Revista Andina de Educación 6(1) (2022) 006101
Editorial
Inclusión, exclusión, justicia social
Inclusion, Exclusion, Social Justice
a Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador. Toledo N22-80 (Plaza Brasilia), Quito, Ecuador.
https://doi.org/10.32719/26312816.2022.6.1.01
Introducción
Desde inicios del siglo pasado, la educación tuvo mayor preponderancia para Estados, Gobiernos y sociedades, que emprendieron programas, políticas educativas e incluso acciones de gran envergadura para conseguir tareas estratégicas en materia educativa que eran requeridas por los diferentes momentos históricos. Estas tendencias, que en un inicio surgían en los países denominados desarrollados y eran adaptadas en los llamados subdesarrollados con la ayuda de organizaciones internacionales, fueron invitaciones y mandatos a ser cumplidos por el conjunto de las naciones. A finales del siglo pasado, con la globalización, estos procesos se dieron con mayores interacciones, y si bien los logros en las diversas latitudes (Norte-Sur) y en los distintos países fueron diferentes, el posicionamiento y el interés por los temas planteados generó mejoras en las condiciones de vida para vastos segmentos poblacionales, sin que necesariamente haya significado una mayor equidad para sus sociedades.
Masificar la educación es sin duda una de las primeras tareas estratégicas desde la necesidad del desarrollo capitalista, sobre todo en procesos tendientes a instruir al segmento poblacional que vende su fuerza de trabajo. Esta masificación, destinada a los niños en edad escolar con carácter obligatorio o como un derecho, también estuvo acompañada de procesos de alfabetización, cobertura en la ruralidad y educación de adultos, llevados a cabo sobre todo en los años 60 y 70, especialmente desde los escritos de Paulo Freire (2018), que critican de manera sostenida a todo el sistema educativo.
En las décadas posteriores, los esfuerzos se centraron en la ampliación de cobertura para una población tradicionalmente segregada. Se buscó así universalizar la educación para las mujeres (Goetschel, 2007), con lo cual, además de la reparación histórica, se cualificaron y dinamizaron no solo procesos productivos, sino cambios en las estructuras culturales, familiares y sociales.
Las tendencias educativas de fin de siglo toman en cuenta aspectos ambientales y de desarrollo sostenible, así como la educación intercultural, para contemplar políticas educativas destinadas a segmentos de diversidad sexual (Salas & Salas, 2016). En la primera década del siglo XXI se consolidan propuestas de educación para las diversidades étnicas, culturales, etarias, religiosas, de género… Se habla de la inclusión educativa desde una dimensión integral, en un espectro donde caben también discapacidades y segmentos poblacionales determinados por la clase social o la migración.
Desde esa amplia perspectiva se concibe una educación inclusiva asociada al enfoque de derechos, y en particular al derecho a la educación y al principio de equidad; es decir, la inclusión garantiza derechos, a la vez que incentiva nuevos compromisos para lograr su vigencia. Sin embargo, otras voces miran este concepto desde una perspectiva crítica: reflexiones que van desde aquellas que cuestionan la inclusión como un discurso aparejado a la exclusión, pasa por aquellos que la vinculan a discursos de jerarquía y normalización, y hasta la consideran un parche del sistema a la injusticia social estructural.
La revisión de los enfoques que tratan la inclusión desde la perspectiva positiva y oficial, así como también desde aquellas cercanas a la teórica crítica y a la teoría decolonial, es el motivo de este trabajo. Se busca responder esta pregunta: ¿qué significados tiene el discurso de inclusión educativa y cuáles son sus límites?
Revisando conceptos
Los conceptos responden a posiciones epistemológicas. Según quién los enuncie o los asuma tienen más o menos legitimidad, difusión y hasta aceptación. Los conceptos no son neutros, obedecen a derivadas sociohistóricas y desde el mismo posicionamiento epistemológico tienen implicaciones políticas. El concepto de inclusión emerge de las críticas a los conceptos de integración, discapacidad y anormalidad (y sus bases normalizadoras y clínicas), que a su vez surgen de la racionalidad moderna colonial, de las dicotomías y de la clasificación y demarcación de los sujetos en normales y anormales. Es así que se establecen diferencias, distancias, jerarquizaciones y exclusiones de todo tipo, basándose en un único parámetro válido (Mara et al., 2021).
