De alguna manera, se nos pide que alcemos
nuestras mentes a un punto desde el cual nos
resulte posible comprender que el capitalismo
era a la vez lo mejor y lo peor que le había
sucedido a la humanidad.
El escritor Thomas Ligotti, admirador absoluto del terror cósmico de H. P. Lovecraft y del horror psicológico de Edgar Allan Poe, publicó en 2010 el ensayo La conspiración contra la especie humana, con el que no solo pretendía reivindicar a dichos autores, sino a filósofos del pesimismo más extremo, como Arthur Schopenhauer, Julius Bahnsen y Peter Wessel Zapffe. Años más tarde, en la serie True Detective (2013), de Nic Pizzolatto -un éxito espectacular de la tercera edad dorada de la televisión, la era del nuevo prestigio seriéfilo-, el espectador escucha al personaje de Rustin Cohle (Matthew McConaughey), un investigador policial adicto a las drogas, profundamente depresivo y con tendencias suicidas, citas que, presuntamente, fueron plagiadas del libro de Ligotti (Fotogramas 2014).
No es de extrañar que Pizzolatto homenajeara a Ligotti en nuestros días, ya que gran parte de la cultura contemporánea exige volver la mirada hacia la frialdad, la cruel- dad y, en general, la didáctica de la conducta moral a través del espectáculo de lo visceral y sádico. El escritor José Ovejero (2012, 72-3) , en su ensayo Ética de la crueldad, pedía re- memorar a Cormac McCarthy y a otros “escritores crueles”, a fin de iluminar los recovecos oscuros de la condición humana. Sin embargo, esto tampoco era nuevo: el dramaturgo Antonin Artaud plasmó en su “teatro de la crueldad” la visión transformadora que esta debía tener en el espectador y, del mismo modo, el crítico cinematográfico André Bazin (1977) profundizó en la idea de una moral camuflada en las imágenes crueles de las películas de seis cineastas concretos, en El cine de la crueldad.
Por otro lado, si nos retrotraemos al siglo XIX, la publicación en 1872 de El nacimiento de la tragedia, de Friedrich Nietzsche, el surgimiento del psicoanálisis freudiano y, en general, la aparición de la novela moderna promovieron el paso de la cultura hacia el realismo, la denuncia social y la aparición de lo “trascendente” y lo “pesimista”, resultado de la caída de las utopías soñadas por los intelectuales de la Ilustración. En pocas palabras, la idea de un arte cada vez más horripilante, pesimista y, a veces, sensacionalista.
En la actual cultura mainstream, donde resuena el ruido mediático de la “cultura de las series” -el asentamiento definitivo del streaming tras la pandemia del COVID-19- y donde las tramas, cada vez más abyectas, posmodernas, hiperrealistas y pornográficas se han instalado en la narrativa audiovisual, aparecen films y series coreanas que se convierten en un éxito absoluto de crítica y público en Occidente. Dan fe de ello el “fenómeno Parásitos” y el estreno reciente de la serie de Netflix El juego del calamar, de Hwang Dong-hyuk, productos con tramas denunciativas, perversas y en ocasiones sensacionalistas con un gran impacto en el marco de la cultura de masas.
Marco teórico
De la artesanía de la ficción a la trascendencia realista de la novela moderna: La muerte y el horror como centro de la cultura
En la cultura contemporánea existe una predilección por las narrativas que desembocan en el fin de la condición y la civilización humana de manera casi ininterrumpida. La existencia de debates relativos a la preferencia de la distopía o de la utopía es una lucha tan antigua como el de la exquisitez autoral (alta cultura) frente a la cultura popular (baja cultura), que Umberto Eco zanjó al explicar la permeabilidad entre ambas. Sin embargo, resulta conveniente revisar de dónde viene este gran alarde de pesimismo y crueldad en la cultura audiovisual posmoderna, occidental y mainstream.
Suzunaga (2013, 251) expresó acerca de la “erótica de la crueldad” que “se presenta una suerte de empobrecimiento erótico como efecto de los excesos, tanto de esperanza como de desesperanza”. En consecuencia, en medio de ambas catarsis, la narrativa contemporánea parece haber hecho desaparecer el “arte” en favor de la industria, ya que dichos “excesos” se pueden considerar un empobrecimiento de la cultura.
