https://doi.org/10.32719/26312816.2018.1.1.5

La cuestión de la regeneración de la raza en el discurso educativo del laicismo

Rosemarie Terán-Najas a,*

aUniversidad Andina Simón Bolivar, Sede Ecuador. Área de Educación. Toledo N22-80 (Plaza Brasilia). Quito, Ecuador. *Autor principal: Terán-Najas. Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador. Área de Educación. Toledo N22-80 (Plaza Brasilia). Quito, Ecuador. Correo electrónico: rosemarie.teran@uasb.edu.ec


PUNTOS DESTACADOS

  • Las contradicciones del proceso de secularización de la enseñanza en el Ecuador.
  • La generación de ideologías raciales en el marco de la modernidad liberal.
  • La función civilizatoria y regeneradora de las misiones pedagógicas.

  • INFORMACIÓN DEL ARTICULO

    Historial del articulo

    Recibido el 20 de junio de 2018 - Aceptado el 18 de septiembre de 2018 - Publicado el 19 de septiembre de 2018

    RESUMEN

    Pese a que el discurso laicista ecuatoriano se inspiró en una utopía educativa de corte integrador e igualitarista, que emergió como la expectativa más importante del triunfo de la revolución liberal de 1895, aparece años más tarde impregnado de imaginarios de regeneración de la raza que van a tener gran incidencia en las decisiones tomadas por el estado liberal en materia de política educativa. La contratación de las misiones alemanas entre 1913 y 1922, precisamente, descansó en criterios de valoración relativos al capital cultural de Alemania, que pesaron más que las consideraciones pedagógicas. Esta reforma educativa mostró que el laicismo apostó a la homogenización social desde una ideología civilizatoria que veía la diferencia étnico-cultural como sinónimo de barbarie y retraso.

    Palabras clave: Misiones pedagógicas Modernidad educativa liberal Laicismo Regeneración de la raza

    Solo once años después del triunfo de la revolución liberal se concretó en el Ecuador la implantación del laicismo a través de la secularización de la enseñanza consagrada por la Constitución de 1906. Esta postergación, sumada a la muerte de Eloy Alfaro en 1911, líder de la revolución, fueron factores que contribuyeron a la larga al debilitamiento de la utopía universalista, niveladora e incluyente del proyecto laicista. De otro lado, el sistema educativo laico no alcanzó el grado de unificación y articulación que se requería para desplazar la hegemonía católica, permitiendo que esta se consolidara en el terreno de la educación particular. En este escenario de objetivos fallidos, se crearon condiciones para que la educación actuara como un mecanismo de segregación social.

    Por añadidura, y aunque la historiografía favorable a resaltar las bondades del liberalismo no lo mencione, hay que señalar que en la propia retórica liberal que acompañó el nacimiento de la educación laica, existió un enfoque discriminativo de las diferencias socioculturales. Ante la premisa de que la misión civilizatoria del Estado consistía en formar ciudadanos progresistas y modernos, se argumentó que aquello era posible solo superando lo que para los liberales eran fracturas raciales insalvables. Esta visión fue mucho más palpable en el discurso de los actores políticos que entre los educadores, lo que lleva a pensar que ambos sectores no necesariamente coincidían en los criterios y el carácter de la homogenización educativa, cuestión que en el fondo tuvo que ver probablemente con distintas sensibilidades frente al problema de la cultura. La opción que el estado liberal ecuatoriano tomó al contratar dos misiones alemanas consecutivas (1913 y 1922) para introducir el enfoque de Juan Federico Herbart (1776- 1841) en la reforma educativa laica, es una cuestión que merece ser profundizada, en tanto significó un proceso complejo -no estudiado aún- de selección frente a un espectro de otras misiones pedagógicas posibles. En el marco de la reflexión que se presenta en este artículo se subrayan los criterios de valoración existentes en el Ecuador de la época acerca de la “superioridad” de Alemania en relación con su capital cultural, antes que en el pedagógico.
    Las misiones anteriores, norteamericana y española, habían sido intensamente combatidas por los sectores más conservadores, entre otras razones, porque no comulgaban con el proyecto católico. La misión norteamericana era protestante y la española abiertamente anticlerical (Gómez, 1993, p. 52). Un exponente notable de esta última posición fue el pedagogo catalán Fernando Pons, contratado como director del Normal de Varones de Quito. Su discurso de 1906 a favor de la educación laica permite calibrar la intensidad de los enfrentamientos de la época entre laicismo y confesionalismo, tal como se ilustra en los párrafos a continuación.

