Hacia una ética del maestro y la educación: Diálogo, criticidad y creatividad

Towards an Ethics of Teachers and Education: Dialogue, Critique and Creativity

Richard Alonso Uribe Hincapiéa , Juan Fernando García Castrob , Juan Eliseo Montoya Marínc

a Universidad Pontificia Bolivariana. Escuela de Educación y Pedagogía. Circular 01 #70-01, 050031, Medellín, Colombia.

b Universidad Pontificia Bolivariana. Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades. Circular 01 #70-01, 050031, Medellín, Colombia.

c Institución Educativa José Miguel de Restrepo. 01 #70-01, 050031, Medellín, Colombia.

Recibido el 01 de febrero de 2024. Aceptado el 11 de abril de 2024. Publicado el 11 de junio de 2024

© 2024 Uribe, García, & Montoya. CC BY-NC 4.0

https://doi.org/10.32719/26312816.2024.7.2.6



Resumen

La educación superior y, en general, la educación en Colombia, Latinoamérica y el mundo se definen en la actualidad desde visiones con un énfasis administrativo y financiero en ausencia de perspectivas humanistas y pedagógicas. Esto conlleva un riesgo: convertir la educación en un producto que se vende y no en un servicio que se ofrece. Claramente, la educación es un elemento que aporta al PIB de las naciones, pero, de un modo paradójico, no aporta en la medida esperada a la prosperidad humana, a la calidad de vida y al bienestar general. Es en este terreno de intereses e incertidumbres constantes en el cual el maestro y la propia educación concretan su responsabilidad ética. Este análisis es producto de dos investigaciones con enfoque cualitativo y un alcance hermenéutico, en las que se usaron técnicas de recolección de información como la entrevista, la observación y los grupos focales. El objetivo central del estudio fue reflexionar acerca de lo que llamamos la ética del maestro y su relación con el diálogo, la criticidad y la creatividad, entendidos como valores constituyentes del maestro que proveen herramientas éticas, políticas y estéticas para enfrentar realidades que se configuran en la duda y la contingencia permanentes.

Palabras clave: educación, ética, diálogo, criticidad, creatividad, cambio social

Abstract

Higher education, as well as education in Colombia, Latin America and the world are currently defined by administrative and financial emphasis, rather than humanistic and pedagogical perspectives. This comes with a risk: treating education as a product to be sold, rather than a service to be offered. While education does contribute to a nation´s GDP, it does not always lead to the expected outcomes of human development, quality of life and overall well-being of humanity. It is in this domain of diverse interests and constant uncertainties, in which the teacher and education itself state their ethical responsibility. This analysis is the result of two qualitative research studies with a hermeneutical approach, using data gathering techniques such as interviews, observation, and focus groups. The main objective of the study was to reflect on what we call the teacher’s ethics and its relationship with dialogue, critique, and creativity, understood as constituent values of the teacher. These values provide ethical, political and aesthetic tools to face ever changing and unexpected realities.

Keywords: education, ethics, dialogue, critique, creativity, social change



Introducción

La educación es hoy en día la palabra/problema clave para invocar, proponer, justificar y concienciar acerca de la importancia del pasado, las inconsistencias del presente y las cavilaciones del futuro. La educación y sus vicisitudes son el acicate para construir toda una industria discursiva y práctica que haga posible su transformación y mejoramiento a la manera de una herramienta biopolítica para interpretar las formas del poder contemporáneo (Lemke, 2017). Sin embargo, frente al reclamo permanente a la administración pública por una educación de calidad, accesible e inclusiva (Ocampo & Ponce, 2023), los gobiernos responden con una sofisticada red burocrática en la que se invierten miles de millones de dólares y se extiende la coyuntura permanente que es la crisis de la educación. Ya está claro que la crisis no se resuelve solo con dinero, sino con una actitud ética de los docentes pero también de los administradores públicos, la clase política, los intelectuales de la educación y la sociedad en general. Mientras se trate de un negocio solo con fines de lucro, la educación no podrá responder realmente a las necesidades de las comunidades.

En medio de este dilema está el docente, revestido de una dignidad que no se le respeta y formado en diversas ciencias, con la pedagogía como eje común, a quien no se retribuye social y económicamente como se debería. El docente está en medio de las discusiones políticas, económicas, de bienestar y de calidad; es la excusa para elegir gobernantes y para salir a las calles en son de protesta. El docente, en fin, es quien sostiene a una sociedad, yendo contracorriente para mantener vigentes los valores que las nuevas generaciones parece que olvidaran, al tiempo que lucha por mantener en alto la motivación por su vocación y su profesión.

En esta encrucijada, sobrediagnosticada y crítica, es ineludible brindar a los maestros criterios éticos tan sólidos que, combinados con una formación académica de excelencia, puedan darles herramientas para hacer frente a los embates políticos, económicos, tecnológicos, informáticos, mediáticos, psicológicos y sociales por los que deben atravesar, que los instan a formar un sujeto posmoderno pensado en la lógica del capitalismo (Villamor, 2024). El diálogo, la criticidad y la creatividad son actitudes concomitantes con el ejercicio docente, más necesarias ahora que nunca, y revisten el ropaje ético fundamental para el ejercicio de la docencia, una profesión siempre puesta en crisis y siempre necesaria para superar tiempos de crisis, sean estos generados por luchas políticas, por luchas económicas, por guerras, por hambrunas, por las sospechas que genera la inteligencia artificial, por la debacle moral, el desconcierto religioso, la caída de la estética o los intentos de mercantilización de las artes, las ciencias y las humanidades (Zamora, 2019).

