Revista Andina de Educación 6(1) (2022) 000617
Educar ambientalmente: La multirreferencialidad como camino hacia la sustentabilidad
Educating Environmentally: Multireferentiality as a Pathway to Sustainability
a Tecnológico Nacional de México/Instituto Tecnológico de Úrsulo Galván. Villa Úrsulo Galván, C. P. 91667, Veracruz, México.
Recibido el 16 de agosto de 2022. Aceptado el 25 de noviembre de 2022. Publicado el 01 de febrero de 2023.
© 2023 Villarruel-Fuentes. CC BY-NC 4.0
https://doi.org/10.32719/26312816.2022.6.1.7
Resumen
Entender y operar la sustentabilidad dentro de la práctica educativa vinculada a la educación ambiental requiere de un acercamiento que supere el sentido lineal con el cual se ha abordado, para dar cabida al pensamiento complejo como alternativa modélica, concretada en el marco curricular y en el despliegue didáctico que la debe caracterizar. Desde esta perspectiva se planteó el objetivo de examinar las posibilidades curriculares de la sustentabilidad desde la multirreferencialidad, como vía de acceso al pensamiento complejo. Se recurrió el análisis, la interpretación conceptual y la operatividad de los preceptos teóricos sobre la transdisciplina y la transversalidad curricular, los referentes que mejor explican actualmente a la educación ambiental. Los resultados evidencian el sentido instrumental y cientificista de las propuestas curriculares actuales dentro del campo de la educación ambiental, encaminadas hacia la gestión descontextualizada de la sustentabilidad y enfocadas disciplinariamente, y muestran la pertinencia y validez de los enfoques transdisciplinarios, de índole multirreferencial. Se concluye que es necesario trascender el actual diseño curricular instruccional de la transdisciplina y el sentido utilitario de la transversalidad como vías de acceso a la sustentabilidad, para abordarla desde la multirreferencialidad, atendiendo el complejo entramado social que en cada institución educativa prevalece, asumida como comunidad.
Palabras clave: transdisciplina, transversalidad, nivel superior, prácticas sociales, gestión de comunidad
Abstract
Understanding and operating sustainability within the educational practice, linked to environmental education, requires an approach that overcomes the linear sense, making room for complex thinking as a model alternative, concretized in the curricular framework and in the didactic deployment that should characterize it. From this perspective, the objective was to examine the curricular possibilities of sustainability from a multi-referential perspective, as a way of access to complex thinking. For this purpose, we resorted to the analysis and conceptual interpretation, as well as to the operativity of the theoretical precepts on transdiscipline and curricular transversality, since they are the referents that currently best explain environmental education. The results show the instrumental and scientificist sense of the current curricular proposals within the field of environmental education, aimed at the decontextualized management of sustainability, focused on disciplines, showing the relevance and validity of transdisciplinary approaches, of a multi-referential nature. It is concluded in the need to transcend the current instructional curricular design of transdiscipline and the utilitarian sense of transversality as ways of access to sustainability, to approach it from multireferentiality, attending to the complex social framework that prevails in each educational institution, assumed as a community.
Keywords: transdisciplinary, transversality, higher education, social practices, community management
Introducción
Versar sobre la multirreferencialidad1 es anidar en los sistemas del pensamiento complejo, alejándose de las perspectivas monodisciplinarias propias de la visión modernista. Se significa superando el reduccionismo disciplinar fuertemente acuñado dentro del enfoque cientificista,2 construido con hechos, leyes y teorías, y trasladando la mirada teórica y epistemológica hacia el relativismo y la intersubjetividad, donde la realidad y lo que se dice de ella dependen directamente del contexto, de los principios y valores e incluso de la moral y la espiritualidad de las personas, brindando alojamiento a todas las voces posibles y asignándoles la misma validez como criterios de verdad. Ardoino (1991, p. 1) puntualiza en la necesidad de comprender el análisis multirreferencial “como una lectura plural, bajo diferentes ángulos, de los objetos que quiere aprehender, en función de sistemas de referencias supuestamente distintos, no reductibles los unos a los otros”, entendida la educación3 desde estas acotaciones como
una función social global, asegurada y traducida por un cierto número de prácticas, [que] está en relación, evidentemente, con el conjunto más vasto de las ciencias del hombre y de la sociedad. Por consecuencia, desde el punto de vista del saber, le interesa tanto al psicólogo como al psicólogo social, al economista como al sociólogo, al filósofo como al historiador, etcétera. En el plano de la acción, se advierten múltiples competencias necesarias tanto para la inteligencia práctica como para la gestión de situaciones concretas. Solo se puede esperar emprender seriamente el análisis de tales prácticas a partir del reconocimiento de su complejidad y, por consecuencia, de una comprensión considerablemente retrabajada del estatus de su opacidad. (p. 1)
Lo que está en juego rebasa la propia expectativa interdisciplinaria para aspirar al logro de una transdisciplina que vaya “más allá” de las disciplinas —y no únicamente “a través” de ellas—, configurando nuevos fenómenos objeto de estudio y, con ello, nuevas formas de abordarlos metodológicamente, interpretarlos y conjeturarlos.
