Monográfico


Imaginación artificial, imagen poshumana y pensamiento humano

Artificial Imagination, Posthuman Image, and Human Thought


DOI: https://doi.org/10.32719/26312514.2024.10.1


URU: Revista de Comunicación y Cultura, n.° 10 (Julio - Diciembre 2024), 10-29. e-ISSN: 2631-2514


 

Fecha de recepción: 22/03/2024 - Fecha de revisión: 24/04/2024
Fecha de aceptación: 26/05/2024 - Fecha de publicación: 01/07/2024

Josep M. Català Domènech

Universitat Autònoma de Barcelona Barcelona, España  

 

 

Resumen

La aparición de los sistemas de generación artificial de imágenes en el seno de la inteligencia artificial plantea la existencia de una imaginación artificial que obliga a reconsiderar las relaciones entre la imagen y el pensamiento, en consonancia con la creciente complejidad de la realidad contemporánea. Para comprender la ontología de la imaginación artificial, que se relaciona con dos tipos de inconsciente, el maquínico y el humano, resultan útiles algunos de los conceptos propuestos por Deleuze y Guattari, especialmente el de “máquinas abstractas”. Los parámetros básicos de las nuevas imágenes exigen reconsiderar ámbitos psicosociales y filosóficos que se ven afectados por la presencia de los nuevos dispositivos tecnológicos en la esfera de las últimas fases del capitalismo.

 

Palabras clave :Inteligencia artificial, imaginación artificial, imagen del pensamiento, máquinas abstractas, inconsciente, imagen, complejidad, verdad

 

Abstract

The appearance of AI image generators within artificial intelligence suggests the existence of an artificial imagination that drives us to reconsider the relationship between image and thought. Artificial imagination points to a new image of thought, that suits the growing complexity of contemporary reality. To understand the ontology of artificial imagination, which is related to two types of unconscious, the machinic and the human, some of the concepts proposed by Deleuze and Guattari are useful, especially the one related to “abstract machines”. The basic parameters of these new images require reconsidering psychosocial and philosophical areas that are affected by the presence of new technological devices that have appeared within the last phases of capitalism.

 

Keywords : Artificial intelligence, artificial imagination, image of thought, abstract machines, unconscious, image, complexity, truth.

 

Cada época recrea un humanismo que siempre es apropiado para las circunstancias, porque apunta al aspecto más grave de la alienación que acarrea o produce una civilización.

Gilbert Simondon

Introducción

Los dispositivos de la inteligencia artificial (IA) que generan imágenes a partir de textos no son una simple variante de los chatbots especializados en el diálogo con los usuarios. Su novedad tampoco se limita al tratamiento de imágenes fijas o en movimiento para incrementar la eficacia de otros medios audiovisuales. Por el contrario, en ellos reside el germen de una revolución estética, epistemológica y mental de enorme calado, cuyas repercusiones son mucho más profundas que las que proponen aquellas aplicaciones de la IA limitadas al texto. Pero para aprovechar la capacidad de esos instrumentos es necesario que tengan la posibilidad de interpretar libremente los comandos, es decir, que dispongan de una cierta libertad operativa. De esta forma, se genera una verdadera imaginación artificial (ImA) capaz de contribuir al fundamento de una nueva imagen del pensamiento dispuesta a ampliar y finalmente sustituir la que Gilles Deleuze detectó en el cine.

Una imagen del pensamiento implica una forma de pensar, una manera implícita de organizar el pensamiento. La aparición de la ImA amplía el potencial de un pensamiento de la imagen que ya se incrementó con la aparición de las imágenes en movimiento. Las imágenes que genera la ImA, fijas o en movimiento, ejercen de interfaz entre el inconsciente tecnológico y el inconsciente humano; alimentan así ambos imaginarios y contribuyen a la formación de una nueva subjetividad y una nueva forma de pensar. Con ello, el proverbial poshumanismo de la IA puede seguir manteniendo el necesario vínculo con la tradición humanista que parte de aquel movimiento rechaza insensatamente.

Para comprender el alcance de esta situación es necesario tener en cuenta que la ImA y la estética que genera libremente son consecuencia de una evolución tecnoestética y cognitiva cuyo origen se halla en la transformación que el capitalismo experimentó a partir de mediados del siglo XIX. Este cambio produjo una paulatina inmersión de lo real en lo imaginario, a la par que aparecía una serie de tecnologías de la imaginación productoras de un nuevo tipo de imágenes. Eran imágenes en movimiento, cuyo carácter fluido y la íntima relación que establecían con la subjetividad hizo que fueran inmediatamente relacionadas con los sueños, al tiempo que entroncaban con las fantasmagorías características del período. Las visualidades que promueven ahora las imágenes de la ImA poseen estas mismas características, lo que las convierte en herederas de aquella estética, pero de tal forma que pueden trascenderla.

El tiempo artificial

Stefan Zweig introdujo en el flujo de la historia la fusión alquímica del azar y la necesidad que gobernaría algunos de sus acontecimientos, y lo hizo mucho antes de que el biólogo francés Jacques Monod, siguiendo a Demócrito, hiciera depender de esta misma combinación el funcionamiento del universo. Zweig (2012, 5) afirmaba que “lo que por lo general transcurre apaciblemente de modo sucesivo o sincrónico, se comprime en ese único instante que todo lo determina y todo lo decide”. En ocasiones, como sucede con la propia vida de los individuos, el futuro de la realidad depende de una decisión tomada en un momento crucial o de la inflexión de una determinada tendencia cuya importancia solo se descubre a posteriori. Una vez transcurrido ese instante en el que se combina la necesidad que lo ha producido con la aleatoriedad de una decisión que puede desplazarlo hacia uno de los desenlaces posibles, se descubre que ese punto temporal no era tan simple como parecía, sino que en realidad constituía el centro de un cúmulo de vectores que se ven afectados por la alteración. Lo cierto es que cada momento es un momento estelar porque es complejo, si bien en algunos casos el conjunto de circunstancias en juego hace que el resultado de las decisiones sea más drástico que en otros. Estos acontecimientos son pliegues del tiempo, puntos de inflexión, que cambian el transcurso de la historia. La IA, una vez se ha concretado en unos dispositivos funcionales y accesibles —o sea, cuando el concepto se materializa y se socializa—, aparece como la plasmación última de uno de estos puntos de giro. Hay tantos futuros posibles como pasados probables. Algunos de esos pasados se

han actualizado, los otros son virtuales. Y todos están conectados por distintas filiaciones. Por lo tanto, la aparición de cualquier elemento que puede considerarse trascendental porque activa multitud de factores de todo tipo —un momento estelar— propone un futuro que, estableciendo su propia línea de tiempo, conecta con un pasado concreto. Cada acontecimiento tiene su propia historia que nos obliga a reconsiderar lo que conocíamos de la realidad. Un acontecimiento de tal magnitud determina un cambio de era. Pero la actualización de una de las tantas historias posibles no implica que las demás no existan porque sean simplemente imaginarias. Por el contrario, en esos puntos de inflexión, que no son ni mucho menos frecuentes, se pone de manifiesto la complejidad de la Historia, se despeja la ilusión del tiempo lineal y se muestra la vigencia de una multiplicidad de vectores que establecen la existencia de un conjunto de tiempos virtuales. Los momentos estelares son giros dentro de una episteme que hacen aflorar nuevas capas de la realidad a la vez que crean nuevas virtualidades, las cuales apuntan a un posible y futuro cambio de época.