Este estudio, por lo tanto, pretende problematizar la ética del maestro en términos de tres valores que se convierten en herramientas epistémicas, académicas y sociales a partir de las cuales puede transformar la escuela y los procesos educativos: el diálogo como actitud, escenario y método; la criticidad como cualidad, plataforma y propósito; y la creatividad como reacción existencial, medio y estructura de pensamiento. Estas tres condiciones son fundamentales para que la ética vuelva a ser reconocida por quienes la han olvidado, afianzada por quienes aún la recuerdan, y vinculada por quienes todavía no la han pensado así; esto es, como el fundamento de toda acción humana para que sea, al mismo tiempo, fuente de humanización y eje transversal de todo intento formativo. Si bien se trata de un llamado a las escuelas de formación docente, también se trata de un enfoque analítico/político sobre el papel del maestro a la hora de formar para la democracia, la vida social y la humanización en todos los niveles educativos y en todos los escenarios sociales y culturales. Problematizar la ética del maestro y la educación, en un texto cuyo carácter es ensayístico, significaría repensar la condición de los maestros y el papel que estos cumplen en los procesos de enseñanza y aprendizaje, razón por la cual se presentan retos, problemas y posibilidades para analizar la educación y los fines de la educación del futuro. En este caso, lo haremos a partir de las voces, las inquietudes, los deseos, las experiencias y las prácticas de los propios maestros.

Metodología del ensayo

Este ensayo germinó a partir de las reflexiones suscitadas por dos investigaciones en desarrollo. La primera es una tesis doctoral que se intitula “Formación del pensamiento crítico situado desde la dimensión dialógica y su relación con la sociabilidad: Un estudio de caso múltiple en instituciones colombianas de educación básica secundaria”, del Doctorado en Educación de la Universidad Pontificia Bolivariana. La segunda es el texto “Problematizaciones hermenéuticas de las subjetividades políticas en el contexto del semiocapitalismo: Narrativas, prácticas y dispositivos en disputa”, que se desarrolla entre la Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades y la Escuela de Educación y Pedagogía de la Universidad Pontificia Bolivariana. En la medida en que para ambos proyectos el tema de la educación (en todos sus niveles) fue un punto trascendental, los diversos interrogantes acerca de los procesos educativos y su relación con la vida social se concretaron en este artículo, que busca ser parte de una discusión que produzca efectos prácticos en la gestión educativa.

Así, dado que ambas investigaciones se han desplegado en la dinámica de diversas técnicas para recoger información —entrevistas, análisis documental, grupos focales y observación—, algunos de los hallazgos, relativos a los procesos educativos y sus interrogantes, se exponen en este texto, el cual los propone como iniciativas analíticas y críticas en torno a la educación, pero también como premisas fundamentales no solo para la sostenibilidad de lo que hoy llamamos escuela, sino para la humanidad misma. En este sentido, este texto tipo ensayo mana de estudios variopintos relacionados con temas como el lenguaje, la oralidad, la pedagogía y el pensamiento crítico, pero se concretan en las preocupaciones que maestros e investigadores docentes tienen acerca de lo que hacen: educar en un mundo que, aunque plagado de incertidumbres, es “el único terreno en el que puede brotar y florecer la moralidad” (Bauman, 2009, p. 130).

La factorización de la educación: el problema

Los que se definen como factores asociados a la educación —a través de los cuales se leen los índices de matrícula, deserción, reprobación, abandono, migración, entre otros, en contraste con la inversión estatal, la provisión de personal para las organizaciones, el crecimiento de la técnica y los índices de producción científica y la consiguiente producción bibliográfica— son insuficientes para explicar y comprender lo que ocurre realmente en una sociedad cuya educación no responde a criterios éticos, pedagógicos y filosóficos, sino a criterios monetarios. Estos son casi siempre dependientes de organismos internacionales cuyos sesgos políticos y económicos marcan líneas de acción en la política internacional, con lo cual la educación podría alejarse más y más de lo requerido por los contextos particulares, los territorios, algo más evidente en países como los latinoamericanos: Colombia, por ejemplo, donde la diversidad cultural, lingüística, étnica y geográfica es tan notable y trascendental. En esta dinámica, el estudiante se convierte en un consumidor y la formación, en un producto (Menéndez & Reyes, 2021).

La universidad ya no es un espacio privilegiado para la reflexión y el análisis del conocimiento, pues ha adoptado un proceso de “factorización” (De Sousa Santos, 2021). Se ha integrado gradualmente en modelos de gestión empresarial, transformándose en una “empresa” que ha abandonado su rol en el avance material y ético de la sociedad, y actualmente promueve la globalización de los capitales. Para De Sousa, esta instancia histórica se puede describir como una crisis de la universidad del siglo XXI, en la cual se debaten la hegemonía, la legitimidad y la propia institucionalidad. Tal crisis es el resultado de las refutaciones entre lo que ha sido la universidad y lo que demandan las dinámicas contemporáneas, en las cuales se obvia una de sus misiones fundacionales como instancia para pensar y actuar en la sociedad, al tiempo que se la remite a una función instrumental: se crean conocimientos específicos útiles para el ejercicio de las funciones laborales y el mantenimiento de la legitimidad institucional como universidad empresarial (Coggo & Pavan, 2017).

Precisamente, Giroux y Searls Giroux (2004) bosquejan una idea que, en términos éticos, podría funcionar a la manera de un manifiesto para pensar la educación en la actualidad:

Frente a la mercantilización, la privatización y la comercialización de todo lo educativo, los educadores tienen que definir la educación como un recurso vital para la vida democrática y cívica de la nación. Por consiguiente, los académicos, los trabajadores culturales, los estudiantes y los organizadores sindicales han de responder al reto uniéndose y oponiéndose a la transformación de la educación en un espacio comercial. (p. 119)

Asimismo, Foster (2002) describe las estructuras contemporáneas de las universidades como modelos de educación de supermercado, en la medida en que la educación superior

está dirigida al continuo rediseño del conocimiento y las habilidades necesarias para mantener el valor del capital humano en una economía global impulsada por la tecnología. La educación superior sirve al instinto de supervivencia de aquellas sociedades (y, dentro de ellas, de esos individuos) más dispuestas a responder al cambio con flexibilidad cognitiva y tecnológica y autoreinvención. (p. 37)

La crisis de la escuela se presenta hoy en clave de la condición del neoliberalismo como asunto cuyos tentáculos se despliegan en términos globales. En este sentido, la educación no es más un espacio propicio y privilegiado para la configuración y la reflexión de los Estados-nación; por el contrario, se convierte en un punto más de un sistema diseñado para producir mercancías: la tensión de fuerzas entre el Estado y los mercados subordina los intereses y las prácticas de la educación superior (Brunner et al., 2023).

