Revista Andina de Educación 5(2) (2022) 00052r1
Reseña
Herrera, M., Espinosa, J., & Orellana, V. (2021). Ruta Pedagógica 2030. OEI-Ecuador
a Universidad Andina Simón Bolívar. Quito, Ecuador.
https://doi.org/10.32719/26312816.2022.5.2.r1
Este documento se elaboró como apoyo al Plan Educativo COVID-19: “Aprendemos juntos en casa” del Ministerio de Educación de Ecuador, en cooperación con la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI). Recorre los elementos que constituyen el modelo pedagógico, producto de un trabajo de investigación colaborativo entre autoridades y especialistas del Ministerio de Educación y docentes del magisterio nacional.
Los autores diseñan un modelo pedagógico a partir de la definición trabajada por Ortiz (2013, p. 70), quien señala que “un modelo pedagógico es una construcción teórico-formal que fundamentada científica e ideológicamente interpreta, diseña y ajusta la realidad pedagógica que responde a una necesidad histórica concreta. Implica el contenido de la enseñanza, el desarrollo del estudiante y las características de la práctica docente”.
La obra está organizada en cuatro partes, cada una correspondiente a un elemento del modelo, que se explica a partir de un sustento teórico y se acompaña de la descripción de un ejemplo. Como primer punto se describe la actividad conjunta como aquella interacción entre los estudiantes y sus pares que, gracias a la mediación docente, se lleva a cabo en la comunidad de aprendizaje; es el escenario en el que alumnos y docentes interactúan en el proceso de construcción del conocimiento. Herrera et al. (2021, pp. 13-14) enfatizan que la actividad conjunta debe fomentar la autonomía y ser el soporte del proceso de aprendizaje, valiéndose de las metodologías basadas en la indagación, por ser las que permiten una mayor flexibilidad y atención diferenciada al estudiante según sus propias necesidades.
En este apartado también describen algunas de las metodologías basadas en la indagación, que, a criterio de los autores, se sustentan en las teorías de Dewey (2007) o Bruner (1966). Estas priorizan el proceso de aprendizaje y desarrollan en los estudiantes, además de las dimensiones conceptual y procedimental del contenido, la dimensión actitudinal y el componente metacognitivo de su proceso de aprendizaje. Las metodologías revisadas en este apartado son el aprendizaje basado en proyectos (ABP), el aula invertida y el aprendizaje experiencial.
Los autores trabajan la definición y explicación del ABP a partir de Rodríguez et al. (2010); Aranda (2010); Alcober et al. (2003), y Galeana (2016). Esta estrategia permite reconocer y aprovechar los diferentes estilos de aprendizaje y habilidades de los estudiantes, al plantearles un problema que debe ser resuelto mediante un proyecto diseñado por ellos mismos bajo las directrices del profesor, quien guía la ejecución a la luz del aprendizaje adquirido y necesario (Herrera et al., 2021, pp. 14-15).
El aula invertida, por su parte, se describe en función de las definiciones aportadas por Talbert (2012) y Tucker (2012). Implica la utilización de tareas activas y colaborativas en las que el actor principal es el estudiante, mientras que el docente es un apoyo. En la aplicación del aula invertida, el estudiantado adquiere por sí mismo los conocimientos teóricos previo al encuentro con el docente, en el que se prioriza la resolución de dudas, los debates sobre el contenido o la puesta en práctica (Herrera et al., 2021, p. 16).
Finalmente, los autores se basan en Kolb (1984) para explicar el aprendizaje experimental como un proceso continuo basado en la reflexión, que se modifica con cada nueva experiencia. El ciclo consta de cuatro etapas: 1) experiencia concreta, 2) observación reflexiva, 3) conceptualización abstracta y 4) experimentación activa. Puede ser utilizado exitosamente, por ejemplo, en el diseño de prácticas de laboratorio o talleres (Herrera et al., 2021, p. 17).
En este mismo contexto de las metodologías basadas en la indagación, los autores reflexionan sobre la construcción de una oferta educativa flexible, caracterizada por cinco dimensiones: 1) tiempo de aprendizaje, 2) nivel de profundidad de desarrollo de un contenido, 3) participación, 4) enfoque y recursos educativos, y 5) logística. A partir de estas, identifican cuatro componentes clave del aprendizaje flexible: tecnología, pedagogía, estrategias de implementación y marco institucional.
