El 17 de noviembre de 1901, en una Ciudad de México en pleno régimen del dictador Porfirio Díaz, se llevó a cabo una redada en una casa de la calle La Paz. En el sitio se celebraba una fiesta en la que un grupo de hombres, la mitad vestidos de mujer, bailaban entre sí. La noticia circuló rápidamente por la prensa capitalina de la época y estigmatizó a los asistentes a partir de la cerrada moral del momento. En las primeras notas periodísticas se estableció la asistencia de 42 individuos a la fiesta, pero unos pocos días después la lista quedó en 41 personas. Esto levantó la sospecha de que alguien importante había sido borrado de ella; el rumor popular levantó la hipótesis de que habría sido Ignacio de la Torre y Mier, yerno del propio dictador y sobre quien ya pesaban fuertes acusaciones por su supuesta homosexualidad.
Más allá del rumor, la prensa se dedicó a lo largo de tres semanas a lanzar una serie de acusaciones y burlas que ridiculizaron a los asistentes (sin aportar nombres). Con ello se fue expandiendo hacia otras formas de comunicación una manera de concebir el hecho que le dio un alto nivel de impacto en la sociedad, que condenó e hizo mofa de la fiesta. Por muchos años, el rumor de los 41 se mantuvo en la mente de todo mexicano como un símbolo de homosexualidad para quien, desde un dejo de superioridad moral, juzgaba a cualquier otra persona.
En 2019 se realizó en la Ciudad de México la 41.a Marcha del Orgullo LGBTTTI bajo el lema “41: Ser es resistir”. Esta frase, sin duda, aludía a la necesidad de ser nombrado y visibilizado para existir, como acto de continua resistencia. El número de la marcha coincidía con el del famoso evento, y se puso el acento en un momento muy preciso del tiempo mexicano, para enmarcar lo que algunos reconocen como el primer momento en que el país se daba cuenta de la existencia de un grupo específico de personas, los homosexuales.
Con este acto, la actual comunidad LGBTQ+ enclavaba en la famosa redada policial de 1901 la posibilidad de ser nombrados. Establecía en esa fecha el momento en que México pudo romper el silencio y el odio del tradicionalismo, y tener la posibilidad de verbalizar el “pecado nefando” (Monsiváis 2002, párr. 12 ). El número 41, repetido a manera de sorna -como señal de vergüenza-, por generaciones de mexicanos, se volvía una especie de monumento, un “lugar de memoria” que conectaba a una comunidad, o parte de ella, con un momento fundador.
Ya desde 2001, en el Centro Cultural José Martí, la comunidad lésbico-gay había instalado una placa conmemorativa del 17 de noviembre de 1901. En ella, un relieve elaborado por Reynaldo Velázquez marca el mnemónico número con dos hombres desnudos representando las cifras. Junto al relieve, una placa con texto del propio Carlos Monsiváis señala que la redada “le inventa a los gays de México un pasado que es, en síntesis, la negociación con el presente”, y vincula la fecha con la defensa de los derechos humanos, condensados en el término gay. Al ser el primer monumento que planteó el hecho como mito de origen de la comunidad (García Hernández 2001), el acto se convirtió en, digamos, parte del canon conmemorativo, en la forma de nombrar, de dotar de identidad. Un canon que asumió críticamente los únicos documentos sobre el hecho, los textos de prensa, como acto de resistencia vinculada al discurso sobre el respeto a los derechos humanos.
Este canon comenzó a construirse desde sus primeras remediaciones en la prensa. Distintos diarios dieron cuenta del hecho y aprovecharon para dotar de un tono burlesco a la operación policial (Irwin, McCaughan y Nasser 2003). Las inconsistencias iniciales en cuanto al número de asistentes al evento y sus características dejaron correr la imaginación de los lectores y esparcieron la idea de un baile de travestidos, con la participación de miembros de la clase alta porfiriana. A partir de ahí, bromas, canciones y sobre todo imágenes hicieron del suceso una marca en el tiempo, cuyo número fijó un significado relevante en la cultura nacional. Este ya servía para dibujar una sonrisa de burla en cualquier mexicano.