Este debate es antiguo: fue instaurado en 1936, cuando Walter Benjamin (2003, 44) anunció que “lo que se marchita de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica es su aura”:
El mismo hecho puede caracterizarse de la siguiente manera: por primera vez -y esto es obra del cine- el hombre llega a una situación en la que debe ejercer una acción empleando en ella toda su persona, pero renunciando al aura propia de esta. Porque el aura está atada a su aquí y ahora. No existe una copia de ella. El aura que está alrededor de Macbeth sobre el escenario no puede separarse, para el público, de la que está alrededor del actor que lo representa en vivo. Lo peculiar de la filmación en el estudio cinematográfico está en que ella pone al sistema de aparatos en el lugar del público. Se anula de esta manera el aura que está alrededor del intérprete, y con ella al mismo tiempo la que está alrededor de lo interpretado. (69-70)
La posición de Benjamin, muy apegada a las de T. W. Adorno y Artaud, promulgaba una visión apocalíptica del arte, culpabilizando al cine como el medio más industrial del siglo XX y, por ello, el principal “matador” del aura. Si el aura es para Benjamin el “aparecimiento único de una lejanía, por cercana que pueda estar” (15), el filósofo Roland Barthes (1986, 72-3) definiría el cine como la hipnosis a una distancia que catalogó de “amorosa”. La distancia con el espectador artístico -así como su implicación tecnológica en dicho proceso- definiría el arte del siglo XX.
Por otro lado, cuando Marx contempló el nacimiento de la máquina como una herramienta que implicaría la ruptura absoluta del mundo laboral, Benjamin, autor de la escuela crítica, también contempló -lógicamente- una visión similar con respecto a la cultura. Según Benjamin, el arte se encontraba ante “una ruptura de los límites y las habilidades del artista”, en la que los procesos creadores iban a verse dirigidos por lo que él denominó “sistema de aparatos” (en Aguirre 2012, 147 ). En consecuencia, consideró al siglo XX como una época en que la función social del arte se extinguiría, debido a las lógicas del capitalismo y de la sociedad de masas (154). Es decir, el arte ya no sería para unos pocos individuos o élites, sino que correría la suerte de ser una “percepción distraída” de las gentes (155).
En este sentido, Benjamin expresó los elementos tanto positivos como negativos del medio cinematográfico: por un lado, la pérdida del aura y, por otro, la consecución de una sociedad más igualitaria en la que el arte, especialmente el cine, podría llegar a destruir las diferencias entre clases sociales.
Con el advenimiento de la posibilidad de reproducir en el arte, no solo las obras del pasado pierden su aureola, el halo que las circunda y las aísla -aislando así también la esfera estética de la experiencia- del resto de la existencia, sino que además nacen formas de arte en las que la reproductividad es constitutiva, como la fotografía y el cinematógrafo; las obras no solo no tienen un original sino que aquí tiende sobre todo a borrarse la diferencia entre los productores y quienes disfrutan la obra, porque estas artes se resuelven en el uso técnico de máquinas y, por lo tanto, eliminan todo discurso sobre el genio (que en el fondo es la aureola que presenta el artista). (Vattimo 1994, 52 )
Por tanto, atender a la visión diferenciadora entre “artesano” y “artista” es fundamental para comprender el recorrido transformador de las nociones de arte desde el siglo XIX hasta nuestros días. En el ensayo El narrador, publicado en 1936, Benjamin advirtió que “el rol de la mano en la producción se ha hecho más modesto, y el lugar que ocupaba en el narrar está desierto” (2008, 95). Concretando, profundizó en las diferencias entre novela y narración, explicando que el concepto de novela -tal y como se conoce hoy en día- pro- viene de la edad moderna, época en que los artesanos pasaron a ser artistas. “Por un lado ‘sentido de la vida’, por otro ‘la moraleja de la historia’: esas soluciones indican la oposición entre novela y narración” (82). Sobre estas ideas, Castro Flórez (2019, 25) indica que, en la actualidad, “faltando la calidad, perdida la artesanía y el saber hacer entre los artistas, solamente quedaría abierto el camino del cinismo para tocar una gloria a la postre repugnante”.
En consecuencia, la novela, apegada a la muerte y al sentido de la vida, buscaba para su lector “la esperanza de calentar su vida helada al fuego de una muerte, de la que lee”, mientras que el narrador “siempre tendrá sus raíces en el pueblo, y sobre todo en sus sectores artesanos” (Benjamin 2008, 85 ). En este sentido, Benjamin tenía a los narradores como depositarios del poder de “narrar su vida, su dignidad, la totalidad de su vida”; como figuras “en la que el justo se encuentra consigo mismo” (96).
Sin embargo, para el mitólogo Joseph Campbell (1972, 23) , “la novela moderna, como la tragedia griega, celebra el misterio de la destrucción, que en el tiempo es la vida”. Asimismo, definió el “final feliz”, dentro de los elementos propios de la novela moderna, como un elemento “satirizado justamente como una falsedad” (23), pues la vida solo lleva a un único destino: “la muerte, la desintegración, el desmembramiento y la crucifixión de nuestro corazón con el olvido de las formas que hemos amado” (23).