Sin duda, la transdisciplina es un complejo ejercicio de pensamiento que dista mucho de ser dominante en los espacios educativos, aunque desde la educación ambiental y la sustentabilidad se reclame su presencia e instauración. Invocarla no la hace cierta, menos aún cuando lo que se pretende es transformarla en un principio de autonomía conceptual, de operatividad metodológica y de orientación interpretativa. En este orden de ideas, Hernández y Cuevas (2017, p. 5) precisan que “la multirreferencialidad se presenta como una vía que permite distinguir y analizar diversas teorías relacionadas con la educación, posibilitando la selección de las más adecuadas para la generación de conocimiento”; de aquí su vínculo con la transdisciplina.
En un primer momento es posible concebir la transdisciplina como una forma de multirreferencialidad que no ha tenido éxito en su intento por establecerse como modelo dominante en las propuestas curriculares en el entorno de la educación superior; por el contrario, se ha reducido a simples acercamientos modélicos, e incluso a enfoques aislados en su contexto de actuación. González (2019, p. 31) dice al respecto: “La discusión de la transdisciplina es epistemológico-teórica, y son realmente pocos quienes han tratado de aterrizar el debate en propuestas, no hacia el currículo sino hacia la educación, donde podrían ponerse en práctica”. En este mismo tenor, Espinosa (2019, p. 29) apunta:
De allí que considerásemos que una de las dificultades principales de la puesta en práctica de esta visión más integradora de la formación que ofrece la transdisciplinariedad se encontrara en la carencia de propuestas metodológicas que permitieran hacer operacionales los principios epistemológicos de esta perspectiva en las tareas universitarias y que el paso paradigmático en la universidad había de iniciarse justamente con la formación transdisciplinaria de los diversos actores de la comunidad educativa de que se tratare.
Todo parece indicar que no se ha podido —o, incluso más grave aún, que no se ha sabido— llevar el pensamiento complejo a los sistemas curriculares, y en general a la educación. Con todo ello, es posible pensar en la multirreferencia a través de la transdisciplina y la transversalidad, como vía de acceso a la educación ambiental y, de ahí, a la sustentabilidad anhelada.
Sobre esta base, Guzmán et al. (2019, p. 76), desde los conceptos de Carvajal, consideran que
el enfoque transdisciplinar-transversal es la apuesta por la intencionalidad de una educación holística, con lo cual se pretende integrar el estudio de las demandas sociales, los escenarios y los problemas complejos con los referentes disciplinares, aceptando que existen múltiples visiones y/o realidades que son transversales, complementarias y por lo tanto transdisciplinarias.
Son estas las premisas que justifican la pertinencia de adoptar la perspectiva multirreferencial como ruta de acceso para lograr la sustentabilidad dentro de la educación ambiental, a partir de dos estrategias ampliamente popularizadas en la educación superior: la ambientalización curricular como alternativa a la transversalidad, y la transdisciplina entendida como una ruta posible hacia la complejidad que subyace en la sustentabilidad, entendiendo que “el proceso educativo permite, a través del diálogo de saberes, un pensar transversal que a su vez implica la búsqueda en lo transdisciplinar” (Pérez et al., 2013, p. 16).
Metodología
Se aborda el estudio de la multirreferencialidad y sus vínculos con la educación ambiental para la sustentabilidad, a partir de la interpretación y el análisis de dichos conceptos, bajo los referentes reportados en la literatura especializada. A partir de ello se sostiene una serie de inferencias lógicas, de corte crítico y propositivo, encaminadas a la disertación sobre las posibilidades curriculares de la transdisciplina y la transversalidad como elementos integradores de la educación ambiental, para desde ahí trascender hacia la sustentabilidad, en busca de construir el campo de la complejidad curricular en la educación ambiental.
Resultados y discusión
Lo transdisciplinario
Cuando se habla de transdisciplina, lo primero que debe descartarse es que se trate de una síntesis disciplinar, es decir, de la integración de perspectivas disciplinares. En el mejor de los casos, esta definición la colocaría más próxima a la multidisciplina o a la interdisciplina. Por consiguiente, trascender las disciplinas es una condición necesaria para poder entenderla como un ejercicio de trabajo autónomo, dirigido a la búsqueda de nuevas formas de concebir la realidad, operar en ella y generar conocimiento.
Abordar lo transdisciplinario conlleva el abandono de las formas preconcebidas de entender los hechos, asumidos como fenómenos lineales, de causa y efecto, donde la predicción siempre es posible. Se trata ahora de aceptar la complejidad de dichos fenómenos, su condición de incertidumbre y la imposibilidad de predecir sus comportamientos, ya que su categoría sistémica ofrece nuevos modos de producir conocimiento —no solo científico, sino también práctico, personal y holístico, que busca explicar y comprender— a la luz de sus estructuras y las relaciones entre sus componentes.
Pero habrá que preguntarse qué implicaciones tiene esto para la educación. Pérez et al. (2013, p. 16) estipulan al respecto que “para establecer la relación entre educación y transdisciplina es necesario partir de un concepto ordenador que permita explicar las implicaciones pedagógicas del proceso de transversalidad como elemento base del diálogo de saberes”. Esto evidencia la necesidad de entender por qué la insistencia en hacer posible una educación ambiental desde la transversalidad, situación que será analizada más adelante.
