Monográfico
DOI: https://doi.org/10.32719/26312514.2025.11.4
URU: Revista de Comunicación y Cultura, n.° 11 (Enero - Junio 2025), 43-62. e-ISSN: 2631-2514
Fecha
de recepción: 09/04/2024 - Fecha de revisión: 11/04/2024
Fecha de aceptación: 13/05/2024 - Fecha de publicación: 01/01/2025
Universidad Federal de Bahía Salvador de Bahía, Brasil
Resumen
El artículo parte de la reflexión de Foucault “donde hay poder, hay resistencia” para investigar la validez de este axioma en la época contemporánea, en la que predominan modalidades de poder que se ejercen a través de imágenes y algoritmos. El texto construye un cuadro de las modalidades de poder a lo largo de los siglos, empezando por los castigos físicos de la época monárquica, pasando por las técnicas disciplinarias, las estrategias biopolíticas de gobierno, la sociedad del espectáculo y el papel de las imágenes, el poder del consumo bajo el neoliberalismo, las sociedades de control descritas por Deleuze, el poder instrumental de las grandes compañías tecnológicas, culminando con el poder actual de las inteligencias artificiales y sus tecnologías de aprendizaje autónomo. Se argumenta que la evolución de las modalidades de poder sigue el camino de la eficacia, la sutileza y el entretenimiento, y que son cada vez más aceptadas y menos combatidas. Por último, se reflexiona sobre las posibilidades contemporáneas de resistencia y la construcción de colectividades en un mundo individualista, tomado por imágenes en todas las instancias de la existencia y mediado por códigos de programación.
Palabras clave : Poder, imágenes, algoritmos, contemporáneo
Abstract
The article starts from Foucault’s reflection, ‘where there is power, there is resistance’, to investigate the validity of this axiom in contemporary times, in which modalities of power that are exercised through images and algorithms are widespread and even encouraged in societies. The text builds a picture of the modalities of power over the centuries, starting with the physical punishments of the monarchical era, passing through disciplinary techniques, biopolitical strategies of government, the society of spectacle and the role of images, the power of consumption under neoliberalism, the societies of control described by Deleuze, the instrumental power of large technology companies that transform human behavior into profitable digital data, culminating with the current power of artificial intelligences (AI) and their autonomous learning technologies, which begin to mediate various everyday relationships and have the potential to remove the human being from social actions in different fields: individual, family, market, government, among others. It is argued that the evolution of the modalities of power follows the path of efficiency, subtlety and entertainment, being more and more accepted and less and less combated. Finally, the article reflects on the possibilities of contemporary resistances and the construction of collectivities in an individualistic world, taken by images in all instances of existence and mediated by programming codes.
Keywords: Power, images, algorithms, contemporary
La polifacética obra de Michel Foucault puede dividirse en tres fases. La fase arqueológica investiga las manifestaciones del saber a lo largo de diversos períodos históricos. La fase genealógica examina las relaciones de poder, tanto las concentradas en instituciones como el Estado como las diluidas en los matices del tejido social. Por último, la fase ética se centra en las subjetividades, o las formas que tienen los sujetos, en cada contexto, de producir y transformar sus propias vidas en medio de las acciones de los dispositivos de saber-poder (Fernández y Furlan 2018). La tríada saber-poder-subjetividad se presenta como un conjunto de campos interrelacionados a partir de una lógica no lineal y en constante cambio, de modo que las subjetividades se establecen al mismo tiempo que los juegos de verdad y las relaciones de poder.
En su fase ética, Foucault estudia las formas en que el sujeto puede constituirse, mirar en su interior y darse cuenta de su comportamiento hacia sí mismo y hacia los demás. Las llamadas “técnicas del yo” se refieren a las formas de ser y actuar en el mundo, de constituirse a través de las propias prácticas, en lugar de ser constituido por el Estado, la policía, la familia o el mercado. Son formas de resistencia y confrontación con las relaciones dominantes de saber y poder.
La complementariedad entre poder y resistencia ya había sido elaborada por Foucault en su fase genealógica. Más allá de un binarismo reduccionista, el autor se aleja de la idea del opresor que actúa contra el oprimido y del débil que intenta resistir al fuerte; por el contrario, expone una cara muy compleja de la relación poder-resistencia. Para Foucault, el poder no es algo que se posee o se utiliza como objeto para la dominación de otros, ni tampoco un conjunto de instituciones y aparatos estatales que garantizan la sujeción y el control de los ciudadanos. Es más, el poder ni siquiera se origina o concentra en un punto focal, soberano, sino que existe ubicuamente en todo el cuerpo social, y se ejerce en los intercambios más mundanos, casi imperceptibles (Foucault 1984).
La resistencia sería, por tanto, algo más que una mera oposición al poder; sería también un conjunto de discursos y prácticas, dentro de los juegos de fuerza, que postulan flujos contrarios a los caminos que conducen a las grandes estructuras, y provocan desde desajustes efímeros hasta grandes fracturas en las líneas de un determinado tejido social.
[D]onde hay poder hay resistencia, y sin embargo (o más bien, por esta misma razón) la resistencia nunca se encuentra en una posición de exterioridad con respecto al poder […]. Estos puntos de resistencia están presentes en toda la red de poder. Por lo tanto, con respecto al poder, no existe el lugar de la gran Negativa -el alma de la revuelta, el foco de todas las rebeliones, la ley pura del revolucionario-, sino resistencias, en plural, que son casos únicos: posibles, necesarias, improbables, espontáneas, salvajes, solitarias, planificadas, arrastradas, violentas, irreconciliables, dispuestas al compromiso, interesadas o destinadas al sacrificio; por definición, no pueden existir más que en el campo estratégico de las relaciones de poder. (Foucault 1988, 91)
Entender la relación poder-resistencia como un conjunto de discursos y prácticas diluidos en el tejido social permite observar un cierto proceso concomitante de suavización del ejercicio del poder y de debilitamiento de las prácticas de resistencia a lo largo de los siglos -desde la violencia de la tortura monárquica hasta la fugacidad de la vida cotidiana contemporánea, cuando los comportamientos individuales y colectivos son modulados por los códigos de programación y las directrices del mercado-. Esto revela una cierta tendencia a pulverizar las posibilidades de resistencia y de creación de subjetividades transformadoras, al mismo tiempo que las formas de ejercer el poder, la vigilancia y el control se vuelven cada vez más eficaces. En este contexto, una de las cuestiones de la actualidad es si, ante el imparable ascenso de las tecnologías vinculadas a mercados cada vez más amplios, las prácticas contemporáneas de resistencia tienen fuerza suficiente para entrar en conflicto con las formas renovadas de poder. En otras palabras, la cuestión es si la máxima “donde hay poder, hay resistencia” es suficiente para hacer frente a los sutiles juegos de poder de los tiempos contemporáneos.
