Ensayos
DOI: https://doi.org/10.32719/26312514.2025.11.9
URU: Revista de Comunicación y Cultura, n.° 11 (Enero - Junio 2025), 146-163. e-ISSN: 2631-2514
Fecha
de recepción: 08/10/2024 - Fecha de revisión: 08/10/2024
Fecha de aceptación: 23/10/2024 - Fecha de publicación: 01/01/2025
Universidad de las Américas Quito, Ecuador
Resumen
Este ensayo busca dimensionar los posibles aportes de las teorías queer a las discusiones sobre el campo de la educomunicación y el análisis de la comunicación en el ecosistema digital. La tesis central sostiene que la teoría queer brinda perspectivas para una lectura crítica de las dimensiones subjetivas sobre las prácticas de uso, intercambio y aprendizaje por medio de las TIC, especialmente en términos del cuerpo, la sexualidad, el afecto y la identidad. El texto pone en diálogo distintos marcos conceptuales -teorías críticas de la comunicación, educación, estudios de género- para construir una reflexión holística que concibe a la tecnología y al género como dos sistemas de control que delimitan la manera en que habitamos, interactuamos y aprendemos en la esfera digital. Esta discusión se alimenta de referentes teóricos, resultados de investigación y experiencias personales. Finalmente, elabora un acercamiento teórico entre la pedagogía queer y la educomunicación como propuesta de inclusión de las diversidades sexogenéricas en los espacios de aprendizaje.
Palabras clave : inteligencia artificial, Nike, diseño, publicidad, imagen artificial
Abstract
This essay explores how queer theory can contribute to discussions in educommunication and the analysis of communication within the digital ecosystem. The central argument is that Queer Theory offers valuable insights for critically examining the subjective dimensions of how we use, communicate, and learn through ICT-especially in terms of the body, sexuality, emotions, and identity. The essay brings together different conceptual frameworks, including critical communication theory, education, and gender studies, to create a holistic reflection that views technology and gender as systems of control that shape the ways we inhabit, interact, and learn in digital spaces. This discussion draws on theoretical references, research findings, and personal experiences. Finally, it explores the intersection of queer pedagogy and educommunication frameworks as a way to promote the inclusion of gender and sexual diversity in learning environments.
Keywords: Educommunication, media literacy, gender & education, queer theory, LGBTI+, digital ecosystem
En América Latina, la diversidad sexogenérica aún genera profundas controversias, discusiones e, incluso, confusiones. Jóvenes y adultos basan sus nociones en discursos provenientes de conversaciones cotidianas y de los medios tradicionales, así como en su participación en el ecosistema digital. Plataformas y redes sociales conforman una esfera pública/privada donde las personas construyen, cada vez con más frecuencia, sus sentidos de realidad. En el caso de las poblaciones queer, para quienes los espacios de sociabilización son escasos o vedados aún en muchos contextos, las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) ofrecen posibilidades de socializar con otros miembros de su comunidad y generar nuevos tipos de prácticas comunicativas que potencien sus capacidades de visibilización y agencia. Asimismo, brindan recursos representativos sobre los cuales construir sus subjetividades, y consolidan formas de organización social y participación.
Desde el uso de aplicaciones de citas hasta la mercantilización del deseo en plata-formas de modelos webcam, el ecosistema digital es el escenario de prácticas diversas donde el género, la sexualidad y las emociones pueden ser leídas como un recurso de control. Aunque ofrecen posibilidades liberadoras de socialización y encuentro, las tecnologías también suponen formas particulares de colonización técnica sobre el cuerpo, el placer y la identidad. No obstante, como sugiere Livingstone (2003), las TIC brindan tanto riesgos como oportunidades de transformación individual y colectiva, si existe un proceso adecuado de orientación y mediación.
El ensayo a continuación dimensiona los posibles aportes de las teorías queer a los debates sobre la colonización tecnológica, vistos a través de fenómenos puntuales. Además, pretende formular un encuentro entre la llamada pedagogía queer (Britzman 1995) y la educomunicación (Kaplún 2010; Aparici, Álvarez y Gómez 2024), con el fin de orientar alternativas de transformación educativa. Este texto se alimenta de resultados de investigación, referentes teóricos, observaciones y experiencias personales.
La palabra tecnología puede producir distintos tipos de asociaciones dependiendo desde dónde se la interprete: desde la medicina, podría remitir a una vacuna; en informática, a un software; y en el campo de la comunicación ha llegado a ser sinónimo de las TIC. Li-Hua (2009) explica que lo que define a la tecnología es la existencia de un saber tecnificado y reproducible, que siempre se concibe en relación con la cultura.
Vivimos en una cultura de plataformas y tecnologías convergentes que nos han permitido nuevas formas de expresión, interacción y participación en la esfera pública (Jenkins 2008). Los consumidores -pensados como prosumidores- están cada vez más
dotados de poder digital en la configuración de la producción, la distribución y la recepción de los contenidos, elementos claves para que las producciones puedan responder de igual manera a las luchas actuales de la sociedad y sus colectivos, que intentan visibilizar y consolidar derechos. (Vega 2022, 105)
No obstante, Redeker (2014) argumenta que la innovación incesante condujo a que, como sociedad, dejáramos de preguntarnos sobre los propósitos transformativos de las tecnologías en favor de una lógica de productividad capitalista. Preguntarse cómo contribuirá una tecnología a la transformación social es muy diferente a preguntarse qué beneficio genera. “La técnica se convirtió en un fin en sí, por no tener ya cómo justificar su utilidad, ni decir a qué está subordinada, ni proclamar los valores que le son superiores y a los cuales debería acogerse” (Redeker 2014, 108). El determinismo tecnológico, en tanto paradigma dominante, ha posicionado a la técnica como motor de desarrollo y transformación social, pero su utilidad y funcionalidad han sido cooptadas.