En palabras de Osorio (2012, p. 269), “tenemos que aprender a diferenciar y a distinguir, sin tener por ello que separar”. Para lograrlo, es indispensable partir de “ideas ordenadoras”, que a su vez integren los componentes que dan dinamismo a toda estructura, entendida como una complejidad organizada, un sistema autoecoorganizado, a decir de Morin (2005b y 2007). Aquí es donde la transdisciplina adquiere sentido. Pero no se trata de una simple “regulación”, sino de una organización que supera este principio, para anidar en la autoorganización y la autoproducción. Con ello, se supera el principio de causalidad lineal y se hace posible la “retroacción” postulada por la cibernética —el efecto retroactúa sobre la causa—. Parafraseando a Morin (2003 y 2005a), el currículo —su diseño— produce una educación específica —principios, valores, normas, contenidos, conocimientos, conductas— mediante las interacciones entre sus componentes —estudiantes, maestros, directivos, planes y programas, entre muchos otros—, pero dicha educación, como un todo emergente, produce o modifica el plan contenido en la propuesta curricular. A esto Morin lo llama “bucle recursivo”.
Un acercamiento a estos principios permite observar el estrecho vínculo entre la multirreferencialidad y la transdisciplina, anidadas ambas en las teorías que explican la complejidad. “Arrastrar los significados previos” —como afirma Martínez (2016) al referirse a la construcción teórica que comprende la multirreferencialidad— precisa y ajusta los significados entre sí —rearticulándolos para resignificarse—, lo que permite crear un nuevo sistema conceptual, funcional y coherente, que de manera recurrente se expresa en la transversalidad temática apreciada en el diseño curricular, particularmente en lo relativo a espacios y ámbitos (Sime, 2017), elementos consustanciales de la educación ambiental. El bucle recursivo es evidente. Lo sistémico y su complejidad son palpables.
La sustentabilidad como principio
¿Cómo se debe entender la sustentabilidad? Más que identificar qué es como concepto, es necesario identificar la forma en que debe ser abordada. Parafraseando a Leff (2002, 2003 y 2006), la sustentabilidad es una nueva forma de entender y abordar en sus distintos matices —políticos, económicos, ecológicos, culturales y sociales pero particularmente educativos— una realidad que ha estado acotada por una racionalidad económica que determinó la apropiación científico-tecnológica de la diversidad biológica, entendida como naturaleza y mejor conocida como biodiversidad.4 Se habla de una apropiación cultural de dicha naturaleza, que dicta cánones éticos que orientan significados y simbolismos expresados en relaciones funcionales entre ella y el ser humano. Leff habla así de una crisis de conocimientos, en tanto cognición que en calidad de cuerpo teórico crea, justifica y promueve relaciones perversas entre las sociedades —civilizaciones— y el entorno natural; esos vínculos originaron la actual crisis planetaria, cuyos problemas se ocultan bajo el manto de una narrativa que sostiene al “desarrollo” como proveedor de bienestar.
Pero es precisamente esta crisis ambiental la que hace emerger el principio de sustentabilidad, directriz que pone en relieve los problemas, identificándolos, analizándolos y esclareciéndolos para colocarlos en la mesa del debate y el escrutinio. Leff denomina a esto “hermenéutica ambiental”, dado que reinterpreta al mundo, es decir, resignifica las relaciones sociales y culturales mediante una diversidad de teorías y enfoques que dan como producto una nueva racionalidad, depositaria de nuevos imaginarios colectivos y representaciones sociales que arraigan en la conciencia y ponen en movimiento a nuevos actores sociales dentro del llamado “ambientalismo”. La sustentabilidad es entonces una construcción social que se distingue por buscar la deconstrucción del orden establecido. Desentrañar las relaciones de poder a través de nuevos saberes —que no se agotan en el conocimiento científico decimonónico— es la vía para lograr este cometido. Incorporar estos saberes a la sociedad es la culminación de sus propósitos, en busca de que dichas sociedades se reapropien culturalmente de la naturaleza y modifiquen con ello sus condiciones de vida desde los propios imaginarios sociales. Por ello, Leff insiste en que dicha hermenéutica ambiental termina configurando una “ecología política”, donde convergen distintas formas de entender la sustentabilidad dentro de las sociedades, sobre la base de los distintos intereses políticos; la hermenéutica estará a cargo de indagar al respecto. Bajo estos principios, la biodiversidad, por ejemplo, tomará distintos significados, más sociales y culturales.
Al abordaje de la sustentabilidad
Uno de los mayores desafíos a enfrentar al momento de entender y abordar el concepto de sustentabilidad en la práctica educativa lo representa la forma en que se encuentra desarticulado teóricamente. En un campo de entendimiento limitado por las inercias paradigmáticas, cargado de certezas5 sobre lo que representa la condición biopsicosocial de los seres humanos —fenómenos hipercomplejos, de acuerdo con Morin—, la llegada de nuevos enfoques tiende a ser una condición casi obligada; todo el mundo quiere aportar a su definición. Sin embargo, es notoria la forma en que las tendencias se decantan hacia la gestión de la sustentabilidad, sostenidas por preceptos institucionalizados que dan por hecha su definición y, lo que es más sustancial, el entendimiento que de ella se tiene.