De estas remediaciones, sin duda la que ha logrado desde el principio captar el significado inicial del suceso es el folleto impreso por Arsacio Venegas Arroyo, con grabados de Guadalupe Posada. Desde el grabado y el título -“Aquí están los maricones, muy chulos y coquetones”- se evidencia el vínculo entre homosexualidad, burguesía y travestismo. Los elegantes trajes y vestidos de seda “al último figurín”, portados por donjuanescos “lagartijos”, evidenciaban la supuesta superioridad moral de los enunciantes, articulada con una burla a la decadente burguesía porfiriana. El texto y las ilustraciones plantea- ban su propia homofobia frente a una “anormalidad” que, según Monsiváis, la redada secularizaba, con lo que lograba el miedo constante de la comunidad gay ante la siempre presente posibilidad de una razzia como la de 1901. A la vez, la visibilización, la apertura del clóset permitió a esa misma comunidad sentirse acompañada en la soledad propia del secretismo. Monsiváis (2002, párr. 32) lo resume con una frase demoledora: “[L]a Redada, al darle a la especie un nombre ridiculizador, le imprime el sentido de colectividad en las tinieblas. Las anomalías ascienden a la superficie de la burla y la amenaza penitenciaria, y esta primera visibilidad es definitiva”.
A pesar de la constante presencia de los 41 en la memoria mexicana, a partir de estas primeras notas y del rumor sobre el hecho, en México pareció haberse cerrado el clóset. La visibilidad inicial quedó en la burla y el desprecio. El texto de Eduardo Castrejón de 1906, Los cuarenta y uno: Novela crítico-social, parece no haber sino reiterado la denuncia y el escarnio sobre el suceso. De ahí y durante el siglo XX, fue poco el trato académico o literario hacia la famosa redada.
No fue sino hasta el siglo XXI, a cien años del suceso, que el escrito de Monsiváis ya citado y la obra editada por Irwin, McCaughan y Nasser (2003) pusieron en evidencia el hecho para contextualizarlo no solo en el vínculo fundador con la actual comunidad LGBTQ+ y las luchas por sus derechos, sino en el análisis de la sexualidad y el control social durante el porfiriato. Ambos trabajos quedaron enmarcados en la misma conmemoración en la que, en 2001, la comunidad lésbico-gay de la capital estableció un lugar de memoria a través de la placa del Centro Cultural José Martí.
Lo interesante de todo ello es que, a pesar de la importancia revelada del hecho para la comunidad LGBTQ+, a pesar de la presencia constante del mito como marca de diferencia y construcción del otro, en tono de burla, en la sociedad mexicana, poco se sabía del caso. Fueron las reconstrucciones de Monsiváis, reproducidas en la obra de Irwin, McCaughan y Nasser, las que dieron una idea de la redada y su significado para la comunidad. A partir de ahí se entendió que mucho del mito se construyó en torno al rumor, ya que los propios diarios omitieron detalles del suceso. En cierta manera, las narrativas periodísticas se archivaron por largo tiempo para dar lugar a la suposición, pero fue en ella en la que recayó el mayor poder de activación de esos cánones narrativos que a la fecha nos hacen suponer la veracidad de la presencia de Ignacio de la Torre, por ejemplo, como el asistente número 42 a la fiesta, sin haber prueba de ello.
En 2021, Netflix lanzó en su plataforma de video bajo demanda (VOD, por sus si- glas en inglés) la película El baile de los 41 (2020), dirigida por David Pablos, que ya había sido estrenada en el Festival de Cine de Morelia en 2020 y había circulado en el circuito de cines comerciales como la segunda película mexicana más taquillera de ese año (Apanco 2020), en un contexto de pandemia. Si bien es difícil encontrar datos sobre las vistas en la plataforma Netflix, a través de Google Trends se puede observar que, en mayo de 2021, el término de búsqueda “El baile de los 41” alcanzó un pico de hits a nivel latinoamericano, en el mes de estreno en la plataforma (Figura 1).