¿Cómo aparece la formación de las subjetividades en la universidad, un espacio que hoy sustenta relaciones económicas entre los individuos hasta el punto de extraviar la tarea de construir sociedades emancipadas contrarias al proyecto del capitalismo como una manera unívoca de acceder al saber y a la experiencia del mundo? ¿Sigue siendo la universidad ese lugar privilegiado para forjar el pensamiento crítico? ¿Cuáles son esas ecologías de saberes que se tejen al interior de la universidad y que, sin embargo, son silenciadas por un saber hegemónico que responde a intereses del sistema-mundo y que se produce en la empresa transnacional?

La crisis de la legitimidad de la universidad es un efecto de las contradicciones hegemónicas: la jerarquización de un conocimiento especializado y la falta de respuesta a las demandas sociales de una universidad democratizada, dirigida a los sectores sociales que históricamente habían sido excluidos. Esta crisis se ve reflejada en la creciente segmentación del sistema universitario, en su arborización disciplinar y burocrática, y en la constante tecnificación de la formación. De aquí se deriva inevitablemente la crisis institucional, la cual

[f]ue el resultado de la contradicción entre la demanda de autonomía en la definición de los valores y objetivos de la universidad, y la creciente presión para mantener los mismos criterios de eficiencia, productividad y, más en general, de relevancia y responsabilidad social. (De Sousa Santos, 2021, p. 134).

En La condición posmoderna, Lyotard (1987) menciona dos grandes metarrelatos que otorgaron validez al proyecto de modernidad y, por ende, legitimaron la misión de la universidad. Estas narrativas fundamentales son la educación popular y el avance ético de la humanidad. El filósofo expresa la primera de ellas en estos términos:

Todos los pueblos tienen derecho a la ciencia […]. Se reencuentra el recurso al relato de las libertades cada vez que el Estado toma directamente a su cargo la formación del “pueblo” bajo el nombre de nación y su encaminamiento por la vía del progreso. (Lyotard, 1987, p. 28)

Sobre la base de este metarrelato, la universidad se presentaba como el lugar privilegiado para la formación del pueblo, un lugar exclusivo para el impulso del saber científico-técnico de la nación. El segundo metarrelato, por su parte, tiene que ver no solo con la función de la universidad en cuanto a lo técnico; es necesario que la universidad sea capaz de formar en las humanidades para que egresen profesionales que tengan no solo aptitudes, sino el deseo de formar a otros en lo moral. Tal como lo plantea Lyotard (1987), la universidad tiene el objetivo de construir la moralidad de la sociedad.

Como consecuencia de estos metarrelatos, tenemos en la universidad una estructuración caracterizada por la organización disciplinar y especializada del saber (con unos cánones, con un corpus especializado, con fundadores) y por una delimitación arbórea de sus funciones, lo cual conlleva posicionar la universidad como fiscalizadora del saber. De ahí que haya heredado la idea hegemónica de ser el espacio fundacional para producir conocimientos y, al mismo tiempo, la instancia reguladora y vigilante de su legitimidad (Castro-Gómez, 2007). Asimismo, la universidad se piensa a la manera de un panóptico (Foucault, 1978): intenta ser un punto de observación que define los confines del saber, al definir lo legítimo y lo ilegítimo en términos del conocimiento.

La universidad se ha fundamentado en la noción de una “estructura arbórea” para sus conocimientos, lo que implica una jerarquía en el saber y una hiperespecialización caracterizada por la delimitación de fronteras epistémicas entre distintos campos. Este enfoque se refleja en la concepción de las disciplinas como elementos distintivos de la fragmentación del saber en variadas áreas de especialización. La clasificación de las disciplinas significa que para comprender la realidad es necesario dividirla, asumiendo que el conocimiento certero se obtiene al analizar las partes individualmente, en detrimento del entendimiento del todo y sus interrelaciones. Esto conduce a la creación de cánones y mecanismos de poder que limitan los conocimientos en lugares específicos, lo que facilita su manipulación. En términos de Agamben (2015), esto representaría un dispositivo de control de largo alcance.

La factorización de la educación superior está aupada por un modelo epistémico desarrollado por Castro-Gómez (2010) con el nombre de hybris del punto cero, entendido como una guía de producción de conocimiento que se convierte en la óptica a partir de la cual la ciencia ve y comprende el mundo. Las disciplinas encarnan la idea de la hybris toda vez que trascriben esta guía epistémica estructural, analítica y arbórea, puesto que plantean esa fragmentación del saber a la que nos referíamos. Es evidente que estamos ante una transformación al interior de la universidad que se aleja de sus orígenes y de su interés de formar moralmente a los pueblos. La universidad ya no tiene exclusivamente la función de formar científicos y profesionales al servicio de la nación; su interés hoy se mide también en términos de su operatividad, de su factorización, como decíamos antes, de la legitimación del conocimiento, la cual, en ocasiones, no se preocupa “por las personas y los fundamentos humanos en la gestión de las organizaciones” (Melé, 2016, p. 33)

Performatividad y educación

La incursión de la universidad por el ciberespacio la convierte en una ciberuniversidad, una universidad que “ya no se interesa tanto por la excelencia académica y la introyección de hábitos ciudadanos, sino por la posibilidad de ser competitiva en el marketing abierto por la sociedad del conocimiento” (Castro-Gómez & Guardiola, 2002, p. 22). La performatividad como principio conduce a un efecto generalizado: el acatamiento de las instituciones de educación superior a diversas autoridades. Cuando el conocimiento deja de ser un objetivo central, ya sea como manifestación de la idea de mejora o como medio para la soberanía humana, su transmisión ya no recae únicamente en la responsabilidad de los académicos y los estudiantes.