Para lograrlo, se retrotrae a la sustentabilidad hacia los tradicionales espacios de entendimiento académico, donde la educación ha cimentado sus convicciones más significativas. Se habla así de acudir a los tradicionales espacios escolares para hacer posible un referente de sustentabilidad que trascienda esos mismos escenarios educativos, en una clara tendencia a privilegiar el sentido institucional que a partir de la segunda mitad del siglo XX impregna las propuestas educativas, apostando a la obtención de resultados formativos, bajo premisas que deben ser revisadas. Entre ellas se puede citar la proclama generalizada de “ambientalizar” el currículo,6 pensando a las instituciones educativas, sobre todo las de nivel superior, como escenarios idóneos para enfrentar la actual crisis ambiental (Alvear et al., 2018), lo que les impone la responsabilidad institucional de orientar a la sociedad hacia la sustentabilidad (Hernández & Camarena, 2021) mediante la integralidad sociocultural alcanzada dentro del aula y a través del tratamiento coherente y significativo de la problemática ambiental (Alvear et al., 2018). Sobre el particular, Mora (2012, pp. 80-81) fundamenta:
[L]a necesidad de incluir la dimensión ambiental en la educación superior aparece más que [como] una elección como un imperativo, en [el] que las instituciones de educación superior en todo el mundo deben dar respuesta efectiva de aplicación de modelos centrados en el desarrollo sostenible mostrando caminos y concreciones que apunten a la satisfacción de las necesidades básicas de la sociedad. De esta manera, ha aparecido la integración de lo ambiental a los proyectos educativos institucionales de las universidades y en concreto a sus funciones institucionales de gestión, investigación, extensión y docencia.
Esta condición plantea una alternativa fuertemente explorada en las últimas cuatro décadas,7 sostenida por distintas ópticas y bajo criterios muchas veces contradictorios entre sí, transitándose de la rigidez estructural a la disgregación de contenidos, expresada a partir de la llamada “dimensionalidad ambiental”, donde por una parte se incorporan materias o asignaturas a la retícula escolar y, por otra, se impregnan de contenidos ambientales los distintos programas de estudio; todo ello respetando las directrices disciplinarias, sin mayores pretensiones de cambio curricular.
Aunado a ello, son comunes otras tres estrategias de intervención: la incorporación de subsistemas o áreas de especialización incluidas en los últimos semestres de los programas académicos de licenciatura; la transversalización, mediante la cual la dimensión ambiental y la sustentabilidad infiltran todo el currículo —es decir, están presentes en los programas, proyectos y planes de estudio—; y el diseño curricular, en el que la dimensión ambiental y la sustentabilidad son ejes articuladores del desarrollo del programa educativo (Reyes, en Ramos & Sánchez, 2018).
Esto explica por qué esta iniciativa no ha tenido un efecto significativo respecto a la formación ambiental8 de los estudiantes, lo que limita, e incluso anula, sus niveles de intervención como agentes activos de cambio. Se aprecia, en cambio, un claro adoctrinamiento conceptual, así como una replicación de conductas que se expresan en prácticas ajenas a la realidad que se vive (Hernández & Camarena, 2021). Se pasa por alto que, para educar ambientalmente, se necesita dar al currículo la capacidad de dotar al estudiante de las habilidades para “gestionar comunidad”, es decir, desarrollar en él capacidades de diálogo y comunicación que le permitan deconstruir y reconstruir significados, a través del trazado de rutas y la construcción de puentes entre lo material y lo simbólico, lo que exige, además de una política institucional acorde a estos preceptos, la configuración de nuevos acuerdos, nuevos contratos sociales que renueven la dinámica cultural institucional, para dar lugar a un nuevo campo —ethos— construido sobre renovados habitus.9
Con base en esta perspectiva, Rosales (2021) confirma la necesidad de superar el reduccionismo que significa la incorporación curricular de la dimensión ambiental, al señalar la exigencia de admitir en las iniciativas de educación ambiental institucionales dos ámbitos más de acción: la “gestión ambiental” y la “educación y participación ambiental”.10 El primero de ellos involucra el diseño y la operación de acciones que atañan a toda la comunidad académica endógena —ahorro de energía, limpieza de áreas verdes, separación de basura, siembra de árboles, entre otros—; el segundo está dirigido a otorgar experiencias educativas a través de eventos académicos —seminarios, conferencias, mesas de análisis y discusión, paneles, simposios, diplomados, talleres, etc.—. En términos de los escenarios académicos que prevalecen en las instituciones educativas de nivel superior, estas dos esferas suelen significar lo mismo, con la salvedad de que dentro de la participación ambiental puede tener cabida la comunidad social y cultural exógena. De acuerdo con la autora, el principio que se persigue es desarrollar consciencia, para consecuentemente poder entender la relación que existe entre los aspectos ambientales y la práctica profesional,11 mientras se adquieren las habilidades procedimentales para intervenir en favor del ambiente. Se trata de tres vertientes elementales en la formación ambiental del estudiante.
