa e indiscutible. He aquí el enfrentamiento entre un discurso republicano, asentado en una obvia alternativa -la fraternidad o la muerte- y un deseo de asociación heredado del pactismo medieval aragonés. A otra escala, la incorporación de Quito a Colombia podría evocar la de Polonia al Primer Imperio francés en 1807. Deseosos de volver a existir como nación frente a Rusia en el marco del bloque territorial napoleónico, los polacos organizados en Ducado siguieron defendiendo los principios de su "República nobiliaria".
Recalquemos que el "Acta de las corporaciones y personas notables de Quito", que suscribió la incorporación el 29 de mayo de 1822, mencionaba explícitamente que la ciudad era capital de "las provincias del antiguo reino de Quito". A mi parecer esta mención es fundamental y hubiera merecido quizás mayor atención. El sentimiento de pertenencia a "una comunidad imaginada" identificada con el virreinato de la Nueva Granada, se reducía a una fracción de la élite ilustrada. En las postrimerías del siglo XVIII, todavía se utilizaban las denominaciones de dos reinos subjetivos, de existencia meramente "nominal": el "Nuevo Reyno", asociado al bastión de la altiplanicie de la cordillera oriental, y el "Reyno de Quito". Estas dos matrices de identificación no ocultaban la profunda realidad del virreinato, la de un archipiélago urbano. Por la distancia misma que las separaba, las ciudades se habían edificado tales patrias chicas, manejando importantes dominios agrícolas, algo semejantes a las urbes de la Italia medieval. ¿Acaso el modelo romano que implementaron los conquistadores no les había dado instituciones municipales, fomentando verdaderas repúblicas? Son precisamente estas -a manera de paradoja- que expresarían la necesidad en 1826 de devolverles un padre augusto, un pater patriae, que pudiera asegurar la paz entre ellas como lo hacía el "Podestà" entre las comunas italianas, según lo relataba Jean de Sismondi en un famoso libro publicado en 1807.5
Cabe recalcar aquí otro aspecto. La América española ha perpetuado una ambivalencia renacentista: soñar las ciudades con un padrón urbano vitruviano, pero dotarles a la par de una personalidad fomentada en unos "usos y costumbres" peculiares, razón por la cual, Quito siempre sacó orgullo de "tener estilo". Se entiende entonces cómo la geometría política de los Borbones pudo atentar a tantas repúblicas urbanas y, muy particularmente, a la de Quito. Esta dimensión tiende a desaparecer en el libro al no considerar el período anterior a 1812. El ídolo moderno de la Constitución gaditana no debe ocultar la larga duración de la reivindicación quiteña del autogobierno frente a una soberanía de superior índole. ¡Que conste el carácter de la rebelión de los barrios de 1765 tan "inédito y singular" en palabras de Anthony McFarlane6 y, obviamente, las dos juntas de gobierno de 1809 y 1810-1812! La huella de estos acontecimientos explica, en parte, el espíritu de rebeldía que se experimentó frente a la administración de Aymerich en 1820-1822 y, luego, frente a la de Vicente Aguirre en 1822-1824. El virrey Pedro Messía de la Cerda había consignado ya en 1772 su absoluta desconfianza hacia sus propios vasallos, especialmente quiteños.7 Utilizaba la metáfora del incendio, antecediéndose a la del volcán, que utilizó Bolívar.
EL TRANSCURSO DE LA INDEPENDENCIA: DE LAS REPÚBLICAS URBANAS A LA REPÚBLICA DEL ECUADOR
Cuando trató de entender el paso del Antiguo Régimen a la Revolución, Tocqueville enfatizó la impronta de la larga duración frente al mito de la ruptura política. La república diseñada en Francia a partir de 1792 habría sido el punto de llegada de un largo proceso. ¿No habría de igual manera un "momento independencia" de más amplia cronología, que conectara paradójicamente la geometrización política y fiscal del Reyno de Quito por los Borbones con la fundación misma del Estado del Ecuador? De igual manera, acordémonos que dos décadas antes de que Tocqueville estuviera fascinado por la construcción a ras de suelo de la democracia americana, Benjamin Constant, en los pasos de Jean de Sismondi, destacó el papel esencial de un "cuarto poder" para conformar la libertad de los modernos: el poder municipal. A nuestro parecer, este libro verifica ambos postulados.