    El hecho de considerar este mundo solo como un mero tránsito o paso hacia otro, como enseña la Iglesia, y el hecho de considerarlo como una morada concedida por Dios al hombre, para que éste la estudie,trabaje, la perfeccione con sus propias fuerzas...como lo enseña la escuela laica, determinan dos puntos de vista tan diversos...que no puede por menos que obtenerse resultados enteramente distintos. Por el uno cubierto de sombras y penumbras...no se va a ninguna parte, se queda uno siempre en el mismo lugar, esperando sólo que le llegue la hora suprema de poner su alma a disposición de quien se la dio. Por el otro, alumbrado por la luz de la razón, se va en constante persecución de un más allá, se va siempre en busca del bienestar, del progreso, de la dicha y la perfección, que es el bello ideal a que aspiran y deben aspirar los pueblos. Para tomar el primer rumbo no hace falta saber; basta creer: la instrucción es un estorbo. Para tomar el segundo, no basta creer; es preciso saber lo que se cree; la ciencia es indispensable. (Pons, 1907)

    La posición laicista de corte filosófico y político que emergió del discurso de Pons, defensor de la pedagogía “intuitiva” u “objetiva” y crítico a futuro de la misión herbartiana, se debilitó notablemente en la etapa posalfarista. En ese momento el debate giró hacia la problemática “racial”, que fue percibida como un obstáculo para la homogenización social que la reforma educativa debía promover. La oligarquía liberal que condujo el gobierno durante aquellos años había dejado atrás el impulso renovador de la primera etapa (Ayala, 1996, p. 16). Es en ese contexto que Luis Napoleón Dillon, Ministro de Educación y autor de la Ley Orgánica de Educación de 1912, tomó la decisión de que los maestros laicos ecuatorianos se formaran bajo la tutela de pedagogos alemanes. La preferencia por esta opción tenía antecedentes en el país. Años antes un connotado pedagogo de la época, el educador colombiano Manuel de Jesús Andrade, contratado para dirigir el Normal Juan Montalvo de Quito en 1904 (Gómez, 1993, p.53), había presentado ante las autoridades educativas y el congreso el proyecto de acudir a pedagogos alemanes católicos, en consideración al “sentimiento religioso del país, tan celoso de sus tradiciones seculares”. En ese debate la admiración por cultura anglosajona contrastaba, curiosamente, con un sentido de denigración hacia España en el plano educativo. Andrade criticó explícitamente la “ocurrencia peregrina” de traer de España el personal para fundar los normales, siendo, según su visión, una de las naciones “más atrasadas en materia de instrucción pública primaria”. Alemania, por el contrario, poseía en su opinión lo “más avanzado en sistemas y métodos de enseñanza”. Según sus palabras:

    No sin fundamento se dijo que en la guerra franco-prusiana la escuela había alcanzado la victoria. No sin fundamento un gran pensador radica en la educación el hecho inconcluso de la superioridad de unas razas sobre otras. Es un fenómeno sociológico que hoy no se escapa a la observación de ninguna persona inteligente el papel que desempeñan en el movimiento universal las tres potencias ligadas por lazos etnológicos y que son las que mejor atendidas tienen sus escuelas”. (Andrade, 1900, pp. 57-58)