Desde la perspectiva de Castells (2006), las TIC conforman un sistema social interconectado que configura y es configurado por las dinámicas globales de poder, economía y cultura. Este sistema —al cual llama sociedad red— actúa como un tejido de redes globales que constantemente redefine las relaciones sociales y genera formas de organización y control, mientras facilita la creación de identidades colectivas y personales en un mundo cada vez más interconectado. Así, la tecnología se vuelve un sistema de interacción social en el que se negocian significados y se transforma la experiencia humana.
Impulsadas por la tecnología digital, las redes de comunicación crean espacios de intercambio simbólico tanto locales como globales. Este flujo comunicativo es un recurso clave del capitalismo informacional, que interviene en distintas esferas sociales. La capacidad de acceder, gestionar y distribuir información en tiempo real es una fuente de poder en la sociedad red, y convierte a la tecnología en una estructura social dominante en la era de la globalización colonizadora (Castells 2006).
Aparici, Álvarez y Gómez (2024) definen al colonialismo digital como el “despliegue de poder” a través de nuevas normas, formatos y lenguajes que intervienen en las dimensiones cognitivas y afectivas, individuales y colectivas, culturales y políticas de la sociedad. Este fenómeno emerge como un modelo comunicativo que se alimenta desde la industria tecnológica y afecta distintos sistemas de organización social a escala planetaria. Es una colonización del pensamiento que no busca una imposición sino una coexistencia. Los autores argumentan que el ecosistema biotecnocomunicativo que habitamos nos somete bajo “una dictadura de lo invisible” en la que “los modelos de comunicación algorítmica interactiva y persuasiva se basan en la vigilancia y el espionaje y generan diferentes realidades a ambos lados de la pantalla o interfaz” (Aparici, Álvarez y Gómez 2024, 315).
La influencia de los algoritmos y las plataformas digitales forma parte de numerosas agendas de investigación interdisciplinar en el mundo posterior al escándalo de Cambridge Analytica. Este poder tecnológico se manifiesta de múltiples maneras: a través de la cuantificación de nuestras experiencias mediante las métricas en redes sociales (Grosser 2014); los sesgos racistas de ciertas tecnologías, heredados de sus programadores (Benjamin 2019), o el control psicopolítico anticipado por Han (2024), que no requiere ya de una vigilancia constante, pues los algoritmos anticipan nuestras acciones mediante la lectura de patrones de comportamiento. Gillespie (2013) afirma que los algoritmos -a través de las plataformas informáticas- están cada vez más imbricados en los distintos aspectos de nuestra cotidianidad, nuestras comunicaciones y nuestra participación en lo público. No obstante, la ubicuidad de la tecnología y su supuesta neutralidad hacen que muchos no cuestionemos el orden simbólico-dominante que conforma, sino que participemos de él voluntariamente, con la misma facilidad con la que aceptamos los términos y condiciones al instalar una aplicación nueva en nuestros celulares.
Hace unos meses tuve la oportunidad de viajar a Uruguay. Al entrar en una juguetería me encontré con un sticker pegado sobre varios juguetes que leía: “#LoImportanteEsJugar Juguete sin género”. Esa pequeña calcomanía me hizo recordar las ocasiones en que de niño se me obligó a patear un balón o en el miedo que me causaba ser castigado por jugar con mi hermana y sus muñecas. El género es un sistema, argumenta De Lauretis (1989), compuesto por diversos dispositivos y discursos estructurantes. Objetos aparentemente inocentes como los juguetes son tecnologías que configuran y reconfiguran constantemente nuestros comportamientos, experiencias y subjetividades.
Lo masculino y lo heterosexual son formas dominantes porque responden a un sistema representativo que Rubin (2015) define como el sistema sexo/género: un conjunto de acuerdos que transforman la sexualidad en una actividad simbolizadora, y que construyen normas y jerarquías sobre la identidad de género y la diferencia sexual. Nos reconocemos y enunciamos dentro de sistemas de significación, rodeados de representaciones culturales inscritas en jerarquías de poder que se intersecan con elementos como el género, la etnia y la clase social (Crenshaw 1994). Este sistema sexo/género se define por símbolos culturales, interpretaciones que se transforman en doctrinas, instituciones sociales que lo ordenan, y la identidad como una construcción simbólica y política individual y colectiva.
En su ensayo Technologies of Gender, De Lauretis (1989, 11) argumenta que el género es “un sistema de representación que asigna significado (identidad, valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad”. Género es una categoría que subraya las relaciones sociales que han determinado históricamente las diferencias entre los sexos y la construcción de subjetividades dentro de lo que culturalmente asumimos como “normal” (Scott 2011). De Lauretis (1989) retoma la noción de “tecnología del sexo” de Foucault para conceptualizar al género como representación, es decir, como posiciones simbólicamente construidas, producto de instituciones sociales (como la escuela o la familia) y de dispositivos institucionalizados (como los libros o las películas). Las representaciones de género son constructos socioculturales que posicionan a las personas dentro de este sistema y normalizan nuestras conductas e identidades en órdenes culturalmente construidos como el binario hombre/mujer o la heterosexualidad obligatoria (Rich 1996; Rubin 2015). Así, se ha edificado un sistema que estructura y normaliza la experiencia humana, y estas tecnologías del género conforman una manera particular de colonización.
