Procesos 50, julio-diciembre 2019 207
procesos –las tecnologías del yo, según Foucault– que van dando forma a
las personas sea de manera intelectual, sea de manera física. En el caso de
la Escuela Nueva, este tipo de proceso antropo-poiético se centraba sobre
el niño, que estaba en el centro de todo el discurso educativo al punto que
podríamos hablar más de un proceso de paido-poiesis. En la perspectiva
de la Escuela Activa el niño asumía una condición propia, separada del
mundo adulto, que se caracterizaba por su vulnerabilidad y necesidad de
cuidado. La educación ideal de este tipo de niño, para convertirlo en ciu-
dadano adulto moderno, se fundaba sobre una combinación de elementos
físicos –la higiene, los hábitos de salubridad, la gimnasia y el deporte– e
intelectuales –el respeto de la personalidad, la individualidad, la valoriza-
ción del aprendizaje y del “aprender haciendo”–. Es a partir de la Escuela
Nueva que toda una serie de actividades educativas consideradas “moder-
nas” –las excursiones, las granjas escolares, los deportes, etc.– toman forma
y se integran en los programas ociales.
Para lograr el objetivo de un “niño nuevo” se necesitaba también un
nuevo tipo de maestro, al mismo tiempo que un aparato burocrático organi-
zado y racional que pudiera vehicular, pero también controlar, la acción do-
cente. Es en este sentido que los pedagogos de la Escuela Nueva impulsaron
la creación de escuelas normales en todo el país, en las que se experimenta-
ban nuevos programas de formación docente. El nuevo docente auspiciado
por el normalismo no debía solo conocer los contenidos de las materias,
como en el pasado, sino también saber manejar técnicas que facilitaran el
aprendizaje de los alumnos; debía tener también conocimientos de todas
las “ciencias del niño” –la psicología, la puericultura, la pediatría– así como
de alimentación, medicina y ciencias de la salud. El nuevo maestro debía
establecer con sus alumnos una relación casi “total” de cuidado de todos los
aspectos de su existencia, con el objetivo de forjar desde todos los ámbitos
este ideal de “hombre nuevo”. Esta actitud, que Sonia Fernández dene
como paido-céntrica, ponía al niño en el centro de la atención educativa, y
lo veía como un sujeto vulnerable, necesitado de una acción educativa para
poder crecer como ser humano. Esta vulnerabilidad se manifestaba sobre
todo en los contextos populares, que la ideología de la modernidad veía
como degradados y corruptos, y que constituían un obstáculo en el proceso
de construcción de la nación por parte de las élites de origen blanco-criollo.
La idea de una infancia “desvalida” que, como ecazmente ilustra Sonia
Fernández, era necesario “redimir” para poder salvarla de sus condiciones
de inferioridad, se fundaba, por lo tanto, sobre un conjunto de ideas racistas
y clasistas que subalternizaban a las clases populares y las consideraban
inferiores.
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