La metodología de investigación de este artículo se basa en una revisión bibliográfica de referencias académicas. Se consultaron libros y artículos sobre diversos temas como filosofía, sociología, arquitectura y urbanismo, tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y contemporaneidad. No hay un marco temporal o ideológico concreto, y confluyen las reflexiones de diversos autores de distintas épocas y con diferentes líneas de pensamiento.
Los conceptos trabajados en la revisión bibliográfica se centran en la contemporaneidad, para construir una visión del presente a partir de diversas temáticas, entre las que destacan el capitalismo de vigilancia (Zuboff 2021), las relaciones de poder y resistencia (Foucault 1984), el neoliberalismo (Dardot y Laval 2016), los ciberespacios (Lévy 2010), el derecho a la ciudad (Lefebvre 2001), las tecnologías urbanas (Morozov y Bria 2019) y la inteligencia artificial -IA- (Kaufman 2022). Las teorías discutidas se utilizan para ilustrar el papel de las TIC, ya sea como herramientas de control por parte de grupos gubernamentales y/o empresariales, o como habilitadoras de discursos y prácticas de resistencia a las instancias hegemónicas de poder.
La tortura practicada en la Francia monárquica puede definirse como el arte de causar dolor, un castigo que debía ser más temido que la propia muerte y que variaba en función de la gravedad del delito al que correspondía (Foucault 1977). El suplicio era, pues, una demostración política de la rígida jerarquía de una sociedad aristocrática. Con la ciudad como escenario, debía ser un espectáculo de dolor y muerte, que tenía lugar en espacios públicos, abiertos a los súbditos, que recibían un mensaje visualmente grotesco de lo que podía ocurrirles si también eran condenados por alguna transgresión.
Con el fin de las monarquías absolutistas a finales del siglo XVIII y la llegada de las democracias liberales, la práctica de la tortura fue sustituida gradualmente por otras técnicas menos basadas en el dolor y el sufrimiento del cuerpo. Al entrar en el siglo XIX, el lugar donde se ejerce el poder ya no es el dolor físico y la muerte espectacular, sino el control espaciotemporal de cuerpos y mentes. En este contexto, las instituciones disciplinarias empezaron a desempeñar un papel fundamental en la constitución de los sujetos modernos.
Foucault utiliza la institución penitenciaria como ejemplo central para comprender otros espacios de regulación: escuelas, cuarteles, conventos, hospitales, fábricas e instituciones mentales. En estos espacios se crean y aplican técnicas que actúan directamente sobre el cuerpo-alma del encarcelado: distribución en los espacios mediante categorizaciones (delito, educación, nivel jerárquico, edad, género, enfermedad, función, peligrosidad), control minucioso del tiempo en función de las acciones cotidianas (levantarse, vestirse, rezar, trabajar, estudiar, comer, asearse, medicarse, entrenarse, dormir), regulación de las acciones y exámenes continuos con evaluaciones del rendimiento e informes de progreso, así como vigilancia ininterrumpida en todos los lugares. Según una metáfora industrial, los sujetos son “fabricados” en estas instituciones como “cuerpos dóciles y útiles”, es decir, obedientes al orden de la organización y adecuados a la lógica del trabajo, en el contexto del capitalismo industrial en Europa (Foucault 1977).
El “panóptico” es el modelo fundamental de dispositivo disciplinario, una tipología arquitectónica popularizada en el siglo XIX por su eficacia anatómico-política. El edificio tiene forma cilíndrica y las habitaciones individuales se distribuyen radialmente alrededor de su periferia. En cada sala, las paredes interiores y exteriores son acristaladas y las laterales están cerradas, de modo que cada celda no comunica espacial ni visualmente con sus vecinas. En el centro del anillo hay una torre que sostiene una sala panorámica, de modo que un solo empleado en la parte superior tiene una visión general de todos los reclusos aislados en sus celdas, ya sea de sus cuerpos o incluso de sus siluetas, reveladas por el juego de luces y sombras. De este modo, los vigilados, desde el interior, solo pueden ver la torre, de donde emana la mirada siempre atenta de un vigilante oculto. Este juego se denomina ejercicio automático del poder, ya que, aunque no hubiera nadie en la habitación situada en lo alto de la torre, los reclusos no podrían saber si están o no vigilados (Foucault 1977).
La eficacia del poder disciplinario fue esencial para que estos modelos de coerción traspasaran los confines de instituciones cerradas y se multiplicaran por toda la sociedad, delimitando lo que Foucault denominó sociedad disciplinaria. De este modo, las técnicas disciplinarias fueron fundamentales para la constitución del sujeto moderno, un individuo ajustado a la lógica productivista del capitalismo industrial y entregado a valores morales y de consumo, presentes en las subjetividades de varias generaciones.
Aunque uno de los objetivos generales de las sociedades disciplinarias era establecer pautas de comportamiento ajustadas al orden, la moral y la productividad, las disciplinas son técnicas de poder que solo conciernen al cuerpo-mente de los individuos. Sin embargo, todavía en la década de 1970, Foucault se interesó por otro tipo de poder, más abarcador, que alcanza no solo al sujeto, sino a su colectividad, o a la población.
El concepto de biopolítica se refiere a un conjunto de estrategias gubernamentales destinadas a garantizar la regulación de la población como “especie”. Es decir, existe una diferencia significativa de escala entre disciplina y biopolítica, lo que no significa que ambos conceptos se contradigan; al contrario, son formas de poder que se potencian mutuamente. Una de las diferencias en relación con la disciplina es que la biopolítica presenta inicialmente al Estado como agente centralizador del poder. Además de las disciplinas, por lo tanto, una nueva preocupación va más allá del cuerpo individual y hacia el cuerpo biológico o social, entendiendo a la población como especie, en un intento de “racionalizar los problemas planteados a la práctica gubernamental por los fenómenos propios de un conjunto de seres vivos constituidos en población: salud, higiene, natalidad, razas” (Foucault 1997, 89). De este modo, la vida y la propia forma de la ciudad experimentaron grandes transformaciones, como la aplicación de políticas de saneamiento, el desarrollo de la planificación urbana, la construcción de cementerios, los programas de prevención de epidemias, la recopilación de datos censales y estadísticos, la mejora de las técnicas de vigilancia y de policía, todo ello dentro de un programa de modernización basado en la idea de progreso.
La biopolítica está más interesada en observar los comportamientos antes que en intervenir en ellos, y aquí es donde entran en juego las importantes funciones de la estadística y la demografía: solo conociendo las tendencias generales de la población (en términos de nacimientos, muertes, fertilidad, longevidad, migración, alimentación, vivienda, educación, delincuencia) sería posible planificar estrategias más eficaces para controlar a un gran número de personas con intereses y deseos contrapuestos (Foucault 1997). Estas técnicas comenzaron siendo políticas de Estado, pero a medida que las economías de mercado se fortalecían, fueron capturadas por los intereses del capital.
