Todos los días se descubre América
America is discovered every day
TodososdiassedescobreaAmérica
Irina Podgorny y Manuel Burón
CONICET/MuseodeLaPlata/UniversidadAutónomadeMadrid
La Plata, Argentina / Madrid, España
https://orcid.org/0000-0002-0489-7447 / https://orcid.org/0000-0002-1750-0517
https://doi.org/10.29078/procesos.n58.2023.4600
Todos los días se descubre América. Eso sin hablar de las invenciones
semanales de la pólvora, de la reciente presentación de la rueda en no sa-
bemos qué salón de la tecnología y del anuncio de un tónico curalotodo en
las redes sociales y antisociales de cualquier tipo. Para quien trabaje sobre
la historia de la charlatanería en el siglo XIX, esto no es ninguna novedad,
como tampoco lo es la aparente imposibilidad de acumular experiencia ni la
de contrastar la verdad con la mentira mientras alguien acepte comprar un
gato que maúlla como liebre.
Es cierto que determinadas sociedades —es decir, muchísimas perso-
nas— se han acostumbrado a creer en la propaganda, no la política, de la
que normalmente se desconfía con facilidad, sino de esa que vende produc-
tos y mercancías, una categoría que va desde las máquinas lavarropas a los
desodorantes ambientales y humanos, pasando por los remedios y las curas,
los artistas, el cine, los libros y sus autores. Esos engranajes que presentan
no importan qué como lo último de lo último, lo mejor de lo mejor, el n y
el principio de una era, borrando de un plumazo, o con un jingle, la historia
que los precede. Que será larga o corta, pero, bien lo sabemos los historiado-
res, nada surge de la nada, aunque la sociedad de consumo diga lo contrario.
Porque, a n de cuentas, los comentarios de estas páginas no se tratan
más que de eso: de las condiciones de difusión de una producción intelec-
tual —unos libros sobre el conocimiento y la historia del conocimiento— en
una sociedad que incinera su pasado y produce novedades a ritmos cada vez
más acelerados, que impone palabras, conceptos que se reemplazan unos a
Procesos. Revista Ecuatoriana de Historia, n.º 58 (julio-diciembre 2023), 184-186. ISSN: 1390-0099; e-ISSN: 2588-0780
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otros, a veces con el mismo signicado, pero que sirven para darle entidad
mercantil a eso que se llama autor, imponerse en las ventas y generar divi-
dendos. La contracara de esa cantidad de libros que, cada vez más, la gente
descarta de sus casas y abandona en la calle como a un perro de país pobre,
otro indicio de cómo los libros comparten la vida corta de los electrodomés-
ticos y la ropa.
Esa lógica de la promoción tampoco es nueva —basta leer a Robert Darn-
ton a la hora de pensar en las Luces del XVIII— ni se limita a los rubros de gran
venta. Ya se quejaba el fallecido José María López Piñero en el congreso que, a
principios de la década de 1990, se realizó en España a propósito de la mun-
dialización de la ciencia: en esa ocasión, despotricaba contra el libro que sobre
Alexander von Humboldt se había puesto de moda, denunciando una serie de
banalidades y errores que se vendían al por mayor gracias a este éxito editorial,
traducido a varios idiomas y que hoy, por supuesto, nadie recuerda.
Este olvido no se debió a la obra de los estudiosos de Humboldt, quie-
nes, como Marie-Noëlle Bourguet, Ottmar Ette o Wolfgang Schäner, han
propuesto que sus viajes y su obra no se pueden pensar como la travesía
de un individuo solitario sino como el resultado del intercambio de ideas
con los naturalistas, coleccionistas e ingenieros de minas americanos y de la
consulta a los archivos mexicanos y cubanos. Pues no, el enterrador de aquel
bestseller fue el nuevo suceso de ventas —el libro de Andrea Wulf— que nos
asalta en todos los rincones del globo cuando nos preguntan a qué nos de-
dicamos. En las clases de gimnasia de Canberra, en los círculos de las letras
argentinas, en las residencias para artistas en el Mediterráneo, en el metro de
Madrid y, por supuesto, en el de Nueva York.