    El triunfo prusiano fue asimilado por varios países como un logro del sistema educativo alemán. Como la cita anterior lo evidencia, los pensadores laicos ecuatorianos fueron construyendo en ese marco un ideario visiblemente atravesado por ideas de superioridad racial. Su propósito era poner la educación al servicio de la “regeneración de la raza”, una cuestión que llegará a convertirse en un tópico del discurso liberal. Este punto es central para entender la magnitud del desafío histórico que los liberales pusieron en hombros de la educación laica: contribuir al nacimiento de una nueva época y una nueva sociedad y refundar una nación superando la herencia colonial. Para los liberales dicho legado se expresaba en la continuidad de las diferencias étnico-culturales, percibidas como un problema moral que debía ser transformado para poder edificar la nación.

    La crudeza de este discurso se manifestó en uno de los ideólogos más importantes del proyecto civilizatorio laico, el Ministro de Educación Luis Napoleón Dillon (1875-1929), quien como ya se ha mencionado, contrató la primera misión pedagógica alemana. Aunque él no surgió propiamente de las filas del normalismo, estuvo entre el primer grupo de profesores del Colegio Mejía, centro educativo pionero de la reforma liberal, establecido en 1897. En la etapa posalfarista el presidente de la República, Leonidas Plaza, le encargó la cartera de Educación. El mismo año de llegada del grupo de pedagogos alemanes, Dillon expuso ante el Congreso su primer informe ministerial subrayando la importancia de la “educación popular” para la organización política de los pueblos, y refiriéndose a lo popular como al conglomerado de masas que el Estado debía civilizar (Dillon, 1984, pp. 147-149). Consideraba que la educación serviría literalmente como un “rasero” igualador, que propiciaría la nivelación cultural necesaria para salvar las diferencias. Luego de señalar que “según un principio conocido, una sociedad se muestra tanto más estable cuando más homogéneos sean sus componentes, cuánta mayor afinidad y fuerza de cohesión haya entre sus elementos iniciales”, añadía:

    “...la heterogeneidad étnica-resto fatal de nuestros orígenes coloniales- no es... tan dañosa como la inigual cultura de nuestras masas sociales. Los abismos morales e intelectuales son los que dividen más hondamente nuestro pueblo…al lado de los descendientes de la raza conquistadora, caducos ya en plena juventud, agobiados por los refinamientos enervadores y las esquisiteces rebuscadas de la vieja civilización europea, vegeta en plena barbarie el montón anónimo de los esclavos aborígenes e importados, perpetuando con su fecundidad prolífera los estigmas de degeneración, las morbosas impulsividades africanas, o el idiota fatalismo indígena, en subrazas híbridas, productos inferiores y descastados de la combinación, en toda la gama cromática de sus tipos fundamentales”. (Dillon, 1984, pp. 148)

    Para Dillon la heterogeneidad cultural era un sinónimo de denigración solo superable con la educación que “morigera, ennoblece, civiliza”. Apeló además a la educación pública como instrumento para la consecución de un “orden político” necesario para resguardar la nación de la amenaza de la inestabilidad y de las “revoluciones”. Este proyecto civilizatorio debía, al mismo tiempo, promover una política de regeneración basada en la “higiene pública”, orientada a limpiar los determinismos biológicos y climáticos que, en su perspectiva, condicionaban el “temperamento” de los ecuatorianos. El dispositivo del higienismo contribuiría a moderar la “irritabilidad” propia del carácter del “trópico” y a tonificar su “naturaleza débil y por ende fácil presa de todas las violencias y de todos los arrebatos” (Dillon, 1984, p. 149). Se trataba de hacer prevalecer la razón moderna positivista sobre una supuesta barbarie cultural atávica. Al formar parte del informe oficial del Ministerio de Instrucción, este discurso destapó el sustrato ideológico de la política educativa laica, inspirada en determinismos que distorsionaban la comprensión del fenómeno de hibridación étnica y cultural1