Asimismo, hacen referencia a la formación complementaria, que se alinea al concepto de educación integral: “Esta formación responde a las nuevas demandas sociales de modo eficaz e implica, además, un incremento de la calidad de vida y la posibilidad de fortalecer las oportunidades para todos, en un ambiente de equidad y a través de un enfoque de derechos” (Herrera et al., 2021, p. 22).
Como un elemento constitutivo de la educación integral, los autores introducen en el modelo pedagógico la evaluación integral, que puede comprenderse como una estructura cuyo fin último es valorar los aspectos cognitivos, procedimentales y actitudinales, es decir “evaluar de forma integral la competencia de un estudiante en un contexto específico” (p. 24). Para explicar el término competencia, se basan en las definiciones propuestas por la Unesco (2015) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico —OCDE— (2005), y resuelven que, en función de las características del currículo —así como del modelo de evaluación del sistema educativo ecuatoriano—, se podría establecer un enfoque de competencias orientado a la demanda, esto es, competencias adaptadas “a las demandas de los diferentes contextos local, nacional y global, donde deben ponerse en valor” (Herrera et al., 2021, p. 27). Concluyen este apartado presentando ocho competencias transversales clave que, dentro del contexto ecuatoriano, están presentes en algún grado en las áreas del currículo de la educación obligatoria (p. 28).
Como segundo punto, los autores describen la mediación docente en función de la profesionalización y de las características de la comunidad de práctica.
La profesionalización se explica a partir de la práctica reflexiva, las competencias docentes del siglo XXI y la formación. En cuanto a la práctica reflexiva, los autores la conceptualizan sobre la base de las ideas de Dewey (2007), Schön (1992) y Perrenoud (2004a); es de vital importancia para la práctica profesional, que debe ser cuestionada mediante un proceso reflexivo, crítico e intencional (Herrera et al., 2021, p. 32). Siguiendo a Perrenoud (2004a), señalan que la práctica docente reflexiva implica que el profesorado desarrolle “habilidades de auto-socio-construcción del habitus, del saber hacer, de las representaciones y de los conocimientos profesionales” (Herrera et al., 2021, p. 32) que conlleven a transformar el oficio de enseñante en la profesión de enseñante.
La aplicación de la práctica reflexiva requiere de varias competencias profesionales. Con el fin de desarrollarlas, los autores se basan en los diez dominios propuestos por Perrenoud (2004b), que presentan un conjunto de competencias que implican habilidades no solo para el contexto del aula en el que se diseñan, gestionan y evalúan los aprendizajes, sino para un contexto institucional en el que el docente debe participar con sus pares, con los padres de familia y con las autoridades, así como para un contexto personal en el que debe atender su propia actualización y formación continua.
Y es a la formación continua a la que se refieren como una tercera arista de la profesionalización; los autores señalan que presenta limitaciones, ya que no suele ser coherente con el escenario real en el que los docentes ejercen su práctica. Enumeran algunas estrategias tales como las propuestas por Flores (2004): “1) promover la deconstrucción de los modelos conceptuales internalizados en docentes, a partir de la reflexión sobre nuevas y diversas experiencias de aprendizaje; 2) impulsar la reflexión permanente con el otro; y 3) generar la práctica controlada y dirigida hacia objetivos previamente establecidos” (Herrera et al., 2021, p. 37). Esto, con el fin de favorecer el trabajo colaborativo, la reflexión crítica y la construcción del conocimiento basada en los principios que sustentan las mejores prácticas de enseñanza y aprendizaje, en cada contexto (p. 37).
El segundo componente de la mediación docente es la comunidad de práctica, que se explica a la vista de los procesos de liderazgo y colaboración y de la asesoría colaborativa. Para empezar, los autores diferencian el liderazgo directivo del liderazgo docente, refiriéndose al primero como aquel que se operativiza en la figura de un proyecto institucional a largo plazo, que es participativo, democrático, pertinente y sostenible y que debe ser continuado en el tiempo por cada equipo directivo que asuma la dirección de la institución. En cuanto al liderazgo docente, afirman que se expresa tanto en el aula como fuera de ella: en el aula, se refiere a la facultad de cada docente para generar oportunidades de aprendizaje mediante una actividad conjunta abierta y flexible; y, fuera de ella, alude a los equipos de trabajo de la institución educativa, a través de los cuales la colaboración docente se manifiesta ante el equipo directivo de la institución, como necesidades de formación o necesidades de compartir experiencias y mejores prácticas (pp. 38-39).