El principio de performatividad tiene por consecuencia global la subordinación de las instituciones de enseñanza superior a los poderes. A partir del momento en que el saber ya no tiene su fin en sí mismo, como realización de la idea [de progreso] o como emancipación de los hombres, su transmisión escapa a la responsabilidad exclusiva de los ilustrados y de los estudiantes. (Lyotard, 1987, p. 93)

La performatividad tiene que ver con la capacidad que tiene la universidad de generar unos efectos de poder inmediato. En ese sentido, ya deja de educar y en su lugar investiga, es decir, produce conocimientos “pertinentes”. Esto tiene efectos en diferentes niveles; de acuerdo con Castro-Gómez y Grosfoguel (2007, p. 85), los docentes en la universidad, por ejemplo, “se ven abocados a investigar para generar conocimientos que puedan ser útiles a la biopolítica global en la sociedad del conocimiento. De este modo, las universidades empiezan a convertirse en microempresas prestadoras de servicios”.

Precisamente para Lyotard (1987),

[l]a pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante, por el profesionista, por el Estado o por la institución de enseñanza superior, ya no es: ¿es eso verdad?, sino ¿para qué sirve? En el contexto de la mercantilización del saber, esta última pregunta, las más de las veces, significa: ¿se puede vender? Y, en el contexto de la argumentación del poder: ¿es eficaz? Pues la disposición de una competencia performativa pareciera que debiera ser el resultado vendible en las condiciones anteriormente descritas, y es eficaz por condición. Lo que deja de serlo es la competencia según otros criterios, como verdadero/falso, justo/injusto, etc. (p. 95)

De este modo, la investigación es la fuente principal del conocimiento en las universidades abocadas a la performatividad. La soberanía y la libertad de las universidades de última generación están influenciadas por intereses que van más allá del conocimiento en sí, alineándose con nuevas formas de entender el saber. La relación con el conocimiento ha sido alterada, se ha orientado hacia objetivos finalísticos. El conocimiento que prevalece en la universidad actual está sujeto a sistemas de gestión, medición, evaluación y estandarización asociados con el concepto de “investigación”. Esto sitúa a la universidad dentro de lo que Grinberg (2008) describe como una sociedad del gerenciamiento. Asimismo, en este escenario se configura una nueva identidad del profesor que investiga y que Berardi (2003) denomina “cognitariado”.

Una consecuencia de una universidad factorizada en función del capital global es que deja de propiciar un encuentro de la diversidad de saberes: la incursión del capitalismo deslegitima formas alternativas de vida y conocimiento, y no produce relaciones interculturales auténticas y significativas que precisen “procesos permanentes de cambios, de desarrollo y de espacio para la integración de identidades alternativas” (Méndez et al., 2023, p. 168).

Esta reorganización de la universidad deja por fuera los llamados “conocimientos subalternos”. Existen experiencias de universidades regionales y latinoamericanas en términos de ciberuniversidad, cibercolegio, cibereducación en general. Estas experiencias, cada vez más frecuentes en función de los retos que planteó el trance por la pandemia del COVID-19, son muestras de que, en medio de la globalización, la educación tiene la palabra para aportar a la solución de necesidades específicas de los pueblos y las culturas.

La globalización per se no puede ser calificada moralmente de buena o mala, en primer lugar, porque se trata de calificativos humanos atinentes al ejercicio pleno de la libertad; en segundo lugar, porque, siendo universales, los avances en la ciencia, la tecnología y el conocimiento humanos deben estar al alcance y al servicio de todos, de modo que las consecuencias dependen del uso que se les dé y no de sí mismos. Una educación democrática y democratizada puede servirse de los pliegues de la globalización y la tecnologización para cumplir su cometido, sin tener que profesar como ciertas las teorías neoliberales y deshumanizantes en que aquellas se fundamentan, o convivir con ellas de forma alguna. La promoción y el fortalecimiento de las competencias interculturales y del fundamento ético de la educación pueden servir para que, a la postre, cada sujeto sea cada vez más libre para elegir de manera crítica su posición frente a los progresos de la ciencia y el modo en que prefiere vivir, de conformidad con lo que sueña para sí mismo.

La ética del maestro como posibilidad transformadora de la educación

Puede discutirse el hecho de hablar de éticas particulares o exclusivas de ciertas profesiones, pues pareciera que no existe, entonces, la Ética, sino éticas construidas a la medida de lo que el tiempo y los lugares hacen y exigen de las diversas profesiones, vigentes hoy, en declive mañana. Cuando hablamos de la ética del docente, no difiere de las demás, pero sí pone énfasis en este o aquel aspecto según se requiera con mayor presteza en un determinado momento. Por ello, no se trata de un derrotero ético exclusivo, excluyente, sino del mismo código ético que cubre a toda la humanidad, con el interés puesto en este o aquel aspecto, según las necesidades a las que debe responder, siendo la educación el corazón de la dinamización de la cultura y de la idiosincrasia, así como el tope posible a líneas de acción que podrían llegar a contradecir los propósitos humanizantes de la escuela, la familia y demás instituciones culturales encaminadas a la consolidación del bien común y la buena vida.