La guionista, Monika Revilla, quien ya tenía experiencia en guiones sobre el pasado (Malinche [2018], Juana Inés [2016], Alguien tiene que morir [2020]), fundamentó su decisión de retomar el episodio en la necesidad de dar seriedad a un acto que consideraba una “salida del clóset de la homosexualidad en la sociedad mexicana”, pero que “durante un siglo ha sido recordado como una broma, usada para burlarse de los gays” (en Oliva 2020, párr. 5 ). Sin embargo, la propia autora reiteraba que, para narrar una historia que afecta a un colectivo, la ficción debía “subvertir eso para contar una experiencia humana” (párr. 5). Si bien la película había salido originalmente en cine, Revilla reconocía que las plataformas de VOD eran el espacio ideal para esas historias que la televisión no había contado.
Figura 1. Tendencia temporal y espacial del término de búsqueda “El baile de los 41” en Google Trends.
Y es que el surgimiento de estas plataformas ha acompañado el rompimiento de las clásicas agendas de producción y consumo del broadcast tradicional. El privilegio a la idea de nichos de audiencia ha provocado la búsqueda y generación de productos que otorguen experiencias diferenciadas no solo en espacios geoculturales, sino en grupos de gustos definidos. Con la necesidad de una rápida expansión y conquista de mercados, los sistemas como Netflix buscaron en el pasado temas de impacto, que se adaptaran a una gramática transnacional de rompimiento con los sistemas televisivos anclados en la dimensión nacional. En este ejercicio, se han creado nuevas historiografías articuladas en función de comunidades imaginadas que van más allá de la idea de nación, por ejemplo las comunidades LGBTQ+. Parte de esta estrategia surge de anclar sus narrativas de ficción a pasados específicos, a hechos singulares, que sitúan a las audiencias, especialmente las de esos nichos, en un tiempo compartido. Esto permite (y se alimenta de) el rejuego de sentidos preexistentes, construidos desde múltiples remediaciones, como la prensa o la ficción literaria, que amplifican el efecto de verdad para volverlas relevantes a la comunidad.
Este proceso de remediación de sentidos previos es una forma recurrente en la que la ficción audiovisual activa imágenes y sentidos archivados. Con ello constituye o refleja cánones narrativos e interpretativos sobre ciertos hechos, tiempos o personajes (Brunow 2015). De ahí que un filme como El baile de los 41 operara tan bien en una plataforma transnacional como Netflix: más allá de ser un símbolo para la comunidad LGBTQ+, el hecho se convierte en un mito de origen que puede vincular a comunidades de sentido, especialmente en la zona geocultural latinoamericana. La propia Revilla (2020) reconoce que su guion nace de tratar de reconstruir esas remediaciones originales de la redada, aquellas que surgen no solo de las primeras notas de prensa y de los grabados, sino que recorren el imaginario original a través del chisme y el rumor.
Lo que pone en juego este filme es una representación de la apertura de un clóset (Revilla 2020), esa en la que Monsiváis se permitió entrever, más allá de las remediaciones burlescas, un acto que a principios del siglo XX fue tan disruptivo como una marcha del orgullo gay a finales del mismo. Un acto que abre la puerta del clóset para encontrar solidaridad en una comunidad estigmatizada. De ahí el poder de utilizar un medio como Netflix para recircular un canon que se reconstruye a principios del siglo XXI con las placas conmemorativas y las marchas del orgullo, y que trata de eliminar la mirada burlesca, centrándose en conceptos básicos de experiencias subjetivas como amor, soledad, odio, humillación o vergüenza.