La literatura moderna se ha dedicado en gran parte a hacer una observación valerosa y exacta de las figuras enfermizas y rotas que pululan ante nosotros, a nuestro alrededor y en nuestro interior. Donde se ha reprimido el impulso natural de protestar en contra del holocausto, de proclamar las culpas o anunciar las panaceas, ha encontrado realización la magnificencia de un arte trágico más potente para nosotros que el arte griego: la tragedia realista, íntima e interesante, desde varios aspectos, de la democracia, donde se muestra al dios crucificado con su cara lacerada y rota en las catástrofes no solo de las grandes casas sino de los hogares más comunes. Y no hay ninguna creencia hecha sobre el cielo, la futura felicidad y la compensación para sobrellevar la majestad amarga, sino la oscuridad más absoluta, el vacío de la insatisfacción, que reciben y se comen las vidas que han sido expulsadas del vientre solo para fracasar. (23)
Podría entenderse que, tras la muerte de Dios, enunciada por Nietzsche, el arte pasó a ocupar un papel capital; tal vez la suplantación, en el lenguaje místico y metafísico, de las sociedades modernas. Campbell utiliza la fábula “Muertos están los dioses”, dictada en Así habló Zaratustra, para explicar el proceso de las sociedades modernas: “Es el ciclo del héroe de la edad moderna, la maravillosa historia de la especie humana que llega a la madurez. El lastre del pasado, la atadura de la tradición, han sido destruidos con seguros y poderosos golpes” (212).
La visión que Nietzsche (2019, 169) tenía de la tragedia explicaba que el héroe contemporáneo entiende que enfrentarse al vacío no debilita el espíritu, sino que lo fortalece. El filósofo alemán llegó a realizar una analogía con la sociedad griega, que vivía en comunión con la tragedia en los teatros y la felicidad en las calles. Asimismo, conviene recordar que Aristóteles (2015 [c. siglo IV a. C.], 47), en su Poética, había definido a la tragedia como “la imitación de una acción seria y completa” en la que “tiene lugar la acción y no el relato, y que por medio de la compasión y del miedo logra la catarsis de tales padecimientos”. Ya se la tenía, entonces, como un medio de llegar a la felicidad.
Para Fernando Savater (2008, 9) , al lector de ficción “pura” se le achaca “infantilismo y la pretensión corruptora de provocar por vía falsaria emociones artificiales y sentimientos alucinatorios” y, en definitiva, “desprecio por los hechos”, mientras que al lector de novela “seria” o “realista” se le acusa de exigir personajes que son aplastados por “la inercia fatal o maligna del universo” desde un punto de vista extremadamente psicológico en el cual los personajes se entregan al “yo que padece, protesta y fracasa”. Para Savater, el ensayo de Benjamin resumía a la perfección la narración moderna: el narrador adora la esperanza, la ingenuidad y la utilidad práctica, mientras que el novelista moderno opta por la desmitificación y por un deseo profundo de contar “la desazón del hombre traicionado por todas las historias” (17-8).
En definitiva, mientras que el narrador entiende que “cada hombre se parece más a todos los hombres que a ese impreciso y vago fantasma que llamamos ‘él mismo’”, la nove- la ilustra “la disociación entre la vida y el sentido, entre lo temporal y lo esencial” (21). En definitiva, la novela “es orientada por la muerte, mientras que la narración sirve de orientación para la vida” (23). Incluso hay quien afirma, como Ruiz de Samaniego (2015, 114) , que el inicio de la modernidad constituyó “la muerte como punto de vista absoluto de la vida”. Adicionalmente, el psicoanalista Bruno Bettelheim (2019, 54) reveló que “el mito es pesimista, mientras que el cuento de hadas es optimista, a pesar de lo terriblemente graves que puedan ser algunos de los sucesos de la historia”.
De las artes escénicas de la crueldad a la abyección distópica en la tercera edad dorada televisiva
Dos de las manifestaciones más importantes del realismo cultural del siglo XX se dieron en las obras capitales El teatro y su doble, de Antonin Artaud (2011 [1938]) , donde se habla del “teatro de la crueldad”, y El cine de la crueldad, de André Bazin (publicado en 1975 como una recopilación de crónicas cinematográficas). Ambos autores creían que la crueldad mostrada en las artes escénicas modernas debía ser representada de forma realista con un fin transformador y moral en la obra (Castillo, Fernández y Romero 2021; Fernández y Romero 2021).
Asimismo, fue Bazin (1977, 25-6) quien aseveró que Erich von Stroheim devolvió al cine la importancia de “mostrar” por encima de “narrar” y, con ello, “la idea de que la crueldad era algo necesario de mostrar sin paliativos para la transformación individual y colectiva”. 1 Para Brown (2018, 216) , existían semejanzas entre el cine de la crueldad de Bazin y el teatro de la crueldad de Artaud: “[Bazin] estaba pensando claramente en Artaud cuando sugirió que directores como Stroheim y Buñuel apuntaban a una verdad superior en sus películas”. Dicha verdad era que el deber de la crueldad era transformar a la audiencia, liberándola de su complacencia, de la creencia ingenua de que el ser humano podía ser bondadoso.
Fue así que se dio el paso del cine americano clásico al moderno, una vez acallada la censura del código Hays, y con una nueva sensibilidad pos Segunda Guerra Mundial en la que se pretendía encontrar en las obras fílmicas una visión realista y visceral del mundo que se quería reconstruir tras las calamidades de la primera mitad del siglo XX. En síntesis, las cenizas de la cultura moderna dieron paso a la cultura posmoderna, y el cine y el arte no se quedaron atrás.