El éxito de todo sistema social de colonización es que se constituye como un orden simbólico-epistemológico al cual terminamos por naturalizar y dar el nombre de ideología. Reutilizando un término que ha generado polémicas en los últimos años, existe efectivamente una ideología de género: el patriarcado y ese sistema sexo/género, que constituyen un orden ideológico que genera distancias entre hombres, mujeres y personas queer. Este sistema no opera solo desde lo técnico o lo económico, sino también desde lo subjetivo. “La ideología es un lugar extremadamente importante de la construcción del género, pero que debería entenderse más como una parte de una totalidad social que como una práctica o discursos autónomos” (De Lauretis 1989, 14).
La dimensión representativa del género es, pues, un orden simbólico que da forma a la realidad intersubjetiva. Género y tecnología comparten esta característica; llámese colonización técnica o patriarcado, ambos son sistemas de orden social conformados por discursos dominantes e institucionales. La intención de comparar las similitudes entre ambos órdenes en este ensayo es encontrar puntos comunes en que el análisis investigativo y crítico pueda ejercer presión para hacerlos tambalear.
La colonización técnica/discursiva se manifiesta de diversas maneras en la esfera digital; así también, las teorías queer aportan elementos para analizar distintas dimensiones de estos procesos. Aparici, Álvarez y Gómez (2024, 316) argumentan que “lo único que no puede poseer la tecnología son los cuerpos, la tecnología dispone de procesos algorítmicos a modo de sistemas de organización y predilección, pero lo corpóreo es un espacio cada vez más vedado”. Sin embargo, desde una perspectiva queer, me atrevería a afirmar que el cuerpo ya ha sido colonizado y, al mismo tiempo, también es un lugar de resistencia.
Desde sus formulaciones iniciales, las teorías queer, además de cuestionar el orden normalizado del sistema sexo/género a través de la deconstrucción de sus discursos estructurantes, también han hecho énfasis en liberar al cuerpo y concebirlo como un espacio de reinvención. Aunque no trata sobre el género explícitamente, Foucault sentó unas bases para comprender cómo el discurso y el poder regulan los cuerpos, mientras que la obra de Derrida contribuyó a la deconstrucción de binarismos como el de hombre/mujer (López 2008). Autores como Butler (2017), De Lauretis (1989) y Kosofsky Sedgwick (1990), entre otros, aterrizaron este debate para comprender que sexo y género son categorías históricamente elaboradas que disciplinan los cuerpos bajo estructuras de dominación patriarcal y consolidan relaciones de poder implícitas y opresoras con la diferencia sexual (Butler 2015).
Entonces, la perspectiva queer puede comprenderse como “un proceso político que implica el reconocimiento de los márgenes, las exclusiones, las abyecciones y las opresiones de los cuerpos alternativos” (Domínguez 2019, 21). Estas teorías son una manera de entender una política y epistemología del cuerpo y la subjetividad que replantea la construcción del conocimiento sobre las prácticas corporales y una rearticulación de su significado social a partir de la reordenación discursiva del sistema sexo/género.
El origen de la censura sobre las representaciones de los cuerpos queer en Occidente se puede rastrear hasta la tradición judeocristiana (Fone 2013). La concepción de la homosexualidad y la transexualidad como “pecados” respondió a un discurso construido desde la religión que sigue teniendo un peso importante. Este discurso se usó como herramienta de subyugación de las poblaciones colonizadas de la América precolombina. La supresión de las representaciones de la homosexualidad permitió disciplinar los cuerpos indígenas mediante el castigo y dispositivos como la Biblia y el arte (Artieda 2020), mientras que prácticas como la evangelización y la confesión fueron estrategias de control biopolítico.
En una versión posmoderna, los cuerpos queer siguen siendo disciplinados en la esfera digital a través de distintos dispositivos y prácticas. Plataformas como X y TikTok son “plazas” donde los discursos de censura religiosa y racismo se reproducen debido al poco control que existe y al carácter visceral de los mensajes, que emergen a manera de “olas de indignación”, como las llama Han (2024). Movimientos como “Con mis hijos no te metas”, la censura de cartillas pedagógicas en Colombia y Perú o algunas campañas en contra de los derechos sexuales y reproductivos son ejemplos de estas posturas reaccionarias. Mucho se podría hablar sobre la volatilidad de la opinión pública en las redes, pero lo que importa aquí es simplemente señalar que la censura a estos cuerpos ha encontrado otras maneras de manifestarse a partir de los discursos de odio y la desinformación.
Una forma tal vez más subrepticia de normalización ha sido la instauración de patrones de belleza y la cooptación de formas de interacción. Como muchos hombres homosexuales, he dedicado numerosas horas a la búsqueda incesante de una pareja y un grupo al cual pertenecer. En un entorno tan marcado por la carencia, las interfaces fueron un recurso de encuentro y desencuentro vital. El ecosistema digital ha permitido una esfera de interacción relativamente segura para las poblaciones LGBTI+, como un espacio de afinidad que congrega a quienes posiblemente no son visibles en sus entornos físicos inmediatos. Los chats, las aplicaciones de citas, los foros, los videojuegos en línea, entre otros, brindan la posibilidad de conocer e intercambiar con personas que se sienten limitadas de hacer públicas sus identidades u orientaciones sexuales, por miedo y autocensura.