    Es difícil establecer todavía la manera cómo el enfoque herbartiano difundido por la misión alemana se pudo haber convertido en un vehículo de las aspiraciones regenerativas de los políticos liberales. Es posible que se haya producido una asimilación reduccionista de la doctrina herbartiana, al extraer de ella los recursos instrumentales e intervencionistas dirigidos a moldear el “alma” del niño 2. Pero tampoco fue extraño que en la decisión de recurrir a la misión alemana haya pesado menos el enfoque pedagógico, como tal, que la idea de que la cultura anglosajona era el mejor referente de civilización. Era frecuente, de hecho, encontrar en los discursos de los liberales ecuatorianos el deseo explícito de que el Ecuador pudiera nutrirse de la migración anglosajona para “mejorar las costumbres”.

    El médico Alfredo Espinoza Tamayo, otro influyente personaje por sus reflexiones sobre los problemas sociales y el papel de la educación, compartía la visión de Dillon. Atribuía a Sudamérica entera unas características negativas derivadas, según sus palabras, de “la mezcla de las cualidades inherentes de las tres sangres que corren por nuestras venas: la india, la negra y la hispana”. Señalaba que de esta mezcla se derivaban la indolencia, la apatía, la pereza, la volubilidad, la vehemencia, el orgullo, la falta de originalidad y, por consecuencia, el retraso de los pueblos. La educación debía corregir esos vicios cultivando las cualidades contrarias, es decir, formando ciudadanos acomodados a las modalidades del carácter hispanoamericano, ciudadanos virtuosos observantes de las tres nociones fundamentales: Dios, el hombre y la naturaleza (Espinoza Tamayo, 1984, pp. 157-162). Espinoza Tamayo planteaba combatir el alcoholismo, enseñar higiene maternal y sexual, el gusto por lo bello, como medio de prevenir la degeneración de la raza. De nuevo, aquí, la educación se devela como el dispositivo más importante para la homogenización social:

    la escuela pública tendrá como objeto atraer a ella a todos los elementos sociales reuniéndolos en un solo conjunto, dándoles una misma educación y borrando por medio de ella la diferencia creada por el alejamiento de las clases y por su desigual nivel de cultura”. (Espinoza Tamayo, 1984, pp. 161-162)

    Es inevitable concluir que, frente a la problemática cultural del Ecuador, no pocos políticos e intelectuales liberales laicos terminaron abrazando la misma causa ideológica de sus adversarios conservadores, con lo que se define con más precisión el verdadero terreno de disputa entre ambos bandos que no era sino el control del Estado y la posibilidad de administrar el futuro nacional. Un eco parcial de las visiones de Dillon y Espinoza se encuentra en el normalista César Mora Miranda (1896- 1973). Bachiller del colegio jesuita San Gabriel, se inscribe más tarde en los cursos intensivos de profesionalización para normalistas que dictó el Normal Juan Montalvo entre 1915-16. Luego de dirigir varias escuelas públicas de prestigio, culmina su carrera como Director del mismo Normal. Son numerosas sus publicaciones sobre temas pedagógicos. Precisamente en una de ellas, “Sugerencias para un programa de educación rural”, de 1927, se pronuncia en tono reivindicativo y paternalista sobre la condición del indio (Mora Miranda, 1984, pp. 291-306). Acogiéndose a la consigna de Pestalozzi “enseñar a mendigos a vivir como hombres”, Mora defiende la inserción del indio en el progreso:

    “educándolo a base de trabajo, lo haremos más apto y afanoso, más encariñado con la familia y el suelo y, de esta manera, habremos conjurado el peligro de que la instrucción lo vuelva insolente, levantisco y adverso a las tareas manuales”. (Mora Miranda, 1984, pp. 302)

    En un tono más cercano a su credo socialista, añade: “aprenderá eso sí a estimar en lo que valen sus energías, pedirá, reclamará, exigirá de sus patronos un salario proporcionado a sus necesidades biológicas y a sus horizontes de cultura”. Un entusiasmo por la “normalización” de los indios lo lleva a recomendar que se fomente una campaña para que adopten el traje de los blancos. Para poder incidir en el cambio de las costumbres, Mora sostiene que los maestros deberán conocer bien el entorno de la escuela rural con el fin de “observar con paciencia los males que corroen las entrañas del cuerpo social, a fin de remediarlo con el antídoto de su ejemplo y su práctica” (Mora Miranda, 1984, pp. 297-299).