En paralelo a lo anterior, autores como Hernández y Camarena (2021) sentencian categóricamente que las limitaciones en la ambientalización curricular se originan en la falta de una idea clara sobre qué significa la educación ambiental, lo que evidentemente exhibe un déficit que sacude la propia naturaleza de la academia. Si dentro de los colectivos académicos no hay claridad al respecto, entonces ¿dónde la habrá? Sobre todo, ¿cómo concebir la sustentabilidad si no se entiende lo que es la educación ambiental?12
Una segunda lectura del problema permite pensar que tales deficiencias en la ambientalización curricular —rigidez o laxitud de sus bosquejos— posiblemente residan en la precaria formación de los diseñadores, quienes efectivamente pueden no ser capaces de entender las premisas básicas de la educación ambiental y la sustentabilidad que la acompaña. Pero hay más.
Nunca es buena idea dar por hecho algo sin revisarlo. Una rápida mirada a las experiencias reportadas podrá brindar evidencia de ello. La trivialización de los diseños, realizados generalmente por administradores educativos y no por especialistas en educación, son moneda corriente dentro de las instituciones de nivel superior, donde las jefaturas de área o departamentos académicos, dirigidos por profesionales con los más disímbolos perfiles, coordinan o ejecutan estas tareas, asumiendo de facto que su condición de mando es suficiente para diseñar o reestructurar una propuesta curricular, incluso si se trata de ambientalización.
Frente al galimatías inmerso en las propuestas curriculares, el despliegue de estas se constituye en un generador de desorden y confusión: los docentes —al margen de sus propias deficiencias en el renglón educativo— buscan afanosamente la forma de aportar a estas iniciativas, llenando de buenas ideas el repertorio de técnicas y acciones conducentes a operacionalizar o instrumentalizar el currículo. Todo parece válido, siempre y cuando lleve implícito el sello de la intervención a favor del ambiente.
Ante estas circunstancias, y en medio de un contexto institucional discrepante de la propia propuesta curricular, el docente no hace más que repetir viejas consignas, asumir patrones tradicionales y recurrir a las prácticas ya conocidas y avaladas por toda la comunidad académica. Caminar en círculos parece su mejor estrategia didáctica, o tal vez la única que le queda si quiere parecer comprometido con el proyecto curricular. La situación se vuelve más compleja cuando se admite la presencia de “lagunas” en la formación de los docentes, o incluso de un franco analfabetismo en torno a la sustentabilidad (Murga, 2019).
Por consiguiente, ambientalizar el currículo no es algo que se resuelva únicamente entendiendo con claridad lo que significan la formación ambiental y la sustentabilidad. Murga (2019) clarifica esta situación cuando estipula la presencia necesaria de una visión institucional, de estructuras organizativas orientadas por los principios y valores no del desarrollo sustentable, sino de la sustentabilidad, y sobre todo del compromiso de la comunidad, esencialmente de los docentes. Sin esto, sus iniciativas serán de impacto limitado y escasa o nula persistencia en el tiempo y el espacio. Es notoria la urgencia de ambientalizar primero el pensamiento de las comunidades académicas, aunado al diseño y despliegue de programas y proyectos de comunicación, ya que “por lo general se carece de una estrategia de divulgación y empleo que contribuya a cambiar ideas y comportamientos” (Reyes & Castro, 2019, p. 134). El problema, como se aprecia, es estructural.
Esto explica las afirmaciones de Rosales (2021) y Hernández y Camarena (2021), quienes establecen la necesidad de evadir la constitución de procesos aislados de la realidad individual y colectiva, lo que significa que siempre deberán obedecer a contextos específicos, a realidades concretas, que, si bien abrevan de sus macrosistemas, mantienen una estructura entretejida por sus propios símbolos y significados, que al ser compartidos brindan identidad y sentido de pertenencia.
En concordancia con ello, Hernández y Camarena (2021) indican que la formación ambiental debe proporcionar al ser humano la completud y el perfeccionamiento requeridos. Sin embargo, esto tiende a ser más un ideal que una realidad del “ser”, ya que no se debe pasar por alto que se trata más bien de un “ente” en constante construcción y por lo tanto inacabado, cuya reflexión, a decir de Rosales (2021), se encuentra siempre en permanente desarrollo y progresión. En términos de la gestión de comunidad antes referida, se debe buscar que la persona se haga una con el proyecto comunitario y no una para el proyecto, tal como concluyen Hernández y Camarena (2021).
Por lo tanto, debe existir lucidez en torno a lo que representa —más que a lo que significa— educar y capacitar ambientalmente. Para Rosales (2021), las diferencias son nítidas: mientras la educación ambiental se orienta hacia la comprensión, la suma de experiencias, el desarrollo de capacidades y la adquisición de conocimientos, habilidades, valores y actitudes —entendidos como productos resultantes de la propia educación ambiental, recibida y obtenida a través de complejos procesos de reflexión crítica, propiciados mediante la enseñanza y el aprendizaje—, la capacitación ambiental, por su parte, tiende a ponderar el adiestramiento laboral, como vía para acceder a desempeños más eficaces y eficientes, previamente acordados como propósitos a lograr. Según su criterio, la capacitación es un mecanismo para mejorar la productividad y competitividad de las empresas; siempre está enfilada hacia sus intereses, sin pretensiones de transformar o cambiar los actuales estilos de vida insustentables.