Respecto de la colaboración docente, señalan que uno de los principales problemas es la falta de tiempo. Por lo tanto, el apoyo institucional, además de crear un clima adecuado para la colaboración —que incluya espacios, tiempo y recursos—, debe generar una estructura de participación democrática a la luz del proyecto institucional. Los autores cierran este tema presentando, a partir de Hargreaves y O’Connor (2018), diez principios del profesionalismo colaborativo.
La asesoría colaborativa “es un proceso que establece vínculos en la comunidad de práctica, mediante la articulación del liderazgo y el trabajo de los equipos docentes” (Herrera et al., 2021, p. 42). Con base en ello, los autores afirman que “la asesoría debe, por un lado, explotar el potencial de los equipos docentes y, por otro, desarrollar el liderazgo pedagógico de individuos que puedan tomar el testigo como mentores, compartiendo capacidades” (p. 42).
Como tercer punto exponen la comunidad de aprendizaje, presentada como una base sobre la que se construyen un proyecto escolar integrador, el logro de buenos resultados de aprendizaje y la mejora de la calidad de vida de la ciudadanía; la explican a partir de la colaboración y de la participación de la familia y la comunidad. El trabajo colaborativo se presenta como una estrategia que propicia el desarrollo individual y colectivo de los estudiantes. Siguiendo a Hernández (2012), resaltan que se puede conjugar el modelo de aprendizaje colaborativo con el modelo de gestión institucional, para permitir que “la institución educativa articule una red con el tejido social, cultural, político y económico de la comunidad en la que se asienta, se proyecte hacia el exterior y facilite que el estudiantado adquiera competencias básicas y transversales, en contextos auténticos” (Herrera et al., 2021, p. 45).
Por otro lado, los autores enfatizan la importancia de complementar el proceso educativo de la escuela con el proceso educativo fuera de ella, es decir, en la comunidad. Para ello, a partir de Bautista (2017), describen un conjunto de elementos de la intervención educativa con las familias y la comunidad. Sostienen que el proceso educativo precisa de corresponsabilidad de estudiantes, docentes y otros actores de la comunidad de aprendizaje con el fin de “facilitar las mejores condiciones de trabajo y estudio para el estudiantado, en la perspectiva de garantizar procesos académicos de calidad y alcanzar los logros de aprendizaje esperados” (Herrera et al., 2021, p. 48). En este mismo sentido, señalan que la interacción con la comunidad debe permitir generar mayores oportunidades de “establecer conexiones entre los aprendizajes y su aplicación en situaciones cotidianas del contexto local, al interactuar con organizaciones productivas, sociales, políticas y culturales” (p. 49).
En un cuarto y último punto, los autores exponen el componente que agrupa enfoques, contenidos y recursos. Por enfoques se refieren a filtros que permiten orientar la selección de los contenidos y recursos necesarios para desarrollar los procesos de enseñanza y aprendizaje, en el contexto de la actividad conjunta. Se explican cuatro enfoques de manera particular: 1) derechos humanos, que impulsa la cohesión, la integración y la estabilidad social, así como el respeto por la paz y la solución no violenta de conflictos; 2) interculturalidad, que promueve el diálogo de saberes en igualdad de condiciones, a partir de la integración de la diversidad cultural en el escenario de aprendizaje; 3) inclusión, que engloba a toda la población escolar, más allá de los estudiantes con discapacidad, reconociendo la heterogeneidad y la diversidad de todas las personas; y 4) ciudadanía global, que propone “un proceso educativo transversal e interdisciplinario, que favorezca el aprendizaje a partir de temáticas socialmente relevantes” (p. 57).
En cuanto a contenidos, los autores sostienen que su organización debe atender a criterios de flexibilidad, interdisciplinariedad, integración y transversalidad: la flexibilidad se lee como pertinencia al contexto local, a los intereses del estudiantado o a los problemas de la comunidad; la interdisciplinariedad sirve para presentar la realidad en su complejidad real y no fraccionada; la integración, para comprender el todo y sus partes, así como sus relaciones e interacciones; y la transversalidad conecta contenidos y crea nexos que son esenciales tanto para el presente como para enfrentar el futuro. Como ejes transversales se menciona al emprendimiento, la innovación, el arte y la creatividad.