Afirmaba Bernard Stiegler (2016) que nos encontramos ante el final de una era que acontece sin que haya aparecido aún la siguiente. Una era requiere para su estabilidad de la creación de nuevas formaciones sociales que la vehiculen. Es necesaria la existencia de un sistema técnico y un sistema de pensamiento que establezcan el marco sobre el que se asienten otras instituciones que, siendo igualmente importantes, no son tan básicas.

La hipótesis de Stiegler es acertada, pero peca de reduccionismo al considerar los cambios de era como una serie de engarces lineales. El tiempo histórico no es nunca tan simple. No existe una sola temporalidad que, como la corriente de un río, avance imparable, dejando atrás diversos paisajes, sino que siempre hay diferentes temporalidades superpuestas, cada una de las cuales transcurre a un ritmo distinto. Por ello, las épocas se mezclan entre sí, sus elementos se desarrollan a cadencias diferentes y, por lo tanto, coexisten los de una época con los de otra en distintas fases de sus respectivos desarrollos. Los sistemas y las instituciones son casi siempre híbridos, el resultado de la combinación de lo viejo y lo nuevo. Por consiguiente, ninguna novedad es completamente nueva, ni lo antiguo desaparece casi nunca por completo. En todo caso, lo antiguo se transforma en el seno de lo nuevo. Es necesario tenerlo en cuenta en momentos de cambio tan acelerado como los actuales, en los que las novedades parecen dispuestas a arramblar con todo. Es cierto, sin embargo, que ahora se está produciendo una serie de transformaciones que apuntan a lo que pueden ser los cimientos de los sistemas de la nueva era. En cualquier caso, no se concretan en dispositivos o tecnologías determinadas, sino que lo que las novedades ponen de manifiesto es el equivalente a aquello que Deleuze y Guattari (2002, 497) denominaban un “filum maquínico”, es decir, una tendencia o un cambio de tendencia en el seno de los desarrollos tecnológicos, entendidos estos como ensamblajes maquínicos en la llamada mecanoesfera: “Se podrá hablar de un filum maquínico, o de una familia tecnológica, cada vez que nos encontremos ante un conjunto de singularidades, prolongables por operaciones, que convergen y las hacen converger en uno o varios rasgos de expresión asignables”. Los autores parecen pretender que estos filums son, de alguna forma, lineales, de modo que establecerían filogenias particulares que irían de una herramienta, un objeto o un dispositivo a otro de la misma categoría, pero, en realidad, cada uno de estos elementos está inmerso en filums más generales, en campos evolutivos que determinan aspectos más amplios de cada vector y que los reúnen a todos ellos en un mismo proceso. La IA y, sobre todo, la ImA aparecen como giros dentro de una de esas filiaciones más amplias, una transformación que tiene la capacidad de alegorizar el funcionamiento de un conjunto de propensiones o constelaciones diversas que caracterizan el presente momento de transición.

Por ello, como antídoto a la aceleración actual de los acontecimientos que impide pensarlos con efectividad, es necesario dar mentalmente dos pasos atrás cada vez que la sociotecnología da un paso adelante. De esta manera, se pone al descubierto la densidad histórica de lo que parece completamente inédito, se descubre su verdadero pasado, el cual solo puede considerarse verdadero porque entronca con la efectividad del presente. Si el pasado crea el presente es solo porque el presente, cuando es fundamental, ha generado antes su propio pasado.

La danza del texto y la imagen

La idea de la IA no es nueva. Su existencia se viene planteando, al margen de la literatura, por lo menos desde las investigaciones de Turing, hace ya más de setenta años, pero solo últimamente lo que parecía una entelequia se ha concretado en dos dispositivos que están calando profundamente en la imaginación popular. Me refiero al ChatGPT y a los sistemas de generación de imágenes a partir de textos. A pesar de que estos dos sistemas aparecen reunidos en los programas más recientes —como por ejemplo el GPT-4V de OpenAI—, los dos tipos de IA siguen promoviendo una distinción entre el texto y la imagen que es proverbial de nuestra cultura, en la que aún se debate intensamente sobre la preponderancia de una de las dos funciones, cuya distinción es sobre todo cognitiva, estética y epistemológica.

El ChatGPT, que empezó como un simple generador de textos a demanda, ha llamado más la atención que los dispositivos de generación de imágenes, quizá porque aún estamos más capacitados para comprender los fenómenos relacionados con el texto que los relativos a las imágenes. O porque parece que aquel nos interpela más directamente que estas, ya que, en el fondo, nuestra subjetividad sigue estando más relacionada con la palabra que con la visión, a pesar de la ingente crítica al ocularcentrismo que ha generado la modernidad, ella misma un síntoma de la incomprensión que embarga la imagen, erróneamente confundida con la visión. La imagen sigue despertando además una ancestral suspicacia. Prueba de ello es que la alarma que provoca actualmente la IA tiende a centrarse en las imágenes y en la posibilidad de que produzcan fakes, como si los textos fueran incapaces de mentir.

Poco a poco, la imagen gana terreno al distinguirse de la visión y lo visible, con los que ha estado tanto tiempo relacionada. Pero la tendencia no puede estar dirigida a sustituir absurdamente la palabra, sino que debe aplicarse a reforzarla con el potencial de la visión transformada en imagen, a la vez que esta se ve ampliada por la introducción del logos en su textura y produce con ello imágenes razonantes. No son solo dos sistemas los que se combinan con este proceso, sino también dos temporalidades, lo que indica que el futuro será, como siempre, forzosamente híbrido, con la diferencia de que ahora nos internaremos en él con la capacidad de comprender y utilizar esta hibridación, representada por algo parecido a lo que algunos autores han denominado iconotextos, cuyo potencial se ve incrementado actualmente por las tecnologías de la imaginación.

Los dispositivos de generación de imágenes a partir de textos apuntan a esta mixtura. Quizá sea este uno de sus rasgos más interesantes. El inmediato atractivo del ChatGPT proviene de que parece conversar realmente con nosotros, pero precisamente por ello no se aleja demasiado de lo que ya conocemos. Sin embargo, Midjourney, DALL·E o Stable Diffusion abren las puertas a un territorio aún por explorar. Lo más destacado de estos sistemas de texto a imagen es que producen visualidades inesperadas, a menos que los forcemos a ser literales, en cuyo caso desactivaremos su componente imaginativo y favoreceremos un naturalismo mimético que pretende ser esencialmente útil, aunque se dedique a generar supuestas obras de arte, las cuales han sido, por cierto, inmediatamente mercantilizadas.