Para lograr esta reactivación de sentidos, el lenguaje cinematográfico de alta calidad y la estética que se permite en Netflix, en oposición a sistemas mediáticos tradicionales -en especial la televisión-, posibilita el acceso a recursos que, en términos de Astrid Erll (2011) , multiplican otros medios de memoria. En el caso específico de El baile de los 41, se tiene acceso a escenarios y caracterizaciones que replican no solo la estética propia de la época porfiriana, sino los mismos medios que desde un principio fueron consolidando un canon interpretativo respecto del suceso, como los grabados de Posadas, pero resignificados a partir de criterios, valores y sensibilidades presentes. Se apela, justamente, al significado que la misma comunidad LGBTQ+ quiso dar al evento en 2001 y 2019, es decir, un acto de resistencia que, al nombrarlo, permite la existencia mínima de un grupo social para luchar por sus derechos. De ahí que, como veremos en el análisis, la narrativa del fil- me transparenta y hace inmediatos, como si fueran la realidad misma de 1901, el suceso y la estética asociada con él. Así pues, hay, en términos de Brunow (2015) , una reactivación ya no de imágenes contemporáneas, sino de estéticas que dan la idea de un acceso transparente al pasado, pero articulado por valores y sentimientos del presente.
Para llegar a estas ideas iniciales, analicé el filme desde la selección de secuencias que me permitieran evaluar la narrativa en los mismos términos que Monsiváis y Revilla conceptualizan el suceso: la apertura del clóset. En esta serie de secuencias, Ignacio de la Torre (Alfonso Herrera), personaje cuya asistencia al evento nunca se comprobó, y Evaristo Rivas (Emiliano Zurita), su amante ficticio, juegan un rol central para hacer notar un grupo de valores presentes. Con esta idea en mente, reviso cómo se caracteriza el “clóset” en la película por medio de ideas de secretismo, machismo, humillación y poder en la sociedad porfiriana, y cómo el clóset se abre y deja entrever al espectador la comunidad homosexual en el propio evento del 17 de noviembre de 1901, en términos de amor y alegría.
El clóset está cerrado: El secretismo y la soledad
Desde los primeros minutos del filme, una serie de miradas sugestivas y códigos secretos nos van adentrando a la condición de posibilidad de un clóset cerrado. Esa será la ambientación principal de la primera parte, en la que Pablos y Revilla pretenden ubicar a la audiencia en un contexto social de prohibición respecto a una sexualidad libre. Ignacio de la Torre ingresa a un elegante salón donde se celebra su compromiso con Amada Díaz (Mabel Cadena), hija natural del dictador e “inocente” indígena en medio de la burguesía de la capital. Los contactos de De la Torre con el propio Díaz (Fernando Becerril) y su sobrino Félix (Rodrigo Virago) hacen suponer un matrimonio por conveniencia: como regalo de bodas, el dictador lo nombra diputado.
En la fiesta, Ignacio se acerca a su madre, quien platica con don Felipe (Álvaro Guerrero). Este lo atrae y, con cierta complicidad, le dice: “A ver cuándo te pasas por casa. Tengo unos puros nuevos que creo te van a gustar”; Ignacio responde con un juguetón “No me diga”. Más adelante nos enteraremos que Felipe es dueño de la tienda de tabaco en donde se reúne el Club de los 42, además de operar como organizador de la fiesta. La referencia fálica a los puros hace evidente el secreto para las audiencias. Con esta primera secuencia se instala el eje del secretismo como un descriptor de la comunidad homosexual en el porfiriato.
Este ambiente secreto que describe a la comunidad en un contexto evidentemente moralista y machista se amplifica en la serie de códigos de la que Ignacio y Evaristo tienen que hacer uso para establecer una relación. Al encontrarse en los pasillos del Congreso por la noche, tras un juego de miradas, Evaristo pregunta: “¿Suele quedarse aquí hasta tan tarde?”. Ignacio, con una risa cómplice, le responde que es un mal hábito, y Evaristo plantea con seriedad: “Creo que lo comparto”. Ignacio no atina sino a reír, intimidado por el avance del otro. Este fugaz encuentro establece la habilidad para codificar todas las posibilidades del lenguaje, hablado y corporal, que permite entender una serie de complicidades identitarias.