Según el sociólogo Francis Fukuyama (1993, 29-30) , “el siglo XX nos ha convertido a todos en pesimistas históricos”, en contraste al optimismo del siglo XIX. La crueldad humana se tornó una temática de gran interés para la cultura occidental. Basta aproximarse a las novelas de ficción de aquella época para hallar escenas psicológicas sobrecargadas de filosofía, relativas a la crueldad humana y del Estado: los dos “minutos del odio” que tiene que sufrir el personaje de Emmanuel Goldstein en la novela de George Orwell 1984 (publicada en 1949, diecisiete años después de Un mundo feliz de Aldous Huxley); el “placer de quemar” en el caso de Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury; el “Estoy curado” que pronuncia Álex al final de La naranja mecánica (1962), de Anthony Burgess; o la suntuosa ciudad, una “torre de Babel”, que se levanta en la novela Metrópolis de Thea von Harbou (así como en el film dirigido por su segundo marido, el cineasta Fritz Lang) sobre el sufrimiento de la clase obrera para el goce de los ciudadanos más adinerados, en nombre de la flauta de la muerte, la gran prostituta de Babilonia (Figura 1) o la monstruosa y esclavizadora arquitectura “maquínica” de las sociedades modernas.
Por otro lado, los cineastas y el resto de artistas posmodernos sienten por el presente y el futuro una gran ansiedad, que tiende hacia una obsesión por la distopía o el apocalipsis. 2 “La nada es, para una cultura espectral, el horizonte más excitante”, explica el filósofo Rafael Argullol (2007, 12) . Para Imbert (2019, 23) , en el cine actual, “los imaginarios proyectados en el futuro reflejan las inquietudes de hoy, la inestabilidad del presente, la incertidumbre vinculada a la ausencia de futuro, las turbulencias políticas y las amenazas económicas”.
Teniendo en cuenta los elementos mencionados, es importante atender a qué se considera hoy series de prestigio. Kathryn van Arendonk (2017) encontró algunos signos para detectarlas: se parecen a novelas o películas; no tienen “episodios” sino “capítulos”; no tienen “primera temporada” sino “piloto”; realzan lo abyecto; son oscuras; resultan difíciles de entender; dejan pequeños elementos para descifrar, y “cada pieza del puzle importa”; suelen estar protagonizadas por hombres tristes y violentos de mediana edad que pretenden abrirse paso por el mundo, tratan mal a las mujeres y requieren sexo para olvidarse de su vacío existencial; nada en ellas es divertido (de hecho, todo debe ser profundamente deprimente), y suelen estar dirigidas y protagonizadas por estrellas reconocidas del panorama cinematográfico. Es así como la crueldad y la distopía se vuelven un espectáculo de masas, mediante una moda creciente que cada vez entiende menos de diferencias entre el medio televisivo y el cinematográfico, y pretende encontrar por encima de todo el espectáculo.
Los libros crueles son aquellos que niegan la sumisión a la banal dictadura del entretenimiento, aquellos que nos obligan a cambiar, si no de vida, al menos de postura, que nos vuelven incómoda esa en la que estábamos plácidamente aposentados en nuestra existencia. Libros como Auto de fe de Canetti, Historia del ojo de Bataille, Meridiano de sangre de McCarthy, La piel del zorro de Herta Müller, casi cualquiera de las novelas de Thomas Ber- nhard, La pianista de Jelinek, El teatro de Sabbath de Philip Roth, algunos cuentos de Fleur Jaeggy, también el delirio narrativo de Barthelme, Desgracia de Coetzee -¿sorprenderán a alguien las muchas antipatías que desató el autor en Sudáfrica con ese libro que no corteja ninguna de las grandes narrativas nacionales, que no se acomoda ni a la buena ni a la mala conciencia de sus lectores?-. Son libros que no nos dejan tranquilos, no nos conceden el res- piro que buscamos en la lectura; todo lo contrario, aprovechan nuestro interés para colarse violentamente en nuestra casa y decirnos cosas que no les hemos preguntado, nos muestran los rincones oscuros, que lo son porque no hemos querido iluminarlos. (Ovejero 2012, 72-3 )
Según Wheatley (2016), el espectáculo es parte integral del entramado diario de la radiodifusión televisiva, y el placer visual es algo que resulta importante para los espectadores. La autora no contempla que la televisión espectacular sea algo explícitamente cinematográfico, sino que la estética del espectáculo que está más asociada con el cine podría tener una cierta similitud con algunas formas de lo que es la televisión. Así, pues, este tipo de televisión, que linda con lo espectacular, ofrece a los espectadores instantes de belleza y de eroticidad, de momentos grotescos y sobrecogedores, marcados por poderosos momentos de placer visual.