El arte occidental se ha debatido siempre entre la fuerte atracción que ejerce la pulsión naturalista y una resistencia centrada en procesos de desfiguración de diversa índole que por un lado culminan en lo abstracto y por el otro en lo ornamental. La tendencia naturalista o mimética produce imágenes representativas, directamente relacionadas con la visión, cuyos parámetros intenta imitar. Pero el potencial de las imágenes excede el de la visión, incluso en aquellos casos en los que se pretende reproducirla lo más fielmente posible, como ocurre con la técnica fotográfica. La tradición artística de Occidente ha encontrado siempre dificultades a la hora de producir una estética duradera que incorpore funciones que parecen contradictorias: la de ver y la de imaginar, la de un realismo figurativo y la de un realismo imaginativo y complejo, la de lo concreto y lo abstracto.

Otras tradiciones han estado más cerca de esa extraña virtud porque partían de planteamiento distintos a los de Occidente. Como indica Hans Belting, los antiguos científicos árabes desconfiaban de las imágenes que objetivaban la visión. Para el matemático Alhacén, que vivió entre los años 905 y 1040,

las imágenes no se formaban en el ojo sino en la imaginación […]. La imagen visual era para el pensamiento de Oriente Próximo una imagen con la que se ve y no una imagen que pueda ponerse delante de los ojos. (Belting 2012, 31)

Se puede decir que el reto de la imagen occidental, en la era de la tecnoestética imaginativa, consiste en poner delante de los ojos imágenes de la imaginación que ayuden a ver, en lugar de procurar imágenes que reproduzcan simplemente lo que se ve sin imaginación. Heidegger (árabes, pero el inconveniente de su crítica a la época de la imagen del mundo que con-1996) podría haber estado de acuerdo con los antiguos científicos

vierte el mundo en una imagen objetivada —y, por lo tanto, intrínsecamente separada del sujeto— es que ignora el verdadero potencial estético-epistemológico e imaginario de la imagen, y así incorpora a la crítica general al ocularcentrismo, desconociendo que, como fenómeno especial, la imagen no pertenece intrínsecamente a esta tradición, a la que supera de forma que resulta insospechada para ella.

La imaginación artificial

Una de las características más sorprendentes de la ImA, cuando no se la constriñe con demandas muy precisas, es su tendencia a generar imágenes que tienen una calidad onírica o surrealista, entendiendo este último término de manera precisa, es decir, como producciones del inconsciente humano o que pretenden representarlo. Pero ello no debería sorprendernos tanto, puesto que estas imágenes artificiales son la punta de lanza de una tendencia que se inició a mediados del siglo XIX en el seno de una nueva fase del capitalismo, cuyas dinámicas empezaron a transformar profundamente las relaciones entre lo real y lo imaginario.

La aparición del cinematógrafo plasmó claramente este proceso y produjo un nuevo tipo de imagen que puede tildarse de fantasmagórica por sus propias características, pero también porque recogía la tradición de una serie de espectáculos protocinematográficos denominados precisamente fantasmagorías, muy populares a lo largo del siglo XIX. Benjamin fue el primero en señalar que la segunda mitad de ese siglo estuvo intensamente transitada por las fantasmagorías de la cultura capitalista, y Didi-Huberman (2013), al teorizar sobre el origen, a finales del mismo siglo, de los trabajos de Aby Warburg sobre la historia del arte, sitúa significativamente esta génesis en el “tiempo de los fantasmas”. Edgar Morin (2001, 137), por su parte, establece una reveladora relación entre el cine y una nueva subjetividad representada por un “hombre que sería imaginario”, indicando que “con relación al sueño o a la alucinación —puros ectoplasmas ‘cosificados’—, el cine es un complejo de realidad y de irrealidad; determina un estado mixto, que cabalga sobre el estado de vigilia y el sueño”. Al instaurarse el predominio de lo imaginario sobre lo real, se abre la vía para que la imaginación domine sobre lo puramente simbólico. De ahí que, como afirmaron Marx y Engels, todo lo sólido se desvanezca en el aire.

Esta paulatina modificación de las relaciones entre lo imaginario y lo real, que produce una desmaterialización de la realidad y unas consecuentes imágenes que pueden tildarse de fantasmagóricas u oníricas por sus características fluidas e indeterminadas, tiene su origen en el fenómeno que Marx denominó “fetichismo de la mercancía”, es decir, el hecho de que los productos del trabajo humano se convierten en fantasmagóricos al adquirir una condición imaginaria. Marx (2012, 45), en El capital, compara este fenómeno con aquellas nubosas regiones del orbe religioso en el cual lo producido por la mente humana se asemeja a figuras autónomas dotadas de vida propia, lo cual anuncia, con permiso, la aparición de un “mundo encantado, invertido y puesto de cabeza donde

Monsieur le Capital y Madame la Terre rondan espectralmente como caracteres sociales y, al propio tiempo de manera directa, como meras cosas”. Pero uno de los factores que más incide en este proceso, del que se convierte en su plasmación visual —la fantasmagoría rematerializada—, es la aparición de las marcas publicitarias con que se inaugura el denominado semiocapitalismo. Según Antonio Caro (2023, 73), el semiocapitalismo es una

nueva fase cualitativamente distinta del capitalismo basado en el desarrollo de las fuerzas productivas que analizó Marx y cuya “forma elemental” estriba, frente a la mercancía teorizada por este, en el signo/mercancía: tal como se manifiesta en cada caso específico en forma de marca.

Esta transformación primigenia “solo funciona en la medida que es asumida en la mente de sus destinatarios” (17). La marca es la conversión del fetichismo en herramienta mercantil. Este fenómeno se produce a la vez que la tecnología, con la técnica fotográfica primero y la cinematográfica después, entra también en íntimo contacto con la imaginación humana, lo que genera en su seno una desmaterialización de las imágenes equivalente a la propia desmaterialización de las mercancías y, a la postre, de la propia realidad. El ser humano y las máquinas inician así un proceso de interacción que no dejará de incrementarse a lo largo del siguiente siglo, para alcanzar su paroxismo a partir de la Tercera Revolución Industrial y el surgimiento de un capitalismo cognitivo relacionado con la producción de conocimiento y su consecuente mercantilización. Su incidencia, sumada al resultado de las fases anteriores, es muy profunda, tal como indica Franco Berardi (2003, 18):

El sistema nervioso digital se incorpora progresivamente al sistema nervioso orgánico, al circuito de la comunicación humana. Lo recodifica según sus líneas operativas y su velocidad. Pero para que este cambio pueda realizarse, el cuerpo-mente tiene que atravesar un cambio infernal, que estamos presenciando en la historia del mundo. Para comprender y para analizar este proceso no nos bastan los instrumentos conceptuales de la economía política ni del análisis de la tecnología. El proceso de producción se semiotiza y la formación del sistema nervioso digital implica y conecta la mente, el psiquismo social, los deseos y las esperanzas, los miedos y la imaginación.

