* Traducción: Patrick Saari.
La ignorancia de la política
y la política de la ignorancia*
Theignoranceofpoliticsandthepoliticsofignorance
Aignorânciadapoliticaeapoliticadaignorância
Peter Burke
UniversityofCambridge
Cambridge, Reino Unido
upb1000@cam.ac.uk
https://orcid.org/0000-0002-2471-0141
DOI: http://dx.doi.org/ 10.29078/procesos.v.n52.2020.2611
Fecha de presentación: 22 de enero de 2019
Fecha de aceptación: 29 de marzo de 2019
Artículo de investigación
Procesos.RevistaEcuatorianadeHistoria, n.º 52 (julio-diciembre 2020), 185-193. ISSN: 1390-0099; e-ISSN: 2588-0780
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Una de las tendencias recientes más sorprendentes en las ciencias socia-
les se podría denominar “el descubrimiento de la ignorancia”. A primera
vista, puede parecer algo extraño escoger este tema como enfoque de una
investigación. Por más de 30 años, se nos ha dicho que estamos viviendo
dentro de una “sociedad del conocimiento”. Hoy, sin embargo, es cada vez
más evidente que también vivimos en una “sociedad de la ignorancia”, ya
que sabemos demasiado poco acerca de la enfermedad, acerca del medioam-
biente y acerca de cómo funcionan los negocios y la política. Esta concien-
cia incómoda acerca de nuestra carencia presenta un reto: ¿cómo se pue-
de estudiar la escasez del conocimiento? Una respuesta a esta pregunta ha
sido incluir las prácticas comunes que se utilizan para ocultar información
o difundir “noticias falsas” (antiguamente denominadas “mentiras”), des-
cribiendo estas prácticas como ejemplos de “construcción”, “producción” o
“fabricación” de la ignorancia, ocultando desastres, por ejemplo, o armando
que una cierta medicina no tiene peligrosos efectos secundarios. Cabría refe-
rirse más bien al “mantenimiento” de la ignorancia en vez de su producción,
pero el lenguaje dramático actualmente en uso cuenta con la ventaja de lla-
mar la atención del público.
Otra respuesta a este nuevo reto sería estudiar lo que podría denominar-
se como la “historia social” de la ignorancia, con preguntas acerca de quién
no estaba al tanto de qué cosa, en qué lugar y momento determinados, por
qué fue así y, aún más importante, cuáles fueron las circunstancias de esa
ignorancia. En verdad sería preferible referirse a “ignorancias”, en plural,
ya que las numerosas que han existido o que todavía existen son diversas.
Ahora más que nunca hay muchísimos conocimientos en manos de los seres
humanos, pero los individuos en particular poseen únicamente una diminu-
ta fracción de ellos. A mayor conocimiento, mayor desconocimiento.
A continuación se presentan ejemplos de ignorancias acerca de la políti-
ca, incluyendo lo que se podría denominar “la política de la ignorancia”; es
decir, las políticas de muchas organizaciones, desde empresas hasta gobier-
nos, para asegurar que el público sea ignorante sobre algo que sería de su
provecho. Voy a empezar con la ignorancia de los gobernantes y luego voy a
discutir la de los gobernados.
la ignoranCia de los gobernantes
Todos los gobernantes o, para hablar de forma aún más generalizada,
todos los encargados de la toma de decisiones, desde presidentes hasta
directores ejecutivos, tienen que tomar sus decisiones bajo condiciones de
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incertidumbre, ya que no pueden predecir el futuro; sufren de una igno-
rancia inevitable. Sin embargo, pueden aminorar la incertidumbre si se
esfuerzan en informarse sobre los problemas a los cuales se enfrentan. La
pandemia actual ha sido una prueba global de la capacidad de distintos di-
rigentes y ejecutivos para tomar decisiones informadas en lugar de actuar
con base en la ignorancia. Obviamente, algunos de ellos han reprobado
este examen. Estos dirgentes sufren de lo que se denomina “una ignorancia
dolosa”; es decir, el deseo de no saber.