En el libro que aquí comentamos y con el que uno de nosotros colaboró,
el capítulo sobre Bonpland y su orido cactus, sirve como metáfora de este
mismo proceso, pero en el campo de la jardinería y la botánica. Una planta
que se transforma en un éxito comercial, que se vende, se exhibe y se difunde
en el mundo de los jardineros y horticultores pero que, en el de los botánicos
sistemáticos, no deja de ser un error taxonómico cuestionado por unos y por
otros. Y por lo visto, esas críticas no hicieron mella en las ventas porque, a n
de cuentas, se trataba de un cactus tan extraordinario como el viaje donde se
había originado.
Sí, todos los días se descubre América y Humboldt se propuso descu-
brirla por segunda vez, como es habitual recordar cada vez que se alude al
personaje olvidando que, en realidad, se veía como un Colón para los datos.
¿Lo hizo? Sin duda, pero como tantos otros antes y después de él. Su Examen
críticodelahistoriadelageografíadelnuevocontinente (editado entre 1836 y
1839 en varios volúmenes) iba a establecer una analogía muy plutarquiana
entre los dos descubridores y las dos eras de los descubrimientos.
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Aunque, admitámoslo, ambas tuvieran poco o nada que ver entre sí.
“Dejar poco por conquistar es una queja del guerrero” —decía allí citando
a Plutarco— “pero la expresión no es aplicable, por fortuna, a los descubri-
mientos cientícos, a las conquistas de la inteligencia”. Colón dejó mucho
que descubrir; Humboldt, también. No es la historia de la ciencia: es Amé-
rica, el continente creado. “Nuestro continente es la tierra, por naturaleza
propia, que no existe por sí, sino como algo que se crea y que se inventa”,
dijo una vez el mexicano Octavio Paz.
El famoso grabado del frontispicio del tomo XVIII del Voyage, dibujado
por François Gérard y grabado por Barthélemy Roger, aunque supervisado
con cuidado por el propio Humboldt, replicaba a otro de Phillipe Galle de
1600. América dormía, debía ser despertada. Una metáfora similar, paralela,
a la lectura del libro de la naturaleza, a la luz de la ciencia sobre el mundo.
Pero debe ser que a América le gusta rezongar porque, desde 1492, han sido
muchos los autores, cientícos o utopistas que se han arrogado la virtud de
haber despertado (de nuevo) a América. O que han negado a otros la capa-
cidad de haberlo hecho.
Existían varias diferencias entre ambos grabados. En el primero, es Amé-
rico Vespucio, otro “segundo descubridor de América” (otro debate, y no
menos polémico, que el que nos ocupa) el encargado de despertarla. Aun-
que es un Américo muy colombino, casi su doble o su fantasma. Lleva la
fe en una mano y la ciencia en la otra. En el grabado de Humboldt, la fe ha
sido sustituida por el comercio. Vespucio-Colón ha desaparecido y son las
propias alegorías de la ciencia y el comercio las que ayudan a levantarse a
una postrada América. La ciencia, los datos y los números han sustituido al
hombre. El reconocible perl del Chimborazo aparece como una presencia,
implícita pero monumental, del propio Humboldt.
Desde entonces y hasta hoy son muchos los que han venido despertando
América, inventando la rueda, descubriendo mediterráneos, subiendo chim-
borazos. Admitamos que nosotros también alguna vez anhelamos ser los ter-
ceros, los cuartos, al menos los últimos descubridores de América o que nos
corresponda, al menos, una porción en la conquista de la inteligencia. Y que
alguien, con suerte, pasada ya la moda académica que los alumbró, quizás
algún día, descubra nuestros libros no en la calle sino en una librería de viejo.
Y pueda seguir leyéndolos. Con eso, valdría conformarse.