Desde el aparecimiento hasta su ejercicio en los diversos espacios de la sociedad, el concepto de inclusión ha desarrollado varias acepciones y discursos. Tanto en la investigación académica como en la legislación le han asignado distintos sentidos e implicaciones ético-políticas (Gaete & Soto, 2021). A pesar de que la inclusión en muchos casos denuncia la injusticia frente a la exclusión social, ambos conceptos son polisémicos; el segundo está asociado al término marginalidad, desarrollado por Park en 1928. Las dimensiones de la marginalidad son diversas, culturales, étnicas, de género y educativas, además de económicas. Todas ellas están interrelacionadas y atravesadas por el cercenamiento de los derechos humanos (económicos, sociales, culturales, políticos y civiles), ya que el marginado no puede ejercerlos al no acceder a la educación. ¿Quiénes están excluidos?, se pregunta Guillermo Ruiz (2022, párr. 5), y la lista es larga:
Muchos y por muchas razones: pobres, campesinos, sectores de la economía informal, desempleados, pueblos aborígenes, minorías étnicas, lingüísticas, religiosas, las personas de los colectivos LGTBIQ, las personas refugiadas, inmigrantes ilegales, entre otros. Sobre estas poblaciones pesa un estigma social que contribuye a incrementar los mecanismos de exclusión, todos los cuales se expresan en los sistemas escolares.
La inclusión, entonces, encuentra en la educación diversos campos de desarrollo que van desde vincular a los procesos educativos a quienes tradicionalmente estaban excluidos (cobertura), hasta dar respuestas educativas más adecuadas a aquellos miembros de la comunidad educativa que tienen discapacidades, pasando por la “aceptación” de minorías o la tolerancia de ciertas actitudes que en los planteles educativos normalizaban el control del cuerpo (corte de pelo, uniformización del largo de la falda, reglas de vestimenta…).
Con estas apreciaciones como punto de partida, hay discursos de inclusión educativa que se acercan a la dimensión pragmática o vinculada al ejercicio del derecho. Uno que tiene relevancia, dada la importancia de quien lo promueve, es el de la Unesco. Presentado en su Guía para la inclusión, manifiesta que la educación inclusiva es un proceso que responde a la diversidad del alumnado, incrementa su participación y reduce la exclusión en y desde la educación. Busca promover una educación de calidad para todos los estudiantes, poniendo especial atención en aquellos que, por diferentes razones, están excluidos o en riesgo de ser excluidos o marginados (Unesco, 2005). Desde el mismo enfoque y mirando desarrollos particulares, Muntaner (2010) manifiesta que la educación inclusiva tiene como objetivos fundamentales la defensa de la equidad y la calidad educativa para todos los alumnos, sin excepciones. Busca también erradicar la exclusión y la segregación en el ámbito educativo y escolar, proceso que, según Arnaiz (2019), no es posible si no se desarrolla la participación social y ciudadana.
Estos discursos se recrean o ponen en práctica en las instituciones educativas, desde un enfoque que admite y valora las diferencias. Reconoce a toda la comunidad (alumnado, profesorado y personal de administración y servicios), pero choca con un enfoque tradicional que es segregador y que busca la homogeneidad mediante respuestas uniformes según categorías, o que reduce la diversidad a través de respuestas en que se defiende a grupos heterogéneos, pero con intervenciones paralelas homogeneizadoras (García & Cotrina, 2012).