Quienes toman importantes decisiones sin sucientes conocimientos, no
constituyen un nuevo fenómeno. En la Europa del Renacimiento, por ejem-
plo, algunos reyes que no habían escogido su cargo sino que lo habían here-
dado tenían poco interés en adquirir información sobre sus reinos. Preferían
ir de cacería. De hecho, cuando diplomáticos extranjeros querían hablar de
asuntos de Estado con estos soberanos, a veces tenían que salir al bosque
para buscarlos. Una descripción apta de estos gobernantes es que tomaban
sus decisiones políticas durante las pausas entre sus salidas de cacería, no al
revés. Hasta gobernantes concienzudos encontraban dicultades en obtener
la información que necesitaban. Prestar atención a una sola fuente dejaba
poco tiempo al individuo para atender a las demás. El emperador Carlos V
pasó la mayor parte de su vida viajando por sus diferentes dominios euro-
peos, en parte porque creía que tenía que ver por sí mismo cómo vivían sus
súbditos. La desventaja de este estilo de vida era que el emperador contaba
con poco tiempo para leer documentos de Estado, incluyendo cartas que le
enviaban desde sus dominios en el Nuevo Mundo para informarle sobre las
condiciones que allí prevalecían. Su hijo, Felipe II de España, que resultó ser
uno de los monarcas más concienzudos de esa época, escogió hacer todo lo
contrario. Felipe pasaba largas horas en su escritorio leyendo y comentando
los miles de documentos que recibía. La desventaja de esta atención al de-
talle era que el rey se quedaba varado en El Escorial, aislado de la sociedad
que gobernaba.
Un cuento folklórico que se relata en diferentes partes del mundo mues-
tra que este aislamiento era un problema ampliamente conocido. Cierto go-
bernante decide disfrazarse para andar de noche por las calles de la capital
de su país y desvelar lo que piensa de él la gente común. ¿Acaso había otra
manera de descubrirlo? No le servía de nada preguntar a sus ministros, ya
que muy probablemente le hubieran dicho únicamente lo que pensaban
que el rey habría querido escuchar. El gobernante podría haber contratado
a informantes para que escuchen las conversaciones en las tabernas y otros
lugares públicos, para luego informar al palacio lo que supuestamente ha-
bían registrado; pero no se podía conar en tal información, ya que regular-
mente se pagaba a informantes para que la produjeran, sin tomar en cuenta
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si realmente se habían enterado de planes subversivos. En todo caso, hasta
buscar y escuchar en las calles no se habría ofrecido al rey la oportunidad de
aprender todo lo que quería y necesitaba saber. Un problema especialmente
grave para Felipe II, en vista de sus inmensos dominios, era la lentitud de
las comunicaciones. Sabía menos de lo que sucedía en México y Perú que
en España, debido a que los informes de sus virreyes en América podían
demorarse hasta un año entero en llegar. El problema de las comunicaciones
a grandes distancias solo se resolvió en el siglo XIX, cuando se inventaron el
telégrafo y el teléfono.
Ahora pasemos rápidamente al siglo XXI. Todavía encontramos algunos
gobernantes –presidentes y primeros ministros en lugar de reyes– que ma-
niestan poco interés en informarse acerca de los problemas a los que se en-
frentan sus conciudadanos o, de hecho, el resto del mundo. Son ignorantes y,
peor aún, no están conscientes de su propia ignorancia. Están aislados en el
Despacho Oval o en el PaláciodoPlanalto, tal como Felipe II en El Escorial, y
están vigilados de cerca durante las pocas ocasiones en que tienen contacto
con “la gente”. En todo caso, algunos preeren ignorar cualquier conoci-
miento que no sea de su conveniencia. Es verdad que ahora hay mucha más
gente trabajando para los gobiernos que en el pasado, y estos reciben infor-
mación estadística masiva, sin dejar de mencionar la cuestión de la vigilancia
a muchas de las actividades de sus ciudadanos. Como sucede a menudo, sin
embargo, resolver un antiguo problema conduce a uno nuevo que lo reem-
plaza. En el presente caso, el nuevo problema se conoce como “la ignorancia
organizativa”. Para poder recoger tanta información sobre sus ciudadanos,
los gobiernos han tenido que convertirse en grandes organizaciones. Como
en el caso de otras corporaciones, las rupturas en el ujo de comunicación,
ya sea entre las direcciones especializadas o entre los diferentes niveles de la
jerarquía administrativa, implican que, como en el siglo XVI, aunque sea por
razones distintas, la cúspide del poder desconozca mucho de lo que necesita
saber para poder gobernar bien.
