En un artículo para la revista Ventana Indiscreta, de la Universidad de Lima, Gabriel Páucar (2018, 60-1) se pregunta si el streaming es, o puede ser, la nueva fábrica de sueños. El autor afirma que esta nueva ventana de distribución cinematográfica nos hace más libres en nuestra relación con los contenidos que consumimos, por un lado, y nos alfabetiza por el otro, ya que habilita y democratiza el acceso a producciones independientes, películas antiguas o poco difundidas que de otro modo serían imposibles de visionar. En su reflexión, además, Páucar sostiene que el interés por el séptimo arte se intensifica y se hace más plural.
Pero esta noción de fábrica de sueños, que aparece con el mismo cinematógrafo de los hermanos Lumière o el kinetoscopio de Edison, trae consigo una forma de relacionamiento concreto del público con las imágenes-tiempo o imágenes-movimiento -para utilizar las definiciones de Gilles Deleuze (1986) -, en la que hay una ritualidad. La hubo en sus inicios, cuando el efecto se parecía a un acto de magia, o en su desarrollo primitivo en Hollywood, cuando, como atracción de circo, permitía a comunidades migrantes con lenguas diversas entenderse entre carcajadas. En el evento, se produce una entrega plena, por parte del espectador, a lo que se proyecta en una sala oscura. Tal acontecimiento es capaz de hacer aparecer aquello que Walter Benjamin (1989, 24) llamaba aura: una “manifestación irrepetible de una lejanía (por más cercana que pueda estar)”.
Cuando Benjamin habla del aura, recurre a la práctica de las tradiciones como un valor nuclear en la relación entre el sujeto-espectador y la obra de arte. La mediación de la máquina es un conflicto; el cine ya se ve perjudicado por la intervención de la cámara en primera instancia y del proyector en segunda. Sin embargo, y aquí es donde el debate se vuelve más amplio con el uso de las nuevas plataformas de difusión, el desplazamiento de la obra de su hábitat natural, gracias a su capacidad de reproducirse infinitamente, elimina la tradición y obstruye la relación de los dos entes que están destinados a encontrarse:
Es de decisiva importancia que el modo aurático de existencia de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil. Dicha fundamentación estará todo lo mediada que se quiera, pero incluso en las formas más profanas del servicio a la belleza resulta perceptible en cuanto ritual secularizado. (25-6)
Esa relación se vuelve aún más complicada cuando el visionado es permanentemente interrumpido por las distracciones que rodean al evento. El cineasta estadounidense Martin Scorsese (2019) ha polemizado y problematizado esta situación argumentando que la atención del espectador casero está fragmentada entre pantallas, en gran medida porque no existe el compromiso que solo un lugar y un tiempo determinados -como una función en una sala de cine- pueden exigir. No es casual que las propias narrativas cinematográficas migren hacia nuevos formatos en detrimento de la práctica clásica, tal como apunta el guionista Paul Schrader en una entrevista reciente para la revista The New Yorker:
Y esta idea de la película seria de dos horas, que evolucionó de muchas maneras como una reacción a la televisión, donde todas las compañías cinematográficas tenían agentes en Nueva York buscando el nuevo libro serio -“De aquí a la eternidad, hagámosla”-…; eso se acabó. Ya nadie está buscando el nuevo libro serio. Y una película de calidad, hoy, digamos una película como Hud o El buscavidas, simplemente no se está haciendo. (en Brody 2021, párr. 6 )
En consecuencia, el cine y su aura no solo se ven afectados por la forma en que son consumidos, sino que también se ven permeados sus procesos creativos, precisamente porque el tiempo y el espacio de la experiencia cinematográfica fueron reterritorializados. Ahora bien, el propio Benjamin indicaba que el cine, como dispositivo de construcción de discursos, tiene que ser popular, y allí el streaming aparece como un mecanismo deseable porque, tal como apunta Páucar, de otro modo cierto cine no llegaría nunca a ser visto, y su aura, si quedara algo de ella, se evaporaría.