Minutos después, tras la escenificación de la boda entre Ignacio y Amada, esta serie de secretos se complementarán con una primera cita entre ambos amantes. En la secuencia se hace evidente no solo el rejuego de códigos, sino los elementos compartidos por los miembros de esta comunidad, que hasta el momento parece secreta, inserta en el clóset, pero que los hace comunes y, por lo tanto, los dota de identidad.
El más claro de estos elementos es la soledad. En un bar, Evaristo narra el distancia- miento con su familia e Ignacio corrobora que el lema “Entre más lejos, mejor” también ha caracterizado la relación con su propia familia. Tras la revelación, ambos se tocan las manos subrepticiamente, confirmando que ambos han comprendido el código y que, además, comparten un pasado y un modo de actuar. Para confirmar, Ignacio pregunta: “¿Qué dice la señora Rivas [apellido de Evaristo]”, y Evaristo le confirma que no hay tal, que no hay necesidad de perder el tiempo. Tras un choque de copas, la secuencia termina con la culminación sexual de la relación en la oficina de Ignacio, donde casi es descubierta por un empleado subalterno.
El secreto como modo de vida y el pasado común dan una idea de la conformación de un grupo social que se mueve al margen de las convenciones de la época. Plantean a la vez una referencia que se repetirá a lo largo del filme: este tipo de vida conlleva soledad y miedo. La soledad de vivir con pocos referentes identitarios, la soledad del alejamiento familiar, la soledad de mantener las apariencias. El eterno miedo a ser descubiertos.
Esta soledad tendrá una contraparte en Amada, la esposa de Ignacio, quien pronto se da cuenta de las escapadas de su marido, de su incapacidad para consumar sexualmente el matrimonio y de los rumores que en la sociedad se instalan sobre ellos. La soledad del clóset no es solo para quienes viven en él, sino también para quienes se ven afectados, como daños colaterales, por el secretismo, la marginalidad, el miedo. El filme construye la idea de un machismo que trasciende al afectado directo, y permite observar las múltiples ramificaciones de su existencia. La idea de Amada como víctima del secreto no hace más que magnificar la importancia del clóset como símbolo y narrativa central de la película.
Eventualmente, la desesperación que causa la soledad provocada por el secreto será la condición de posibilidad para que se descubra la fiesta de los 41. Al darse cuenta de la relación entre su esposo y Evaristo, por haber abierto la caja de correspondencia personal de Ignacio, Amada exige un hijo con la condición de no delatarlo. Ese hijo, prueba de que su marido es hombre ante la sociedad, nunca llegará. Amada plantea este problema con su padre, quien ordena que comiencen a seguir a Ignacio. Así, el filme ancla en estos valores los detonadores del acto mítico fundacional. Amada intenta esconder a Ignacio (lo encierra en su recámara), intenta esconder el amor pecaminoso (guarda la llave de las cartas de su marido), intenta tener una prueba de hombría (un hijo), pero ninguno de estos elementos, que hacen el juego de mantener el clóset cerrado, será posible. De ahí que la redada sea tan significativa: rompe esa dinámica que busca el silencio del clóset, porque expone al mismo clóset que se construye en el secretismo y la soledad.
En un instante, el baile y su consecuente redada abrirán el clóset ante la sociedad mexicana. El filme no revela la construcción que del hecho hizo la prensa, pero la humillación y la burla como actos de cierre de las puertas del clóset sí se representarán, como veremos más adelante.
El clóset se abre: El mito fundacional de los 41
Todo hecho mítico inaugura una nueva temporalidad para los que se sienten identificados con él. Es un nuevo transcurso en el que algo “es”, “existe”, es nombrado. Antes del hecho, ese algo no está en el tiempo, está en el clóset; cuando el suceso es narrado es que el “antes” cobra importancia como condición de posibilidad. De ahí la importancia de señalar ese “antes” vinculado a significados como el secreto, la soledad, la burla, la humillación, para evidenciar el rompimiento temporal. Como señala Monsiváis, la fiesta de los 41 y la redada constituyen en este caso la ruptura mitológica, la apertura de una rendija que deja ver lo que hay dentro del clóset, y que a la vez vincula con la paulatina apertura de ese clóset mexicano.