El ethos del maestro, a partir del cual genera la suficiente confianza para que alguien aprenda (o aprenda a aprender) de él, condiciona una reacción pedagógica y humana ante cualquier situación que implique la pérdida de la humanidad, tanto en las personas como en las organizaciones. Por tanto, la ética del maestro, de la educación en general, enfrentada al reto de las ganancias, los puntajes, la lógica del ranking y la calidad y el valor del conocimiento (Saura & Caballero, 2021), se reconstruye junto con tres valores: el diálogo, la criticidad y la creatividad. Al parecer, pues, hay una preocupación legítima en torno a la mercantilización, la privatización, la comercialización y la reinvención de todo lo educativo, y, al mismo tiempo, una provocación a los profesores que, definitivamente, no solo correspondería a las raíces mismas de la profesión docente, sino a la naturaleza ética, política y estética de todo formador.

La ética de los maestros, de acuerdo con Cortina (2010), corresponde a una ética de la responsabilidad que se fundamenta en un carácter, en un paradigma de confianza, el cual es, al mismo tiempo, espacio vital/morada de los seres humanos y argumento de su virtud. Esta última, desde una perspectiva aristotélica, es una consecuencia del conocimiento y del amor hacia la belleza que lleva a la definición de una idea de lo bueno: “Es el hombre virtuoso el que sabe con toda su alma y su ser dónde radica el verdadero bien” (Garcés & Giraldo, 2014, p. 77).

Los atributos del diálogo, la criticidad y la creatividad

El diálogo, como fundamento de la ética del maestro, se concibe no solo como una herramienta intelectual para diseñar y pensar el mundo, sino como una metodología para estar con el mundo. O sea, desde la perspectiva de Wittgenstein (1958), Maturana (1997) y Echeverría (2006), supone que el lenguaje es un constructo que se teje social y cooperativamente y que, además, se funda en la trascendencia de las emociones, “la virtud propia del Homo reciprocans, del hombre inteligente que se percata de que le conviene reciprocar” (Cortina, 2010, p. 69).

Esa naturaleza lingüística y ese modus vivendi en la dinámica de la reciprocidad y la dialogicidad confieren al maestro —además de herramientas para vivir en un mundo que, por definición, establece sus valores a través de la óptica del consumo— una ética cuya clave fundamental es la posibilidad de estar y construir con otros. Por consiguiente, la potencia fundamental de la filosofía de las costumbres1 del maestro es la posibilidad de (inter)actuar con otros, con el fin de construir vínculos que restablezcan el valor histórico de la palabra, entendida como herramienta para la confluencia de conciencias (Freire, 2005) y un espacio de cocreación y transformación.

Así, desde el punto de vista de Echeverría (2006), el lenguaje no solo describe la realidad vivida, sino que la modela en términos del porvenir y, además, crea realidades y favorece modos de relación y formas de actuar. La ética, en este orden de ideas, se fundamenta en hábitos y creencias discursivas que cultivan los vínculos y establecen relaciones emocionalmente afectuosas y formativas, para, a través de estas interacciones, instituir un modo de relación que le permite trasformar a otros, no como forma de afirmación de un posible déficit, sino como una concepción en torno a la capacidad de los seres humanos para ser más humanos: “[D]ecir la palabra es transformar la realidad. Y es por ello también por lo que decir la palabra no es privilegio de algunos, sino derecho fundamental y básico de todos los hombres” (Freire, 2004, p. 3).

El segundo valor del maestro es la capacidad de pensar y actuar críticamente, esto es, con base en la perspectiva de Ennis (1998), tener la potencia para decidir el rumbo de las acciones, las visiones que se tienen del mundo y los modos de actuar en él. Por tanto, desde el punto de vista ético, el maestro toma decisiones en torno a sus pensamientos, sus posturas ante el mundo y, por supuesto, sus actuaciones. Este valor del maestro se comprende como una forma de pensar y actuar de carácter emancipador (Freire, 2005), en la medida en que hace posible la creación de una imagen de sí mismo y de la realidad, lo que elimina dependencias absolutas y funda relaciones de interdependencia e intersubjetividad, las cuales, como prácticas sociales, permiten la creación de un yo en relación dialógica y de reciprocidad con otros (Dussel, 2001; Buber, 2017).

La criticidad, como valor cardinal de la ética del maestro, le permite recrear experiencias de enseñanza y aprendizaje de carácter situado que impactarán tanto las actuaciones intelectuales de los estudiantes como el desarrollo de sus capacidades humanas (Nussbaum, 2012 y 2017), que proclaman la justicia social y el derecho a alcanzar calidad de vida y, por lo tanto, dignidad humana. Por consiguiente, la capacidad para pensar y actuar críticamente del maestro exige una comprensión crítica, reflexiva y propositiva del entorno (Paul & Elder, 2020), que le permita desarrollar su condición de pensador de la escuela y la sociedad y, al mismo tiempo, su misión profesional como formador y transformador de realidades que, en la contemporaneidad, tienen un carácter elástico, dúctil y de cambio constante (Harari, 2014). En ellas se define a la lealtad y la confianza como materias primas del progreso, pero se actúa en la construcción de abismos para el reconocimiento, la solidaridad y la empatía.

La formación racional de la voluntad exige una capacidad de argumentar y explicitar los juicios que vinculen las consideraciones dialécticas de una interacción social y que permitan que la comunicación sea un lazo de reconocimiento de la otredad y la mismidad como factores dinámicos que aseguren la identidad entre diferentes. (Lara, 1990, p. 266)

El tercer valor del maestro, la creatividad, desde el punto de vista etimológico, mana de las voces latinas creare, cuyo significado se relaciona con las ideas de ‘engendrar’ y ‘producir’, y crescere, que significa ‘crecer’. La creatividad, en lo relativo a la ética del maestro, se comprende entonces como un valor que le permite engendrar cosas de terrenos inexplorados y poco fecundos y, por lo tanto, crecer y hacer crecer. Así, la condición creativa del maestro le exige actuaciones ingeniosas e inéditas en espacios en los cuales, incluso, ya se han gestado realidades que vaticinan formas únicas e inamovibles para vivir y comprender el mundo en clave de su sostenibilidad (Collado, 2017).