Si entendemos que el cine es y ha sido desde sus orígenes un arte de masas, capaz de crear un espectáculo más estilizado que el que el mundo nos brinda (Deleuze afirmaba que la realidad es una mala película), pero que la estética y la ritualidad que lo encumbraron se han atrofiado por la hegemonía del streaming, vale preguntarse si hay una pérdida del aura o si, por el contrario, aunque sea a retazos, aparece en un visionado fuera de las sacralizadas salas. En suma, la cuestión es si el cine contemporáneo, atravesado por las plataformas digitales, sigue siendo una fábrica de sueños.
Para intentar dar una respuesta, al hablar del efecto del streaming en el cine, es conveniente distinguir dos aristas: por un lado, el modo en que la obra cinematográfica es recibida en un nuevo tiempo y espacio por un espectador también diferente; y por el otro, la forma en que el cine contemporáneo se ve afectado en sus procesos creativos.
El streaming como factor del ciclo cinematográfico
Hace casi un siglo, allá por 1920, en pleno auge del capitalismo moderno -cuyo corazón era la ciudad de Nueva York y su esqueleto, grandes y ostentosos edificios art nouveau que intentaban alcanzar las nubes, como torres de babel industriales-, el general retirado George Owen Squier se propuso crear un sistema que reemplazara a la radio, entonces muy costosa para muchos. Se basaba en transmitir música en vivo gracias a una red de cables que distribuían señales mediante pulsos eléctricos. El servicio que ofrecía Squier consistía en una suscripción mensual que garantizaba la provisión permanente de contenido musical. El negocio tuvo un traspié importante con la democratización y el abaratamiento de la radio; los pocos usuarios que abrazaron este sistema fueron los ascensores de los flamantes rascacielos neoyorquinos, a los que la señal radiofónica llegaba deteriorada. En la curaduría musical que ofrecía el servicio se puede intuir el nacimiento de lo que hoy llamamos “música de ascensor” (Norman 2022). También, no en el contenido pero sí en la praxis, hace su primera aparición el streaming.
Los medios masivos como la misma radio y la televisión son fenómenos centrales en la sociedad occidental del 1900, y el invento de Squier quedó en segundo plano, al menos en lo que a su impacto cultural se refiere. Y no será hasta finales de siglo, con la aplanadora llamada internet, que este mecanismo -en tanto forma de distribución de contenidos, pero también en tanto modelo de negocios- vuelve a aparecer. Por supuesto, este proceso tomará un tiempo hasta que la tecnología, y fundamentalmente la calidad del servicio, se optimice y estabilice.
En su reaparición oficial, el streaming es una variable de los videoclubes en los que se rentaban, por un período breve, títulos cinematográficos en DVD, Blu-Ray o VHS. Sin embargo, los mecanismos de difusión y distribución ilegal de contenidos, también conocidos como piratería, ya habían hecho mella en el negocio tanto de los mismos videoclubes como de las salas de cine. Según la autora de Streaming Wars (2020), Elena Neira, este fue uno de los principales impulsos para el surgimiento del streaming:
Creo que seguimos en un momento de transformación, y que en cierto modo el cambio ha llegado gracias a varios impulsos. Las plataformas se han visto como una respuesta al problema de la piratería, donde la gente demandaba tener acceso a más contenidos, y también ha cambiado la forma en la que los consumimos. Pero además también está cambiando el modelo de negocio, nuestra relación con las creaciones, el acervo cultural que provocan… Y lo único claro es que esta nueva realidad sigue en cambio y demandando cada vez modelos más ágiles. (en Millán 2020, párr. 30 )
La empresa norteamericana Netflix, cuyo negocio consistía inicialmente en facilitar el servicio de alquiler de películas valiéndose del servicio postal y de un sistema de calificaciones de títulos en su plataforma digital, lanzó en 2007 un nuevo producto de distribución on demand exclusivamente para internet, y no solo de películas, sino también de series, telenovelas, programas de televisión, entre otros. Para finales de la década, el catálogo de Netflix superaba los 100 000 títulos y sus suscriptores bordeaban los 10 millones en Estados Unidos (Wikipedia 2022).