Interfaces como Grindr, Tinder, Brenda, Erobeo, Manhunt, entre otras,
presenta [n] un abanico inmenso de dispositivos destinados al agenciamiento del sexo […]. Dichas tecnologías, junto con las páginas porno, han generado una taxonomización del gusto sobre los cuerpos sin órganos (propios y ajenos) que no tiene nada que envidiarle a la ciencia ficción. (Arbuet e Ibarra 2017, 99)
Aunque las posibilidades de interacción son innegables, mantienen el sesgo de la clandestinidad y tienden a generar patrones estéticos y de comportamiento normalizados. Pensemos en la interfaz de Grindr específicamente. Esta es la aplicación de citas y encuentros más popular entre hombres gay y mujeres trans; funciona como una suerte de catálogo en el que cada usuario tiene la posibilidad de subir sus fotografías con el objetivo de atraer a posibles pretendientes y, a su vez, hacer scrolling entre las imágenes para interactuar con los perfiles disponibles bajo un criterio de localización. Como una suerte de Pokémon Go de citas homosexuales, los usuarios pueden buscar perfiles cercanos a su ubicación, enviar un saludo o simplemente un “toque” para comenzar la conversación.
Cabe recordar que las plataformas no son neutrales, sino que dan pie a intercambios y prácticas que se producen y reproducen según el uso que les den los usuarios y bajo las dinámicas de interacción que disponen las interfaces prediseñadas (Livingstone 2003; Gillespie 2013). El caso de Grindr es interesante porque propicia interacciones simbólicamente similares a las que tiene una plataforma de e-commerce. Los usuarios -en su mayoría hombres homosexuales- pueden pasar entre perfiles como lo harían entre productos. Un scrolling interminable de fotografías detrás de las cuales se encuentran personas, pero a las que la interfaz ha dislocado de su propia imagen.
Torsos desnudos, rostros estilizados o medio ocultos, fondos oscuros y anónimos, son algunas de las imágenes más frecuentes en este catálogo semiclandestino. Como ocurre con otras esferas de interacción queer, el uso de esta aplicación suele hacerse con relativo secretismo. Se encuentran disponibles en las plataformas más comunes de descarga, como Google Play y App Store; sin embargo, conforman comunidades virtuales de nicho. A diferencia de aplicaciones como Tinder, el uso de Grindr, Scruff, Brenda y Zoe (estas dos últimas, orientadas a mujeres lesbianas) mantiene un sesgo de señalamiento. “Imagínate que en el trabajo se enteraran de que uso la app”, comentó uno de los participantes de mi investigación doctoral. Esta enunciación de exclusividad y público específico tiene un doble efecto. Por un lado, brinda un sentido de seguridad a los usuarios para poder interactuar con relativo anonimato, pero, por otro, el problema con la clandestinidad es que limita las posibilidades de socialización y conformación de comunidad, pues no genera un sentido de pertenencia. Entonces, esta es una tecnología que posibilita al mismo tiempo que restringe.
Analizar los perfiles en esta y otras aplicaciones de citas, así como mis propias prácticas y las que he podido observar en otros, me conduce a concluir que, en efecto, los cuerpos ya han sido colonizados por la tecnología. Las fotografías y unas breves descripciones autogestionadas son el único recurso que los usuarios tienen para conocer a las personas detrás de los perfiles, lo cual transforma a estos cuerpos en meras imágenes. En varias ocasiones, he podido conversar con amigos y estudiantes sobre la manera en que hemos construido nuestros perfiles con cuidado en estas plataformas, para crear no necesariamente una representación fiel a nuestra persona física, sino una que resulte atractiva. Distintos estudios revelan que estas interfaces están generando patrones corporales muchas veces inalcanzables (Lemos, Souza y Pereira 2019; Caballero 2021; Monjarás y Mena 2021). El acento de las teorías queer sobre el cuerpo permite reconocer y deconstruir estos patrones para cuestionarlos.
En su artículo “What Do Metrics Want?”, Grosser (2014) argumenta que las métricas en redes sociales (likes, comentarios, etc.) son un componente crucial de estas interfaces, tanto porque son el motor de su modelo de negocio (mediante la comercialización de datos personales) como porque representan el contenido interactivo de nuestra actividad social. La cuantificación transforma nuestra autoestima en una necesidad insaciable de validación externa; las métricas son recursos que interactúan con nuestro deseo de gratificación. Esta tendencia encuentra su versión en estas aplicaciones a través de los “matches” (Tinder) y “taps” (Grindr), que incluso pueden ser monetizados.
“La cuantificación, como una tecnología de la distancia, nos conduce hacia la enumeración como cualidad primaria que distingue a un usuario de otro (distrayéndonos así de distinciones más individualizadas)” (Grosser 2014, 49). La cuantificación es una tecnología que fetichiza al individuo, pues minimiza la necesidad de conocimiento íntimo y la confianza. Esta fetichización lleva a una mercantilización del cuerpo y del deseo sobre parámetros como número de seguidores o likes. Un ejemplo interesante de esto puede observarse en las plataformas de modelos webcam como OnlyFans o Flirt4Free, que permiten la interacción anónima de los usuarios con modelos de todo el mundo, con distintas preferencias y fetiches sexuales. Los intercambios ocurren como transacciones mediante tokens, monedas electrónicas que se transfieren, pero que también miden la popularidad, el atractivo y la interactividad de estos cuerpos.