A diferencia del poder soberano, que otorgaba al rey el privilegio de apoderarse de la vida de cualquier súbdito, el poder biopolítico confiere al gobierno liberal el deber de “promover la vida” de la población. El objetivo de dicha promoción, especialmente en el contexto del establecimiento de una economía de mercado, es crear las condiciones para que los sujetos se afirmen como consumidores y competidores dentro de un mercado supuestamente libre. Las lógicas del consumo y de la competitividad demostraron ser menos costosas para el Estado en su tarea de orientar los comportamientos, por lo que el mercado pasó a ocupar posiciones estratégicas dentro de estas funciones.
Pierre Dardot y Christian Laval (2016), revisando la trayectoria del liberalismo clásico al neoliberalismo, construyen la idea de que la racionalidad neoliberal contemporánea va más allá de las ideologías políticas o las doctrinas económicas. Para los autores, el neoliberalismo es una razón del mundo, o un modo de ver la realidad que determina las formas de vida y las relaciones sociales en todos los ámbitos, no solo en el mercado. La razón neoliberal está inserta en las formas de subjetivación del individuo, en la familia, en la religión, en la educación, en la cultura, en la estética y en el propio Estado y sus estrategias biopolíticas de gobierno. La racionalidad del hombre moderno, o “sujeto productivo”, es entonces sustituida por la racionalidad neoliberal (el “sujeto emprendedor”), que denota una transformación radical en los modos de vida. El Homo economicus es el sujeto que constituye sus subjetividades a partir de las verdades y fuerzas (productivas, competitivas, especulativas y rentables) del mercado, o un individuo que responde menos como personalidad jurídico-política y más como agente de mercado (Foucault 2008).
El neoliberalismo inauguró una sistematización sin precedentes de la biopolítica, en el sentido de que la orientación de la conducta humana recae sobre procesos de mercantilización de las relaciones sociales, la competitividad como valor intrínseco en diversos ámbitos de la vida cotidiana y la idea de empresa definiendo modelos de subjetivación. La década de 1980 marcó el llamado giro neoliberal, con la tendencia mundial al desmantelamiento de las políticas de bienestar social, consideradas demasiado intervencionistas por figuras como Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Con la instauración de un neoliberalismo globalizado, los propios Estados adaptaron sus relaciones internacionales a una lógica más competitiva que diplomática. Del mismo modo, los gobiernos municipales empezaron a moverse en líneas de competición por la atracción de inversiones privadas en sus territorios. También en este contexto, se establece la etiqueta del ciudadano como empresario individual, por lo que muchas personas, influenciadas por mecanismos mediáticos e incluso educativos, basan sus cosmovisiones en una lógica de competitividad-consumo-especulación-acumulación-exhibición (Dardot y Laval 2016).
El fenómeno del Homo economicus es, por tanto, un avance de la sujeción en términos de eficiencia respecto de categorías anteriores (soberanía, disciplina y biopolítica), ya que define a un sujeto de mercado que lucha por su sometimiento mientras cree luchar por su libertad, concepto que bajo el neoliberalismo no existe en relación con una colectividad, sino que se sustenta en una individualidad que se confunde con las posibilidades de emprender, competir, consumir, invertir y prosperar. A diferencia del esquema del panóptico, el sujeto neoliberal no es vigilado directamente por nadie, pero la lógica competitiva y la necesidad de escrutarlo todo y a todos en términos de eficiencia también lo hacen sentirse vigilado. La medida del “éxito” en el neoliberalismo no tiene límites: al sujeto le queda la búsqueda incesante y competitiva (en la mayoría de los casos en condiciones desiguales) del crecimiento y la acumulación hasta los límites del “yo”.
Los que fracasan en la sociedad de rendimiento neoliberal, en lugar de cuestionar la sociedad o el sistema, se hacen responsables y se avergüenzan de ello […]. En cambio, en el régimen de explotación impuesto por otros, es posible que los explotados sean solidarios y se levanten juntos contra el explotador […]. En el régimen neoliberal de autoexplotación, la agresión se dirige contra nosotros mismos. No convierte a los explotados en revolucionarios, sino en depresivos. (Han 2018b, 16)
Sin embargo, tanto el poder biopolítico como su derivado neoliberal, en vías de sutilizar sus ejercicios (en los sentidos de discreción, economía, alcance y eficacia en la contención de la resistencia), solo pueden pasar por otra forma de poder: la comunicación. Además de las leyes y las normas, que son métodos de delimitación de los comportamientos individuales y colectivos, los medios de comunicación y las estrategias de marketing pueden influir en el comportamiento de las masas sin imponer obligaciones, en la medida en que actúan cotidianamente en la vida de la mayoría de los ciudadanos.
Los medios de comunicación son utilizados por el Estado en la conducción de las masas -por ejemplo, en procesos electorales, campañas de vacunación, rendición de cuentas, acciones y eventos públicos en general-, al mismo tiempo que sirven al mercado para publicitar productos, servicios, estilos de vida, deseos, marcas y objetos de consumo. El poder de la comunicación es eficaz para insertar gradualmente determinadas formas de actuar y pensar en la vida cotidiana de las sociedades. Sus sutilezas hacen uso de diversos medios de comunicación, especialmente los basados en imágenes.
Guy Debord (1997) denomina sociedad del espectáculo al mundo de la transición de la sociedad industrial a la era de la comunicación. Para el autor, el auge de las imágenes como instancias de valor genera nuevos tipos de poder y, en consecuencia, nuevas relaciones sociales: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social mediada por imágenes” (Debord 1997, 14). En la sociedad del espectáculo, las imágenes que representan objetos de deseo, patrones de consumo, estilos de vida e ideologías, ya sea en la televisión o en las vallas publicitarias, por su extrema eficacia en la manipulación de los deseos y su difusión en todos los ámbitos de la vida ordinaria, se superponen como máscaras a la propia realidad cotidiana, meta de su afán de control. Las imágenes se convierten así en una nueva realidad, una visión del mundo más difusa y ajustable a los discursos, productos e intereses del capital. Es a partir de esta nueva realidad controlada que los sujetos de la posguerra se subjetivan, inmersos en técnicas de poder basadas en la alienación y en la afirmación de la vida humana como mera apariencia.