Para inicios de la segunda década del siglo XXI, el crecimiento y la novedad de Netflix sobrepasaron las fronteras de su país de origen y convirtieron a la plataforma en uno de los negocios más influyentes en el mundo. Las facilidades que ofrece su diseño, su enorme catálogo y la posibilidad de personalización de los contenidos son algunas de las razones de su fulgurante éxito comercial. Según los datos más recientes, Netflix contaría con cerca de 183 millones de suscriptores en todo el mundo.
Ahora bien, la propia lógica de Netflix, tanto de distribución de contenidos como de relación con el usuario, abrió el camino para que el modelo se diversificara, pues, a pesar de su inabarcable catálogo, los usuarios empezaron a exigir títulos específicos que no eran parte de su universo. Así, empezaron a surgir nuevas plataformas para el mismo servicio, pero con material adaptado a los gustos de distintos sectores. Podemos mencionar, además de a las competidoras directas de Netflix, como Amazon Prime, Disney+ o HBO Max, a plataformas más especializadas, como Mubi, Filmin o, en el caso de Ecuador, Choloflix, cuyos catálogos recogen cine de autor, independiente o local.
Esta “customización” de contenidos se volvió una práctica necesaria que, además, interrumpió los ciclos naturales del recorrido de una película entre su finalización y su llegada a los públicos. Por ejemplo, los festivales, que otrora eran un espacio intermedio entre el corte final de un filme y su estreno en salas -y cuyo beneficio radicaba en la verificación, por parte de críticos o distribuidores, del valor de la película, así como su posterior posicionamiento en las pantallas-, se volvieron un mecanismo innecesario y retardante, una anacronía metodológica y epistemológica, pues desde que el streaming e internet abrieron esa ventana para todos, la valoración ya no es un don exclusivo de académicos o cineastas. Los públicos, en su propia percepción, más educados y capacitados para esa selección, prescinden de los expertos. Este conflicto, por un lado, podría representar un peligro para la práctica cinematográfica, pues evade las lecturas críticas especializadas, pero por el otro democratizan el acceso y, en consecuencia, favorecen la expansión de la producción, particularmente la independiente, tal como apunta Páucar (2018, 57) :
No todas las películas que se realizan encuentran espacios como los festivales de cine para difundirse. Llegar a ellos se complica cuando hay un jurado o un programador que selecciona las películas según criterios propios, o festivales que imponen ciertas temáticas en sus diversas ediciones. Además, el tiempo del estreno en un festival difiere mucho al estreno en pantallas de cine y, en muchos casos, ni siquiera se logra encontrar distribuidoras que puedan llevarlas a salas comerciales.
En esta eliminación del intermediario se promueve un consumo más particularizado e informado, al tiempo que se permite un contacto más directo entre el público y los creadores, y allí vemos otro efecto del streaming, en este caso en la creación de contenidos.
Las grandes cadenas de televisión, tomando como referencia viejas prácticas publicitarias, desde hace décadas llevan a cabo focus groups durante la emisión de programas o telenovelas para revisar el comportamiento e interés del público con respecto a determinados personajes o eventos, y así definir su cantidad de tiempo en pantalla y su tratamiento. Es decir, moldean la narrativa de sus productos en función de las preferencias de los públicos. Del mismo modo, las casas productoras de Hollywood permanentemente trabajan con encuestas para definir año a año su línea editorial y garantizar su rendimiento económico. La influencia de las tendencias en la creación de contenidos no es ajena al mundo del cine. Sin embargo -y aquí es donde el streaming irrumpe en los procesos creativos de una manera mucho más agresiva-, la personalización ha llegado a un punto en el que se adaptan los relatos a intereses particulares del público, pero además este exige que los formatos se ajusten a sus tiempos e, incluso, a su posibilidad de participación directa a través de la interactividad. Lo que demandan son películas que ya no son películas, cine que ya no es cine, sino serie, relato fragmentado o videojuego.
