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y a la construcción de dispositivos como las leyes, los sistemas judiciales y
penales, las estadísticas y los imaginarios como constructores de la imagen
de las personas catalogadas como delincuentes. Pero, además, hay que rea-
lizar una historia desde adentro, como la que hace Andrea, desde los actores
sociales: hombres, mujeres y sus niños y niñas de condición “inferior”, pero
también desde los agentes policiales y personas involucradas directamente
en la acción punitiva del Estado.
Eso nos permite conocer a profundidad varios aspectos que me parecen
importantes; por ejemplo, que los centros de detención provisional y las cár-
celes no son instituciones fuera de la vida social sino que constituyen, más
bien, un continuo entre el mundo de adentro con sus dispositivos de castigo
y vigilancia, sus relaciones entre internos y guardianes, y el mundo de afue-
ra, de la calle, de los trajines callejeros, de la venta y el trabajo informal, de
las redes de sobrevivencia y cuidado de los más depauperados. Como señala
la autora: “los escenarios que constituyeron lo que llamo geografía del poder
punitivo del Estado, las calles, los calabozos, las ocinas de investigación
criminal, juzgados, correccionales y cárceles conguraron un ambiente con-
tinuo, de tránsito permanente de infractores, parcialmente abierto a quienes
componían sus redes de sostenimiento y cooperación social; de manera que
los centros de encierro no fueron lugares de aislamiento y disciplinamiento,
sino espacios de intimidad creciente con las autoridades, con quienes se lle-
vaba a cabo negociaciones cada vez más intensas y difíciles” (p. 12).
En ese sentido, es interesante la forma como está organizado el libro: en
el primer acercamiento a la investigación la autora se reere a las calles como
escenarios de la economía popular callejera y la sobrevivencia y arraigo de
sectores marginalizados o en riesgo de marginalización entre 1960 y 1980. En
el contexto de la aceleración del capitalismo dependiente, que trajo consigo
la migración masiva del campo como efecto de la reforma agraria y el creci-
miento sin precedentes de masas marginales en el ámbito urbano, se dio una
proliferación de actividades, en donde los límites entre lo legal y lo ilegal, lo
permitido y lo permisible no eran sucientemente claros. El Estado a través
de dispositivos policiales, no solo trataba de vigilar y controlar, sino que era
uno de los responsables de la producción de códigos de dominación racial y
patriarcal a partir de los cuales se creaba la imagen de los vagos, vagabundos
y sujetos peligrosos sobre indígenas y mestizos venidos a la ciudad; esto es,
sobre sectores del pueblo que no tenían domicilio ni trabajo estable, y que
se veían, de un modo u otro, involucrados en hurtos pequeños, contraven-
ciones y sospechas de todo tipo. Luego, Andrea analiza las prácticas de los
agentes policiales y judiciales en la represión de los rateros y descuideros,
que era el principal problema relacionado con la delincuencia en Quito en las
décadas de 1960 a 1980. Se señala que, a lo largo de estos años, se produjo la
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