“La pornografía es una forma de producción cultural a la que concierne el debate sobre la construcción de los límites de lo socialmente visible y lo placenteramente experimentable del sexo” (Arbuet e Ibarra 2017, 95). En muchos espacios académicos, sociales y políticos, no se la considera un objeto de estudio o debate abierto, sino que ocurre como práctica vedada y sometida al disciplinamiento moral. Las teorías queer han rescatado estas discusiones desde hace décadas para entender a la pornografía como un dispositivo de producción, circulación y consumo del placer. Ahora bien, lo que me resulta problemático con las plataformas de modelos webcam no tiene que ver con discursos morales o con la ética y naturaleza de su modelo de negocio (asuntos importantes, sí, pero que aquí no hay espacio para abordar), sino con el hecho de que están extendiendo el consumo pornográfico y, con esto, una mercantilización descorporalizada del deseo.
Berardi (2007) plantea que actualmente habitamos una esfera sensorial hipersaturada. Las TIC y el ecosistema digital saturan nuestra capacidad sensible -la facultad de comprender y procesar signos no verbales- y de atención (la cual permite la percepción plena de un objeto). Entre sus múltiples efectos, argumenta, hay una caída tendencial del placer. La sobrecarga de estímulos genera desensibilización y comportamientos obsesivos de repetición e insatisfacción. Pensemos de nuevo en las interfaces de citas y de pornografía que se muestran como catálogos interminables de contenidos; pensemos en el scrolling compulsivo de los usuarios que pasan sobre los perfiles de estos cuerpos sin sujeto; pensemos en estos modelos, quienes dejan de ser personas para convertirse en objetos de consumo. “La hipertrofia del estímulo genera la obsesión” (Berardi 2007, 207). En la sociedad red, la exposición consumista del cuerpo produce acciones repetitivas y sobreestimuladas que no alcanzan un objetivo emocional. No logramos hacer una elaboración emocional del significado de nuestras interacciones, de nuestros deseos, de nuestros afectos, porque no logramos conectarnos con estos cuerpos dislocados y, en consecuencia, nos volvemos insensibles al placer. Berardi afirma que existe una atrofia emocional epidémica, mientras que Aparici, Álvarez y Gómez (2024) argumentan que hay una desconexión entre la existencia de la persona y su representación en el ecosistema digital.
De nuevo, las teorías queer brindan elementos interesantes de análisis sobre estos fenómenos. En los años 80, el fotógrafo erótico Wink van Kempen expuso una serie de fotografías de genitales que no invitaban a la excitación sino más bien a la parodia y la crítica.
El cine pospornográfico feminista, experimental lésbico, experimental queer, no busca representar la auténtica sexualidad de los cuerpos no blancos, transexuales, intersex, transgénero, deformes y discapacitados (o simplemente queer), sino que trata de producir contraficciones visuales capaces de poner en cuestión los modos dominantes de la norma y la desviación. (Arbuet e Ibarra 2017, 101)
La experimentación pospornográfica es una propuesta que busca desplazar los códigos visuales y discursivos que históricamente han diferenciado entre “lo normal” y “lo abyecto”. Explotando el estímulo erótico, sus ejercicios proponen una crítica y reapropiación de estas tecnologías del género para construir representaciones experimentales que cuestionen la saturación libidinal de la pornografía tradicional y sus discursos machistas, y a la vez generen un “empoderamiento político-visual de las minorías sexuales" (101).
Aquí me gustaría traer como ejemplo un experimento realizado junto con el semillero de investigación “Comunicación, género, feminismos y nuevas masculinidades” en el que participé entre 2017 y 2021, cuando era docente de la Universidad Javeriana de Bogotá. El semillero trabaja hasta el día de hoy con una metodología poco ortodoxa: los encuentros quincenales alternan sesiones conceptuales con otras más vivenciales y de experimentación. Entre numerosos ejercicios, hicimos un estudio sobre nuestros consumos pornográficos para luego intervenirlos desde una perspectiva pospornográfica. Cada participante llevó una propuesta personal; estas incluyeron experimentos como una serie de fotografías de muñecas Barbie en posiciones sugestivas, autorretratos y narraciones humanizantes sobre modelos webcam. El estudio nos invitó a reflexionar sobre la manera en que construimos tanto patrones estéticos sobre el cuerpo como conexiones emocionales con el deseo. Al mismo tiempo, estos ejercicios con el grupo nos llevaron a afianzar relaciones de confianza y afecto, las cuales posiblemente fueron el aprendizaje más importante derivado de este espacio.
Otra cuestión para tener en cuenta sobre la comunicación puede ser la relación entre lo que se crea y las posibilidades de seguir creando, es decir, no es un momento de pocas incorporaciones de agentes nuevos o tecnologías generativas de nuevos relatos, sino más bien un momento de cambio y posiblemente de nacimiento de una nueva era en cuanto a las posibilidades de lo digital. (Aparici, Álvarez y Gómez 2024, 319)
Tal vez uno de los terrenos más fértiles para repensar lo digital y el género es la identidad. En su ensayo Manifiesto cyborg, Haraway (2020 [1991]) se imagina un sujeto híbrido, ni completamente artificial ni completamente orgánico, plural, fragmentado, libre de las restricciones que imponen las categorías identitarias convencionales. Haraway utiliza la figura del cyborg para especular sobre una sociedad posgénero, donde las jerarquías del sistema sexo/género no sean ya aplicables y existan otras maneras de ser y organizarse. Este ensayo se ha convertido en uno de los textos más influyentes de la literatura queer, puesto que propone una noción de identidad fluida, construida a partir del intercambio entre lo biológico y lo tecnológico.