Los recursos, por su parte, deben ser coherentes con los contenidos, así como con la metodología que se emplee. Deben proveer información, cumplir un objetivo pedagógico, guiar el proceso de enseñanza y aprendizaje, acercar las ideas a los sentidos, facilitar la comunicación entre docentes y estudiantes, y contextualizar y motivar al estudiantado (Vargas, en p. 67). Los autores incluyen en el modelo pedagógico propuesto tres tipos de recursos: los espacios de aprendizaje, las tecnologías de información y comunicación (TIC) y los materiales didácticos. Por espacios de aprendizaje se refieren no solo al aula física, sino a otros espacios como laboratorios, bibliotecas y cualquier infraestructura utilizada en el aprendizaje experiencial; no obstante, también se refieren al aula inteligente, que definen como “un espacio multiuso abierto, tecnológicamente equipado y organizado según los principios de la calidad total en la gestión” (Segovia y Beltrán, en p. 67). Las TIC engloban un abanico amplio de componentes software y hardware que “posibilita[n] el acceso universal a la educación, reduce[n] las diferencias en el aprendizaje, apoya[n] el desarrollo del cuerpo docente, contribuye[n] a mejorar la calidad y la pertinencia del aprendizaje, así como permite[n] reforzar la integración y perfeccionar los procesos de gestión y administración de la educación” (p. 68). Los materiales didácticos, finalmente, deben facilitar la presentación y el desarrollo de los contenidos, además de construir aprendizajes significativos. Deben seleccionarse según los objetivos de aprendizaje que se persigan, en función del contexto en el que se los usará (p. 70).
Como se mencionó en líneas anteriores, al describir el modelo, además de los alcances teóricos que abarcan y sobre los que se sustentan, los autores presentan una aplicación práctica ad hoc, realizada en tiempos de pandemia, sobre ocho escuelas fiscales pertenecientes a varias regiones de Ecuador. Con una duración de seis semanas y con la participación y el acuerdo de los involucrados, se definieron proyectos de indagación para ser desarrollados y presentados por pequeños grupos de estudiantes enmarcados en las estrategias de ABP y aula invertida, como marco regulatorio de la oficialidad ecuatoriana. El campo general sobre el que versaron tales estudios fue el “Ecuador megadiverso”, con énfasis en sus perspectivas social, cultural y natural, razón por la que se previó un enfoque multidisciplinar. Desde allí y tomando el modelo propuesto, se realizó para cada una de las categorías modeladas una aproximación teórica, como fundamento, y su correspondiente reflejo pragmático en forma del mencionado “ejemplo de implementación” y sus actividades.
A partir de las definiciones basales propuestas para un modelamiento pedagógico, inician la descripción de los alcances de cada una de sus categorías y subcategorías empezando por la “actividad conjunta basada en la indagación” como elemento central y disparador del modelo en cuanto “catalizador que permite el trabajo interdisciplinario y el desarrollo de competencias”, una de cuyas aristas habilitará en los estudiantes las denominadas “habilidades del siglo XXI” (p. 11). En este contexto se establecen además los lineamientos de una “evaluación integral por competencias”, que va más allá de la valoración de objetivos inherentes a los proyectos: alcanza las actividades implementadas y referidas a la metodología propia de cada grupo y estudiante para llevar a efecto cada objetivo de cada proyecto. Por ejemplo, qué y cómo planifica un grupo la indagación y presentación de un platillo terminado de una receta tradicional ecuatoriana, a quién acuden y qué recursos utilizan.
Esta actividad conjunta permanece inmanente en el modelo, y se observa el cumplimiento de los alcances del resto de las categorías, como el enfoque, la comunidad de aprendizaje y la mediación docente. Con ello, se presentan en este ejemplo de implementación las experiencias realizadas en su momento, y cómo coadyuvaron a su feliz término.
Dado que los proyectos fueron realizados en condiciones de confinamiento obligatorio por las restricciones sanitarias y educativas que convocó la pandemia de la COVID-19, se aprovechó para fortalecer, en cada una de las actividades colaborativas, las competencias en el uso de las TIC, en la medida de su disponibilidad. Según la naturaleza de los proyectos presentados, los espacios de aprendizaje se circunscribieron al hogar y al entorno inmediato. En ese sentido, si bien la coordinación docente fue y permaneció articular en el proceso, el apoyo de los padres de familia mereció una especial atención y protagonismo.
Esta obra es una contribución valiosa en la que se contrastan la teoría y la práctica. La teoría es ligera, comprensible y precisa; los autores exponen píldoras que en primera instancia introducen al lector en los asuntos que tratan, pero también se constituyen en una importante fuente de consulta. En cuanto a la práctica, la exposición del ejemplo coadyuva a comprender la aplicación del modelo, principalmente en cuanto a ejecución se refiere.
Referencias
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