La desmaterialización y transformación imaginaria de lo real culmina a principios del siglo XXI con una enorme aceleración tecnológica que desemboca en la IA y su producción de imágenes artificiales. El cambio de paradigma es tan drástico que escasean los instrumentos conceptuales necesarios para comprenderlo y, en una situación como esta, se hace necesario un esfuerzo intelectual para no caer en un simple catastrofismo ante lo que parece ser un incremento del poder capitalista.

La IA será un instrumento neoliberal solo si lo único que se nos ocurre es criticarla. La crítica es, en este sentido, tan ciega como la celebración entusiasta de sus productos, aunque parezca lo contrario porque es más sesuda. Es cierto que la cultura del algoritmo parece encaminada a un mayor control de la humanidad, pero, como demuestran los productos visuales de la ImA, también pueden activar al mismo tiempo la imaginación humana y la tecnológica. Y la imaginación es el germen principal de la libertad o, según los casos, su último reducto.

Una actitud parecida tenía Benjamin con respecto a las formas fantasmagóricas que trufaron el inicio de la modernidad: “Si la fantasmagoría no es un mero simulacro que oculta lo real sino el sueño, y, por lo tanto, la expresión inconsciente de lo real, entonces trabajar en su interpretación sería la única posibilidad certera” (en Llevadot 2018, 111).

Tiempo de fantasmas

La ImA es la última de las fantasmagorías. Las imágenes que produce cuando se la deja actuar espontáneamente son básicamente oníricas en varios sentidos. Su condición fantasmagórica proviene, en primer lugar, de su origen tecnológico, una tecnología cuyo funcionamiento está siendo sublimado por ellas. Esta sublimación provoca una determinada estética que es fantasmagórica en sí misma, entre otras razones porque parece surgir de los sueños. Son imágenes cuya textura se asemeja a la de estos, principalmente porque culminan una desmaterialización de lo real que se inició a finales del siglo XIX. La estética entre fantasmagórica y onírica de las imágenes de la ImA entronca con esta tendencia decimonónica de forma anacrónica, fuera de tiempo, pero poniendo de manifiesto una serie de corrientes temporales subterráneas que tienen que ver con la existencia de un inconsciente tecnológico, puesto que, al fin y al cabo, son imágenes generadas por la mezcla de visualidades de diferentes tiempos que se acumulan en internet. Por ello es que las imágenes de la ImA muestran “un extraordinario montaje de tiempos heterogéneos que forman anacronismos” (Didi-Huberman 2011, 39), lo que pone de manifiesto una característica de todas las imágenes artísticas que es sistemáticamente olvidada por la historia tradicional del arte.

En Espectros de Marx, Derrida (1995) acuñó el concepto de “hauntología” (también “fantología” o “espectrología”) para confrontar aquellos procesos por los que lo que ha sido precipitadamente enterrado regresa en forma de espectro. Lacan, a partir de Freud, caracterizó un fenómeno parecido a este como “retorno de lo reprimido”. Lo reprimido nunca desaparece por completo, sino que siempre regresa, pero desfigurado. Derrida centra la cuestión en la figura de Marx, que, habiéndose dado precipitadamente por muerta, no cesa de regresar como un fantasma que mantiene hechizado (haunted) el edificio de lo real. En una entrevista registrada en el film de Ken McMullen Ghost Dance (1983), el filósofo manifestaba que el cine más el psicoanálisis configuran una posible ciencia de los fantasmas, es decir, “un estudio de cómo ciertos eventos que reverberan en la psiquis se transforman en apariciones” (Fisher 2013, 45).

Como sea que una de las características menos comprendidas del sistema capitalista es que, en su seno, todo lo que va en una dirección puede ir en la contraria —o sea, que la flecha del tiempo es en él sistemáticamente reversible—, podemos afirmar que las apariciones que menciona Fisher no solo son materializaciones de la psique, sino que, una vez producidas, regresan de nuevo a ella para afectarla, que es lo que ocurre con los productos de la ImA. Fisher de nuevo:

¿Es la hauntología entonces un intento de revivir lo sobrenatural o es solo una figura del habla? El modo de salir de esta inútil oposición es pensar la hauntología como la agencia de lo virtual, entendiendo al espectro no como algo sobrenatural, sino como aquello que actúa sin existir (físicamente). Freud y Marx, los dos grandes pensadores de la modernidad, descubrieron diferentes modos en los que se da esta causalidad espectral. El mundo del capitalismo tardío, gobernado por las abstracciones financieras, es claramente un mundo en el que las virtualidades son efectivas; y quizás el más siniestro “espectro de Marx” sea el capital mismo. (44)

Si este es el caso —y parece que sí lo es porque la realidad a partir del semiocapitalismo se ha vuelto en gran medida fantasmagórica—, entonces la tecnología de la ImA está produciendo fantasmagorías oníricas, las cuales, sin embargo, no reproducen tanto los sueños o pesadillas del capital como los de su reverso, es decir, lo que queda de la utopía. En este sentido está claro que las imágenes artificiales que espontáneamente generan los dispositivos a partir de un comando textual son imágenes del deseo: el deseo de un ser humano que acude al oráculo tecnológico para expresar sus propios sueños y obtiene enigmas visuales como respuesta. A través de este mecanismo se establece un productivo contacto entre dos imaginaciones, la humana y la tecnológica, mediadas por una expresión textual que se resuelve finalmente por medio de imágenes.

La hauntología es el síntoma de una corriente profunda que transita por el capitalismo, donde todo lo sólido hace mucho que ha perdido consistencia, aquella que le confería por ejemplo el positivismo, para convertirse no tanto en simulacro, como quería Baudrillard, sino en imaginación visualizada. O sea, en una especie de excedente tecnológico del que el poder ya no tiene completamente las riendas.

La verdad de las imágenes

Las imágenes artificiales desactivan definitivamente la relación excesivamente prologada de la imagen con la “verdad”. No porque las imágenes artificiales deban ser consideradas proverbialmente falsas, sino porque no son ni verdaderas ni falsas. Tampoco son relativas. Las imágenes en general, incluso las fotográficas, han estado siempre más allá de estas categorías antagónicas, pero han sido forzadas a contrastarse continuamente con ellas. Sin embargo, cuando se las examina de forma adecuada, se descubre que su ontología propone la posibilidad de una forma distinta de relacionarse con la realidad. Se trata de unas circunstancias que las producciones visuales de la IA vienen a corroborar definitivamente.      