De acuerdo con Reviriego (2011, 7) , “industria, audiencia y creadores han depositado su confianza en el medio televisivo como soporte para urdir y desentrañar universos complejos”. Por tanto, se puede afirmar que las series mainstream son en la actualidad el principal resorte de la industria cinematográfica (se llega incluso a presentar series en prestigiosos festivales de cine en pantalla grande), generadoras de ansiedad y placer por un contenido pornográfico y abyecto con dosis elevadas de desesperanza y misantropía (parte fundamental del mercado del entretenimiento y el ocio de masas contemporáneo), exportadoras principalmente del modelo estadounidense -lo que fomenta una homogeneización global de la cultura- y, por último, prestigiosas en los ojos de la opinión cultural.
Según Cascajosa (2005) , hubo tres edades doradas de las series: la primera, caracterizada por el drama antológico, se dio entre los años 40 y mediados de los 50; la segunda, en la que predominaron los dramas de gran calidad formal y temática, tuvo lugar en los años 80 y principios de los 90; la tercera -que aborda temas como “el aborto, derechos de los prisioneros, derechos de los trabajadores y derechos sindicales, división racial, atentados terroristas, prostitución, drogas, fraude electoral, economía sumergida o el genocidio” (Benchichah 2015, 135 )- es la actual. El atractivo de sus personajes viene dado por su condición de “infelices, moralmente cuestionables, complicados, profundamente humanos” (Martin 2014, 17).
Así pues, según Ramírez (2019) , en la actualidad “la ficción se ha blackmirroriza- do”. Sin embargo, Black Mirror (2011) no es la única serie que introduce el apocalipsis, la distopía o la misantropía en la rutina del espectador. Series o miniseries distópicas como El cuento de la criada (2017), Years and Years (2019), Chernobyl (2019) y El colapso (2019)
-de Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins y Bastien Ughetto- tienen un lugar de honor entre las series mainstream por su capacidad hiperreal y estética de espectacularizar la crueldad como entretenimiento.
La moda de las distopías juveniles y anticapitalistas en la ficción audiovisual del siglo XXI: El espectáculo de la “prostitución” voluntaria al Estado
En 2006, David Edelstein publicó un artículo titulado: “Now Playing at Your Local Multiplex: Torture Porn”. El artículo comenzaba así: “¿Ha visto alguna buena cirugía en personas no anestesiadas últimamente? Millones lo han hecho en Hostel, que pasó una semana como la película más taquillera de Estados Unidos” (Edelstein 2006, párr. 1).
Podría ser, como sostiene un amigo guionista, que esta tendencia sea principalmente una forma de aumentar las apuestas: que, en la búsqueda por tener un impacto visceral, las vísceras reales sean la frontera final. Ciertamente, la televisión se ha convertido en el lugar del fetichismo forense. Pero las películas de tortura son más profundas que un simple espectáculo sangriento. A diferencia de los hack-’em-ups de los años 70 y 80 (o sus remakes humorísticos, como Scream), en que maníacos enmascarados castigaban a adolescentes por promiscuidad (el chorro de sangre era equivalente al dinero inyectado en la pornografía), las víctimas aquí no son intercambiables ni prescindibles. Van desde personas decentes con emociones humanas reconocibles hasta, bueno, Jesús. (párr. 3).
Películas referentes del torture porn, género en auge actualmente en la hipervisibilidad del cine posmoderno, son Saw (2004), de James Wan; Hostel (2005), de Eli Roth; Martyrs (2008), de Pascal Laugier; A serbian film (2010), de Srđjan Spasojević; e Irreversible (2002), de Gaspar Noé. Son filmes cuya narrativa parece basarse en la creatividad “shockeante” a la hora de expresar el horror sin refinamientos. Estos largometrajes son herederos del cine de explotación de los años 70, del género italiano giallo y, por supuesto, del gore.
Atendiendo a McCausland (2017, 107), el apocalipsis económico que parece vivir el mundo desde principios del siglo XXI ha resucitado en la ficción la capacidad de hacer visible de nuevo “todo el mal que llevamos dentro, admitir que todos y todas somos sistema”. En este sentido, la autora expone que los jóvenes tienen un papel fundamental como “víctimas y verdugos en la arena sacrificial”, mediante “una proyección espectacular de los que serán como conejillos de Indias en el nuevo orden que se les impone, del que son partícipes paradójicos en tantos espectadores mórbidos” (107). Es lo que se conoce como young adult fiction, “una distopía ficticia sobre y para adolescentes” (107).
El siglo XXI, a las puertas de su primer cuarto, ha dado muestras suficientes de estos roles juveniles representados en el cine, tal como puede apreciarse en las japonesas Avalon (2001), de Mamoru Oshii, y Battle Royale (2001), de Kinji Fukasaku; o en las americanas Los Juegos del Hambre (2012-2015), de Gary Ross y Francis Lawrence, y El corredor del laberinto (2014), de Wes Ball.