En El baile de los 41, el desarrollo de la ruptura en el tiempo comienza con la presentación de Evaristo ante el que se hace llamar “el Club de los 42”, regenteado por don Felipe, y en el que Ignacio juega un rol central. Es en ese acto casi bautismal, como la iniciación en una logia, que se comienza a enunciar el hecho. Con ello se remedia el rumor inicial de que en la fiesta había más personajes que fueron escondidos (Ignacio). Por lo demás, la existencia misma de este espacio confirma al secreto como un modo de vida del homo- sexual porfiriano. Los nuevos miembros deben ser invitados por alguien que ya pertenece y cumplir una serie de reglas que tratan de alejar el peligro de la vergüenza, de la humillación.
El ritual inicia con la llegada de Evaristo a la casa secreta, la tienda de tabaco. Tras desnudarse el torso, lo hacen caminar entre diferentes habitaciones hasta llegar a una en la que don Felipe preside la ceremonia. Con Evaristo en el centro del grupo de los 41, Felipe pregunta: “Evaristo Rivas, ¿ha venido aquí por su propia voluntad?”. “Sí”, contesta. “¿Y sabe qué nos une a los presentes en hermandad?”. “El amor socrático”, apunta Rivas, provocando la risa de los presentes. Don Felipe hace la pregunta que abre el clóset: “¿Y se confiesa usted, Evaristo Rivas, elegible para formar parte de nuestra sociedad?”. Evaristo contesta definitivamente: “Lo confieso, soy maricón”. El club se vuelve una apertura del clóset, ese espacio en el que los presentes pueden expresar libremente su sexualidad sin sentir la soledad, la humillación y el secretismo del afuera. Anclando el acto diegético en la memoria nacional, don Felipe lo congratula: “¡Bienvenido al club de los ahora cuarenta y dos!”.
En la fiesta de recepción de Evaristo se confirma que estos espacios “seguros” no eran lo común: “Nunca había visto a tanto maricón reunido”, dice a Ignacio. Este relata que el club le fue encargado a don Felipe por el emperador Maximiliano antes de ser fusilado, lo que amplía el espacio temporal de la presencia de la homosexualidad más allá del porfiriato, y lo asocia con figuras extranjeras repudiadas por la historiografía nacional. Así se crea la idea de que la homosexualidad preexiste al hecho mítico.
Al presentarlo a los diversos integrantes, es notoria la necesidad de reiterar que son personas de la élite porfiriana, remediando las burlescas interpretaciones originales del hecho. Posteriormente, la representación de escenas festivas al interior del club confirman la idea de una homosexualidad ligada a la burguesía y sus gustos -cantan ópera, visten ropas caras, etc.-. Sin embargo, lo más importante es que hace ver que dentro de la comunidad, que se supone unida y homogénea, hay diversos gustos y costumbres (quienes se visten de mujer, quienes gustan de los jóvenes, etc.), pero mayoritariamente está conformada por parejas que se profesan amor. Así pues, a pesar de remediar varias de las interpretaciones del hecho, el mito ahora se vincula con la diversidad sexual (propuesta presentista) y con el amor, un valor que rompe con la norma moralista de representación sobre lo banal y anormal de la homosexualidad. Ya no es una fiesta de “locas vestidas”, sino de hombres que se aman en secreto.
Sin embargo, la supuesta libertad que confiere el clóset del club está siempre en peligro. La posibilidad de que alguien abra la puerta es latente y todos lo sienten. Y este riesgo, en el filme, está fuertemente vinculado a la existencia de Ignacio de la Torre. A pesar de la pretensión de la guionista de “dar seriedad” a la historia contada, la necesidad narrativa de anclarla en una “experiencia humana” no pudo llevarla sino a incluir a De la Torre como agente principal de la historia, a pesar de que nunca fue comprobada su inclusión en la lista de asistentes. Sin él, la sola idea del número 41 no tendría gran sentido, ya que su participación/no participación fue justamente el gran detonador para prolongar el mito del suceso. En la necesidad de remediar las primeras formas de construcción, para que la representación tuviera sentido para las audiencias, el rumor de la presencia del yerno de Porfirio Díaz era esencial para la historia. Ante la falta de otros nombres de participantes que le permitieran la transparencia e inmediatez que Brunow reconoce en este tipo de mediaciones de la memoria, el filme reactiva el archivo del rumor con el fin de vincular a este esa experiencia humana mediante los valores asociados al filme.