En general, las imágenes no dependen de una realidad objetiva, no son reproducciones del mundo, sino formas que lo piensan visualmente. Su relación con lo real se establece a través del imaginario, y la voluntad representativa que pueden mostrar algunas de ellas debe considerarse un elemento más de ese proceso reflexivo que las instituye. Lo representativo es una cuestión de estilo, no de epistemología. Las imágenes apelan siempre a un particular principio de incertidumbre epistemológico por el que no es posible decidir si son verdaderas o falsas, porque son las dos cosas a la vez: verdaderas cuando son falsas y falsas cuando se pretenden verdaderas. Poseen esa potencia de lo falso que describe Deleuze (2018, 29): “La potencia de lo falso no es lo falso […]. La potencia de lo falso es la indiscernibilidad entre lo real y lo imaginario”. Es a partir de esta ontología de lo visual que debe juzgarse la aparición de un nuevo tipo de imágenes producido artificialmente, lo que nos debe llevar a concluir que la mejor forma de desactivar la posibilidad de que las imágenes producidas por la IA promuevan falsedades es adoptar una postura profundamente escéptica sobre la capacidad de las imágenes, de cualquier tipo de imagen, para decir la verdad.

Lo primero que observamos ante una imagen producida por algún dispositivo de ImA es que la tecnología ha efectuado una lectura muy peculiar de nuestro comando, ofreciéndonos composiciones en gran medida extemporáneas, incluso a veces siniestras porque desfamiliarizan lo conocido. Como era de esperar, por la pulsión realista de nuestra cultura, esto ha sido interpretado, tanto por los creadores como por los usuarios, como un defecto a subsanar. De modo que la industria ha trabajado intensamente para conseguir que los sistemas nos ofrezcan imágenes pseudofotográficas y, por lo tanto, lo más cercanas posible a la visión de la realidad. Las que produce Sora de OpenAI, por ejemplo, son de un realismo extraordinario y cuando están en movimiento no se distinguen demasiado de una producción cinematográfica. Pero esta novedad es de corto alcance, puesto que lo de verdad relevante del sistema son las otras producciones, las oníricas, las pseudosurrealistas, las que desfamiliarizan lo real y, por lo tanto, nos abren nuevas vías de interpretación y de pensamiento. El verdadero potencial estético de la ImA no reside en el realismo, sino en lo que podríamos denominar un posrealismo, ya que no rechaza lo figurativo, sino que lo recompone.

Las imágenes de la ImA van más allá de lo real para mostrarnos su reverso, un envés que ha sido confeccionado apelando a un inconsciente tecnológico relativo a los inmensos archivos visuales y textuales que residen en internet. Un momento decisivo del futuro de la tecnología ocurrirá cuando los sistemas aprendan a leer las imágenes no para describirlas, sino para textualizarlas, es decir, convertirlas en expresión de la “poesía” interna que las constituye, al tiempo que sean capaces también de visualizar los textos desde el interior que los fundamenta, y con todo ello producir outputs que combinen el resultado de ambas tareas. En ese momento, aparecerá un nuevo tipo de conocimiento estético-epistemológico cuyas características ahora solo podemos intuir.

Pero la tendencia mercantilista del capitalismo ha hecho que, en lugar de especular sobre estas posibilidades, de inmediato se discuta sobre cuestiones como la rentabilidad de los productos, así como todo lo relativo a la propiedad intelectual o los derechos de autor que afectan a esas creaciones, un gesto que, lejos de responder a ningún interés filosófico o estético, se interesa solo por la monetización del sistema. Criticar las aspiraciones de que los sistemas de producción de imágenes artificiales devenguen derechos de autor porque supuestamente —no se sabe muy bien cómo— su entrenamiento ha recurrido a bancos de imágenes protegidas por el copyright no implica defender a las grandes corporaciones que diseñan los dispositivos, sino que supone poner de relieve que, por mucha razón que tengan unos u otros, lo que hace la disputa es manifestar la obsolescencia de un determinado marco de pensamiento. La ImA nos obliga a pensar de forma distinta el concepto de autoría y de propiedad intelectual, al margen de quién sea el beneficiario inmediato de las operaciones que aquella ejecuta. Nos impele a reconsiderar el concepto de copyright, surgido en otra época, a tenor del absurdo que supondría pretender que el contenido de nuestra imaginación —nutrida por libros, películas, pinturas o música— debe devengar derechos desde el momento que está en la base de nuestro pensamiento o de nuestras creaciones. Las imágenes de la ImA no hacen más que recomponer la visualidad de los elementos con los que han sido entrenadas, de la misma forma que nosotros renovamos en nuestra imaginación, de forma inconsciente, los productos culturales que consumimos. Con su sola existencia, la ImA se muestra capaz de poner en entredicho el propio sistema capitalista que la ha creado.

Visualidades maquínicas

Los dispositivos generadores de imágenes artificiales, al establecer a velocidades infinitas conexiones aleatorias entre los innumerables elementos que contiene el universo de internet, son equivalentes al funcionamiento de las máquinas abstractas que describieron Deleuze y Guattari (2002, 520): “Las máquinas abstractas se componen de materias no formadas y de funciones no formales”. Según Stephen Zepke (2005, 1), “la máquina abstracta no es más que [un] despliegue de complejidad, una ingeniería fractal inseparable de la vida, un florecimiento de la multiplicidad”.

Las imágenes que produce la ImA no solo son el producto de un despliegue de complejidades y de multiplicidades, sino que visualizan o por lo menos ponen de manifiesto su textura, en los casos en que se permite la espontaneidad del programa. Es cierto que esta espontaneidad es relativa, puesto que está sujeta al esquema impuesto a los algoritmos que organizan el funcionamiento del sistema, pero también es verdad que, a partir de un determinado diseño más o menos básico, el algoritmo puede obrar en una dirección concreta o aleatoriamente. La neutralidad de los algoritmos es altamente discutible, pero no por ello ha de descartarse la existencia de diseños más o menos abiertos o cerrados, de la misma manera que los usuarios pueden ser más o menos estrictos a la hora de diseñar sus prompts. Tengamos presente, sin embargo, que un algoritmo no es una máquina abstracta, sino una máquina concreta, puesto que las máquinas abstractas son virtuales. Pero, cuando la acción de los algoritmos de la IA penetra en los vastos repositorios de internet, aquellos asumen la actuación de máquinas abstractas por el grado de aleatoriedad que asumen.

La estética de las imágenes artificiales espontáneas pone de manifiesto los rasgos de su origen maquínico, así como, indirectamente, los de los sujetos que las producen a través de los dispositivos algorítmicos, que también son, por tanto, maquínicos. No se trata de afirmar que existe un isomorfismo entre todas estas estructuras —estética, subjetividad y algoritmos—, sino de poner de relieve que las nuevas imágenes, en su vertiente más espontánea y creativa, proponen la posibilidad de un nuevo realismo basado en máquinas abstractas por un lado, y en máquinas deseantes por el otro.