En Los Juegos del Hambre, además, se combina a la perfección el mundo de los “juegos macabros” con el espectáculo televisivo y la posibilidad de conseguir una mejor vida: la violencia espectacular se vuelve un pasaje a una mejor categoría económica y social. Estaríamos, según McCausland, ante “la sublimación del Gran Hermano orwelliano devenido en reality show” (113). Por otro lado, según Mónica Zas Marcos y José Antonio Luna (2021, párr. 3), “no es la primera vez que vemos cómo un sencillo juego pone sobre la mesa algo más que vencer al rival”:
Quizá el ejemplo más recurrente sea Saw (2004), insignia de la narrativa basada en convertir juegos en macabros experimentos donde los personajes son los principales peones. Pero no es la única. Sucede algo muy similar en Cube (1997), en la que los cuatro protagonistas son drogados y despiertan en un cubículo del que tienen que escapar a través de escotillas. Con pruebas y cuchillas de por medio, por supuesto. La serie Alice in Borderland es la versión reciente de esta filosofía, pero el escenario pasa de ser un cubo a un Tokio abandonado con- vertido en un siniestro patio de recreo. (párr. 4)
En la órbita anticapitalista, aunada al horror gráfico y cada vez más “creativa” en cuanto al refinamiento audiovisual, aparecen películas que ganan premios importantes, como la coreana Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, y Titane (2021), de Julia Ducornau
-ambas Palma de Oro en el festival de Cannes-, o la española El hoyo (2019), de Galder Gaztelu-Urrutia, otra distopía gore con tintes anticapitalistas que supuso un éxito sin pre- cedentes para Netflix, al conseguir el premio a la mejor película en el Festival de Cine de Terror y Fantástico de Sitges 2019.
Además, según Iriondo (2019, 35) , podría pensarse en las espeluznantes El experimento (2001), de Oliver Hirschbiegel -basada en el experimento real llevado a cabo en la Universidad de Stanford en 1971-, y La ola (2008), de Dennis Gansel, como reflejos preocupantes de la crueldad humana en el cine contemporáneo: “Basta que se den determinadas condiciones y circunstancias para que personas que nadie supondría pudieran incurrir en comportamientos violentos se conviertan en verdaderas fieras y no les tiemble el pulso a la hora de eliminar al prójimo opositor”. 3
Escribe el filósofo Byung-Chul Han (2016, 39) : “Una sociedad gobernada por la histeria de la supervivencia es una sociedad de zombis, que no son capaces de vivir ni de morir”. Partiendo de esta premisa, McCausland (2017, 111) concluye que, en tiempos pasados, el cine de ciencia ficción imaginaba futuros mejores, pero, en la actualidad, este género se ha vuelto “espejo del presente”. Asimismo, el crítico Diego Delgado (2021, párr. 5) expresó acerca de El círculo (2017), de James Ponsoldt, que era un “film que termina abogando por la prostitución voluntaria del individuo, como alternativa a la que ya llevan a cabo con nuestra complicidad corporaciones de renombre”.
Materiales y métodos
Este es un estudio de carácter exploratorio y explicativo, con diseño cualitativo. Sus objetivos principales son los siguientes. En primer lugar, se ha buscado analizar las características de la moda por las narrativas distópicas y anticapitalistas como antecesoras de la moda de las tragedias coreanas en la actual narrativa vía streaming de Occidente. En segundo lugar, se ha pretendido revisar la “cultura de la crueldad”, iniciada en el siglo XX, a fin de ampliar la vista sobre este tipo de narrativas pesimistas, sensacionalistas y catárticas. Por último, se ha querido descifrar cómo la cultura mainstream sigue popularizando y estilizando día a día la abyección audiovisual en el contexto de la cultura de la cancelación, la tercera edad dorada de las series televisivas y la fascinación por las tramas del torture porn o del cine posmoderno de la crueldad.
En cuanto a la técnica, se ha optado por el análisis de contenido de base interpretativa que, según Andréu (2002, 22) , consiste en “un conjunto de técnicas sistemáticas interpretativas del sentido oculto de los textos”. Se trata de reconocer los ingredientes narrativos y visuales presentes en la serie El juego del calamar para comprender su posición respecto al cine de la crueldad en el actual contexto audiovisual. No consiste únicamente en analizar, sino en “profundizar en su contenido latente y en el contexto social donde se desarrolla el mensaje” (22).
Resultados
Análisis de contenido de El juego del calamar
Motivos de selección de la serie
Para empezar, resulta de vital importancia explicar los motivos que han llevado a la selección de El juego del calamar para el presente análisis de contenido. Sin embargo, es importante resaltar que no se procederá a un análisis político de la serie, sino a uno puramente narrativo, en el contexto explicado en el cuerpo teórico del presente trabajo.