Uno de los postulados fundamentales de las teorías queer es su concepción de las identidades como construcciones históricas, discursivas, performativas y sociales. Son históricas porque condensan imaginarios sociales y son maleables según factores contextuales. Son discursivas y performativas porque se construyen mediante la repetición de actos que guardan una dimensión narrativa parcialmente elaborada desde la exterioridad y apropiada individual y colectivamente (Butler 2017). Son sociales porque implican un proceso de demarcación sujeto a articulaciones, contradicciones y antagonismos (Restrepo 2012). Una persona posee múltiples identidades que se amalgaman y adquieren relevancia según el contexto y las relaciones sociales; son un recurso de negociación para demarcarse y posicionarse frente al otro.
Para Butler (2017), las identidades son construcciones subjetivas que se asumen, se reafirman y se redefinen constantemente en función de acuerdos sociales, representaciones cotidianas y estructuras de poder. La identidad no es un destino sino una elección (López 2008), pero no es una elección libre y sencilla. Asumir una identidad queer -término con el que abarco a las subjetividades LGBTI+- conforma rutinas que determinan interacciones y relaciones sociales, posicionándonos como sujetos normados por un discurso que impone ciertas pautas de comportamiento, pero sobre las cuales podemos reivindicar cierta agencia. Por ejemplo, aunque el sexo biológico le fue impuesto a una persona trans, al romper la norma, reivindica su identidad de género y delimita sus relaciones sociales. Puede experimentar formas de rechazo social e institucional como consecuencia de esta trasgresión, pero esto la lleva a formar comunidades de cuidado y pertenencia.
Queer se utiliza comúnmente para designar una identidad no binaria, que escapa a las definiciones tradicionales de masculino o femenino. Sin embargo, no es una etiqueta identitaria, sino una crítica a la noción misma de una identidad fija. Los movimientos queer surgieron en contraposición a las políticas LGBT asimilacionistas de los años 80. Categorías como “gay” y “lesbiana”, además de designar una orientación sexual, se configuraron como identidades con el fin de reivindicar derechos frente al Estado en una suerte de esencialismo estratégico. Lo queer, no obstante, no busca asimilarse sino romper con las etiquetas y las esencias. Su finalidad es ampliar el espectro de la diferencia sexual considerando sus relaciones interseccionales (Crenshaw 1994), para visibilizar subjetividades que no son representadas.
“El yo que conoce es parcial en todas sus facetas, nunca terminado”, argumenta Haraway (1995, 331). Queer se proclama como un grito de protesta que, al negar cualquier tipo de esencia identitaria, establece un horizonte epistemológico-ontológico en que las personas pueden recuperar la agencia sobre la construcción de sus propias subjetividades y sus relaciones sociales. Las subjetividades queer, entonces, no son un “ser” sino un “devenir” atravesado por experiencias, contingencias, discursos y estructuras subyacentes.
Son mutantes, amalgamadas y están sujetas a contradicciones. Se elaboran desde las representaciones y los relatos que cada individuo elabora en relación con sus experiencias y su entorno.
La virtualidad -entendida como una existencia codificada- de los sujetos en el ecosistema digital plantea cuestionamientos sobre las maneras en que los usuarios construyen sus identidades y sus interacciones. “Reconocer a las otras personas en el mundo virtual nos plantea el dilema de reconocer si lo que percibimos desde lo virtual está en coherencia con lo analógico o existen disincronías” (Aparici, Álvarez y Gómez 2024, 318). Pero la identidad digital es más que una representación del individuo en la red; Giones y Serrat (2010, párr. 4) la definen incluso como una competencia informacional: [Es] la habilidad de gestionar con éxito la propia visibilidad, reputación y privacidad en la red como un componente inseparable y fundamental del conjunto habilidades informacionales y digitales”. Comprender estas identidades como producto de habilidades no solo las libera de la materialidad, sino que devuelve a las personas la agencia sobre sus propios procesos representativos.
El cyborg de Haraway es una figura queer interesante para discutir en el marco de la sociedad red, porque se resiste a ser definido, representa el punto donde los discursos y las contingencias que conforman nuestras identidades se articulan para después liberarlas. Simboliza la posibilidad de resistir a los sistemas que nos dominan para ser e interactuar con libertad. Al mismo tiempo, estas identidades no son completamente libres, puesto que los algoritmos y las interfases delimitan en gran medida la forma y las posibilidades de estas construcciones. Sin embargo, las perspectivas queer sobre la identidad contribuyen a reconocer que la virtualidad es una posibilidad real de construcción subjetiva, pero también permiten hacer una lectura crítica de estas prácticas.
He trabajado como educador desde hace casi una década. Y en ese tiempo, he tenido el privilegio de ejercer mi profesión como un sujeto abiertamente queer. Más allá de mi orientación sexual (homosexual), reconocerme como queer frente a mis estudiantes ha implicado adoptar una postura de resistencia y apertura tanto científica como política. Enunciarme gay/queer me ha permitido establecer relaciones basadas en la empatía y el diálogo con mis estudiantes y mis colegas, construir espacios de aprendizaje seguros hacia la diferencia e, incluso, convertirme en un referente representativo para varios de ellos. Sin embargo, a través de mis clases y mis investigaciones he podido conocer docentes y estudiantes que no gozan de este privilegio.
Pero ¿qué implica la pedagogía queer? En primer lugar, este enfoque no remite tanto a métodos didácticos específicos, sino a asumir una postura epistemológica frente al género, la sexualidad y la enseñanza; porque, como plantea Britzman (1995), una práctica docente queer implica pensar en la construcción de un conocimiento más allá de lo técnico o disciplinar, como un proceso integrado y enfocado en el relacionamiento, la identificación y el reconocimiento de la diversidad. La pedagogía queer es una aproximación crítica y dialógica como apuesta de resistencia contra la dominación sexista. Transversalizar esta perspectiva en el ámbito educativo significa enfrentarse a lo que Luhmann (2012) llama el “currículo oculto” heteropatriarcal para repensar tanto los contenidos de nuestras materias como la manera en que abordamos el género y la sexualidad en los espacios educativos.