La primera fase del dominio de la economía sobre la vida social condujo a una clara degradación de la manera de definir toda realización humana, del ser al tener. La fase actual, en la que la vida social está totalmente dominada por los resultados acumulados de la economía, conduce a un deslizamiento generalizado del tener al parecer, del que todo “tener” efectivo debe derivar su prestigio inmediato y su función última. (18)
La condición de consumir mercancías, competir como empresa y exponerse como marca define una de las formas de subjetivación más extendidas en la actualidad. La sociedad del espectáculo es una de las máscaras que ocultan las relaciones de poder bajo el capitalismo.
Si la representación arquitectónica de la sociedad disciplinaria era el panóptico, el equivalente en el espectáculo es el shopping center, un espacio para el juego monótono del mero consumo, la banalización de un caminar-ver-comprar sin más necesidad real que la realización del propio espectáculo. Del mismo modo, la ciudad se desarrolla como escenario del espectáculo. La calle como lugar de socialización comparte espacio con otras funciones, como la comunicación (con vallas publicitarias, fachadas y luces) y la circulación de personas, coches y mercancías. Los ambientes cerrados y controlados, como centros comerciales y culturales, hospitales, escuelas, clubes y condominios, ganan terreno como espacios colectivos y se configuran también como representaciones simbólicas (de estatus, bienestar, salud, conocimiento).
Además de no tener un promotor central, el espectáculo funciona sobre la base de los deseos humanos de consumir. Es a través de la construcción y el control de los deseos, por lo tanto, que el espectáculo funciona independientemente de un gran aparato represivo y violento; aunque en los casos en que el sistema es cuestionado, la violencia de la fuerza policial siempre servirá para mantener sus intereses. El poder espectacular, sin embargo, no tiene como método central la prohibición sino el permiso, el fomento de una supuesta forma de libertad basada en el consumo de imágenes y, en consecuencia, de productos. Es una vez más en el camino de la suavización de las relaciones de poder donde se modifican y potencian las técnicas de control. De este modo, el alcance del aparato mediático construye la verdad del mundo como la verdad del mercado.
Desde el punto de vista técnico, la imagen construida y elegida por otra persona se ha convertido en el principal vínculo del individuo con el mundo, que solía ver por sí mismo, fuera donde fuera. A partir de ahí, está claro que la imagen será el soporte de todo, porque dentro de una imagen es posible yuxtaponer cualquier cosa sin contradicción. El flujo de imágenes lo lleva todo; otro manda a su gusto en este resumen simplificado del mundo sensible, elige adónde va a ir ese flujo y también el ritmo de lo que allí se va a manifestar, como una perpetua sorpresa arbitraria que no deja tiempo para la reflexión, todo ello al margen de lo que el espectador pueda entender o pensar. En esta experiencia concreta de sumisión permanente se encuentra la raíz psicológica de esa adhesión unánime a lo que hay […]. El discurso espectacular silencia, además de lo propiamente secreto, todo lo que no le conviene. Lo que muestra está siempre aislado del entorno, del pasado, de las intenciones y de las consecuencias. Por tanto, es totalmente ilógico. Como ya nadie puede contradecirlo, el espectáculo tiene derecho a contradecirse a sí mismo, a rectificar su pasado […]. El lenguaje binario del computador es también un estímulo irresistible para admitir a cada instante, sin reservas, lo que ha sido programado por otra persona, a su capricho, una persona que se presenta como la fuente intemporal de una lógica superior, imparcial y total. (188-9)
El sistema contemporáneo de vigilancia-control es una trampa basada en la visibilidad de los cuerpos y la invisibilidad de las estructuras de poder. Las imágenes que construyen el espectáculo están por todas partes, tanto en los espacios físicos como en los ciberespacios. Los dispositivos que todo lo ven y todo lo oyen están en las instituciones, los espacios públicos, los hogares y los cuerpos de los ciudadanos. Entre las cámaras, los sensores, los computadores y las tablets, destacan los smartphones, que son prácticamente extensiones de las manos, los ojos y las mentes, y que, en tiempo real, reciben y difunden información de todo tipo: imágenes, sonidos, palabras, videos, sensaciones, sentimientos, opiniones, recuerdos y acciones.
Junto con las cámaras -los grandes símbolos de la vigilancia tecnológica-, otros sensores diversos son capaces de captar no solo imágenes y sonidos, sino también movimientos financieros, patrones de comportamiento, opiniones políticas, preferencias sexuales, tendencias de consumo; es decir, la vida cotidiana es registrada en sus más mínimos detalles y transformada en códigos, o convertida en datos, especialmente con la lógica de las redes sociales, en las que el deseo de privacidad da lugar a un cierto deseo de exhibición. En el modelo de vigilancia contemporáneo, la información no es procesada por personas, sino por algoritmos dotados de IA, programados para automatizar técnicas mucho más eficaces que las practicadas en un panóptico del siglo XIX.
Algunos de los primeros pensadores del siglo XXI veían internet con optimismo, pues, en cierto modo, simbolizaba una gran agencia colectiva de resistencia. Se le atribuía un cierto poder liberador, pues se suponía que, debido a su naturaleza comunicativa colectiva y abierta, podría romper los viejos pilares del capitalismo (Lévy 2010). Sin embargo, conviene recordar que internet es fruto del propio capitalismo, por lo que ayuda a reconfigurar su lógica para mantenerlo. La capacidad de mutación del capitalismo y la adaptabilidad del espectáculo a un flujo aún más intenso de imágenes, en lugar de crear una nueva y poderosa vía de resistencia, han amplificado las sutilezas con que se ejerce el poder en todos los ámbitos de la vida social.
Una de las grandes diferencias entre internet y otros medios de comunicación de masas es la forma en que fluye la información. Medios como la radio y la televisión funcionan según el modelo “uno a todos”: hay un único punto de transmisión de la información, que difunde el mismo mensaje a todos los espectadores. Internet, en cambio, funciona según el modelo “todos a todos”, lo que implica algunas cuestiones importantes. En primer lugar, no existe un único medio, por lo que la información procede de diversas fuentes, desde grandes conglomerados mediáticos tradicionales a plataformas alternativas, o incluso opiniones difundidas a través de las redes sociales. Otro punto relevante es que la información no difiere mucho de la propaganda, ya que ambas se exponen con fluidez y no tienen una estructura única, sino que varían en forma y contenido según la audiencia. Es más, todas las personas son a la vez informadas e informadoras, sobre todo con la llegada de las redes sociales, donde los contenidos publicados conciernen a la vida personal con apariencia publicitaria, es decir, el espectador es también un comunicador.
Los medios digitales no tienen la misma necesidad de construir un consenso único que los medios tradicionales, porque internet permite la paradójica existencia concomitante de varios consensos, que coexisten armónicamente y en conflicto entre sí. Los algoritmos de IA permiten gestionar tensiones y opiniones mediante la distribución estratégica de piezas publicitarias, que son las claves del funcionamiento de la mayoría de los espacios digitales. El poder comunicacional sustituye la construcción disciplinaria de un modo de vida único y estandarizado por una multiplicidad de modos de vida mediatizados, monetizados y mediados por códigos de programación.