Consciente o inconscientemente, parecería que, a través del streaming, el gran público está pidiendo a gritos la muerte del cine tal y como lo conocimos o, al menos, una transformación radical. Ya lo predecía Gilles Deleuze (1986, 351) : “La imagen numérica naciente iba o bien a transformar al cine o bien a reemplazarlo, a sellar su muerte”.
Pero fuera de este panorama fatalista, que ciertamente parece estar abriéndose camino, es necesario un análisis que no condene estas transformaciones y que aproveche la oportunidad para reflexionar si son una amenaza o una oportunidad. Si es verdad que el cine está condenado a muerte, probablemente se deba a sus propias limitaciones. A la necesidad de nuevos relatos, en fondo y en forma. En su texto Antropología estructural (1978), el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss indica que los mitos se repiten por una necesidad civilizatoria de construir y mantener un discurso específico de la cultura a la que pertenece. Si dejan de repetirse, es porque la cultura ya no necesita el discurso. Si aplicamos este criterio a la crisis que vive el cine como práctica narrativa y a su potencial desaparición, podremos decir es una forma mítica que ya no tiene asidero en la civilización que lo parió y lo sacralizó. Si el cambio ha de darse, en todo caso, debemos preguntarnos si su verdugo, el streaming y sus nuevas formas, acogen mejor los intereses y las sensibilidades de la sociedad contemporánea. El cine fue creado para un sujeto que está mutando y ha decidido mudarse hacia las plataformas de streaming. ¿Cómo es, entonces, ese nuevo sujeto? ¿Qué busca y con qué fin?
El sujeto-espectador del streaming
En el vocabulario popular castizo, se ha arraigado el término caja boba para denominar a la televisión. Esta descripción peyorativa de un instrumento que ha tenido tanta influencia en nuestra propia constitución civilizatoria desde mediados del siglo pasado apunta a sus formas tanto como a su relación con los espectadores. Se dice, entonces, que esta herramienta nos exime de pensar. Nos anestesia y no deja lugar al procesamiento de ideas. En sus reflexiones, Pierre Bourdieu (1996, 65) apunta que la televisión es
tendente a homogeneizar y a banalizar, a “conformar” y a “despolitizar”, etcétera, a pesar de que, hablando con propiedad, no va destinada a nadie en concreto y de que nadie ha pensado ni pretendido nunca conseguir semejante objetivo. Se trata de algo que se observa con frecuencia en el mundo social: ocurren cosas sin que nadie lo pretenda, aunque lo parezca (siempre hay quien dice: “Lo hacen adrede”), y aquí es donde la crítica simplista resulta peligrosa: exime del esfuerzo que hay que hacer para comprender fenómenos como el de que, sin que nadie lo haya pretendido realmente, sin que las personas que financian la televisión hayan tenido prácticamente que intervenir, tengamos ese extraño producto que es el “telediario”, que conviene a todo el mundo, que confirma cosas ya sabidas, y, sobre todo, que deja intactas las estructuras mentales.
Aunque se puede contrastar el planteamiento de Bourdieu demostrando que la televisión también ha generado contenidos de extraordinario valor cultural, artístico o político para fines prácticos, y por eso el término caja boba es particularmente funcional, la televisión ocupa un lugar de poca valoración en cuanto a construcción de pensamiento se refiere. Por el contrario, del cine se ha dicho que nos obliga a pensar. Gilles Deleuze (1986, 250) lo plantea del siguiente modo: “Se procura tipos reflexivos que son otros tantos intercesores a través de los cuales Yo es siempre otro. Es una línea quebrada, una línea en zigzag que reúne al autor, sus personajes y el mundo, y lo que pasa entre ellos. El cine moderno desarrolla así nuevas relaciones con el pensamiento”.