Por una parte, Santiago Cabrera Hanna señala cómo la Constitución de Cúcuta ruralizó la participación política pero, a la vez, reforzó el papel de los cabildos de las ciudades principales. Al preservar los municipios como figuras esenciales del "gobierno de las comunidades", supeditándolos a la vez a "la jerarquía del régimen de intendencias" (pp. 134-136), ¡hasta se podría decir que la república de Colombia logró concretar el proyecto borbónico! Las atribuciones dadas a los jefes superiores y a los intendentes en materia militar y fiscal lo confirman de sobremanera. Por tanto, se hace evidente que "el régimen colombiano trazó continuidades con el sistema imperial, y reprodujo en parte un régimen administrativo de vieja factura ataviada en ropajes republicanos" (p. 143). A ello, conviene añadir que las necesidades del combate contra los realistas de Pasto obligaron a reunir lo militar con lo administrativo y así brindar un modelo que sirviera de matriz a la "estructura fundacional de la República del Ecuador", en 1830 (pp. 132-133). En este sentido, podría afirmarse que, paradójicamente, el Ecuador nació durante el episodio de su incorporación a Colombia, gracias a las leyes de 1822-1824.
Por otra parte, y esto constituye un aporte fundamental, Santiago Cabrera Hanna nos demuestra cómo la crisis de 1826 pudo conectar las aspiraciones de los cabildos venezolanos con la de los cabildos sureños, lo cual llegó a poner en tela de juicio la representatividad del Congreso de la república frente a la de los municipios. El apoyo de los intendentes del Departamento del Sur a las proclamas urbanas debilitó aún más la legitimidad conferida al Congreso. La "soberanía primitiva" de las ciudades fomentaba una ciudadanía de corte "deliberativo-resolutivo" que discrepaba de la ciudadanía delineada en Cúcuta, o sea "electoral-censitaria". He aquí un elemento crucial: Bolívar se puso entonces a entablar transacciones políticas directamente con los cabildos principales. Algo lógico, al final, si consideramos que muchas proclamas de las ciudades del Departamento del Sur lo designaban como único lazo de unión posible para la incipiente república. Una situación que, a nuestro parecer, lo convertía en árbitro superior, de legitimidad indiscutible. Se dibujaba entonces la figura de un posible monarca de corte republicano, varios meses antes de que se proclamara en noviembre 1826 la Constitución boliviana... Esta configuración que conecta la prevalencia de los municipios con una especie de Acclamatio Imperii nos da de pensar otra vez que las coordenadas de la política remitían en gran parte a la tradición clásica.
Cuando me formé en la Sorbona, se nos prohibía hablar de "caída" del Imperio romano. Siguiendo los pasos de Henri Irénée Marrou,8 se nos sugería hablar de "antigüedad tardía", de un "período de transición" durante el cual hubiera sido fundamental el fenómeno de la "seudomorfosis",9 que Marrou había retomado de Spengler. En rigor, este término de cristalografía -que designa los cristales que, a pesar de un cambio de composición química, conservan su forma inicial- podía aplicarse al bajo imperio. Traté de aplicar yo mismo este tipo de acercamiento teórico al aparato ritual y simbólico del período 1789-1830. El objetivo era demostrar cómo en Quito y en Santafé de Bogotá un inmutable dispositivo de la gloria pudo celebrar un nuevo tipo de soberanía y por ende, desvirtuarlo, celebrando a Bolívar, in fine, tal nuevo monarca. Es lo que llamé una "mutación imaginaria". Al término de la lectura del libro de Santiago Cabrera Hanna podríamos intuir lo mismo en cuanto al sistema institucional: los municipios de las tres ciudades principales del Departamento del Sur supieron mantenerse y suscitaron un pacto regional apto a configurar en Riobamba un territorio que pudiera juntarse en un futuro, bajo la forma de una confederación, con la Nueva Granada. Las "soberanías primitivas" del Departamento del Sur se presentaron, así, como los pilares necesarios de una soberanía de rango superior, fruto de una negociación local y no del dictamen del Congreso de Cúcuta, del cual no pudieron participar en tiempo y hora. Este nuevo espacio nacional, de inciertas dimensiones, dado que no remetía propiamente a la antigua Audiencia en función de un irrisorio uti possidetis juris, podía llamarse de aquí en adelante "El Ecuador en Colombia".
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LIBERTAD VERSUS NATURALEZA. NOMOS VERSUS PHYSIS
EL TRANSCURSO DE LA INDEPENDENCIA: DE LAS REPÚBLICAS URBANAS A LA REPÚBLICA DEL ECUADOR