De hecho, mientras se recoge mayor información, al gobierno le resulta
más difícil que una sola persona pueda familiarizarse con algo más de una
diminuta fracción del todo. Se ha escrito mucho acerca de lo que “se pierde
en la traducción” de un idioma a otro. Asimismo, en una organización gran-
de y compleja, la información que es crucial para los encargados de la toma
de decisiones “se puede perder en la transmisión”. Puede ser que nunca
alcance a llegar a la cúspide. Hasta una instancia especializada de gobierno
resulta ahora sucientemente grande, al menos en los Estados con mayor
tamaño, para atender estos problemas. Por ejemplo, algún tiempo antes de
que ocurrieran, los servicios secretos habían recibido advertencias sobre los
atentados a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, pero esas adver-
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tencias no fueron transmitidas a las personas apropiadas, ya que estaban su-
mergidas en una masa gigantesca de información de mayor o menor impor-
tancia que estaba llegando como de costumbre. Tal como había comentado la
secretaria de Estado de los Estados Unidos, Condoleezza Rice, después del
suceso había demasiado “parloteo en el sistema”. Un enorme problema para
los gobiernos del siglo XXI es que hay demasiada información. Llega dema-
siado rápido como para que se la pueda estudiar antes de que se requiera
tomar una decisión o antes de que llegue el siguiente lote de datos. Por tanto,
recoger “los macrodatos” (bigdata) puede ser un ejercicio contraproducente,
al menos en política. En contraste, los cientícos pueden usualmente darse
el lujo de esperar más tiempo para recibir sus resultados.
Los gobernantes autoritarios se enfrentan al mismo problema que los so-
beranos del Antiguo Régimen: la evidente renuencia de parte de los subal-
ternos a decirle al gobernante lo que opinan, lo que el dirigente no quisiera
saber. Es difícil concebir que hubiera alguien para decir las verdades incó-
modas a Hitler o Stalin. Los sistemas democráticos se enfrentan a un tipo
diferente de problema. Los primeros ministros generalmente están al mando
del gobierno por unos pocos años, lo que les deja poquísimo tiempo para
adquirir los conocimientos necesarios para asegurar una buena gobernan-
za. La toma de decisiones en campos tales como la educación, la salud, la
industria o la política exterior requiere una amplia gama de conocimientos
especializados, pero quienes están a su cargo no cuentan con la capacitación
para desempeñar esos papeles. En todo caso, están instalados en el poder
únicamente por un breve lapso de tiempo, y dejan sus ministerios tan pronto
como empiezan a adquirir los conocimientos necesarios para desempeñar su
papel con eciencia. Aunque la jerarquía superior de funcionarios en cada
dirección puede haberse mantenido en su cargo por decenios, y usualmente
posee esos conocimientos, parece que algunos ministros consideran que no
necesitan asesoramiento de nadie.
Tal como lo han destacado algunos estudios recientes, algo de ignorancia
resulta “estratégica”, en el sentido de que cuenta con ventajas y desventajas.