El concepto de creatividad como rasgo fundamental del hombre puede ser entendido solamente en el contexto del desarrollo social, pues es allí donde se transforma en realidad concreta, fuera de ello no es posible concebirlo ni entenderlo. Si se comprende a la creatividad como característica propia del hombre, se sobrentiende su vínculo con el desarrollo social, y a su vez como proceso de la personalidad. (Medina et al., 2019, p. 378)

Al entender la creatividad como un proceso que permitirá la creación, el maestro tendrá que enfrentar la contingencia, el sinsentido, la controversia y los intentos para mutar su misión en la sociedad: “El saber de los maestros parece estar basado en las constantes transacciones entre lo que son (incluyendo las emociones, la cognición, las expectativas, su historia personal, etc.) y lo que hacen” (Tardif, 2014, p. 14). En estas constantes transacciones, la condición ética del maestro sobrevive solo si es proclive a la transformación, entendida no como una habilidad para cambiar al ritmo que exijan los sucesos históricos, sino como una capacidad humana para sobrellevar las tensiones sociales e, incluso, combatirlas, con el interés de defender la dignidad y la vida (PNUD, 2020).

Por lo tanto, el maestro está enfrentado a una “presión constante e implacable para reconstruirse” (Campillo, 2001, p. 7), aunque su gran batalla ética sea, precisamente, la imposibilidad de rendirse a la reconstrucción cuando esta no permite que una persona sea un “ser libre y digno que forma su propia vida en cooperación y recíprocamente con otros. Una vida que es realmente humana es la que está formada en su conjunto por estos poderes humanos de razón práctica y de sociabilidad” (Nussbaum, 2012, p. 182). Así pues, el diálogo, la criticidad y la creatividad, como plataformas cognitivas, emocionales, políticas y estéticas, cimentan una ética del maestro a partir de la cual enfrenta esa sociedad de rendimiento (Han, 2012), en la cual las cosas pensadas y creadas por los seres humanos pierden rápidamente su utilidad, su valor, puesto que han llegado a la categoría de los bienes transaccionales y las experiencias de lo momentáneo, lo líquido (Bauman, 2014).

Efectos de la ética del diálogo, la criticidad y la creatividad en la educación

El maestro tiene la tarea fundamental de tomar posición frente a las posibilidades, algunas de ellas amenazantes, de perspectivas de progreso y desarrollo que se ciernen sobre las comunidades locales y globales. Su tarea se extiende luego a la persona individual y colectiva de los estudiantes y sus circunstancias, permitiéndoles que, mediante procesos formativos integrales, consistentes, serios y respetuosos, tomen posición también frente a los retos que a ellos los atañen. Al respecto, Max-Neef (2006) opina que el reto consiste en “volver a dibujar en la penumbra, al abrigo de nuestras pequeñas comunidades, los signos que puedan simbolizar nuestra comprensión de una realidad amenazante y facilitar la creación de alternativas” (p. 13).

De esta manera, la educación, pensada desde la ética de la responsabilidad de los maestros, no solo es un lienzo en el cual se definen las dinámicas y los propósitos de la formación humana a escala mundial —afectados, como ya se ha dicho, por los criterios de eficacia y los estándares de innovación—, sino que es un espacio para el diálogo, la crítica y la creación de alternativas para sobrevivir dignamente en un contexto de la urgencia, la inmediatez y el cortoplacismo, sobre todo porque los nuevos órdenes para el funcionamiento de las organizaciones resquebrajan las relaciones ineludibles entre las personas y los saberes.

El maestro, a la manera de una lucha ética, debe exigir el tiempo necesario para disfrutar, enseñar y aprender del otro; la obligación del diálogo (dia-logos) para reconocer y reflexionar en torno a los errores; y el compromiso de la itinerancia para reconocer problemáticas y trazar metodologías de intervención, lo que, en términos de Sennett (2006), permitiría la configuración de un carácter. Un Homo viator que construye un camino con otros, con lentitud, sin prisa, y siempre con la obligación ética de repensar e incluso abolir el recorrido, cuando su trabajo “se convierta en ocasión de empobrecimiento humano” (Guillén, 2006, p. 30) y se enfrente a un régimen que “irradia indiferencia, desgastando los vínculos sociales por los que se promueve[n] la reciprocidad, el cuidado, la dependencia y el apoyo mutuos, e impidiendo la elaboración de una narrativa compartida ante las dificultades” (Muñoz & González, 2017, párr. 28).

Por consiguiente y de acuerdo con Guillén (2006), cuando una organización contribuye al empobrecimiento de la condición humana, lo enfermizo forma parte constituyente de su “ética”. Este carácter enfermizo se presenta porque, de manera enfática, la ética de una organización no trabaja con ahínco en el desarrollo pleno de las personas, ni como individuos ni como grupo, como comunidad; esto es, no trabaja por el bien común, por “aquello que contribuye a la perfección de la persona como tal, al desarrollo de su dimensión propiamente humana (Guillén, 2006, p. 4).

Las instituciones educativas deben construirse sobre la lógica de organizaciones saludables, en la medida en que contribuyan a la transformación de las personas desde los procesos de enseñanza y aprendizaje y la proyección social, pero, principalmente, buscando que quienes la conforman —docentes, estudiantes, directivos, familias— gocen de plena salud física, mental y social. Esta relación se comprende desde la concepción de la unidad, es decir, como una comunidad de personas (communitas) con vínculos, valores, intereses y visiones, con el interés de transformar a las personas y la sociedad a partir del objetivo común de la búsqueda del bien. De acuerdo con el Pontificio Consejo “Justicia y Paz” (2005), la condición humana del hombre tiene un carácter de apertura hacia las relaciones a partir del cual no solo comulga con otros, sino que se integra al mundo y, en la integración misma, hace de la realidad un espacio de comunión y afecto.