Sin embargo, los discursos mencionados no solo implican desarrollos desde las prácticas “políticamente correctas” o desde el ejercicio de derechos, como detalla Marcela Gaete (2014). A veces se considera que el mero acceso a la escolaridad evitará la exclusión, lo que no es así necesariamente, pues si bien el derecho a la educación es otorgado por ley, no implica una educación inclusiva de todos y todas si no está ligado a cambios estructurales y culturales profundos. Hay intersecciones conceptuales y ambigüedad en estas fronteras; así, al hablar de educación inclusiva, se puede hacer referencia también a la inclusión educativa o a la inclusión escolar: la bibliografía especializada no siempre mira el mismo objeto de estudio. La educación inclusiva, que quería inicialmente la restitución de oportunidades educativas a las personas con necesidades especiales, amplía su espectro hasta tratar de abarcar todas las diferencias y diversidades. Desde las prácticas, se incluía a las personas con discapacidad dentro de programas educativos y se desarrollaban ciertos aspectos de esta dentro de las comunes para evitar el aislamiento de estos estudiantes (Ruiz, 2020).
Posteriormente, la inclusión vinculada a la educación fue vista como una definición política destinada a garantizar el derecho a la educación, y con ello se hicieron necesarios compromisos progresivos tendientes a facilitar su vigencia y el ejercicio de este derecho por parte de los estudiantes. Con ello, la inclusión educativa amplió su cobertura temática y abarcó (al menos en la bibliografía especializada) diferentes cuestiones problemáticas:
Sin embargo, como plantea Armijo (2018), a pesar de las nociones posicionadas a nivel académico y político, a escala global, los conceptos de inclusión educativa e inclusión social, al deconstruirse, develan su dimensión política, desde la comprensión de sentidos y significados implícitos que los hacen incompatibles. Ambos conceptos son procesos de naturaleza distinta, fundados en definiciones y lenguajes específicos. Tienen distintas concepciones de la democracia, que influencian su focalización en la escuela o en la sociedad y descansan en principios ontológicos distintos, equidad o igualdad, determinando prácticas contradictorias de implementación. Esto lleva a su vez a una nueva premisa que posibilita mirar la inclusión desde lo educativo y lo social, enfrentando aristas estructurales de la exclusión y la injusticia.
Inclusión educativa, inclusión social e injusticia social estructural
Muriel Armijo (2018, p. 3) plantea varias preguntas que posibilitan un relacionamiento que va más allá de la semántica, pero que permite trascender discursos (que incluyen prácticas) desde y sobre la inclusión como concepto polisémico:
¿Qué significa “inclusión”? ¿“Inclusión” en qué? ¿Quién se “incluye”? (dimensiones, criterios, fronteras). ¿Por qué se habla de “inclusión”? ¿En contraste con qué hay “inclusión”? ¿Desde dónde se habla? (disciplina, campo, referentes teóricos). ¿Qué tipo de estudio se presenta? (género, objetivos, enfoque teórico-metodológico). ¿Cómo se concretiza en las unidades de investigación, las políticas educativas y las prácticas pedagógicas?
Esas preguntas llevan a respuestas que tienen que ver tanto con dimensiones estructurales de la sociedad, como con ejercicios de inclusión que chocan con el elitismo, el racismo, el sexismo, la xenofobia, la aporofobia… Porque al tiempo que las organizaciones internacionales propugnan que
una de las finalidades de la inclusión es enfrentar la exclusión y segmentación social, por lo que una de sus principales señas de identidad es el acceso a escuelas plurales, que son el fundamento para avanzar hacia sociedades más inclusivas y democráticas (Unesco, 2007, p. 39),
las inequidades estructurales, propias del capitalismo —y en especial del capitalismo dependiente (Rada, 2014)—, limitan o hacen imposible la garantía de este derecho.
