in Procesos. Revista Ecuatoriana de Historia
Claves para la comprensión del barroco
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El barroco ha llamado la atención de la academia e intelectualidad ecuatoriana, incluyendo los historiadores. En el país, el interés en el barroco está asociado, sin duda, al rico acervo patrimonial de Quito correspondiente al período 1580-1750, como también a las construcciones identitarias hispanistas de la urbe y de la nación en la interguerra. Pero, en realidad, fue solo a partir de los años 1990 que se publicaron estudios ecuatorianos que giraban alrededor del concepto del barroco. Casi simultáneamente aparecieron contribuciones en esta línea de Carlos Espinosa, Bolívar Echeverría, Rosemarie Terán Najas, Alexandra Kennedy, seguidas por los aportes, en forma de tesis o de capítulos en libro, de Valeria Coronel y Mireya Salgado, hacia mediados de los años 90. Cuando parecía que se había agotado la preocupación por el barroco en el Ecuador, salieron a la luz nuevas contribuciones de Carmen Fernández y Carlos Espinosa, en la década de 2010. El Ecuador, y Quito en particular, ha sido, entonces, uno de los focos juntamente con la Universidad Nacional de México (UNAM), de la reflexión contemporánea sobre lo barroco. En esta intervención me centro en mis propios aportes a la reflexión y debate sobre el barroco.
La Nariz del Diablo, editada por Julio Echeverría en los años 90, fue un medio para las tempranas reflexiones sobre lo barroco en el Ecuador. Con una visión cosmopolita, siguió el debate internacional sobre el posmodernismo, con su noción del agotamiento de la modernidad, y un posible cambio inminente de paradigma estético y sociocultural. En la búsqueda de modernidades alternativas que pudieran guiar esta transición, el barroco figuraba como una opción relevante para una posmodernidad específicamente latinoamericana suscitada no solo por el contexto internacional, sino por el fracaso de la modernidad desarrollista de la posguerra. Entre las preguntas que guiaron las discusiones en torno al barroco estaban: ¿qué era?, ¿cómo difería el barroco de la modernidad canónica?, ¿era represivo o emancipador?, ¿eurocéntrico o multicultural?, ¿latinoamericano o atlántico? Incluso los estudios más empíricos se alinearon con estos parámetros.
Uno de mis escritos sondeó, precisamente, las definiciones analíticas de este fenómeno en la obra de Bolívar Echeverría, cuyas reflexiones giraban en torno a las grandes interrogantes sobre el barroco. Este filosofo ecuatoriano afincado en la UNAM se interesó en el barroco histórico en el contexto del debate posmoderno en torno a si habían existido o existían modernidades alternativas. Echeverría definió al ethos barroco como una de tantas formas históricas de vivir el capitalismo, en alusión a una multiplicidad de modernidades.1 Acaso retomando la distinción aristotélica, que antes había atraído a Marx, entre la producción natural para satisfacer necesidades y la producción artificial para el mercado, Echeverría vio en el barroco histórico una variante de la modernidad que conservaba la "forma natural de la vida" ante la lógica abstracta y homogenizante del valor de cambio. No contento con esta definición marxista o posmarxista, también planteó -siguiendo al poeta cubano José Lezama Lima-2 que el barroco en América Latina tenía su asidero en el mestizaje cultural. Ninguna de estas definiciones resultaba persuasiva, ya que Echeverría no dio ejemplos empíricos de la "forma natural de la vida" o del "barroco mestizo", manteniendo un elevado plano conceptual.
La insatisfacción que generaba la lectura de Echeverría para los historiadores conducía a la pregunta de si existe una definición fundamentada de qué es el barroco histórico. En ese artículo nunca llegué a una respuesta unívoca, resumida en una sola oración. Propuse que se trataba de una constelación estética y sociocultural atravesada por la imagen viviente, la espectacularidad visual, la multiplicidad como proliferación y exceso, una ontología que anclaba lo espiritual en lo material, el dispendio económico, el disciplinamiento moral individual y colectivo, y el Estado soberano. Además, como ha insistido Serge Gruzinski, era una cultura global vinculada a los amplios imperios ibéricos, que iban desde Nápoles a Goa. En ese sentido, el barroco estaba lejos de ser exclusivamente latinoamericano, incluso para Echeverría, quien ya había internalizado unidades geoculturales extensas como la interconexión del Mediterráneo de Fernand Braudel con el Atlántico de Pierre Chanú. Claro que dentro de este universalismo barroco habría que preguntarse si existió una cierta especificidad del barroco en América Latina. Se ha señalado, por ejemplo, la proliferación de naturaleza frondosa en la ornamentación churrigueresca arquitectónica en Nueva España o la imagen viviente, dotada de una intensa energía espiritual, aunque algunos de estos rastros eran más bien intrínsecos al barroco.3 Juan de Churriguera era español y no hay un caso más dramático de la materialidad de lo espiritual que la liquidificación milagrosa de la sangre de San Gennaro en el Nápoles barroco.4