En el sentido que aquí propongo, Ignacio de la Torre es más que la materialización de esa historia de amor: es la posibilidad de que el suceso ocurra, es decir, de que el baile sea descubierto. Como ya mencioné, esto se va dando a partir de las sospechas que sobre Ignacio caen por parte de su esposa Amada, de Félix Díaz y del propio presidente. Ama- da parece una mujer herida en su orgullo, y esto se va amplificando cuando sus propias hermanas la hacen sujeto de burlas y suposiciones respecto a la sexualidad de su marido.
En pleno teatro, la pareja hastiada espera a que la función comience. Amada mira por los prismáticos cómo la sociedad murmura sobre ella. Félix Díaz se acerca, ella le pregunta qué sucede y él responde mirando a Ignacio: “A la gente le gusta hablar, Amada”. Un primer plano se enfoca en la cara de Ignacio, quien parece reconocer que hablan sobre él.
Estas sospechas motivan el seguimiento constante de Ignacio por parte de la policía, a instancias del general Porfirio Díaz. Ignacio tiene que estarse escondiendo para ver a Evaristo. En una escena romántica hace notar esa presión, que con un aumento de tensión en la música hace presagiar el descubrimiento de los 41. Debido a esta situación, Ignacio plantea a Evaristo la idea de fugarse a otro país. En ese momento, las condiciones están dadas para la posible desaparición del sujeto histórico, confirmando la idea de que fueron 41 y no 42 los asistentes a la fiesta. Con ello se remedia a la vez el rumor de su presencia, como la posibilidad de su ausencia.
Las sospechas se trastocan en amenazas, que se cumplirán en caso de no procrear con Amada; de ahí que la persecución tenga sentido en la trama. Al final, el propio Félix Díaz presenta a Ignacio a la escolta que lo seguirá por órdenes del presidente. Este hecho amplifica la insufrible soledad, asociada a la identidad homosexual de De la Torre. Sus días en casa, alejado del club por la persecución, se vuelven insufribles; el tiempo se vuelve eterno. Es intolerable la distancia con Evaristo en sus encuentros en el Congreso. Ya no solo es evidente la soledad, sino también la represión y la humillación a la vida de un ser humano. Ignacio solo espera la fecha anunciada por don Felipe en una tertulia anterior, el 17 de noviembre, anuncio con el cual ancla la memoria del suceso a la historiografía, transparentando el acceso al pasado en la narrativa.
Pero el tiempo se acelera con los preparativos de la fiesta. Los participantes están felices, vistiéndose de mujer, se chulean, se emocionan al verse al espejo, gozan su identidad en el espacio seguro del club. Todos, menos Evaristo, quien con un traje elegante espera que Ignacio pueda llegar. En una escena paralela, Ignacio se pone corsé, se enjoya, se pinta, se siente completo; olvida por un momento la soledad. Sale en secreto hacia la fiesta, pero lo siguen. La fiesta empieza, se organiza la rifa de medianoche, se anuncian todavía 42 boletos. Ignacio llega y encuentra a Evaristo, quien le asegura caballerosamente: “Te ves preciosa”. Ignacio rechaza un boleto para la rifa (quedan 41), Evaristo le dice que a las siete sale el tren. La idea de fuga está presente, queda implantada la condición para que se cumpla el número mítico.
Las tomas se desenfocan y ralentizan. Comienza el vals, se abre el plano para dejar ver a diversas parejas bailando. Cuando la música toma vuelo y velocidad, la cámara se centra en Ignacio y Evaristo: no es un baile de “locas anormales”, es un baile elegante de personas que se aman, que gozan de su condición en esa apertura del clóset que permite el club. Son escenas perfectamente ambientadas en la época, pero que remedian los clásicos grabados de Posadas, sin la burla explícita, sino con respeto por el amor que se profesan.