El abordaje multirreferencial dentro de la educación13 —o formación— ambiental es un atrevimiento conceptual válido, pero los esfuerzos por clarificarlo tienen que continuar, bajo la consigna de invocar al pensamiento crítico como producto del desarrollo de un programa o proyecto educativo de formación, siempre y cuando se emplee también como insumo.
Transversalidad en educación ambiental
Sin duda, la transversalidad como estrategia curricular ha sido una de las más socorridas a lo largo de los últimos cuarenta años. Surge como alternativa para atender los tópicos emergentes que en cada momento de la historia han germinado a partir de los cambios socioculturales. La educación ambiental, primero, y la educación para la sustentabilidad, después, tuvieron y siguen teniendo este estatus de emergencia. La idea de alcanzar mayores y mejores niveles de eficiencia en el impacto de alguna propuesta pedagógica/andragógica siempre es cautivante; sin embargo, en la práctica, iniciativas de esta índole no han alcanzado el éxito deseado, en gran medida porque se las asume de manera inadecuada, ya sea al momento de diseñarlas o bien al operarlas, muchas veces, interdisciplinariamente.
Entre las críticas a esta alternativa curricular destaca lo suscrito por Redon (2007, p. 1), quien distingue la génesis de su problemática al afirmar que la transversalidad es un
concepto muy cuestionado desde una perspectiva sociocrítica del currículum, especialmente si se ilumina desde un enfoque posestructuralista, pierde sentido y coherencia, porque este concepto de transversalidad, no neutro, situado y fechado en contextos personales, sociales, históricos, políticos, que le han arropado de distintas acentuaciones, pierde sentido y coherencia desde la propia contradicción de un currículum obligatorio, que inventa un nombre para recoger lo que en otro lugar del currículo no cabe.
La intención de llevar la transversalidad a la integralidad de una propuesta educativa curricular sucumbe ante el carácter disciplinario de su estructura, condición identificada como “hermetismo teórico disciplinar” (Rodríguez, 2015), espacio común en la mayor parte de las propuestas vigentes en la educación superior. Incluso cuando se establecen holísticamente las dimensiones de la transversalidad —conceptual, procedimental y axiológica—, se termina por parcelarlas para alinearlas con el modelo analítico.
Al margen de sus críticas y de las múltiples definiciones que nutren el significado de la transversalidad, al final es entendida como
la integración de los diversos saberes para el desarrollo de competencias para la vida […]. Esto implica darle un nuevo sentido a la práctica pedagógica hacia la construcción de un conocimiento capaz de responder a la transformación de los contextos locales, regionales y nacionales. (Jauregui, 2018, p. 72)
Estos antecedentes advierten de la intención de sesgar sus fundamentos hacia los enfoques basados en competencias, sin que ello signifique abandonar el tradicional esquema de “bloquear contenidos” a manera de ejes temáticos dentro del plan curricular, e incluso de su estructura administrativa.14 Al respecto se establece que
los temas transversales han pasado de significar ciertos contenidos que deben considerarse y sumarse a las diversas disciplinas escolares, a un sistema de planificación organizado donde se reflexiona entre estos y la demanda del contexto para engranarlos dentro de las temáticas de las áreas y redimensionarlas de una manera globalizante para conectar la escuela con la familia y la sociedad. (p. 73)
Se trata de estructurar un “currículo integrado”, cuyas directrices emanan de la identificación de necesidades, en un marco de referencias problemáticas a atender en los distintos campos del quehacer humano —social, cultural, ecológico, político, económico—, que para el caso de la educación ambiental se circunscribe a las problemáticas ambientales en todas sus dimensiones.
Nuevamente se resuelve el dilema de qué hacer, pero no se atiende cómo hacerlo, epicentro de cualquier diseño curricular. Redimensionar las áreas temáticas para hacerlas congruentes con los macrocontextos problemáticos, y engranarlas a partir de ahí con las esferas del microcontexto local, es precisamente lo que ha limitado sus resultados y eficacia. Cuando se afirma que la fortaleza de los ejes temáticos reside en “la habilidad para abrir diálogo con otros saberes de diferentes asignaturas, con los saberes conceptuales, actitudinales y pragmáticos” (p. 75), se limita la propuesta y se reduce a su mínima expresión bajo un carácter instrumentalista,15 solo multidisciplinario —sin profundidad ni sincronía, como lo exige al menos la interdisciplina—, propio de la orientación educativa basada en competencias profesionales.