El fenómeno de las plataformas online y los buscadores de internet no puede dejarse de lado cuando queremos hablar de democracia, formación de preferencias políticas y opiniones de la gente. El modelo de negocio de las corporaciones propietarias de las plataformas se basa en la captación de datos de cada uno de sus usuarios. El objetivo es alimentar bancos que serán procesados por algoritmos de machine learning o las diversas soluciones que conforman el llamado big data. Las estructuras de datos y su procesamiento algorítmico están al servicio de quien disponga de los recursos financieros suficientes para obtener diferentes muestras de segmentos y perfiles de usuarios con los estándares especificados por los compradores. Esta nueva fase de internet refuerza el poder del capital, es decir, el poder económico de quienes pueden permitirse reunir, organizar y analizar gigantescas estructuras de datos que serán procesadas en data centers con miles de servidores. (Amadeu da Silveira 2019, 50)
Dado que el control de la información está vinculado al capital y a las grandes tecnologías, que ejercen una influencia innegable en la transformación de la manera en que las personas se informan, el margen de manipulación política se amplía de una manera sin precedentes. Existe una estrecha correlación entre el uso de plataformas online y las escaladas autoritarias contemporáneas en todo el mundo, como en los casos de Hungría, Polonia, Turquía, India, Filipinas e Indonesia. Patrícia Campos Mello (2020) ofrece una visión general de cómo los gobiernos populistas, autócratas o con pretensiones autoritarias utilizan el “agrupamiento” de los usuarios de las redes sociales -la división de las personas en grupos relativamente homogéneos con intereses similares- para dirigir la publicidad política y electoral con contenidos adaptados a cada grupo específico, modulados en función de las preferencias temáticas. Este tipo de publicidad dirigida es mucho más eficiente que, por ejemplo, la publicidad televisiva, que debe buscar un cierto equilibrio en la naturaleza del mensaje, ya que llegará a diferentes audiencias al mismo tiempo. El modelo posibilitado por los algoritmos, en cambio, puede apostar por formas de comunicación más llamativas, que solo llegarán a los grupos más proclives a recibir determinados contenidos. Ese modelo de comunicación tiene el potencial de radicalizar los discursos y debilitar las democracias, lo que pudo verse en la elección de Donald Trump en Estados Unidos (2016) y de Jair Bolsonaro en Brasil (2018).
[B]ajo la apariencia de la “personalización” de la información, los servicios y los productos, hay sobre todo una colonización del espacio público por una esfera privada hipertrofiada que debemos investigar en la era del gobierno algorítmico, hasta el punto de temer que las nuevas formas de filtrar la información conduzcan a formas de inmunización informativa que favorezcan una radicalización de las opiniones y la desaparición de la experiencia común. Por no hablar de la tendencia a captar sistemáticamente toda la atención humana disponible en beneficio de intereses privados (la economía de la atención), en lugar de contribuir al debate democrático y al interés general. (Rouvroy y Berns 2018, 109-10)
La sutileza de las imágenes en la actualidad también se manifiesta en el poder altamente cautivador del llamado capitalismo de peluche de los medios digitales, una forma de comunicación que opera “a través de íconos regordetes y redondeados, un mundo rosa y celeste, que se expresa a través de onomatopeyas, likes y corazones, proponiendo la visión de un mundo en el que nada duele y todos son amigos” (Beiguelman 2020, 29-30). Giselle Beiguelman se refiere a la forma que adoptan las imágenes del espectáculo contemporáneo para aumentar la eficacia de su capacidad de influir en los sentimientos y el comportamiento. Imágenes encantadoras y amables, que recuerdan los rasgos de los niños, con líneas redondeadas y colores suaves, pueden desencadenar sentimientos de calma, dulzura e incluso el impulso de cuidar, al matizar relaciones que pueden ser bastante agresivas cuando se las analiza con mayor profundidad, como el discurso del odio, el racismo y otras formas de prejuicio. Algo parecido ocurre con los llamados memes, imágenes sencillas y fáciles de entender que utilizan recursos supuestamente humorísticos para mitigar el atractivo de contenidos como la intolerancia política y la incitación a la violencia. Los memes y los emojis son imágenes seductoras, cautivadoras y, en última instancia, adictivas, razón por la cual son muy rentables.
Para Beiguelman (2021), la sociedad actual está más cerca del espectáculo debordiano en la medida en que las relaciones sociales están cada vez más mediatizadas, basadas en imágenes que se producen y comparten diariamente en cantidades imposibles de cuantificar. La autora señala, sin embargo, que estas relaciones se basan menos en la alienación del sujeto y más en su deseo performativo, de modo que la vigilancia, una técnica antes oculta e inaudible, es ahora un ejercicio abierto, especialmente en las redes sociales. Es a través de la autoexposición que el sujeto proporciona voluntariamente la información necesaria para su propia manipulación. El diluvio de imágenes y videos acaba banalizando estos medios, y esta banalización suaviza el hecho de que las imágenes portan mucho más que simples bits: acarrean una serie de otras informaciones que solo complejos procesamientos algorítmicos pueden sacar a la luz, como los lugares más visitados, marcas y modelos de smartphone utilizados, patrones de consumo, preferencias políticas e ideológicas, prácticas sexuales, deseos y hábitos en general. Este modo de poder definido por los algoritmos va, por tanto, más allá del poder de las imágenes, ya que amplía el nivel de vigilancia a información impalpable que solo puede revelar su utilidad en líneas de programación prácticamente incomprensibles para la mayoría de la población.
Los algoritmos de IA son las principales claves del modelo de negocio de las big tech. Son los responsables de la renovada y omnipresente vigilancia contemporánea, que ya no es llevada a cabo por personas, sino que está automatizada en varias fases. Estos algoritmos capturan, además de imágenes, todos los posibles rastros digitales que un usuario pueda proporcionar en forma de datos. Este nivel de vigilancia, ahora generalizado y ampliamente aceptado, construye perfiles virtuales a partir de los cuales se produce publicidad dirigida y un tipo de uso denominado “personalizado”.