En mi libro El Inca barroco me acerqué a esa constelación estética y sociocultural a través de un estudio sobre las formas que asumieron en plena época colonial la memoria del pasado incaico, la reafirmación de la nobleza incaica y los intentos de reconstituir su soberanía dinástica. Estos fenómenos habían sido interpretados por la literatura antropológica y etnohistórica de principios de los años 70 como "mesianismo andino", incluso como el corazón de la supervivencia cultural de "lo andino", ya que anhelaban revertir la conquista. En el estudio destaqué, de manera irónica, que los fenómenos neoincas en realidad se enmarcaban en el espectáculo legitimador de la monarquía hispánica, en su constitución pactista y en los privilegios hereditarios típicos del Antiguo Régimen, en resumen, en la cultura barroca. Las fiestas reales en las urbes coloniales andinas escenificaban representaciones teatrales de pactos entre las unidades administrativas coloniales y el monarca; o entre los grupos corporativos y el monarca, pactos que requerían la figura del inca como locus de una soberanía originaria, que era asumida por el monarca español. Paralelamente, la validación de privilegios heredados por los descendientes incas se operaban mediante una cultura legal, cuadros genealógicos que garantizaban la sucesión y también a través de la participación en el espectáculo monárquico español. Incluso para restituir una soberanía dinástica incaica dentro de los límites de la legitimidad colonial, o en sus márgenes, los pretendientes incas retomaban precisamente tales formas culturales: el despliegue de imágenes genealógicas, el lenguaje pactista o el espectáculo de las fiestas reales alusivas al inca.5 En este estudio de caso el barroco figuraba como represivo, ratificador de un statu quo colonial, aunque ofrecía, a través de una manipulación del código dominante, opciones de renegociar o revertir dicho statu quo.6
A la par con la soberanía pactista y su espectáculo, el barroco en Quito, como en el resto del universo barroco, movilizó el disciplinamiento del sujeto individual y comunitario. Los dos regímenes de poder que Foucault asoció al Antiguo Régimen: soberanía monárquica -en el sentido pactista o de administración de poblaciones- y el micropoder pastoral, se complementaban.7 El disciplinamiento lo exploré en dos contextos: la santidad de Mariana de Jesús y el régimen pastoral jesuita presente en las Cartas Annuas jesuitas de Quito. En el primer caso, la célebre beata quiteña de mediados del siglo XVI asociada a los jesuitas, me enfoqué en cómo ella se impuso un régimen de disciplina religiosa marcado por los silicios, ayunos, y procesiones domésticas, bajo la vigilancia de su confesor jesuita. Al mismo tiempo, interactuaba con imágenes mentales y físicas de lo divino: por ejemplo, convertía su cuerpo mutilado en una imagen del Cristo crucificado para expiar sus pecados y los de la ciudad. Al morir, su cuerpo pasó a ser una reliquia que emanaba poderes espirituales. A su vez, su retrato, obra de su confesor jesuita, funcionaba como reliquia e imagen barroca, al estar habitado por su verdadera presencia.8
Las Cartas Annuas jesuitas, que analicé en otro artículo, sondeaban el régimen disciplinario colectivo ejercido por la orden en Quito o, por lo menos, su idealización en las Cartas Annuas. Esto también significaba resaltar el lado represivo más que emancipador del barroco. Según este género de escritura, los jesuitas sometieron a la población a un régimen sacramental centrado en la confesión. Supuestamente realizaban miles de confesiones específicas, anuales y generales (de vida), que escrutaban en base a la casuística. Las confesiones estaban acompañadas de actos de penitencia como ayunos, rezo repetitivo y aplicación de silicios. Los indios ladinos eran el foco del régimen sacramental urbano en Quito, interpelados en torno al amancebamiento y las borracheras más que a la idolatría. En las confesiones, con frecuencia relataban sueños en los que se presentaba el infierno de los grandes cuadros didácticos que permitían al propio sujeto de la confesión reconocer sus pecados y las consecuencias de no revelarlos. Se trataba de un universo onírico colonizado por la materialidad de la imagen barroca e interpretado en modo alegórico. El régimen disciplinario jesuita encarnaba una gobernanza más allá del dispositivo monárquico, que operaba como un "gobierno de almas".9
Así se dio mi posicionamiento en torno barroco como un conjunto de rasgos en los que se resalta la imagen viviente, el espectáculo y la proliferación decorativa y metafórica. En mis estudios de caso su función tendía a lo represivo: la validación del status quo y la vigilancia, aunque permitía un margen de negociación. En cuanto a la relación entre el barroco y el neoliberalismo, mi tesis fue que el primero anticipaba al segundo al ser mediático (basado en la imagen) y al privilegiar el consumo (semejante al dispendio) en contraste con la idealización desarrollista de la producción industrial.
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Author
Carlos Espinosa Fernández de Córdova
Universidad San Francisco de Quito (USFQ) Quito, Ecuador https://orcid.org/0000-0002-0327-5793, Quito, Ecuador