A pesar de ello, dotar a las competencias profesionales de atributos superlativos ha sido una constante entre quienes defiende su implementación, al admitir que
un rasgo significativo de la competencia es su carácter multidimensional. Se produce en un entramado de factores que exigen al sujeto conocer y comprender, pero también actuar y ser. Incluye componentes cognitivos, axiológicos y procedimentales, además del sustrato que proporciona el mundo subjetivo de sentimientos, afectos, vivencias y emociones de la persona, e intervienen en ella los talentos o las inteligencias no estrictamente cognitivas, como la emocional, la ecológica y la espiritual, entre otras. (Murga, 2019, p. 13)
Es complejo imaginar que un cúmulo de competencias profesionales tuteladas por necesidades e intereses empresariales podría alcanzar este nivel de formación. Más que tratarse de una utopía, se asemeja más a un sofisma. La transversalidad no es un asunto únicamente de contenidos, sino de valores y creencias, de vivencias y percepciones, sobre todo si se trata de la educación ambiental para la sustentabilidad.
Sin embargo, es común observar cómo la transversalidad se emplea a manera de disposición curricular tendiente a ambientalizar el currículo —dentro de sus programas de estudio—, aunque también es frecuente observarla como parte de una narrativa justificadora, signada en la misión, la visión y el objetivo general de un modelo educativo, sin llegar a impactar en la propuesta curricular que lo acompaña.
Dimensionar, categorizar y escalar los ejes temáticos como estrategia de transversalidad para el logro de una educación ambiental exclusivamente de “saberes emergentes” rinde tributo al conocimiento disciplinario: es un regreso al origen, un nuevo culto a la autoridad cognitiva, que se distancia de los problemas ambientales, de su génesis y sus consecuencias, concibiendo la causa del efecto bajo axiomas de inutilidad, al desvincular al estudiante de las necesarias prácticas sociales.
Conclusiones
El propósito sublimado de toda propuesta de diseño y operación curricular parte del deseo razonado de lograr la mejora social —bienestar— a través de un conocimiento basado en un desarrollo humano sostenido, pretensión que anida en la ideología occidental, predominante en los modelos educativos actuales.
Sin embargo, sin una adecuada gestión del conocimiento que recupere la multirreferencialidad como alternativa curricular —asumida como un nuevo sistema conceptual que resignifique lo que son la transversalidad y la sustentabilidad en su calidad de significantes de la educación ambiental— no será posible la integración transdiciplinaria, es decir, la recuperación del sentido y la identidad comunitarios, dislocando el círculo virtuoso que supone la premisa de la sustentabilidad.
Producir conocimiento nunca es un hecho aislado, particularmente en el contexto de la educación ambiental. El conocimiento para ser útil debe trascender la simple réplica de información y prácticas institucionalizadas, para ir hacia los saberes y las experiencias de los protagonistas del hecho educativo, muchas veces aislados en escenarios escolares de carácter monolítico, diseñados para acumular información desarticulada y no significativa para el aprendiz ni para el propio maestro.
Tanto la sustentabilidad como la transversalidad necesitan de la multirreferencialidad, ya que son aspectos condicionados en su desarrollo por el complicado entramado que prevalece en cada institución educativa. Se trata de sistemas complejos en los que no es posible hacer predicciones; escenarios determinados por las múltiples relaciones posibles entre sus actores, tiempos, espacios, formas y medios de interaccionar socialmente y de operar bajo un sistema de normas institucionales, condicionantes y a su vez condicionadas por las construcciones culturales que les son propias.
Propiciar un “entrecruzamiento” de saberes, sentires, decires y quehaceres dentro una comunidad escolar —en busca de una verdadera transversalidad— mientras se aborda la transdisciplina como alternativa de trabajo no es factible solo con el diseño adecuado del currículo. Esto es particularmente cierto cuando lo que se desea es educar ambientalmente, pues una escuela es un conjunto no de espacios físicos ocupados por seres humanos, sino de entornos habitados por ellos: verdaderos hábitats culturales en los que no se existe únicamente, sino que se vive. Este es el principio básico desde donde se erige la multirreferencialidad, principio clave de la sustentabilidad.
Referencias
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1 Martínez (2016, pp. 53-54) identifica la multirreferencialidad al indicar que “la construcción teórica multirreferencial implica que se arrastran los significados previos de los conceptos de acuerdo a su teoría de origen en el momento de ‘extraerlos’, pero se precisan y ajustan los significados entre sí al rearticularse para crear un nuevo ‘sistema’ conceptual, de tal manera que los significantes se re-significan buscando tanto su funcionalidad como su integración altamente coherente en una nueva configuración teórica”. Para Sime (2017, pp. 112-113), este concepto “integra como referentes disciplinas, temas transversales, sujetos y ámbitos, lo cual permitiría abrir el concepto a referencias no solo académicas, sino también sociohistóricas, especialmente al referir a sujetos y ámbitos”, condición indispensable cuando se trata de la educación ambiental y la sustentabilidad.
2 Donde desde la ciencia tradicional y su propensión disciplinaria se busca “formar estudiantes que se conviertan en consumidores conscientes, es decir, que desarrollen comportamientos o conductas favorables al ambiente (como separar residuos, ahorrar agua y energía), pero sin llegar a plantear propuestas más radicales que cuestionen los impactos del modelo de producción y consumo predominante, y la forma como este se sostiene gracias a una estructura social y política que favorece la reproducción y agudización de los problemas de la realidad actual” (Reyes & Castro, 2019, p. 134).