Los países de capitalismo dependiente, también denominados subdesarrollados, enfrentan grandes obstáculos para garantizar el derecho a la inclusión, y mayores son los obstáculos para lograr la justicia social. Por ejemplo, la inclusión educativa de estudiantes con discapacidad o capacidades especiales no se logra de manera plena en la educación pública, aun en aquellos países en que la legislación ha generado normativas particulares, sea desde el cumplimiento de acuerdos internacionales o desde la modificación de normas en las leyes de educación. El ejercicio pleno del derecho a la educación para los indígenas y pueblos afro, a pesar de diversas propuestas oficiales para garantizar sus derechos culturales o la aprobación oficial de propuestas de etnoeducación (Oviedo, 2022), no significa que los planteles favorecidos por la educación intercultural bilingüe tengan los mismos recursos, calidad de docentes o resultados de aprendizaje que aquellos donde se educan los mestizos o los blancos. De hecho, en países como Ecuador, a pesar de diversas políticas de reparación o acción afirmativa, las poblaciones afro y los miembros de los pueblos y nacionalidades indígenas siguen teniendo bajos índices de ingreso a la educación superior (Oviedo, 2022).
Los ejemplos mencionados, sin embargo, trascienden recursos económicos y gestión. Las personas discapacitadas, así como los pueblos y nacionalidades indígenas y afro, no son los únicos segmentos poblacionales que no pueden ver satisfechas sus necesidades por parte de los Estados. La inclusión educativa de amplios segmentos de población que estadísticamente están bajo el cinturón de pobreza —y que en muchos países subdesarrollados o dependientes llegan más allá de la mitad de su población— no se logra. Centenas de miles de migrantes en el mundo son víctimas de la exclusión en las nuevas sociedades en las que se asientan. Es que, más allá de factores económicos, que sin duda son importantes, hay otros factores vinculados al ethos de estos países denominados subdesarrollados que parten desde la historia, la cultura y las persistentes formas coloniales de dominación.
Como hemos visto, la inclusión está estrechamente vinculada a la exclusión estructural del sistema capitalista, pero, además, es esta misma categoría cognitiva y práctica —la inclusión— la “que naturaliza las consecuencias del capitalismo, transfiere las responsabilidades a los seres humanos que las padecen y, principalmente, pasa por alto […] el dualismo exclusión/inclusión” (Gómez, 2018, p. 12). Los procesos inclusivos no logran resolver la injusticia social propia de la contradicción capital-trabajo en las diversas latitudes donde está presente y, conjuntamente, en los países poscoloniales, además de esta contradicción principal, hay otras que complejizan las “tareas inclusivas”.
Aníbal Quijano (2014), desde el enfoque de la colonialidad del poder, explica de qué manera la estructura de castas de los días coloniales pervive en formas sutiles y se naturaliza en dichas sociedades. Así, por ejemplo, los privilegios culturales y económicos que tenían los blancos en los días de la Colonia continúan en sus descendientes, así como continúan la exclusión, la segregación y la invisibilización de las castas coloniales inferiores en los ahora denominados “sectores subalternos”, quienes viven en su cotidianidad el racismo, el clasismo, el elitismo, la peor parte de la distribución del trabajo y el inadecuado goce de derechos culturales.
Al continuar esta estructura en términos culturales, sociales e identitarios, se reproduce una dimensión epistémica y cultural (Castro-Gómez & Grosfoguel, 2007), ante lo cual la inclusión se reduce a un sofisma que desvía las luchas sociales de los asuntos clave propios del capitalismo y de una matriz colonial: capital, autoridad, género y sexualidad, y subjetividad (Fabbri, en Gómez, 2018).
Desde esos determinantes no solo contemporáneos sino históricos debe mirarse la inclusión, íntimamente ligada al binomio inclusión/exclusión, y debe tenérsela presente en la tríada diversidad/diferencia/igualdad. Hay que reconocer que todos somos diferentes, partiendo de que la diferencia es natural, y asumir la igualdad como un punto de partida. Diferentes y diversos pero iguales en dignidad y derechos (Gaete, 2023). Más allá de mirar la variedad de discursos de inclusión, quiénes los desarrollan y sus propósitos, se debe investigar para comprender las prácticas que parten de esos discursos, y de qué manera los discursos y las prácticas son apreciados por aquellos que “van a ser incluidos”.
Referencias
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