Más concretamente, la ignorancia de algunos tipos de personas es a menu-
do una ventaja para otros. La ignorancia de los gobernantes, o del gobierno
en general, concede a sus súbditos mayor libertad de lo que la ley permite
en la práctica, consolidando la célebre distinción entre el paíslegal y el país
real. Inversamente, muchos regímenes sobreviven porque los ciudadanos no
saben lo que está sucediendo dentro del gobierno. Es decir, quiénes pagan
o aceptan sobornos; o quiénes entregan información reservada a empresas
o a otros Estados. El ocultamiento de información para que el público no se
entere de ella a veces se denomina “la ignorancia estratégica” o “la política
de la ignorancia”.
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la ignoranCia de los gobernados
¿Qué se puede decir sobre la ignorancia de la política de los ciudadanos
comunes? Una vez más sería útil diferenciar dos tipos de regímenes: el -
gimen autoritario y el democrático, si bien muchos se ubican en el espacio
entre ambos extremos. Desde hace mucho tiempo se sostiene que la igno-
rancia popular apuntala el despotismo. Los estudiosos occidentales argu-
mentaban que la historia del Imperio otomano, en el siglo XVII, apoyaba esa
tesis. Trescientos años después, el periodista polaco Ryszard Kapuściński,
en sus reportajes sobre Irán bajo el régimen de Sha, escribió: “Una dictadura
depende, para su existencia, de la ignorancia de la multitud; por eso todo
dictador se esmera mucho en cultivar esa ignorancia”. Por tanto, los regí-
menes autoritarios prohíben cualquier referencia a algunos acontecimientos,
promueven la censura de los libros, periódicos y otros medios sociales de
comunicación y, al mismo tiempo, presentan una versión ocial de los acon-
tecimientos, “produciendo” así la ignorancia.
En la Unión Soviética, por ejemplo, no se podía mencionar la existencia
de los gulags y, al mismo tiempo, se ocultaban con notable éxito desastres
como la explosión nuclear en Chernóbil en 1986. Lo irónico es que el encubri-
miento de Chernobil sucedió en la época de Mijaíl Gorbachov y su política
ocial de “transparencia” (glasnost), anunciada unos pocos meses antes del
desastre. Para los gobiernos que intentan asegurar que sus ciudadanos no es-
tén al tanto de muchos asuntos importantes, el problema reside en que la cu-
riosidad, como la naturaleza, aborrece los vacíos. A menudo el vacío se llena
con rumores y teorías de conspiraciones. Por ejemplo, la ignorancia sobre las
causas de las pandemias a menudo llevó –y todavía ahora es el caso– a que se
echara la culpa por la propagación de la enfermedad a un grupo particular, a
los judíos en 1348 o al Gobierno chino en 2020. Los rumores son notoriamente
poco ables, pero en la Unión Soviética en la época de Stalin la gente común
tenía más conanza en los rumores que en el periódico ocial Pravda. Para
luchar contra la propagación de noticias no ociales, las autoridades prohi-
bieron las guías telefónicas y limitaron el número de cafés, bajo el supuesto de
que cuando los ciudadanos hablaban entre sí, inevitablemente lo hacían sobre
temas que el gobierno hubiera preferido que pasaran por alto.
En regímenes autoritarios, los gobiernos se preocupan de que la gente
sepa demasiado. En regímenes democráticos, se preocupan de lo contrario,
es decir, de que los ciudadanos sepan muy poco. Desde luego, tal como lo
han evidenciado repetidamente los denunciantes, los gobiernos democrá-
ticos también intentan asegurar que sus ciudadanos no estén enterados de
algunas de sus operaciones, pero una preocupación por la “ignorancia de los
electores” forma parte íntegra de la historia de la democracia.