3 Educación formal, tal como señala la tradición europea, orientada a la masificación recientemente asociada a la formación en competencias profesionales, cuyo objetivo central es el logro de bienestar a partir de la educación, entendida llanamente como escolarización.
4 Pérez (2013) aclara el origen político del concepto, al cual se atribuyó una estrecha relación con el ambiente, la tecnología y la ciencia, y desde luego con la política. Ya para la década de 1980 tomará un nuevo derrotero, apegándose a las disciplinas biológicas y conociéndose como “diversidad biológica”, con lo biológico —lo genético, lo ecológico y lo referido a las especies— concebido como un hecho social, en una mercantilización de la naturaleza y el ser humano. En los años 90 será redireccionada hacia los escenarios sociales y culturales —multiculturalidad—, con distintas cargas semánticas.
5 Certezas alimentadas por el sentido integral, holista, de una educación deseada, de un referente ético-moral exigido, frente a las premisas de una sociedad consumista y utilitaria que debe cambiar. Desde este referente, las nuevas propuestas sobre la sustentabilidad se sostienen por un aserto universal: “La crisis trasciende a la mera adición de problemas de orden biofísico o natural, implica cuestiones de orden histórico, social, ético y político; se asocia a las formas en que la sociedad se ha relacionado con la naturaleza” (Maldonado, 2018, p. 14)
6 Un proyecto social, cultural y político que se concreta —y minimiza— en un plan de estudios, orientado desde el “deber ser” y no desde el “ser”, tal como se presenta desde los enfoques funcionales y pragmáticos del modelo cientificista. Esta es una condición generalizada en las instituciones de educación superior, limitada a la institucionalidad educativa.
7 Obsérvese cómo se asume que la única vía para alcanzar la sustentabilidad deseada es a través de la educación ambiental. Esto se convierte en un imperativo categórico que infiltra todo el discurso sobre la sustentabilidad.
8 Cuando se hace referencia a la “formación ambiental”, se alude en este apartado a la “educación ambiental”. Se entiende así que educar ambientalmente lleva implícito un proceso formativo, no únicamente instructivo/informativo.
9 Tal como Bourdieu concibe dicho campo: un espacio social regulado por agentes o instituciones enfrentados en busca de lograr homogenizar —imponer— su capital simbólico, definiendo con ello lo que “debe ser y no ser” el habitus.
10 Los antecedentes se pueden encontrar en Gutiérrez y González (2005).
11 Se trata de superar lo que Reyes y Castro (2019) enfatizan cuando aclaran que es fácil advertir el papel que las instituciones de educación superior otorgan a la naturaleza, valorada por sus contribuciones a la producción económica y no por sus aportes como generadora de servicios ambientales ni por sus atributos estéticos, culturales, identitarios, de recreación, entre otros.
12 Desde el análisis de Reyes y Castro (2019, p. 132), “es necesario avanzar en la generación de consensos respecto de lo que se entiende por lo ambiental, sin que ello signifique, de ningún modo, que tales posibilidades sean excluyentes. No se trata de sugerir un ejercicio de purismo lingüístico, sino de profundizar el debate y la clarificación de propuestas”. Estos autores muestran en un claro ejercicio de análisis cómo el ambiente puede ser concebido como tema, campo, eje transversal, dimensión, enfoque o perspectiva, teoría o racionalidad. Esto condiciona la forma en que es incorporado dentro del currículo, deseable también cuando se hace referencia a la sustentabilidad.
13 Para este caso se entiende la educación ambiental como un proceso formativo, no solo de capacitación o desarrollo de competencias, por lo que se asumen como sinónimos.
14 Un ejemplo es la organización operada por la Universidad Veracruzana, que en 2013 conformó un equipo de quince entidades universitarias, denominado “Transversa UV”, coordinado por la Secretaría Académica, con la finalidad de integrar temas transversales en las funciones sustantivas de la universidad. El propósito rector fue ante todo formar profesionales responsables, ciudadanos sensibles y activos en la transformación social, que atendieran las necesidades y problemas en sus contextos locales, regionales y globales. Los temas transversales fueron sustentabilidad, género, interculturalidad, internacionalización, promoción integral de la salud, derechos humanos y universitarios, justicia, inclusión y arte-creatividad (Pensado & Escalona, 2019, p. 77). Se tuvo como antecedentes al Modelo Educativo Integral y Flexible (1999), al Plan Maestro para la Sustentabilidad y al Consejo Consultivo para la Sustentabilidad (2010), y como consecuente al Programa Universitario para la Sustentabilidad (2017), coligado a la Agenda 2030 de las Naciones Unidas.
15 Arias (2021, p. 8) propone superar este reduccionismo instrumental y pensar la formación “también desde la posición de quien [la] realiza y los motivos que tiene para hacerlo; de lo que piensa y siente quien se ostenta como formador, pero también de aquello que se le ‘regresa’ y que al mismo tiempo lo determina”.
Declaración de conflicto de intereses
El autor declara no tener conflictos de intereses.
Villarruel-Fuentes, M. (2023). Educar ambientalmente: La multirreferencialidad como camino hacia la sustentabilidad. Revista Andina de Educación 6(1), 000617. Publicado bajo licencia CC BY-NC 4.0