El primer motivo es el carácter mainstream y masivo de la propuesta, que se ha con- vertido “en un fenómeno popular sin igual desde su estreno, acumulando 111 millones de espectadores en el primer mes, y convirtiéndose en el mayor lanzamiento de la plataforma” (Prieto 2021, párr. 1; Figura 2). La segunda razón es el hecho de que la serie se haya convertido en un fenómeno mundial siendo precisamente una distopía anticapitalista que combina pornografía del horror, estética de la crueldad y reivindicación social. Finalmente, el tercer motivo radica en su identidad periférica en la cultura occidental, en una época en la que el cine posmoderno atraviesa una moda hacia la crueldad estilizada en el ámbito mainstream, vía streaming y de carácter internacional, como da fe el éxito de Parásitos, El juego del calamar y la serie, también de Netflix, Alice in Borderland.
Figura 2. Tuit procedente de la cuenta oficial de Netflix en el que se cuenta que El juego del calamar es el mayor lanzamiento de la historia de la plataforma. Fuente: Netflix (2021).
Análisis
En primer lugar, se procederá a contar brevemente el argumento de la ficción El juego del calamar, escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk. La historia se narra sin especificar el escenario temporal en que se ambienta; es decir, el espectador no puede saber si la distopía es futura o presente, aunque, probablemente, al no estar especificado por los creadores, se trate de una lectura contemporánea. La serie nos presenta a Lee (interpretado por Lee Jung-jae), un padre divorciado, sin dinero, asfixiado por las deudas y por violentos prestamistas, que roba dinero a su madre y tiene una seria incapacidad para hacer frente a las vicisitudes de su existencia. Por otro lado, tiene buen corazón y, pese a su aparente estupidez, combina inteligencia con bondad (lo que resulta de vital importancia para lo que se pretende contar al final de la serie, sobre lo que se profundizará más adelante).
En una de las escenas iniciales de la serie, Lee firma con su propia sangre una renuncia de derechos físicos (Figura 3) tras ser atacado por unos prestamistas que le ofrecen únicamente dos salidas: pagarles en el plazo de un mes la deuda contraída o perder órganos vitales. Finalmente, su hija va a abandonar Corea con su madre y su nuevo padrastro, por lo que, sin dinero, Lee estará condenado, en un breve espacio de tiempo, a perder la salud física y emocional de su vida (como los zombis de los que hablaba Byung-Chul Han). Es aquí cuando sucede el detonante narrativo de la serie: aparece un joven trajeado que, a cambio de jugar un juego en el suelo de una estación de metro, ofrece a Lee dinero por cada vez que gane; si por el contrario pierde, recibirá una agresión física. Finalmente, Lee gana la partida y se lleva una suma de dinero considerable solo por jugar.
Figura 3. Lee firma con su propia sangre, producida por la violencia de unos prestamistas, una “renuncia de derechos físicos”. Fuente: Netflix.
Sin embargo, el hombre trajeado le ofrece una tarjeta con los símbolos de un círculo, un cuadrado y un triángulo. Lee llama al número telefónico de la tarjeta y es trasladado (gaseado) a una isla secreta; allí despierta en un barracón con un uniforme de chándal semejante al que usan los niños de un colegio, junto a cientos de personas que han pasado por lo mismo que él. Allí, una jerarquía de señores -disfrazados con trajes de un color rosa chillón y misteriosas mascaras con los símbolos de la tarjeta previamente mostrada- les informan que jugarán seis juegos a lo largo de una semana, siguiendo tres condiciones (deberán firmar para ello un contrato en una escena análoga a la de Lee con los prestamistas): 1. el jugador no puede dejar de jugar; 2. el jugador que se niegue a jugar será eliminado; y 3. los juegos terminarán si así lo acuerda la mayoría.
Tras un desfile estético sin precedentes, en el que los jugadores atraviesan escaleras de colores vivos y chillones a medio camino entre lo infantiloide y lo siniestro, llegan a una sala donde practicarán un juego llamado “luz verde, luz roja”. La serie no oculta aquí la referencia al videojuego Monument Valley (Figura 4) ni al grabado Relatividad, de M. C. Escher (Figura 5), lo que da a la escena la sensación de pertenencia a un universo surrealista (Figura 6).
Figura 4. Imágenes del videojuego Monument Valley. Fuente: Etherington (2014) .
Figura 5. Relatividad (1953), de Maurits Cornelis Escher. Fuente: Tones (2015) .
Figura 6. El acceso a las salas de juegos en El juego del calamar. Fuente: García (2021) .
Sin embargo, la trama, como buen producto de su época posmoderna, parece encajar muy bien la unión entre hiperrealidad (el drama social de sus personajes) y fantasía (el mundo de los juegos). Del mismo modo, la metáfora del contrato que firman los participantes hace de la isla secreta de El juego del calamar un espejo de Corea del Sur: una sociedad zombificada por la supervivencia, la competencia, las deudas y el horror.