En esta descripción sobre la relación del espectador con el cine, se ilustran complejos procesos intelectuales y sensoriales. Hay un intercambio, un encuentro entre la película y el espectador, a diferencia de la pura absorción de contenidos que se daría en la televisión, tal como lo plantea Bourdieu. Ahora bien, en este caso, tal como se lo hizo con respecto a la televisión, también hay que mencionar que el cine más popular no parecería cumplir estrictamente ese programa. En una reciente polémica con respecto a las películas de Marvel, Martin Scorsese (2019, párr. 11) escribió en un artículo para el New York Times que “estas películas están diseñadas para satisfacer un conjunto específico de demandas y para ser variaciones de un número finito de temas”. En consecuencia, podríamos advertir que esta separación de valor entre los contenidos televisivos y cinematográficos es, como mínimo, incompleta. Pero, por otro lado, sí es notorio que el cine es una práctica que recoge procesos de reflexión más extensos e intensos que la televisión, tal como apunta en su estado del arte la tesista Nicole Sussoni (2020, 5) :
Todo consumidor está en búsqueda de un trato quid pro quo del servicio que está pagando hacia él mismo, en el mundo cinematográfico. Es un consumo muy apegado a lo emocional, ya que se disfruta en función de los sentimientos que el contenido audiovisual que ve le generan. Al estar sentados en una sala de cine se olvidan del resto del mundo para concentrarse en lo que ocurre dentro de la pantalla. Además, al estar concentrados conectan sus sentidos para que se identifiquen con el protagonista de forma imaginaria. De hecho, antes de entrar a la sala de cine ya estás entrando al trance de la hipnosis de vacío y desocupación de la mente que se prepara para entrar en una sala oscura donde el cuerpo se libera por la ausencia de mundanidad.
Si volvemos al streaming, las distancias con el ritual cinematográfico son bastante obvias. Ese detalle ya marca una diferencia a la hora de construir una relación con la película que se va a ver, como lo marca en su tesis sobre narrativas interactivas Catheryn Tomalá (2020, 42) :
Es imposible negar que la migración hacia otras pantallas resulta en una experiencia completamente diferente a la que el espectador vive dentro de las salas de cine. La sala oscura, el sonido envolvente y la vivencia colectiva es lo que contribuye con esa experiencia mágica que, caso contrario, deviene en una experiencia más individual, selecta, sofisticada.
Pero, por otro lado, el streaming parecería solventar la fractura entre el cine y la televisión. Los acerca, los unifica, porque permite el visionado de aquello que está destinado para las salas en la pantalla de televisión o de un dispositivo móvil. En este lugar intermedio, hay margen para la reflexión que permite el cine, así como para la absorción plácida de horas de contenido de relleno. Además, como revisábamos previamente, una de las cualidades más destacables del streaming es que el público tiene una mayor capacidad de decisión sobre lo que ve, con respecto, por ejemplo, a lo que las carteleras le ofrecen.
Estas cualidades del streaming no son absolutas y plantean nuevos dilemas. El primero es que, gracias a los contenidos de las plataformas y a la biblioteca sin fronteras que ofrece internet, los espectadores rápidamente se convierten en expertos en tiempo real. Y en tanto expertos, se vuelven más escépticos. Esto pone en riesgo el pacto de la ficción, pero también volvemos a lidiar con la unificación del cine y la televisión, en la que, como advertía Bourdieu, no necesariamente hay mayor capacidad crítica. Es decir, estamos enfrentando a un público que asume el lugar del experto, pero que es, como el consumidor televisivo, potencialmente menos crítico. De esto ya hablaba el propio Walter Benjamin (1989, 54-5) : “El cine corresponde a esa forma receptiva por su efecto de choque. No solo reprime el valor cultural porque pone al público en situación de experto; además, porque dicha actitud no incluye en las salas de proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un examinador que se dispersa”.