Por tanto, esta actitud relacional se retrata en una identidad colectiva que

se disfruta en reciprocidad; es producida y consumida al mismo tiempo (simultaneidad); se basa en ciertas motivaciones intrínsecas (normas y valores); los sujetos involucrados son reconocibles; es una especie de “bien público local”, pues no existe rivalidad ni exclusión y además no puede ser disfrutada en soledad; y no coincide con la relación en sí misma, sino que es una experiencia intangible de naturaleza comunicativo/afectiva. (Membiela, 2015, p. 151)

Existen datos preocupantes de los problemas cada vez más crecientes —o, por lo menos, más evidentes— de salud mental en los docentes de las instituciones del siglo XXI, particularmente asociadas al creciente interés de producción de dinero mediante la prestación del servicio educativo, lo cual, por una parte, lo convierte en negocio y, por otra, torna a los docentes en funcionarios técnicos al servicio de propósitos capitalistas sin posibilidad del ejercicio de la criticidad propia de su profesión. La identidad colectiva de la escuela, que propende al desarrollo humano, se configura sobre la base común de valores y principios y sobre la conciencia de la corresponsabilidad y reciprocidad en la construcción del bien y la calidad de vida, a través del diálogo y la vida de comunidad.

La psicología organizacional y los nuevos análisis de las instituciones educativas, a partir de la neuroeducación y de la psicopedagogía, demandan la necesidad de edificar ambientes saludables y que aboguen por la salud; es decir, la responsabilidad de brindar espacios de salubridad a los estudiantes parte de la responsabilidad de buscar la salud personal y la salud organizacional. La escuela debe trabajar sin descanso por el desarrollo humano pleno y por la constitución de una comunidad que comulgue con el impulso de valores éticos compartidos y deseados (Guillén, 2006) que se conviertan en declaraciones y manifestaciones tangibles de hábitos, criterios para vivir e ideales de servicio. La salud organizacional de la escuela se instituye, entonces, como fruto de la reciprocidad, la solidaridad, la participación abierta y la confianza, la cual, de acuerdo con Cortina (2013), es la potencia que permite estar con otros en unidad y hace posible los procesos de transformación humana, puesto que es la base de todas las relaciones y los modos de relación (Uribe, 2011).

De esta manera, la ética permite la construcción del carácter de las personas, las instituciones y la sociedad, lo que implica, usando la metáfora del cuerpo y la organización, un desarrollo sostenible, saludable, nutritivo y responsable que busca la calidad de vida y el desenvolvimiento de una existencia feliz y compartida, esto es, del bien: “El bien común depende, en efecto, de un sano pluralismo social” (Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, 2005, p. 156).

La universidad será una organización saludable en la medida en que: 1. construya caminos (puentes) que dirijan a sus integrantes y sus recursos hacia un fin común; 2. estos caminos se construyan colaborativamente, lo que permitirá que el presente y el porvenir de la organización sean un diseño conjunto y participativo, es decir, un producto común; 3. las relaciones académicas, investigativas, financieras y de proyección social no solo se gesten al interior de la organización, sino que se den en una óptica local, nacional e internacional; y, finalmente, 4. la apuesta por la transformación integral y permanente y la autoevaluación —como un continuum— haga posible la consolidación y la sostenibilidad de un estilo de vida saludable a escala organizacional (Grueso & Rey, 2013, p. 636).

La transformación social y humana se comprende como la obligación ética de preocuparse por el otro, de meterse con él, con el fin de ayudar en su proceso de humanización y, a la par, en la labor para hacer más humana la sociedad, que habita

no en la trasmisión de los conceptos y competencias, sino en la oportunidad que como lugar de sentido tiene para enseñar a vivir, a creer, a esperar, a innovar, a aceptar al diferente, construye cultura, emancipa y recrea el espíritu de libertad y justicia de una sociedad, permea los idearios y valores constituyentes del actuar de cada persona. (Castrillón & Alzate, 2012, p. 184)

La pandemia del COVID-19 dejó al descubierto una vez más la necesidad de procurar maneras de construir espacios saludables para individuos sanos y felices. Hoy se sabe, más que nunca —aunque a algunos todavía les cueste aceptarlo—, que parte de la responsabilidad de las instituciones educativas es procurar que las personas sean felices. Esto no implica descuidar la formación disciplinar o académica, sino que, en medio de la construcción de la idea de felicidad, quepa también la búsqueda del conocimiento y la sabiduría. Como declaran Nhat Hanh y Weare (2019), los educadores felices cambian el mundo, pero su propia felicidad es un proyecto que no se ejecuta por sí mismo y sin esfuerzo, o que se puede programar para un tiempo específico: es el propio proyecto de vida concomitante con la ejecución del proyecto educativo en función de los estudiantes que se les ha confiado.

Cuestiones y conclusiones abiertas

Es ineludible asumir la ética como base fundamental del ejercicio educativo, pues no está sujeta al vaivén de los tiempos ni a las dinámicas cambiantes de las tradiciones locales: su espíritu yace en la humanidad, razón por la cual no se trata de un código que se pueda aprender o enseñar, sino de un modo de vida. Este modo se forja en la vida misma, en la comunidad, en la construcción colectiva de espacios y escenarios materiales y simbólicos para habitar y transformar mediante la creatividad, la imaginación, la fantasía y la voluntad, formas todas ellas que pueden expresarse en los diferentes forrajes del lenguaje. Todo esto se refleja en un interés que desborda la formación profesional, entendida como capacitación en competencias, y se traslada a un enfoque de formación por competencias y capacidades humanas que plantea un panorama de justicia social para mejorar las condiciones de vida y la dignidad, no solo a escala individual y social, sino en relación con la vida misma en su integralidad.