Gilles Deleuze (1992) señala que, tras la Segunda Guerra Mundial, el principio de la sociedad disciplinaria foucaultiana entra en crisis y comienza a coexistir un nuevo tipo de ordenamiento, que el autor denomina sociedades de control. Este nuevo modelo ya no tolera una cierta búsqueda de la estabilización de los sujetos practicada en la centralidad vigilante del panóptico; por el contrario, asume precisamente la inestabilidad de las relaciones sociales para imponer sutilmente un control continuo y ajustable formal y temporalmente, ya sea en la empresa, la familia, las instituciones o las propias conexiones humanas. Deleuze entendía que, en el camino hacia el aumento de la eficacia del ejercicio del poder, las sociedades abandonan la rigidez disciplinaria institucional e implementan nuevas prácticas, como la “remuneración por méritos” en el ámbito laboral, la “formación continua” en el campo de la educación, los “intercambios flotantes” en el caso de los mercados financieros, o incluso la “asistencia a domicilio” en sustitución de los hospitales. El propio capitalismo empieza a reducir su atención a la producción industrial y a preocuparse más por los “movimientos del mercado”; es decir, el capital se interesa cada vez menos por el producto en sí y más por la circulación de su valor a través del espacio discontinuo y cambiante de las transacciones financieras.
Esta volatilidad de las sociedades de control es aún más pertinente cuando pensamos en la relación entre la contemporaneidad y la fase actual de internet. Hoy surge un nuevo tipo de individuo, un sujeto que no es exactamente individual, sino “dividual”, divisible, entendido como una estadística o un nicho de mercado. El banco se interesa por la cuenta de crédito del sujeto; la universidad, por sus notas; la compañía de seguros médicos, por sus riesgos; las redes sociales, por su tiempo de pantalla. Así pues, el sujeto contemporáneo es percibido por el mercado como un cúmulo de fragmentos o rastros que se forman a partir de sus interacciones en internet. El ascenso del “ciberespacio” implica también un nuevo modelo de ciudad, que vincula los espacios físicos y digitales de forma concurrente, con ordenadores que operan ciertos “cifrados” o códigos asignados a cada sujeto, que empiezan a determinar de forma fluida y variable sus acciones espaciotemporales en función de cada contexto, y que influyen en sus relaciones consigo mismo y con otras personas.
Según Han (2018a), es la “protocolización total de la vida” a través de rastros digitales lo que proporciona el control contemporáneo. Desde caminar por una plaza pública hasta utilizar una tarjeta de crédito para realizar una compra, pasando por un simple clic en una imagen de una red social, prácticamente todas las acciones cotidianas pueden ser computadas, procesadas y luego utilizadas con el sujeto. El aislamiento del panóptico ha sido sustituido por el fomento de la conexión, la hipercomunicación y la autoexposición, acciones todas ellas que generan cantidades masivas de datos digitales que luego se utilizan para ejercer diversas formas de control.
Una de las razones de la expansión de los dispositivos domésticos (como Alexa y las smart TV) y corporales (como Apple Watch y Google Glass) es que todo tipo de datos importan a estos mecanismos de control, desde las preferencias musicales y las rutinas laborales hasta la información sanitaria y las prácticas sexuales. Toda la información puede ser monitorizada y monetizada, y tales mecanismos, por impresionante que parezca, no solo se establecen fácilmente en el mercado, respaldados por amplias estrategias de marketing, sino que también suelen enfrentarse a pocas formas de resistencia, de modo que consiguen transformar incluso discursos combativos en nuevas formas de coerción.
Especialmente entre 2020 y 2021, el escenario distópico de una realidad que se moldea a partir de datos digitales ganó un nuevo elemento: la pandemia del COVID-19. El virus se propaga por vía aérea, por lo que las principales recomendaciones para enfrentarlo, ante la falta de tratamientos o vacunas, fueron minimizar las aglomeraciones en espacios cerrados, lo que llevó a varios países a paralizar diversas actividades y a poner en práctica niveles de distanciamiento social durante períodos específicos. En este contexto, gran parte de la vida social -diversas formas de trabajo, educación, entretenimiento, relaciones e información- se vio mediada por pantallas, lo que acabó revelando el gran potencial de la vigilancia digital en la época contemporánea.
Para el control biopolítico de las aglomeraciones y los desplazamientos por el espacio urbano, se han combinado datos procedentes de compañías telefónicas que utilizan señales GPS de celulares; cámaras de vigilancia en espacios públicos como estaciones de autobús, tren y metro; estadísticas de sistemas públicos de salud y movilidad; sensores de temperatura; y en algunos países, como Corea del Sur, incluso aplicaciones de rastreo de contactos. Plataformas como WhatsApp, Telegram, Zoom, Google Meet y Microsoft Teams se han convertido en los nuevos ambientes para los negocios, las decisiones políticas, las reuniones de trabajo, las clases online, los encuentros entre amigos y familiares, e incluso las citas médicas. Este “voyerismo compulsivo” (Beiguelman 2020), en el que todo el mundo mira y es mirado por pantallas al mismo tiempo, favorece la naturalización de la vigilancia en el contexto pandémico.
Los pilares del llamado capitalismo de la vigilancia se establecieron en la década de 1980, cuando empresas de todo tipo empezaron a incorporar actividades laborales mediadas por computadoras. Para hacerlo, hubo que transformar las acciones de los trabajadores en texto electrónico (lenguaje de programación). Con el aumento de la eficiencia laboral, este modelo se expandió a escala mundial (Zuboff 2021).
En la época contemporánea, las grandes corporaciones tecnológicas son mediadoras, facilitadoras y aceleradoras del mercado global. En el capitalismo de vigilancia, la relación entre producción y consumo dentro de una industria o empresa debe pasar necesariamente por sectores como las finanzas, las ventas, la logística y el marketing, áreas que se estructuran esencialmente sobre la base de programas informáticos de procesamiento de datos. La expansión de estas estructuras en el mercado globalizado ha provocado un cambio importante: la concentración del capital ya no está en la producción industrial, sino en la mediación de la información que sustenta esta misma producción (Zuboff 2021). Las industrias y empresas productoras de bienes y servicios tienen, por tanto, una cierta dependencia de las big tech: no es casualidad que muchas empresas tecnológicas tengan valores de mercado superiores al producto interior bruto de varios países del mundo.
Con la conversión a datos de gran parte del comportamiento humano, las acciones cotidianas más triviales producen información que puede transformarse en activos financieros. Zuboff demuestra de qué modo las big tech utilizan los datos personales de sus usuarios como materia prima para su modelo de negocio, que se basa en una amplia captación seguida de un complejo procesamiento algorítmico, y culmina en el uso de la información para personalizar los servicios y optimizar la publicidad dirigida específicamente a cada individuo. Este modelo tiene la capacidad no solo de predecir tendencias, sino de influir en el comportamiento, al despojar en última instancia al sujeto de lo que le queda de su facultad individual de elección. Zuboff (2021) señala que el capitalismo de vigilancia actúa a través del “poder instrumental”. Esta nueva forma de poder se diferencia del totalitarismo (que actúa mediante la violencia) precisamente por su carácter sutil, estimulante y seductor. Es más, el poder instrumental provoca dependencia, porque una vez que se utiliza una plataforma ampliamente difundida en la sociedad, es difícil deshacerse de ella.