La teoría de las máquinas abstractas propuesta por Deleuze y Guattari es demasiado compleja como para que, en el marco de este artículo, se puedan establecer las debidas relaciones con la ontología de las imágenes artificiales. No hay más remedio que utilizar el concepto y sus presupuestos básicos como una herramienta metafórica que nos permita comprender esa ontología, en lugar de establecer una estricta correlación con las ideas de los pensadores franceses. Es sabido que Deleuze era contrario a cualquier intento de convertir en metáfora sus propuestas ontológicas, pero no tendría por qué oponerse a la posibilidad de que la metáfora tenga, más allá de su condición retórica tradicional, una capacidad operativa, especialmente cuando está relacionada con el funcionamiento de las tecnologías de la imaginación, como es el caso. La metáfora cumpliría así la misma función que los colorantes que los biólogos aplican a los tejidos orgánicos para que resalten los aspectos que están estudiando al observarlos a través del microscopio. O que la coloración que los astrónomos aplican a las fotografías del cosmos para resaltar las formas de los objetos que captan con sus aparatos, que en la actualidad son, por cierto, el producto de la combinación de los datos proporcionados por distintos dispositivos. El concepto de máquina abstracta, utilizado de esta manera posretórica, es decir, como instrumento epistemológico —que puede considerarse en cierta forma poético—, permite poner de relieve las peculiares formaciones de las imágenes de la ImA. Según Deleuze y Guattari (2016, 144),

una máquina abstracta o diagramática no funciona para representar ni siquiera algo real, sino que construye un real futuro, un nuevo tipo de realidad. No está, pues, fuera de la historia, más bien siempre está “antes” de la historia, en todos los momentos en que la historia constituye puntos de creación o de potencialidad.

Las imágenes artificiales son también posrealistas, como he dicho, puesto que, en principio, no provienen directamente de la historia o de la experiencia, sino que se posicionan ante una historia por venir, generan acontecimientos visuales que proponen vías inéditas para el pensamiento. No son realistas, sino que crean un nuevo tipo de realidad. Pero conviene no dejarse llevar por estas similitudes superficiales, puesto que las máquinas abstractas actúan a un nivel ontológico distinto al de las imágenes en sí. Si una máquina abstracta es el diagrama de un agenciamiento (103), lo que nos muestran las imágenes artificiales son los diagramas, o la posibilidad de ponerlos de relieve mediante el análisis de las relaciones que existen entre los elementos que forman parte de la imagen.

Las imágenes en general pueden ser contempladas no como un conjunto homogéneo que reproduce o representa una realidad igualmente uniforme, sino como un conglomerado de elementos que se relacionan entre sí en el interior de la imagen, o sea, como el resultado de un montaje interno que, una vez descubierto, desmantela la unidad del conjunto. Esta perspectiva permite comprender las características de las imágenes de la ImA, puesto que están formadas por una confluencia de elementos que tienen orígenes diversos, son el resultado de un complejo ensamblaje incluso en el caso de que sean fundamentalmente naturalistas. Más aún si no lo son.

El sistema algorítmico, y por tanto maquínico, que se halla en la base del funcionamiento de la ImA está inmerso en un conjunto de máquinas abstractas distribuidas por diferentes puntos que van desde internet al propio diseño de los algoritmos —entendidos no como su estructura final, sino a partir del imaginario desde el que se conciben—, pasando por las fuentes que alimentan el aprendizaje de los dispositivos y su proceso de imaginación. El resultado, cuando es más o menos automático al no estar regido por los clichés previos del realismo, genera visualidades, fijas o en movimiento, cuyo estilo equivale a lo que podríamos denominar una “estética maquínica”. Muestra el resultado de ingentes procesos de agenciamientos maquínicos. No es que visualice la composición de las máquinas abstractas en sí —cuya estructura, al no ser estable, no puede ser representada—, sino que nos hace conscientes de su presencia, a través de una determinada visualización que, si está en movimiento, se acerca mucho a su verdadera esencia. En este sentido, las imágenes de la ImA pueden considerarse diagramas, fijos o en movimiento, aunque no diagramas abstractos, sino encarnados en figuras realistas o pseudorrealistas.

Para Deleuze (2002, 63), la función de la pintura no es “reproducir o inventar formas, sino captar fuerzas […], hacer visibles fuerzas que no lo son”, algo que, en realidad, puede decirse de cualquier medio artístico y cuyos resultados aparecen en cualquier tipo de imagen, de manera más o menos aparente. Deleuze elabora su teoría a partir de la estética de Bacon, en la que el efecto de esas fuerzas sobre las figuras es obvio puesto que las distorsiona: “[E]s por lo tanto la deformación de la forma lo que debe volver visible a la fuerza que no tiene forma” (Deleuze 2008, 69).

Pero lo cierto es que estas fuerzas no solamente se hacen visibles a través de la distorsión de las figuras, como en Bacon, sino que también se plasman en cualquier imagen a través de las relaciones que se establecen entre los distintos elementos que la componen, puesto que “el concepto de fuerza es necesariamente plural, ya que toda fuerza está ‘en una relación esencial con otra fuerza’, de modo que no hay fuerza que no sea una relación de fuerzas” (Sauvagnargues 2015, 55). Esta relación de fuerzas estructurales, aparte de las fuerzas que inciden directamente sobre las figuras y los objetos alterando su forma, aparece también en el espacio propio de la imagen a la que perturban. Y este espacio de la imagen es una zona proverbialmente realista, es decir, ocupada por lo que Deleuze denomina un “cliché”, el cual tiene una presencia virtual en la superficie vacía, previa a la imagen —en la pintura, la tela—, o en el ojo del artista antes de empezar su trabajo. El artista puede, entonces, reproducir este cliché o tratar de descomponerlo, plasmando las fuerzas que esconde. La ImA plantea la misma alternativa entre el cliché realista y el diagrama de fuerzas y relaciones.

Refiriéndose al concepto de “esquizoanálisis” acuñado por Félix Guattari, Ian Buchanan y Lorna Collins hacen una distinción relevante entre conexiones y asociaciones. Afirman que el inconsciente, cuyo modo de funcionamiento es lo que pretende comprender esa práctica, no trabaja mediante asociaciones, sino a través de conexiones, puesto que se asocia lo que es análogo, mientras que se conecta lo que es dispar (Buchanan y Collins 2014, 11). Si aplicamos este planteamiento a las imágenes realistas de carácter figurativo, observaremos que en ellas las mencionadas fuerzas y relaciones se desplazan a su inconsciente, del que deben ser extraídas mediante un trabajo de descomposición o desconstrucción del realismo que las oculta. Este realismo superficial es el producto de un conjunto de asociaciones, puesto que todo lo que aparece en la superficie de la imagen es congruente. Sin embargo, en otro tipo de imágenes cuyo realismo no es mimético, aunque conserve la función de la figura —las generadas espontáneamente por la ImA, por ejemplo—, el motor son las conexiones, puesto que lo que se agrupa son elementos dispares o inesperados.