En el primer juego, los jugadores descubren que ser “eliminados” es una expresión absolutamente literal, ya que fallar lo más mínimo en cualquiera de las pruebas (y en las siguientes actividades “recreativas” de la serie) implica ser asesinados de una forma estrafalaria, sádica, cruel y violenta. En la primera “prueba”, que sienta las bases del contenido de toda la serie, los crímenes son mostrados con una alta dosis de naturalismo, 4 abyección y pornografía del horror. La hiperrealidad y la fantasía se dan la mano en una escena mediante un estilizado slow motion repleto de sesos, sangre (Figura 7) y, sobre todo, belleza por el refinamiento de la canción “Fly me to the moon”, que, de forma extradiegética, “adorna” el baile de los jugadores con la muerte y del espectador con el entretenimiento.
Figura 7. El carácter abyecto y estilizado de la escena del primer juego en la serie. Fuente: Geekzilla (2021).
Las referencias al nazismo se dan también en esta escena, con una muchedumbre de cadáveres uniformados que, tras dormir en un barracón de infinitas literas, se amontonan en un espacio natural para, luego, ser quemados en hornos (no sin antes extraer sus órganos para venderlos en el mercado negro). Así, el mensaje es transparente: el sistema capitalista (la organización secreta que dirige la isla) atrapa a los ciudadanos (los jugadores), les genera una ilusión de libertad (para elegir entre jugar e irse; en el segundo episodio, la mitad de los jugadores vota dejar de competir y vuelve a Corea) y, luego, mediante una sintaxis propia de una ideología fascista, te “asesina” sin reparos. La gran diferencia que ofrece El juego del calamar con respecto al genocidio judío es su carácter puramente voluntario.
Esta “prostitución voluntaria” que mencionaba Delgado (2021) es lo que llama la atención frente a otras distopías como, por ejemplo, Battle Royale, donde los jóvenes son secuestrados por el Estado para “jugar” a matarse entre ellos. Aquí, el encierro es “voluntario”. Lo terrorífico de El juego del calamar reside en la narcolepsia del individuo, convertido en un menor de edad kantiano, en un infante manipulado y forzado, despojado de dinero y con poquísimas opciones para su supervivencia y dignidad. A la postre, los enmascarados anónimos de la sociedad secreta sirven como peones a un líder con un retorcido y perverso sentido de la igualdad y un respeto sagrado a la lógica del coliseo para el disfrute de los dioses, lo que da, en los últimos episodios, un carácter místico a los juegos.
Asimismo, el sufrimiento de “los de abajo”, un tema recurrente en las distopías, sirve para el goce y disfrute de “los de arriba”, representados en unas personas -llamadas “gente importante”- que llevan máscaras doradas de animales (como las que Salvador Dalí diseñó para la fiesta surrealista de la baronesa Marie-Hélène en 1972) que simbolizan su espíritu primitivo, perverso, maquiavélico, utilitarista y sádico. El juego del calamar no deja de ser una revisión del “pan y circo” romano transportado a los juegos del capitalismo salvaje contemporáneo. Igual que en la fiesta surrealista de Dalí o en el film Eyes Wide Shut (1999), de Stanley Kubrick (por citar un ejemplo real y otro ficticio), las máscaras doradas son el vehículo a sociedades secretas, millonarias, sexualmente perversas y violentamente sádicas como representación de las élites económicas invisibles al mundo. En la sintaxis de estas distopías, el sufrimiento del ciudadano sería igual al placer de la élite.
En el episodio final, a la hora de jugar el juego del calamar mediante los códigos del western, el espectador asiste a una escena en la que se trasluce la “imposibilidad” de abandonar el reto: Lee, pese a querer renunciar al dinero a último momento, se hace millonario gracias al suicidio de su rival. De esta forma, la serie relata un sentimiento de violenta apatía hacia el capitalismo como una cárcel endiosada, intocable e incontrolable (podría pensarse en ese bombo dorado que siempre está en la parte elevada del cuadro cinematográfico llenándose de dinero con cada muerte). En definitiva, el camino a la prosperidad económica sería el camino a la devaluación humana, que, mediante el camino de la cruel- dad, recurre de nuevo al Leviatán de Hobbes y al príncipe maquiavélico como ministros de lo humano en el sistema económico que prima hoy en el mundo occidental.
Para concluir, en el clímax de la serie, cuando Lee puede optar por disfrutar del dinero e ir a ver a su hija a América, decide darse la vuelta y, en un final de suspenso, dejar al espectador intrigado por lo que pueda descubrir de ese mundo secreto en una posible segunda temporada. Es decir, en el último segundo, la serie regala esperanza al espectador y otorga a Lee la condición de potencial héroe. Es importante atender a que el personaje, en el camino a la victoria, es de los pocos que ha jugado con compañerismo y actitud fraternal (a excepción del episodio de las canicas), como demuestra en su afecto por el anciano o por la chica joven que tiene a su hermana en un orfanato. Esto puede verse perfectamente en el primer episodio, cuando Lee se hace la foto de jugador y, a diferencia del resto de personajes, sonríe (Figura 8).
Figura 8. Lee es el único que sonríe al entrar al primer juego. Fuente: Agrawal (2021) .