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in Procesos. Revista Ecuatoriana de Historia
Todos los días se descubre América
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Todos los días se descubre América. Eso sin hablar de las invenciones semanales de la pólvora, de la reciente presentación de la rueda en no sabemos qué salón de la tecnología y del anuncio de un tónico curalotodo en las redes sociales y antisociales de cualquier tipo. Para quien trabaje sobre la historia de la charlatanería en el siglo XIX, esto no es ninguna novedad, como tampoco lo es la aparente imposibilidad de acumular experiencia ni la de contrastar la verdad con la mentira mientras alguien acepte comprar un gato que maúlla como liebre.
Es cierto que determinadas sociedades -es decir, muchísimas personas- se han acostumbrado a creer en la propaganda, no la política, de la que normalmente se desconfía con facilidad, sino de esa que vende productos y mercancías, una categoría que va desde las máquinas lavarropas a los desodorantes ambientales y humanos, pasando por los remedios y las curas, los artistas, el cine, los libros y sus autores. Esos engranajes que presentan no importan qué como lo último de lo último, lo mejor de lo mejor, el fin y el principio de una era, borrando de un plumazo, o con un jingle, la historia que los precede. Que será larga o corta, pero, bien lo sabemos los historiadores, nada surge de la nada, aunque la sociedad de consumo diga lo contrario.
Porque, a fin de cuentas, los comentarios de estas páginas no se tratan más que de eso: de las condiciones de difusión de una producción intelectual -unos libros sobre el conocimiento y la historia del conocimiento- en una sociedad que incinera su pasado y produce novedades a ritmos cada vez más acelerados, que impone palabras, conceptos que se reemplazan unos a otros, a veces con el mismo significado, pero que sirven para darle entidad mercantil a eso que se llama autor, imponerse en las ventas y generar dividendos. La contracara de esa cantidad de libros que, cada vez más, la gente descarta de sus casas y abandona en la calle como a un perro de país pobre, otro indicio de cómo los libros comparten la vida corta de los electrodomésticos y la ropa.
Esa lógica de la promoción tampoco es nueva -basta leer a Robert Darn-ton a la hora de pensar en las Luces del XVIII- ni se limita a los rubros de gran venta. Ya se quejaba el fallecido José María López Piñero en el congreso que, a principios de la década de 1990, se realizó en España a propósito de la mundialización de la ciencia: en esa ocasión, despotricaba contra el libro que sobre Alexander von Humboldt se había puesto de moda, denunciando una serie de banalidades y errores que se vendían al por mayor gracias a este éxito editorial, traducido a varios idiomas y que hoy, por supuesto, nadie recuerda.
Este olvido no se debió a la obra de los estudiosos de Humboldt, quienes, como Marie-Noëlle Bourguet, Ottmar Ette o Wolfgang Schäffner, han propuesto que sus viajes y su obra no se pueden pensar como la travesía de un individuo solitario sino como el resultado del intercambio de ideas con los naturalistas, coleccionistas e ingenieros de minas americanos y de la consulta a los archivos mexicanos y cubanos. Pues no, el enterrador de aquel bestseller fue el nuevo suceso de ventas -el libro de Andrea Wulf- que nos asalta en todos los rincones del globo cuando nos preguntan a qué nos dedicamos. En las clases de gimnasia de Canberra, en los círculos de las letras argentinas, en las residencias para artistas en el Mediterráneo, en el metro de Madrid y, por supuesto, en el de Nueva York.
En el libro que aquí comentamos y con el que uno de nosotros colaboró, el capítulo sobre Bonpland y su florido cactus, sirve como metáfora de este mismo proceso, pero en el campo de la jardinería y la botánica. Una planta que se transforma en un éxito comercial, que se vende, se exhibe y se difunde en el mundo de los jardineros y horticultores pero que, en el de los botánicos sistemáticos, no deja de ser un error taxonómico cuestionado por unos y por otros. Y por lo visto, esas críticas no hicieron mella en las ventas porque, a fin de cuentas, se trataba de un cactus tan extraordinario como el viaje donde se había originado.
Sí, todos los días se descubre América y Humboldt se propuso descubrirla por segunda vez, como es habitual recordar cada vez que se alude al personaje olvidando que, en realidad, se veía como un Colón para los datos. ¿Lo hizo? Sin duda, pero como tantos otros antes y después de él. Su Examen crítico de la historia de la geografía del nuevo continente (editado entre 1836 y 1839 en varios volúmenes) iba a establecer una analogía muy plutarquiana entre los dos descubridores y las dos eras de los descubrimientos.
Aunque, admitámoslo, ambas tuvieran poco o nada que ver entre sí. "Dejar poco por conquistar es una queja del guerrero" -decía allí citando a Plutarco- "pero la expresión no es aplicable, por fortuna, a los descubrimientos científicos, a las conquistas de la inteligencia". Colón dejó mucho que descubrir; Humboldt, también. No es la historia de la ciencia: es América, el continente creado. "Nuestro continente es la tierra, por naturaleza propia, que no existe por sí, sino como algo que se crea y que se inventa", dijo una vez el mexicano Octavio Paz.
El famoso grabado del frontispicio del tomo XVIII del Voyage, dibujado por François Gérard y grabado por Barthélemy Roger, aunque supervisado con cuidado por el propio Humboldt, replicaba a otro de Phillipe Galle de 1600. América dormía, debía ser despertada. Una metáfora similar, paralela, a la lectura del libro de la naturaleza, a la luz de la ciencia sobre el mundo. Pero debe ser que a América le gusta rezongar porque, desde 1492, han sido muchos los autores, científicos o utopistas que se han arrogado la virtud de haber despertado (de nuevo) a América. O que han negado a otros la capacidad de haberlo hecho.
Existían varias diferencias entre ambos grabados. En el primero, es Américo Vespucio, otro "segundo descubridor de América" (otro debate, y no menos polémico, que el que nos ocupa) el encargado de despertarla. Aunque es un Américo muy colombino, casi su doble o su fantasma. Lleva la fe en una mano y la ciencia en la otra. En el grabado de Humboldt, la fe ha sido sustituida por el comercio. Vespucio-Colón ha desaparecido y son las propias alegorías de la ciencia y el comercio las que ayudan a levantarse a una postrada América. La ciencia, los datos y los números han sustituido al hombre. El reconocible perfil del Chimborazo aparece como una presencia, implícita pero monumental, del propio Humboldt.
Desde entonces y hasta hoy son muchos los que han venido despertando América, inventando la rueda, descubriendo mediterráneos, subiendo chimborazos. Admitamos que nosotros también alguna vez anhelamos ser los terceros, los cuartos, al menos los últimos descubridores de América o que nos corresponda, al menos, una porción en la conquista de la inteligencia. Y que alguien, con suerte, pasada ya la moda académica que los alumbró, quizás algún día, descubra nuestros libros no en la calle sino en una librería de viejo. Y pueda seguir leyéndolos. Con eso, valdría conformarse.
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Author
Irina Podgorny
CONICET / Museo de La Plata / Universidad Autónoma de Madrid La Plata, Argentina/ Madrid, España, La Plata, Spain
Author
Manuel Burón
CONICET / Museo de La Plata / Universidad Autónoma de Madrid La Plata, Argentina/ Madrid, España, La Plata, Spain