Cuando se habla sobre género y sexualidad en el aula, usualmente se lo hace bajo un enfoque biologizante, preocupado por la salud pública y, posiblemente, por los derechos sexuales y reproductivos. Pero la diversidad, la subjetividad y las emociones suelen quedar relegados en estos enfoques. Una pedagogía queer supone recuperar estas discusiones para enfatizar el diálogo como elemento fundamental y construir espacios seguros de aprendizaje. Es más que incluir recursos bibliográficos o tal vez una que otra temática en una clase: es transversalizar las perspectivas de género y queer en los distintos procesos de aprendizaje.
Como mencioné, he podido participar en diversos espacios de aprendizaje -tanto formales como informales- orientados a la discusión respecto del género y la diversidad. El semillero de investigación fue un momento clave en mi experiencia como educador, pues me permitió entender que conformar una comunidad de aprendizaje implica, además de transmitir conocimiento, formar relaciones de confianza y (por qué no) de afecto. Podalsky (2021) menciona que el afecto ha estado irónicamente excluido de las agendas de investigación, relegado únicamente a la crítica cultural y literaria y a unos cuantos estudios antropológicos. No obstante, el afecto y la emotividad son clave para poder propiciar una pedagogía dialógica.
Podalsky (2021) señala que los estudios queer han abordado el rol que tiene el afecto en la constitución y sostenibilidad de ciertos colectivos, es decir, como mecanismo de cohesión para la resistencia. En una de mis primeras investigaciones, sobre grupos universitarios LGBTI+ en Bogotá (Polo 2017), encontré que el sentido de pertenencia -propiciado a través de la comunicación interpersonal- es uno de los componentes esenciales que mantienen los lazos de asociación. Los vínculos afectivos que se propiciaban entre los miembros de estos colectivos eran el motor que los sostenía; más allá de sus consignas políticas, lo que los mantenía unidos era ese sentido de pertenencia y el deseo de participar y socializar con otros. Pero estos vínculos no son meramente racionales sino emocionales. Por otro lado, Podalsky (2021, 420) señala que la emoción ha sido estudiada desde un punto de vista histórico para entender su rol en lo político:
Aunque el afecto no sea comprendido como una forma necesariamente contrahegemónica, se transforma en un medio para repensar las dinámicas contestatarias de los grupos no dominantes de maneras que evitan los cerrados debates sobre la identidad, la consciencia de clase o las formaciones ideológicas.
Los estudios queer se han acercado a estas “estructuras de sentimiento” para abordarlas como fenómenos socialmente reconocidos que evidencian una relación entre la moción y la razón. Pero pensar en un giro afectivo en las ciencias sociales es algo aún inexistente (Podalsky 2021).
Incluso entre las investigaciones queer, el afecto es una dimensión relativamente nueva de estudio. Sin embargo, quisiera remitirme a Sara Ahmed (2019), quien plantea que la emoción tiene un potencial de transformación enorme. Cualquier proceso de transformación social debería considerar al afecto como un recurso que no solo debe ser explotado, sino cultivado. He podido constatar una y otra vez en distintos espacios cómo los vínculos emocionales entre los grupos reafirman sentidos de pertenencia y empoderamiento personal, al mismo tiempo que una consciencia y una participación políticas.
Las instituciones educativas conforman un sistema estructurante que tanto delimita como posibilita la construcción de formas de subjetivación, representación y socialización entre las personas. Trujillo (2015) argumenta la necesidad de imbuir un enfoque crítico a los procesos de enseñanza y aprendizaje que deconstruya los discursos y las prácticas que reproducen la cisheteronormatividad como “única” y “correcta” posibilidad de ser dentro y más allá del aula. El enfoque pedagógico queer transciende el deseo de inclusión y se convierte en una cuestión de representación y método. Britzman (1995) explica que no es tanto un método de enseñanza sino de aprendizaje; es decir, se centra en los estudiantes y les brinda un rol activo. Cuestiona las relaciones educador-temática-aprendiz porque propone una reflexión crítica sobre las maneras de aprender y relacionarse. Pinar (1998) argumenta que queer debería fungir como un término paraguas que entienda al currículum como un conjunto de relaciones que imbuyen a la identidad y la sexualidad en la producción misma del conocimiento. Pensar en una pedagogía queer implica construir una didáctica profundamente relacional para operar intervenciones, transformaciones epistemológicas y prácticas culturales. Estos autores plantearon la necesidad de pensar un cambio educativo que no funcionara a nivel curricular únicamente, sino como un replanteamiento de las formas de relacionamiento dentro del aula, donde las identidades no delimiten los contenidos ni las interacciones entre educadores y aprendices.
Una última experiencia que quisiera compartir en este ensayo es el trabajo que durante casi tres años realicé con clubes de lectura en el marco de mi tesis doctoral. Entre 2022 y 2024, participé en dos clubes de lectura enunciados como “marica” en mi ciudad natal, Quito. Estuvieron conformados mayoritaria aunque no exclusivamente por personas queer entre los 23 y 35 años, y supusieron además una suerte de laboratorio que me permitió experimentar y sistematizar metodologías de aprendizaje para luego elaborar una herramienta didáctica digital. Aunque mi intención inicial era analizar los procesos de representación que realizaban estos lectores a partir de los textos, el estudio me llevó a constatar que la mayor potencia que tienen estos grupos es su capacidad para propiciar un sentido de comunidad y vínculos afectivos entre sus participantes. Yo mismo no pude separar mis afectos y afinidades con ellxs y he formado relaciones de amistad que han trascendido los límites de mi propia investigación.