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En el caso de Gran Bretaña, en la primera mitad del siglo XIX solo una
minoría de la población tenía derecho al voto y hasta el célebre lósofo libe-
ral John Stuart Mill dijo que “temía la ignorancia” de lo que él denominaba
“la masa”. Cuando el sufragio se amplió en 1867 (aunque los trabajadores
agrícolas y las mujeres seguían sin poder ejercer este derecho), un destacado
político liberal manifestó su temor de que los nuevos electores resultasen ser
“una clase muy ignorante”. Walter Bagehot, el autor del estudio clásico The
EnglishConstitution (publicado por primera vez en 1867), estaba de acuer-
do y sostuvo que la supremacía de “los estratos sociales inferiores [...] en el
estado en que se encuentran ahora signica la supremacía de la ignorancia
sobre la educación y de las cifras sobre los conocimientos”. Otro político de
la época comentó con sarcasmo que con la ampliación del sufragio “tenemos
que educar a nuestros amos”. Es improbable que sea una mera coincidencia
la promulgación del decreto exigiendo la escolarización obligatoria solo tres
años después, en 1870.
Hoy en día, la problemática de la “ignorancia del elector” se ha vuelto
de actualidad, especialmente en los Estados Unidos. Las encuestas sobre co-
nocimientos políticos han identicado a un grupo (cuyos integrantes fueron
calicados de know-nothings, es decir, los que no saben nada) que dio res-
puestas equivocadas, o ninguna en absoluto, a todas o a dos terceras par-
tes de las preguntas de la encuesta. Este grupo incluye a aproximadamente
una tercera parte de la población de electores. Esas personas que “no saben
nada” carecen de lo que a veces se denominan “competencias ciudadanas”.
De hecho, se ha sostenido que debería negárseles el derecho al voto, alegan-
do que todo el mundo tiene el derecho de no estar sujeto al riesgo de incu-
rrir en daños derivados de las decisiones tomadas de manera inexperta por
gente incompetente.
¿Qué se debería hacer? Una solución tradicional al problema, especial-
mente en América del Sur, era obligar al elector a tener un nivel adecuado
de alfabetización para poder ejercer su derecho al voto, supuestamente por
considerar que los electores tenían que leer los periódicos para informarse
acerca de la política (aunque la verdadera razón era para excluir a los po-
bres de los comicios). Hoy, las pruebas de ciudadanía en distintos países
requieren un mínimo de conocimientos políticos; por ejemplo, la prueba bri-
tánica denominada “La vida en el Reino Unido” interroga a los candidatos
sobre cuántos diputados hay en el parlamento, además de hacer una serie de
preguntas sobre deportes y espectáculos. Desafortunadamente, estas “solu-
ciones” posibles a la problemática de la ignorancia del elector suscitan más
dicultades en lugar de resolver las ya existentes. Por ejemplo, ¿el grado de
competencia se mide solo en conocimientos de hechos?, ¿qué pasa con la
aceptación sin sentido crítico de los sesgos en los medios de comunicación
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sociales?, ¿cómo se manejan las noticias falsas?, ¿cómo responder a la atrac-
ción irracional de los electores hacia individuos carismáticos que se presen-
tan como salvadores de la nación? En todo caso, si se permite el sufragio
únicamente a los ciudadanos que acreditan competencias políticas, ¿quién
velaría por los intereses del resto de la población?
La única opción contra la ignorancia del elector que se me ocurre –sería
demasiado optimista referirse a un “remedio”– se encuentra en las escuelas.
Debates regulares sobre asuntos de actualidad alentarían a los estudiantes a
informarse y, aún más importante, promoverían la reexión crítica sobre los
problemas a los cuales se enfrenta el mundo hoy. Las falsas noticias no son
un problema nuevo pero hoy llegan a mucha más gente con mayor rapidez
que antes, aumentando así la denominada “fabricación” de la ignorancia. En
esta situación, es cada vez más necesario enseñar a la siguiente generación
de ciudadanos y electores cómo evaluar la conabilidad de los mensajes que
reciben de los periódicos, la televisión o las redes sociales. Ellos deben pre-
guntarse quién está enviando esos mensajes y con qué propósito, para tener
un criterio fundamentado en la sospecha y la desconanza (o con más exac-
titud, en la discriminación). Asegurar que este tipo de capacitación forme
parte íntegra del currículum escolar, ayudaría a apuntalar la democracia en
una época en que está en peligro en muchas partes del mundo.
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