Este experto no crítico -que Benjamin ya advertía en el público del cine, pero que podemos extrapolar y magnificar con respecto al consumo de filmes en las plataformas de streaming- tiene nuevas exigencias que, en un contacto más directo con los productores, marcan límites a la libertad y sensibilidad de los creadores, cuyo trabajo, para subsistir, deberá moldearse a dichas demandas. Así nace lo que hoy se conoce como hipercine. Esta nueva noción reconstruye la praxis artística, involucrando al espectador y edificando algo que la academia siempre ha defendido: el conocimiento no es resultado de la inspiración individual, sino de la conformación de un pensamiento colectivo sucesivo. El hipercine, por lo tanto, se vuelve, al menos en términos especulativos, una forma de hacer cine comunitario.
Este hipercine confía en un espectador que se ha convertido en un espectador más activo y necesita de una expresión artística integradora que cumpla con sus exigencias de una narrativa más transmediática que la anterior, permitiéndole a la sociedad liberarse como individuos únicos y consumidores globales de información y comunicación. Si bien el optimismo de Lipovetsky idealiza el cine como la herramienta más adecuada para transitar a esta gran cinematización, han sido las plataformas de streaming el eslabón oculto que se presentó como el máximo representante del hiperconsumo y de las nuevas narrativas. Las plataformas de streaming han destronado al cine y la televisión convencionales. (Tomalá 2020, 15-6 )
La mudanza de las salas hacia la multipantalla ha situado al espectador en un nuevo papel que ha permitido la mutación de los contenidos que se generan pero que, sobre todo, lo ha modificado a él mismo como sujeto. El sujeto quiere más control sobre lo que ve, tal como apunta Zygmunt Bauman (2021, párr. 1) :
Se trata de hacer que el mundo nos obedezca y se adapte a todos nuestros caprichos; de expulsar del mundo todo lo que se interponga, obstinada y tenazmente, entre nuestra voluntad y la realidad. Una precisión: como lo que llamamos “realidad” es aquello que se resiste a la voluntad humana, se trata en definitiva de hacer frente a la realidad. De vivir en un mundo constituido únicamente por lo que queremos y lo que deseamos; por nuestras necesidades y deseos como compradores, consumidores, usuarios y beneficiarios de la tecnología.
El tiempo-espacio del streaming
Cuando entramos a una sala de cine, hay un momento que marca el quiebre entre la realidad y la ficción, y es cuando se apagan las luces. El ruido disminuye, nuestras coordenadas se confunden y, de repente, explota la pantalla. Ha llegado la hora, entonces, de zambullirse en un nuevo universo. Volvemos a la ritualidad.
En el streaming, por el contrario, esa transición entre la realidad y la ficción es mu- cho más difusa. Parece que nunca termina de producirse. Si pensamos, por ejemplo, en el proceso de decisión para la selección de un filme dentro del catálogo de las plataformas online, hay un juego previo que parecería hacer llegar al espectador agotado al visionado. Natalia Marcos (2020, párr. 3) señala que “un adulto medio estadounidense dedica unos 7,4 minutos al día a tomar la decisión de qué ver en los servicios de streaming”. No en vano Reed Hastings, director ejecutivo de Netflix, declaró que su mayor rival no son las otras plataformas, sino el sueño de los espectadores.
En esas condiciones se presenta una paradoja que tiene que ver con las posibilidades y el espacio. Nadie como Jorge Luis Borges para intentar ilustrarla. En su cuento “Los dos reyes y los dos laberintos” (1949) nos cuenta la historia de dos monarcas. El primero contrató a los más talentosos arquitectos de Babilonia para diseñar un laberinto. Este era tan complejo que pocos se aventuraron a entrar. El segundo rey fue invitado a recorrerlo y encontrar la salida; el suplicio duró horas y solo la ayuda de Dios le permitió dar con ella. Como venganza, este rey raptó al primero para que recorriera su laberinto: lo llevó al desierto, donde no hay muros ni escaleras, y allí lo abandonó.