Las conexiones establecen agenciamientos y ensamblajes que actúan siguiendo la estructura diagramática de máquinas abstractas parcialmente improvisadas. Este proceso se pone de manifiesto de manera automática en los productos de la ImA, pero a la vez nos señala un posible camino para analizar las imágenes humanas y descubrir sus montajes internos.

Cierto tipo de imágenes, como las de la ImA, sitúan estas funciones relacionales en un primer término; en otras hay que encontrar las conexiones debajo de las simples asociaciones. Las imágenes artificiales ajenas al realismo estricto tienden a poner de manifiesto los procesos diagramáticos que las generan, pero ello no las aleja de las imágenes humanas, puesto que algunas de estas poseen una estética equivalente. Me refiero en concreto a muchos de los productos del surrealismo, pero también a manifestaciones artísticas como las célebres cajas de Joseph Cornell, los montajes de Rauschenberg o las pinturas de Neo Rauch, por citar solo algunos estilos de entre los más obvios. En cine, tendríamos, principalmente, los ensayos fílmicos de Jean-Luc Godard, que enlazan directamente con la estética de la ImA libre y sus posibilidades reflexivas.

Sin embargo, los estilos de estos autores no pertenecen a la misma filiación que las imágenes de la ImA. Estas no son el producto del desarrollo de aquellos, sino que se les enfrentan como su reflejo en un espejo. Vienen de otra parte para ir al encuentro de esta tradición visual y confrontarse con ella y con toda la producción visual confeccionada hasta la fecha, puesto que no encuentran encaje en ninguna de las categorías que, como el realismo o la abstracción, han servido para catalogar esos productos anteriores. Nos instan a contemplar las composiciones visuales de forma distinta y, en este sentido, puede decirse que proponen no solo un nuevo realismo, sino también una nueva realidad, una realidad conformada por la relación que se establece entre distintas líneas de fuerza y líneas de fuga que aparecen por medio de los ensamblajes y agenciamientos gestionados por máquinas abstractas.

Como indica Guattari (2009, 47):

Un ensamblaje obtiene su mayor o menor grado de libertad de la fórmula de su núcleo maquínico, pero esta fórmula es metaestable. Como tal, las máquinas abstractas que lo componen no tienen ninguna consistencia existencial “real”; no tienen ninguna “masa”, su propia “energía” o memoria. Son solo indicaciones infinitesimales hiperdesterritorializadas a partir de cristalizaciones de un posible entre estados de cosas y estados de signos.

Son las imágenes artificiales en movimiento las que mejor representan esa metaestabilidad de los núcleos maquínicos. Se postulan, en la vía inaugurada por el cinematógrafo, como fórmulas de pensamiento, como una novísima imagen del pensamiento, en el sentido que Deleuze daba al concepto. La ImA, especialmente sus producciones en movimiento no miméticas, nos muestran la manera en que puede funcionar un pensamiento nuevo. Comprendiéndolo, estaremos en condiciones de pensar mediante ese tipo de imágenes, a la par que descubriremos la forma del pensamiento que mejor se acomoda a la compleja realidad actual.

Estamos hablando, por un lado, de unas visualidades producidas por el funcionamiento de las fuerzas que mueven el inconsciente humano y, por el otro, de unas fuerzas que trabajan a partir de un inconsciente maquínico o tecnológico. En ambos casos, nos encontramos ante un sistema de máquinas abstractas instaladas, por una parte, entre la subjetividad y el mundo y, por la otra, entre la “objetividad” algorítmica y el mundo. Desde el punto de vista de la producción de ensamblajes o agenciamientos —una alternativa compleja al concepto clásico de montaje—, el resultado parece obedecer a un mismo proceso y ofrecer resultados visuales equivalentes, a pesar de que son vías que provienen de direcciones opuestas.

La imaginación artificial como nueva imagen del pensamiento

Por su dinamismo, Deleuze encuentra en el cine una imagen de lo que significa pensar. El cine propone, por lo tanto, una imagen del pensamiento. Se trata, por supuesto, de una imagen del pensamiento que surge en la era de la imagen en movimiento y que apunta a la forma de pensar que más conviene a esta era, ya que las formas de pensar son históricas. La aparición de una tecnología radicalmente nueva como la IA —y, en su seno, de unas formas estéticas relacionadas con la ImA que implican una transformación tan profunda como la que supuso el cine en su día— nos permite suponer que estamos ante el nacimiento de una nueva imagen del pensamiento, es decir, de un pensamiento que también él se está transformado.

Una de las características de la imagen del pensamiento cinematográfico es, según  Deleuze (2023, 44), su automatismo, lo que abundaría en la idea de que la ImA es una prolongación de esa forma de pensamiento anterior, puesto que sus producciones son todavía más automáticas que las del cine:

Hay un automatismo del pensamiento que puede definirse de manera muy vaga por el conjunto de mecanismos inconscientes y subconscientes. Y es un hecho que, dado que la imagen cinematográfica es automática, desde el comienzo sintió una auténtica vocación de hacerse cargo de los mecanismos inconscientes del pensamiento, que agrupábamos bajo los nombres de automatismo psicológico o mental.

Pero el pensamiento de Deleuze lo es todo menos simple, por lo que a veces parece contradictorio. Ahora bien, si acaso, es el propio Deleuze el que se contradice, mientras que su pensamiento se muestra capaz de resolver, por su profundidad, las contradicciones. Está en constante movimiento y evoluciona sin cesar, por ello el movimiento cinematográfico le es tan adecuado. Esta movilidad de las ideas vuelve inapropiado hacer afirmaciones absolutas sobre ellas. Solo es posible asumirlas desde un pensamiento que sea por lo menos tan móvil —móvil no quiere decir voluble— como el que las sustenta. De ahí que también sea inadecuado criticarlas fuera de contexto. Sin embargo, ahora es necesario hacerlo para comprender el paso de una imagen del pensamiento cinematográfica a una imagen del pensamiento de la ImA.