Todo ello se rompe en un segundo. Tocan a la puerta, abre el mayordomo y encuentra a Félix Díaz. Música de suspenso acompaña su entrada a la propiedad, mientras los asistentes siguen alegres bailando, se aplauden, se ven relajados y realizados. Los policías entran por los pasillos. En el momento en que Ignacio y Evaristo se besan, felices, un plano cenital nos deja ver cómo los policías rodean a los asistentes, los encapsulan apuntando con sus rifles. El clóset se vuelve a cerrar. Félix centra su mirada de odio y asco en Ignacio, quien retira la suya, en señal de vergüenza. La humillación y la soledad regresan. Además de apenado, Ignacio está frustrado de que sus planes se hayan echado a perder.
Félix acude a medianoche a Porfirio Díaz para relatarle lo sucedido. Dice que han arrestado a 42 sujetos en una fiesta, mitad vestidos de mujer, mitad de hombre. Da la lista de los arrestados al presidente, quien la toma, la observa, la cierra, ve fuera de cámara y, tras regresarle la lista a Félix, dice: “Yo solo cuento 41”. Díaz cierra la pinza de la remediación: la fiesta quedará con 41 asistentes, ha decidido salvar el honor de su familia perdonando a Ignacio. Así pues, el rumor de generaciones se “confirma”, y da todo su lugar al número simbólico de los 41.
A Ignacio lo sacan de la cárcel para llevarlo a su casa, pero el resto de los 41 se la- menta y solloza en la celda. Sienten la vergüenza de que sus familias lo sepan; el clóset, esa pequeña rendija que suponía el club, se vuelve a cerrar. Seguirán imágenes de humillación pública, los insultarán públicamente en una plaza, los golpearán, los raparán. Una lectura en voz alta de Félix reza: “Los aquí presentes son ejemplo de la putrefacción que hay que erradicar de nuestra sociedad. Que el escarmiento de estos enfermos sirva como ejemplo para todos aquellos que pretendan ir en contra de los principios de la moral. Que quede claro: la hierba mala será arrancada sin ninguna consideración, por el bien de nuestra sociedad y la seguridad de nuestras familias”. La voz se intercala con imágenes de Ignacio entrando en casa, humillado, con el vestido roto, recibido por una severa Amada que lo ve con vergüenza. Ignacio, derrotado, se sienta bajo una imagen de san Sebastián, ícono y patrono extraoficial de la comunidad LGBTQ+ (Kay 1996). El mito, armado en torno a la humillación y la soledad, se vincula al martirio. Con ello, el número 41 articula una comunidad de seguidores alrededor de un hecho que rompe el tiempo para armar uno propio, aquel en el que se darán las luchas para abrir y respetar la apertura del clóset.
Entre las escenas de la humillación pública de los 41 restantes se intercalan fotos de estudio, de color sepia, de las parejas asistentes al baile. El efecto de verdad, amplificado por la transparencia en el acceso a un pasado no mediado, reactiva el archivo de imágenes posibles de la época porfiriana. El color sepia, recurso recurrente en las representaciones audiovisuales del pasado, da la sensación de estar viendo la época sin mediaciones, el amor posible de los individuos en el contexto del momento. Con ello, da un lugar en la historia a todos aquellos que el periodismo de la época no nombró.
Al final, Amada quema en su casa las cartas entre Ignacio y Evaristo, bajo la mirada del primero. Ignacio vuelve a estar solo, en el Congreso, en su casa. Disimulan que nada ha pasado, mientras Amada e Ignacio desayunan en silencio. Ignacio se siente atrapado, su vida ha perdido sentido. Amada, fría, le comunica que Evaristo murió; el plano se acerca a Ignacio, este llora en silencio. Ha perdido su espacio de libertad, ha perdido su amor, vuelve a estar encerrado en el clóset.