La principal herramienta de control en el capitalismo de vigilancia sigue siendo el consumo, pero la forma de consumo actual no se refiere únicamente a productos y estilos de vida, sino sobre todo a imágenes, información y, en última instancia, sensaciones y deseos. En el ámbito laboral, por ejemplo, los discursos motivacionales y empresariales pueblan las mentes y explotan las capacidades imaginativas, depositando en las “almas emprendedoras” de las personas impulsos como la competitividad y la superación de los límites. En redes sociales como Instagram circulan patrones de belleza inalcanzables y productos de todas las categorías (muchos de ellos inútiles). La sociedad de la vigilancia tiene, por tanto, acceso no solo a los cuerpos, sino al inconsciente de las personas, e influye ejemplarmente en el comportamiento social de las masas. “El psicopoder es más eficaz que el biopoder en la medida en que vigila, controla e influye en los seres humanos no desde fuera, sino desde dentro” (Han 2018b, 134).
El control a través del consumo ya no implica la fisicidad del espacio (fachadas, vallas publicitarias y soportes físicos); por el contrario, tiene lugar en gran medida a través de un único tipo de dispositivo de mediación tecnológica: el smartphone. Estos dispositivos, que son como altares privados e itinerantes de la religión capitalista, son formidables a la hora de capturar todo tipo de datos personales. La comercialización de estos datos, en la que participan diversas corporaciones y gobiernos, es algo naturalizado en la sociedad actual, de modo que tanto los modelos de negocio de las pequeñas, medianas y grandes empresas como la estructuración de las políticas públicas por parte de las instituciones gubernamentales tienen en cuenta el uso de los datos personales como un factor indispensable.
La relación entre el usuario y el smartphone en términos de generación de datos puede producirse a través de un proceso acumulativo sin límites, porque cuanto más se usa el dispositivo, más datos se generan, más identifican las plataformas patrones de consumo, más eficientes son los anuncios producidos, más se personaliza el uso, más se ajustan las sugestiones (o sutiles inducciones) de comportamiento, y más se consume. Todo este torbellino de acciones puede tener lugar en pocos minutos (o hasta segundos), y el individuo que se sumerge en esta hipnotizante aceleración tiene todas sus acciones (lo que lee, ve, le gusta, comenta, comparte y financia) mediadas e influenciadas por algoritmos de machine learning, programados para trabajar en la lógica de priorizar los contenidos que generan más clics y tiempo de pantalla.
El machine learning y los métodos de deep learning (redes neuronales) son subcampos de la IA que permiten nuevas formas de interacción con los usuarios. Estos sistemas de aprendizaje permiten a las máquinas realizar tareas triviales como el reconocimiento visual, la toma de decisiones sencillas, el reconocimiento de voz y la traducción, y al mismo tiempo otras acciones que superan la capacidad humana, la mayoría de ellas relacionadas con la manipulación de grandes bases de datos (Kaufman 2022). El aprendizaje automático va más allá de los sistemas de input/output, supera la idea de una máquina que solo responde eficazmente a órdenes objetivas. Estas categorías de algoritmos eliminan la necesidad de intervención humana continua en su funcionamiento, ya que su programación inicial, al reconocer y procesar patrones complejos, se modifica automáticamente para alcanzar sus objetivos de forma más eficiente y a velocidades sin precedentes. Son los algoritmos que componen el conjunto de instrucciones con objetivos bien definidos los que determinan el funcionamiento de los distintos modelos de IA existentes en el siglo XXI, que abarcan prácticamente todos los aspectos de la existencia humana.
Dora Kaufman (2022) señala que la IA está presente en la vida cotidiana contemporánea en múltiples frentes, como la planificación de itinerarios, las búsquedas online, las recomendaciones de películas, música y compras, la información y las noticias, las interacciones en las redes sociales, los diagnósticos médicos, los sistemas de vigilancia, la prevención del fraude, los análisis crediticios, la contratación laboral, el servicio automatizado de atención al cliente, el marketing, la producción de conocimiento, la gobernanza, entre otros. La gran mayoría de las plataformas digitales que utilizan IA funcionan sobre la base de un modelo que captura datos, procesa información y toma decisiones, es decir, una grosera reducción del funcionamiento del cerebro o de la inteligencia humana.
Los algoritmos se utilizan en el diagnóstico de enfermedades, debido a que pueden analizar los síntomas y compararlos con bases de datos científicas de forma mucho más rápida y eficaz que equipos médicos enteros; también se utilizan en el sector jurídico, basándose en la misma lógica de análisis rápido y asertivo de casos, demandas y precedentes. Sin embargo, los algoritmos no pueden sustituir a médicos, enfermeros, abogados o jueces; ello tendría graves implicaciones éticas. Un error médico o de sentencia no puede atribuirse a los sistemas informáticos, sino a los profesionales humanos, que deben responder por sus actos. Delegar funciones humanas -que pueden ser vitales en algunos casos- en algoritmos de IA es asumir que esas tecnologías están libres de errores o que no tienen sesgos ideológicos o socioeconómicos en sus líneas de programación.
Pero la neutralidad tecnológica no existe. Los códigos de programación siempre llevan consigo, aunque sea de forma imperceptible, las visiones del mundo de los programadores, lo que puede hacer que las acciones de los algoritmos sean sesgadas y repliquen problemas estructurales de las sociedades en las que se insertan, como los prejuicios raciales, el sexismo y la segregación social. Por lo tanto, regular el poder de la IA es fundamental para que llegue a las vidas humanas desde una perspectiva crítica, transparente, ética y democrática.
Las modalidades del poder han variado a lo largo de los siglos en función de los distintos contextos históricos y sociales. Sin embargo, hay algo que parece estar presente en todos los flujos, contraflujos, entradas y salidas de esta genealogía: la suavización de los mecanismos de poder. De la tortura a la IA, las técnicas de poder se han vuelto cada vez menos espectaculares desde el punto de vista visual, menos violentas desde el punto de vista físico o menos escandalosas desde el punto de vista político, y cada vez más económicas, eficaces, silenciosas, seductoras, invisibles y suaves (a veces incluso mimosas). La antigua vigilancia respaldada por la violencia policial parece materializarse en la figura simbólica del smartphone, que vigila e induce sin causar dolor alguno, e incluso es capaz de producir en los cuerpos la liberación regular y adictiva de microdosis de dopamina, la llamada hormona del placer. Es este control orgásmico el que parece desequilibrar la relación inquebrantable entre poder y resistencia consagrada por Foucault.