Hoy en día, cuando la escuela asume diversas funciones e intereses según el lugar y los propósitos, las edades de los estudiantes, su distribución por niveles, estratos socioeconómicos y condiciones sociales, el género o la filiación religiosa, se hace necesario ahondar en la reflexión en torno a su misión social, a su compromiso ético con la sociedad. Más allá de los aparentes aprietos en los que podría caer la educación actual por los desarrollos de la inteligencia artificial o por los embates del neoliberalismo, la escuela es una institución que subsiste como escenario donde se da respuesta permanente a las preguntas fundamentales de las sociedades: ¿cuál es el perfil o ideal de ser humano?, ¿cuáles son los límites del conocimiento y cómo se lo podría destinar para transformar el mundo?, ¿hasta dónde debe llegar el ser humano en su relación con la naturaleza?, ¿cómo debe ser la organización social para el pleno ejercicio de la libertad y el alcance de la felicidad?, ¿cómo sobreponerse, en tanto comunidad, a los retos que plantean las tendencias políticas y perspectivas económicas sin perder de vista los propósitos formativos fundamentales y trascendentales?

Esto implica, eso sí, un reto especial para los docentes y para las escuelas de formación docente, pues es allí, en las escuelas normales superiores, en las facultades de educación y en la universidad y los sistemas educativos en general, donde se teje la configuración de los perfiles soñados y situados de la sociedad y la humanidad; nunca al margen de la política, la religión, la economía o la tecnología, sino estableciendo diálogos respetuosos y comprometidos entre sujetos y disciplinas, con pensamiento crítico, creatividad e imaginación.

La ética del maestro, en relación con los constantes y naturales embates del presente y las dudas y los interrogantes del futuro, debe suponer una capacidad sui géneris no solo para adaptarse al mundo que le corresponde formar, sino para enfrentar desde el diálogo, la criticidad y la creatividad los criterios que la realidad impone como formas únicas y posibles de sobrevivir: la educación básica y superior tendría que trabajar mancomunadamente con la sociedad, pero, al mismo tiempo, ser su más terco interlocutor y contradictor. Por consiguiente, la ética del maestro supondría asumir su papel no como una instancia que valide los deseos de la sociedad y los convierta en objetos de formación escolar, sino como un antagonista de la realidad del mundo que defienda la vida y el bienestar humanos por encima de cualquier interés que no corresponda a la cimentación de una existencia plena de significación y justicia como uno de los efectos esenciales de cualquier acción educativa.

En el desarrollo de las dos investigaciones descritas en este texto se evidencia que, en el énfasis por las finanzas y el mercado de las universidades en la actualidad, se “pixela” el empeño por mejorar la prosperidad, la calidad de vida y la felicidad humanas, asuntos que corresponden al ideal mayor de cualquier empeño educativo y, por tanto, a la responsabilidad ética del maestro y la educación. De esta manera, una de las claves para el mejoramiento de la educación es la adopción de una actitud ética del maestro que le permita enfrentar las realidades actuales y aquellas que se atisban en el porvenir, a partir de tres potencias que lo constituyen: el diálogo, la criticidad y la creatividad. El diálogo, como metodología para estar con el mundo y cultivarse con él; la criticidad, como una herramienta para pensar y actuar en relación con un contexto y recrear experiencias de transformación; y la creatividad, como una posibilidad para crear de lo impredecible y cosechar en la penumbra y la sospecha.

Con el propósito de formar para la democracia, la vida social y la humanización, la universidad y la escuela en general se deben repensar no solo para la sostenibilidad de las labores educativas, sino para la sostenibilidad de la humanidad y la naturaleza, la cual, en relación con la tendencia de factorización de la educación, correspondería a un avance ético de la sociedad. La incredulidad de la educación como eje de la formación moral de la sociedad es parte evidente de una de sus mayores crisis: en un ambiente de performatividad y sumidos en la tendencia a hiperespecializar el conocimiento, la formación ética de la sociedad se convierte en la tarea más urgente y más próspera cuando la vida, la dignidad y la felicidad humanas aparecen como los objetivos a partir de los cuales debe funcionar todo sistema educativo.

La competitividad, el deseo obsesivo por incrementar el capital y la necesidad imperante por investigar para producir bienes se deben contrarrestar con actuaciones éticas del maestro y la educación que se enfrenten al statu quo para crear el bien y permitir el desarrollo humano de toda la sociedad.

En definitiva, la ética del maestro y la educación son, más allá de premisas para decorar discursivamente la labor educativa, proyectos sociopolíticos que no solo permitirán que la educación siga siendo una institución fundamental de la evolución cultural de la humanidad, sino un campo de exploración, transformación y emancipación siempre activo para enfrentar el empobrecimiento de lo humano, el olvido por la preocupación de los otros y la invisibilización de la meta de cualquier empeño por existir: la felicidad entendida como una experiencia en la cual se piensa, se actúa y se transforma el mundo como un espacio de comunión y socialización.

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Declaración de conflicto de intereses

Los autores declaran no tener conflictos de intereses.

Declaración de autoría

Richard Alonso Uribe Hincapié se encargó de la conceptualización, la curación de datos, el análisis formal, la investigación, la metodología, la supervisión, la validación, la visualización, la administración del proyecto, la escritura y preparación del borrador original, la escritura, la revisión y la edición del artículo. Juan Fernando García Castro se encargó de la conceptualización, la revisión y el análisis de información, la investigación, la metodología, la visualización, la escritura y preparación del borrador original, la escritura, la revisión y la edición del artículo. Juan Eliseo Montoya Marín se encargó de la concep­tualización, la revisión y el análisis de información, la investigación, la metodología, la visualización, la escritura y preparación del borrador original, la escritura, la revisión y la edición del artículo.

Agradecimientos

El nacimiento de este texto se produjo en el curso Ética de las Organizaciones, del Doctorado en Educación de la Universidad Pontificia Bolivariana.



Uribe R. A., García J. F. & Montoya J. E. (2024). Hacia una ética del maestro y la educación: Diálogo, criticidad y creatividad.  Revista Andina de Educación 7(2), 000726. Publicado bajo licencia  CC BY-NC 4.0