El diálogo y la comunicación son los elementos que propician los aprendizajes más significativos. Aunque no responde a las tradiciones explicadas anteriormente, me gustaría establecer un paralelo con los planteamientos sobre pedagogía crítica de Paulo Freire. Según el autor, los procesos de alfabetización no suponen únicamente el aprendizaje de letras o la transmisión de conocimientos operativos sobre la realidad, sino también la construcción de una praxis transformativa para formar una consciencia de liberación (Freire 2015). Esto es importante, por una parte, porque existe una tendencia global a la instrumentalización de la educación y la comunicación y, por otra, debido a las múltiples estructuras jerárquicas que oprimen a las personas desde lo que este autor llama “educación bancaria”, es decir, el aprendizaje basado en la transmisión de información y sujeción pasiva del aprendiz. La pedagogía queer es una pedagogía crítica porque formula un cuestionamiento abierto a la cultura heteropatriarcal dominante en la escuela, una esfera opresora que reprime la afirmación y existencia de las diversidades en los espacios educativos. Al igual que la “pedagogía del oprimido” de Freire, denuncia los mitos del orden de dominación y aboga por el respeto a los derechos humanos, ya no solo asentados sobre una cuestión de clase social, sino con el género como factor interseccional delimitante.
A partir de los planteamientos de Freire, Kaplún (2010) propone la desmitificación y comprensión de la realidad mediante la comunicación como recurso para la toma de consciencia basada en la idea de la justicia social. Según este autor, educación y comunicación son dos caras de la misma moneda. “Conocer es comunicar”, afirma, puesto que la apropiación de conocimiento surge a partir del intercambio de ideas y estimula en los aprendices una consciencia de interlocutores más que de espectadores. “El sentido no es solo un problema de comprensión, sino sobre todo de expresión. La capacidad expresiva significa el dominio del tema y de la materia discursiva y se manifiesta a través de la claridad, coherencia, seguridad” (Kaplún 2010, 53).
Lo que determina la educomunicación no es el uso instrumental de un medio, sino la estimulación de un proceso de aprendizaje que fomente la expresión de los estudiantes mediante la construcción de circuitos de intercambio simbólico. Muchas investigaciones educativas con enfoque queer promulgan metodologías creativas y participativas que promueven un rol activo entre aprendices para que sean partícipes y artífices de su propio conocimiento. Mi propia propuesta doctoral de elaborar un kit educomunicativo en formato digital sigue esta lógica. Pero, retomando las palabras de Freire, no es una pedagogía para, sino por el oprimido, que rescata sus experiencias y sus comprensiones desde el intercambio subjetivo. Es una praxis de construcción de los procesos de aprendizaje desde el reconocimiento de la alteridad (estudiante/sujeto queer) y la comunicación. Esta praxis es el fundamento desde el cual pretendo encontrar una relación entre la pedagogía queer y la educomunicación, puesto que las comprensiones y metodologías de ambos enfoques parten de un mismo supuesto: mediar en los procesos de aprendizaje y subjetivación supone, a su vez, un proceso participativo-comunicativo, el cual no es exclusivo de una institucionalidad educativa, sino que puede construirse en cualquier espacio y a través de cualquier medio, siempre y cuando considere la subjetividad de quien aprende.
Quisiera concluir este ensayo con una reflexión acerca de un concepto que ha aparecido en distintas instancias de mi formación como docente y con el cual he resonado mucho: el aprendizaje significativo. Significar implica elaborar un sentido propio; el aprendizaje significativo es aquel del cual el aprendiz se ha apropiado y que ha podido relacionar simbólicamente con sus propios procesos vitales. Analizar los fenómenos del ecosistema digital ha tenido en este ensayo el propósito de dimensionar las perspectivas que las teorías queer pueden aportar a su comprensión, como la subjetividad, la sexualidad, la corporalidad y la emotividad. Estas dimensiones no siempre son tomadas en cuenta en muchas investigaciones, pero son vitales para quienes vemos en la comunicación y la educación procesos complementarios para la transformación social.
Queerificar la educomunicación no supone aquí simplemente aplicar marcos teóricos y categorías queer a la educomunicación, ni tampoco utilizar los medios de comunicación para transmitir enfoques de género y conceptos abstractos. Implica dimensionar un encuentro entre ambas perspectivas -que tienen distintos puntos en común, dicho sea de paso- para propiciar procesos significativos de aprendizaje en que la comunicación sea el recurso clave. Significa operar una transformación sobre los sistemas que nos oprimen -llámese sociedad red o sistema sexo/género- desde la participación y el relacionamiento empático y afectuoso entre educadores y aprendices. Significa operar una crítica al uso instrumental de las tecnologías y comprender que el ecosistema digital oprime y libera; porque lo que importa no es incorporar una herramienta en una clase, sino pensar en la comunicación y la significación que esta puede propiciar. En definitiva, queerificar la educomunicación significa asumir una postura de resistencia y diálogo permanentes para incluir a la diversidad.
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Néstor David Polo Rojas participó en la conceptualización, investigación, aplicación metodológica, redacción del borrador y edición final.
El autor declara no tener ningún conflicto de interés financiero, académico ni personal que pueda haber influido en la realización del estudio.
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