El oficio de la mirada


Christian León Mantilla
Quito: UASB-E / El Conejo, 2021



URU: Revista de Comunicación y Cultura, n.° 5 (Enero-Junio 2022), 166-168. e-ISSN 2631-2514



Daniela Alcívar Bellolio
Universidad de Buenos Aires (Buenos Aires, Argentina)




El oficio de la mirada: Recorridos de una cinefilia voraz


En el libro de Christian León pueden identificarse algunas pulsiones, algunos deseos que la acertada decisión de consignar las fechas de publicación original de cada texto pone en evidencia: el sostenimiento de una práctica, casi como un ejercicio físico, la constancia de los años y la fidelidad a las inclinaciones, también la disposición al cambio, al movimiento, a la variación de temas y enfoques, hacen de este libro, entre otras cosas pero tal vez sobre todo, la cartografía de un recorrido intelectual, visual y afectivo. Creo que si hay algo interesante y potente en la crítica es el modo en que quien escribe se pone en juego en ese trabajo, en ese oficio: no solo lo que pueda decir sobre tal o cual objeto cultural, sino la manera en que, en esa escritura y en esa mirada, la gestualidad se desplaza desde unos enunciados específicos hacia unas gestualidades enunciativas, que son, finalmente, un punto de vista sobre el mundo.

Esto se hace muy notorio y visible en El oficio de la mirada. Ya desde el prólogo, León realiza una inteligente y sostenida defensa del papel del crítico como intérprete de los objetos que concitan su deseo y cuya tarea adquiere valor social, pero también en su camino individual, marcado por las primeras experiencias frente a la pantalla y más adelante por la especialización y la incursión en distintas corrientes del pensamiento y de la crítica cultural y cinematográfica. Ese camino que se enuncia y se detalla, insisto, plantea algo que rebasa el simple recuento y señala hacia una cuestión afectiva: ¿qué crítico de cine no guarda, remoto, un adolescente fascinado frente a fotogramas titilantes en alguna sala semivacía en la que descubrió que las imágenes hablan sin palabras, van directo a algún paisaje interior que descansaba, sin que lo supiéramos, y lo despierta para siempre? Pienso con cariño en André Bazin, para mí el paradigma del crítico que se forma sobre todo en el amor por el cine y hace de ese amor la materia y la textura de su teoría: la crítica que importa tiene en su origen un temblor inexplicable, una conmoción que nunca llega a entenderse del todo, y ese temblor y esa conmoción, en el mejor de los casos, tiñen todo lo que se escribe y piensa después de su aparición, con su imprecisable e intenso capricho infantil de asir lo inasible.

Este ejercicio, en el libro de León, combina sutilmente los afectos de un yo al mismo tiempo constante y móvil: ese chico que en los años 90 se fascinó por el lenguaje cinematográfico y frecuentó intuitivamente algunos cineclubes quiteños semiclandestinos es el mismo (y no) que el que se adentró décadas después en las lógicas discursivas universitarias y comenzó a ponderar las simpatías estéticas y las perspectivas políticas. En ese recorrido, que el libro recoge de modo ordenado y atractivo, quienes leemos podemos conocer directores nuevos, recordar películas que hace décadas no vemos y que quizá ya no recordamos, acordar o discutir con las posturas que los textos proponen, o volvernos a enamorar del cine ante la fascinación vigente que el libro transparenta. Insisto en que es esto, como quería Barthes, lo propio de una escritura en acto: que en la negociación entre lo institucional de una escritura y su arrebato intempestivo en tanto que acontecimiento imprevisible del lenguaje, lo que termine por afirmarse sea finalmente la conmoción de un cuerpo, el devenir de una subjetividad en algo-menos-que un yo, algo impersonal o ajeno, como diría Maurice Blanchot, íntimamente extraño.