    En la década de los treintas, no obstante, el discurso moral contra las diferencias étnicas parece moderarse. Quien más lejos llevó un planteamiento crítico en este sentido, con profundas repercusiones en el discurso de la Academia Ecuatoriana de Educación que llevará su nombre, fue Emilio Uzcátegui, notable pedagogo, historiador y abogado, cuya influencia intelectual en el mundo educativo será significativa hasta más allá de mediados del siglo XX. Su credo liberal de corte socialista lo llevó a confrontar directamente la ideología de la discriminación cultural. En su texto, “La incorporación del indio a la cultura” (Uzcátegui, 1953, pp. 181-183), planteó superar la visión positivista que dominaba la comprensión del tema para encontrar un concepto de cultura más afín a la realidad indígena. Criticó la universalidad de la perspectiva sociológica predominante en la época y propuso valorar la “cultura de cada pueblo”. En sus palabras:

    “Es...un contrasentido esto de incorporar a la cultura algo que ya está por naturaleza y desde su origen incorporado a ella. Se incorpora lo que no ha estado en el cuerpo o en el organismo y no lo que ya se halla en él (...) ¿Querrán decir estos señores que haya que transculturar al indio? Esto al menos tiene sentido; pero no por ello es admisible. ¿Acaso los que predican la incorporación del indio a la cultura quieren incrustar al indio en la cultura hispánica? (...) Por esto hablamos de la necesidad de preservar nuestra cultura; pero discriminando y sopesando cuanto tiene de bueno, de hermoso, de estimulante(...) en cada uno de nosotros debe haber la convicción de que debe cumplir un sagrado deber: preservar la cultura nacional; pero procurar su mejoramiento”. (Uzcátegui, 1953, pp.182-183)

    Esta óptica de Uzcátegui inaugura otra época en la comprensión de la cultura dentro de la política educativa, al percibirla como un elemento susceptible de integración y no de absoluta discriminación. Las visiones contrarias entre “negar para homogenizar” de Dillon y la de “admitir para incluir” de Uzcátegui significan dos polos del recorrido intelectual de los liberales en el seno de los debates que anclaron la construcción de la modernidad educativa laica en el Ecuador. Pero este escenario también sacó a la luz las profundas limitaciones del liberalismo, aún en su línea más progresista. La cultura indígena, aunque reconocida como algo específico, contradictoriamente se asumió en ese segundo momento representado por Uzcátegui como cultura nacional, propiedad de un colectivo mestizo (“nuestra” cultura). Una premisa que los maestros ecuatorianos defenderán a futuro como parte consustancial de su identidad.


    Notas

    1 Véase el ensayo sintético de biología democrática de Tomás Vega Toral, de 1930, mencionado por Carlos Paladines en Pensamiento Positivista Ecuatoriano, N.16 de la Biblioteca Básica del Pensamiento Ecuatoriano, Corporación Editora Nacional, pp.76-77.

    2 Para Herbart la instrucción era el objeto principal de la educación, pero ella estaba al servicio de un propósito moral, el de moldear el espíritu y el carácter. Los excelentes resultados pedagógicos que mostró el método de enseñanza herbartiana terminaron supeditados a la enseñanza moral por acción del propio Herbart, consultar Norbert Hilgenheger, “Johann Friedrich Herbart”, Perspectives, Revue trimestrielle d´education compareé, Unesco-BIE, Nos 3-4, 1993.