Las plataformas de streaming, menos hostiles que un laberinto, por supuesto, sí son comparables con este en cuanto las posibilidades son infinitas. Abrumadoras. Netflix, por ejemplo, cuenta ya con un catálogo que se aproxima al millón de títulos. Varias vidas no serían suficientes para consumir siquiera la mitad de ese contenido. Hay tanto que resulta difícil, y hasta tortuoso, decantarse por una obra en lugar de otra. Esta atención dividida es el síntoma más claro del fenómeno principal del visionado de cine en streaming: la fragmentación del tiempo y el espacio.
Ya dentro de la pantalla, en esa búsqueda de los títulos, hay una dispersión. A ella se sumará el hecho de que, normalmente, nuestros salones o habitaciones no están adecuados para el visionado cinematográfico tal como lo ha pensado el autor de la obra. Las distracciones son múltiples y permanentes. Con cada vez más frecuencia, la pantalla, y por lo tanto el espacio donde sucede la película, es compartido con otras pantallas.
En ese ejercicio entra también en juego el tiempo. Una de las bases narrativas de una película es su unicidad temporal. Se cuentan con los dedos las películas que admiten una interrupción o intermisión. Con el streaming, sin embargo, esa unicidad es también interrumpida.
El cine, en sus propios términos, no admite la simultaneidad de su disfrute, a diferencia de las obras transmedia, que lo promueven. Esa transgresión del tiempo y el espacio supone una pérdida de autenticidad:
La técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de lo transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y de la renovación de la humanidad. (Benjamin 1989, 22 )
Aquí Benjamin certifica que la percepción que tendremos de una obra, su aura, se verá atrofiada si esta se encuentra por fuera de los límites que el autor y la tradición dispongan. Para nuestro análisis, ese lugar son las salas de cine. Sin embargo, aunque la experiencia y la relación del espectador con la película muden, la pregunta es: ¿también lo hará su esencia?
Aquí el debate se amplía, porque autores clásicos y posmodernos como Roland Barthes y Martin Heidegger argumentarán, por un lado, que la obra siempre será completada por el espectador, y, por el otro, que el espacio en sí mismo constituye a la obra, de modo que su desplazamiento solamente la dota de otras posibilidades. El espacio no es, sino que se hace. A esto, Heidegger (2012, 15) lo llamará räumen (‘espaciar’): “Pensado en su propiedad, espaciar es libre donación de lugares, donde los destinos del hombre habitante toman forma en la dicha de poseer una tierra natal o en la desgracia de carecer de una tierra natal, o incluso en la indiferencia respecto a ambas”. Espaciar es la experiencia del espacio. Es la construcción de una localidad sensorial para cada fenómeno: “El lugar no se encuentra en un espacio ya dado de antemano, a la manera del espacio de la física y de la técnica. Este espacio se despliega solo a partir del obrar de los lugares […]. El arte como plástica: no una toma de posesión del espacio. La plástica no sería una confrontación con el espacio” (16).
En definitiva, una película, como cualquier obra de arte, es espacio, o espacios. La relación del objeto artístico con su entorno es parte del interés sensorial e intelectual del cine, por lo que podemos aprovechar al streaming para dar un nuevo valor al cine como objeto en un espacio de creación múltiple y colectiva, que es superado por su lectura. Así mismo lo afirma Tomalá (2020, 14) :
El ser humano siempre ha reaccionado particularmente a las imágenes, ha sido espectador y creador de imágenes. Cuando vemos la forma de algo que nos gusta o agrada, automáticamente lo asociamos con la felicidad, la ternura, el amor y, por el contrario, cuando percibimos imágenes desagradables o grotescas, nuestras reacciones pueden dispararse desde el miedo hasta el odio, el asco, etc. Las artes se han valido de estas reacciones emotivas para trascender del objeto artístico, de su lienzo, pared, escenario o fotograma.