Y de algún modo, este libro de Christian León es también una ambigua historia reciente de regímenes de visionado cinematográfico, que es también, un poco, una historia parcial y muy evocativa de Quito. Me llamó la atención esa especie de arco narrativo que se arma entre el principio y el final del libro. En ambos extremos encontré recuerdos que se hicieron vívidos para mí: la dificultad para ver películas, la dinámica de los cineclubes, la textura imperfecta, tan perdida ya, de las imágenes y los sonidos que nos brindaban los VHS o casetes de Betamax sobre las pantallas convexas de los televisores antiguos. Todo eso habla, como digo, de regímenes de visión que dan para estudios sociológicos, culturales e históricos sobre la evolución de la mirada en relación con los avances tecnológicos.

Pero cómo no pensar, ante esos recuerdos que nos trae León y que, como digo, constituyen un saber cuantificable y aprovechable en términos simbólicos, cuánto camino hemos recorrido hasta la imagen ultranítida de los televisores inteligentes, cómo no pensar que, a pesar de todo, quizás, algo se ha perdido en el trayecto. Tanto al inicio como al final de su libro, León recuerda las grandes salas de cine hoy desaparecidas, los recorridos por la ciudad para ver alguna película que no se sabía cuándo podría volverse a encontrar “en cartelera” (expresión que entrecomillo porque pareciera haber caído ya, con la pandemia, en la absoluta obsolescencia), la experiencia vespertina de los cineclubes, la ansiedad de los cánones, la sensación de vivir en una época y un lugar que no podían satisfacer la ardorosa cinefilia que el autor constantemente describe, pero que se ve mejor que en ningún otro lugar en el grueso del libro, en el conjunto de textos, esa avidez admirable y omnívora.

Y de todos modos, el tono de estos recuerdos no es el de la mera nostalgia ni el del desprecio por el presente. De hecho, en ese apartado de uno de los últimos textos del libro, “Desde mi sofá”, el autor, con su facilidad para la creación de imágenes familiares -algo tendrán que ver tantos años de consumo cinematográfico continuado-, nos lleva a un salón de cortinas cerradas a resguardo de la tarde lluviosa -no sé si esto lo leí o lo invento, pero en cualquiera de los dos casos el mérito es de León- y dice preferir su sofá. No importa si le creemos o no. Para mí es inevitable pensar que es imposible no preferir algo cuando las otras opciones han desaparecido, así como en los 90 nos habría sido imposible “preferir” un escenario como el actual, por entonces inimaginable.

Decía que no importa si le creemos o no; en sus mejores versiones, la crítica -cinematográfica o literaria- tiene siempre una dosis de ficción, un resto de relato que la aleja de pretensiones cientificistas o positivistas. Lo que importa es lo que está puesto en juego ahí, en esa imaginación, en esa historia personal que es también colectiva, epocal, local y global. León recorre la historia del cine de Welles a Wong Kar-wai pasando por Kaurismäki, Kiarostami y Béla Tarr. Transita Hollywood, Europa del este, el mundo africano y árabe, y se asienta en América Latina, los Andes y Ecuador. Recorre la historia de una época y una geografía cinematográficas: la de quienes hoy tenemos entre cuarenta y cincuenta años y aprendimos a ver películas casi ilegibles grabadas en casetes de VHS y supimos lo que era hacer fila para encontrar el mejor asiento disponible en la sala de cine y ahora elegimos, literalmente a la carta, desde la comodidad de nuestros sofás, qué película en alta definición veremos y la hora a la que la veremos y cuándo la detendremos para ir a ver una bebida y luego seguir como si nada.

Me he centrado quizá en aspectos que podrían parecen no esenciales del libro de León: no he discutido sus posturas sobre directores o películas, no he resumido ni cuestionado tampoco su canon cinematográfico ni he puesto en cuestión su visión global del cine ecuatoriano contemporáneo, sobre la que tantas cosas podrían decirse para reafirmar o intentar polemizar. En cambio, me dejé llevar por el movimiento más íntimo del libro, ese zigzagueo evocativo, ese trabajo de la mirada y de la escritura que pugna entre los límites de extensión que imponen los diarios y las revistas y el deseo de decir lo más que se pueda sobre un objeto estético que se hizo amar. Aunque decirlo todo sea imposible, lo sabemos, la escritura amorosa apunta siempre a arrancar de lo opaco una señal dirigida solo a nosotros, una posibilidad de vida.

Daniela Alcívar Bellolio
Universidad de Buenos Aires
Buenos Aires, Argentina