Para Zuboff (2021), el mercado de datos que impera en la sociedad contemporánea es irreconciliable con la democracia. La autora reflexiona que, del mismo modo que la esclavitud y el trabajo infantil fueron ilegalizados en la mayor parte del mundo, la prohibición es el único camino posible para el mercado de datos. Sin embargo, parece utópico esperar que la confrontación de poderes provenga del Estado (prohibición legal), una de las fuerzas que sostiene tal estructura y que guarda sólidas conexiones con los mayores beneficiarios del propio mercado de datos (big tech).
Las grandes revoluciones de los siglos XVIII, XIX y XX, eminentemente urbanas, también suenan a utopías en la época contemporánea, dado el poder bélico de los grandes aparatos militares represivos y la expansión de los espacios de sociabilidad y organización política a los ciberespacios, también ampliamente vigilados y controlados. Las pequeñas fisuras en las periferias del tejido social, las capilaridades de las estructuras de poder, parecen estar más cerca de crear potenciales resistencias dentro de un contexto social casi sitiado. Para Henry Thoreau (2012), negarse a obedecer es el primer paso hacia cualquier cambio. Su concepto de “desobediencia civil” parece al principio una actitud solitaria, pero también sugiere una unión de fuerzas de indignación que busca nuevos caminos, no hacia una utopía de una sociedad perfecta en el futuro, sino para vidas mejores en el momento presente. Esta línea de pensamiento sugiere que el enfrentamiento al poder tecnológico contemporáneo es posible mediante experimentos más pequeños, locales y transitorios, que provoquen continuamente pequeños desgarros en un tejido que se está reordenando todo el tiempo.
La vinculación completa del mundo a las redes implica la imposibilidad de transformar el mundo sin transformar también las redes. El abandono de las redes es, por tanto, ineficaz como solución puntual y utópico como propuesta colectiva, dado su enmarañamiento en la vida social contemporánea. También parece contraintuitivo imaginar que la resistencia al poder de las redes procede de su propia estructura. Sin embargo, vale la pena señalar que internet, aunque haya sido tomada por las grandes tecnológicas, sigue siendo un espacio de uso libre y de gran potencial creativo, que permite nuevas visibilidades que ocupan lugares físicos y digitales, se posicionan y construyen espacios para el arte, la lucha y otros afectos, más allá del capital.
Creer en el mundo es lo que más nos falta; hemos perdido completamente el mundo, hemos sido desposeídos de él. Creer en el mundo significa sobre todo dar lugar a acontecimientos, incluso pequeños, que escapan al control, o engendrar nuevos espacio-tiempos, incluso de superficie o volumen reducidos. (Deleuze 1992, 218)
La necesidad de provocar acontecimientos es de ahora, no del futuro. Las transformaciones (o revoluciones) a largo plazo tienden a ser reabsorbidas por la mutabilidad del capitalismo. Ahora, sin embargo, es el momento de las “heterotopías” (Foucault 2013), o de la “utopía experimental” (Lefebvre 2008): la creación de espacios y eventos, de prácticas colectivas en los intersticios, en las grietas de la sólida estructura de poder; resistencias tan sutiles como los propios poderes, pero que causan daños reverberantes y engendran la emergencia incesante de otras acciones colectivas, tal vez inmediatamente finitas, pero ciertamente combativas y perjudiciales para el capitalismo.
Las heterotopías se refieren a la posibilidad de reinventar y dar nuevos significados a los espacios físicos, geográficos, políticos, afectivos o subjetivos, que hemos aprendido a ver de forma empobrecida en la Modernidad, sin su multiplicidad. A diferencia de las utopías, que remiten a algún tiempo lejano en el futuro, las heterotopías se refieren al aquí y ahora y a la posibilidad de transformar el mundo exterior e interior, individual y colectivamente. (Rago 2020, 15)
Margareth Rago anuncia un “nuevo deseo de la calle” contemporáneo, que crea nuevos espacios de contestación y provoca diversos niveles de fracturas en las estructuras de poder. Sin embargo, además de ser urbanas (las protestas de junio de 2013 en Brasil, Occupy Wall Street, los bloques de carnaval callejero, los movimientos de ocupación, la marcha de la marihuana), las heterotopías también pueden ser culturales (movimientos artísticos y filosóficos), sociales (grupos organizados, proyectos de investigación y extensión, espacios de apoyo mutuo, organizaciones no gubernamentales) y también digitales (medios y canales alternativos en internet, espacios de denuncia como WikiLeaks, comunidades de hackers, desarrolladores de software libre y ciberespacios en general aún no ocupados por las grandes tecnológicas, pero que se revelan como alternativas combativas).
También está en juego en estos movimientos la invención ética y liberadora de la subjetividad, que solo se hace posible a través de experiencias individuales y formas de sociabilidad más plenas y equilibradas, que permitan la expansión de afectos y deseos. No se trata solo de “sujetos de derecho” que claman por ser escuchados y reconocidos por el Estado, sino de nuevas subjetividades que buscan ética y sentido a sus propias vidas: de la renuncia a sí mismo y a la culpabilización de los deseos se pasa a la afirmación de existencias estéticas, construyendo abierta o imperceptiblemente sus artes de vivir y sus heterotopías. (61-2)
El propio smartphone o la IA, símbolos máximos del poder instrumental del capitalismo de vigilancia, también pueden ser heterotopías o facilitadores de nuevos acontecimientos individuales y colectivos más allá de sus funciones primarias. Las TIC son productos del capitalismo y están hechas para servir al propio capitalismo, lo que no impide que puedan ser apropiadas o utilizadas de forma original en su contra.
Los grupos organizados y los territorios populares, por tanto, no pueden privarse de utilizar los recursos tecnológicos en favor de sus reivindicaciones. Privarse de la posibilidad de explotar una determinada tecnología porque pertenece a un gran conglomerado de Silicon Valley equivale a renunciar a posibilidades de apropiación muy potentes. Diversos movimientos sociales han adoptado estrategias híbridas de acción directa en el espacio urbano y movimiento en las redes. Ya sea para comunicar actividades, crear plataformas de educación y activismo, conseguir apoyo y financiación o publicitar eventos, internet es un importante espacio de resistencia dentro de los juegos de poder contemporáneos. Las redes sociales pueden utilizarse en la lucha contra las propias big tech; los grupos comunitarios online seguirán desarrollando software libre y nuevos canales de comunicación, del mismo modo que el activismo seguirá disputando espacio al poder hegemónico, también en el ámbito digital. Por tanto, la resistencia persiste contra las nuevas formas de poder, aunque muchas veces estén codificadas y/o requieran un gran esfuerzo colectivo.
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Gabriel Barros Bordignon participó en la conceptualización, investigación, aplicación metodológica, redacción del borrador y edición final.
El autor declara no tener ningún conflicto de interés financiero, académico ni personal que pueda haber influido en la realización del estudio.
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