En este sentido, hay que añadir que Deleuze pretende superar el automatismo mental o psicológico para proponer una forma de automatismo que, más allá de los mecanismos inconscientes o subconscientes, apunta “al orden superior de una lógica pura, al orden formal de los pensamientos, que desborda al pensamiento y a la conciencia misma” (44). Aquí, Deleuze señalaba, sin saberlo, a la futura IA, a un posible pensamiento algorítmico. Y así, cuando afirma que “hay una inversión pensamiento/conciencia”, que “[y]a no es el pensamiento el que produce la conciencia, sino la conciencia la que deriva del pensamiento” (45), nos está diciendo, por adelantado, que la IA, como forma de pensar, puede producir su propia conciencia. Esta deriva radical de las ideas de Deleuze se ve desactivada paradójicamente por el hecho de que en efecto coincide con las pretensiones más ilusorias del transhumanismo y con el reduccionismo neurocientífico. La básica defensa que Deleuze hace del pensamiento libre y creativo se pone en entredicho cuando el filósofo propone la existencia de un pensamiento automatizado, fuera del alcance de la conciencia y de la imaginación humanas. Si la ImA parece darle la razón es solo porque se piensa la IA y la ImA desde un marco cientificista, obsesionado por la exactitud y el control, el cual, en realidad, está lejos de lo que nos propone la mayor parte del pensamiento de Deleuze, infinitamente más abierto. No cabe duda de que esta pulsión reduccionista proviene de la necesidad de ser admitido en el cenáculo de la ciencia que aqueja a gran parte del pensamiento del pasado siglo y que la mayoría de las propuestas de Deleuze eluden. No obstante, es cierto que su filosofía busca eludir al sujeto y la conciencia para promover un acceso directo a un mundo que se muestra por sí mismo, y en este sentido la ImA se ajustaría en gran medida al proceso por sus propios automatismos. Pero, como hemos visto, lo que la ImA elimina por un lado —el sujeto y la conciencia— nos lo devuelve por el otro al proponer imágenes que pueden ser asimiladas y puestas en pensamiento, es decir, que pueden servir para pensar de forma inédita. Sucedía lo mismo con el cine, en el que Deleuze veía un automatismo del pensamiento que descartaba la intermediación del sujeto, pero que en realidad no dejaba de posibilitar el pensamiento subjetivo.

La imagen del pensamiento que propone la ImA constituye el resultado de la hibridación de dos automatismos, el de la tecnología y el del inconsciente humano. La tecnología produce inconscientemente las imágenes, apelando a un inconsciente tecnológico, pero lo hace a partir de propuestas que están, por lo menos en parte, relacionadas con el inconsciente y la imaginación de quien las realiza. Son en todo caso vectores de su deseo. De ahí la condición mixta de estos dispositivos, que no son solo dispositivos para pensar, sino que destilan posibles modos de pensar, modos relacionados con la nueva imagen del pensamiento de la que ellos mismos forman parte. Como el cine anteriormente, la ImA puede ser a la vez modo de pensar e imagen del pensamiento: la manera en que funciona nos muestra las características básicas del pensar más actual, a la vez que produce imágenes capaces de vehicular este pensamiento. Sabemos que las imágenes en general piensan, se dejan pensar y acompañan e impulsan el pensamiento. Se trata de una fenomenología que, en lo fundamental, se puede aplicar también a las producciones de la ImA.

La ImA ilustra la complejidad de un pensamiento que actúa por medio de impulsos desarrollados a través de una combinación dinámica de textos e imágenes. Aún no tenemos muy claro cómo articular adecuadamente este nuevo pensamiento, si bien nos puede dar pistas sobre ello todo lo que hemos aprendido acerca de la imagen en movimiento y la labor de las interfaces digitales en el ordenador, los videojuegos o la realidad virtual.

A modo de conclusión

Si las imágenes de la ImA pueden acabar desarrollando una forma artística propia, lo harán en el marco del cine extendido o poscine, en cuyo ámbito el medio cinematográfico ha experimentado extraordinarias transformaciones, las cuales han afectado sobre todo al cine documental. De ahí, la posible paradoja de que la ImA, medio tecnológico por excelencia, pueda generar una nueva forma de documental.

Lo que se ha puesto de manifiesto en el seno del poscine es una relación más intensa y más directa del arte con la tecnología y de esta con el pensamiento. El cine documental, por su aspiración a tener un contacto privilegiado con la realidad, ha asumido en sus modalidades contemporáneas la complejidad de estas transformaciones. El sistema que forman el arte, la tecnología, lo real, el sujeto y el pensamiento lo ha puesto en práctica principalmente el film-ensayo, proponiendo modos de pensamiento audiovisual que se han transferido a otros medios, como por ejemplo el documental interactivo o la realidad virtual documental.      

En el nuevo ámbito, ya no es el tiempo el que organiza el espacio —la sucesión de imágenes—, sino que es este el que gestiona el tiempo. La entidad de este cambio se aclara cuando se lo contempla desde la perspectiva de una modalidad extrafílmica como la de las instalaciones temáticas, cuyos elementos no siguen un orden expositivo lineal, impulsado por una temporalidad dominante, sino que se reparten por el espacio, a partir de las propuestas de una reflexión expresada dramatúrgicamente. Las instalaciones hacen posible que los visitantes construyan un tiempo propio al circular por el espacio de la instalación o, en el caso de las webs documentales, al activar los enlaces posibles que facilita la estructura de la web.

En ambos casos, se quiebra la linealidad que impone un tiempo ligado al movimiento y aparece una serie de tiempos virtuales incrustados en la estructura espacial de las propuestas, así como en la relación de los elementos que las componen. Según Deleuze, con el cine, el tiempo dejaba de ser, tal como había propuesto Kant, una forma interna relativa al sujeto, y pasaba a constituir en cambio una forma externa en la que este se introducía. Como indica, Jean-Michel Pamart (2012, 73), “en lugar de que el tiempo esté en nosotros, somos nosotros los que estamos en el tiempo”. Pero en el ámbito de las instalaciones y de aquellas formas del poscine o del posdocumental en las que el pensamiento se desliza desde el tiempo al espacio, el tiempo vuelve a estar en nosotros, aunque de manera muy particular, ya que ahora somos nosotros los que lo producimos con nuestro deambular o nuestras acciones impulsadas por gestualidades que son básicamente reflexivas. Todo ello concuerda con lo expuesto anteriormente sobre las multiplicidades temporales en que puede descomponerse la historia.

La forma de las imágenes artificiales fijas, producidas por un ensamblaje de elementos diversos, nos sitúa frente a una distribución de componentes que debe ser reconocida por la mirada como un conjunto de relaciones que están virtualmente presentes en la imagen y que se actualizan cuando las capta o crea el espectador, en lo que supone el germen de un proceso reflexivo. En el caso de las imágenes artificiales en movimiento, su configuración se sitúa más cerca del ensayo fílmico tradicional, puesto que en ambas instancias es el tiempo el que determina la concatenación de imágenes, su proceso de agenciamiento. Pero, dadas las características de la estética de la ImA, lo cierto es que, en este ámbito, las imágenes en movimiento no se limitan a formar un entramado lineal continuo, sino que el mismo movimiento que impulsa la secuencia crea intensas hibridaciones entre los elementos visuales que alimentan al dispositivo. Se sucede, por consiguiente, una serie de transformaciones, metamorfosis o síntesis visuales que son como flujos de “conciencia”, afloración pues de un inconsciente tecnológico. El proceso plasma visualmente el resultado de labores imaginativas de carácter tecnológico, que se ofrecen al espectador para que este las prolongue en su propio pensamiento o mediante creaciones propias. En todos los casos, estamos ante formas de pensamiento en las que confluyen, desde direcciones opuestas, la imaginación humana y la artificial para sentar las bases de una nueva imagen del pensamiento que está en proceso de gestación y cuya incidencia excede con mucho los límites de la IA.

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