KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 57 (Enero - Junio, 2025), 169-177. ISSN: 1390-0102

Creación


 

Notas sobre el proyecto de Denis Chang

Notes on a Project by Denis Chang

 

Leonardo Valencia  

 

 Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador.

 

1.               EL ÉXITO PERMITIÓ permitió a Denis Chang ciertos lujos. Pidió locaciones remotas, se expandió en duraciones de tres o cuatro horas para sus películas y exigió un exceso de cámaras para tomas que apenas duraban unos segundos. Los productores tampoco lo limitaban al contratar a actores famosos y expertos en artes marciales. Convenció con un cheque de siete cifras a Nurmagomedov, o al jovencísimo y locuaz Jan Figuereido, que le contó a Chang que era un admirador suyo, y que, si había llegado tan lejos, fue por seguir la trayectoria de los maestros que sus películas difundieron durante más de una década. Lo que nadie sabía, y que descubrí al tercer día de las entrevistas en su villa de Palos Verdes —bajo las palmeras que rodeaban la amplia piscina desde la que se contemplaba el horizonte del mar—, fue su confesión sobre la película que nunca realizó.

2.               Su verdadero nombre era Dionisio Kun Chang. Fue hijo de taiwaneses emigrados a Sudamérica. Nació en el pueblo peruano de Laredo, en la costa norte del país andino, a mediados de los años cincuenta. No hay ninguna explicación sobre el nombre hispanizado. Se supone que se debió a algún sacerdote que recomendó a los padres esa forma nominal —Dionisio— para facilitar la integración del vástago nativo. Esta integración nunca se dio. Lo único con lo que contó fue con la solidaridad de otros migrantes, como el de la familia japonesa asentada en el mismo barrio, los Watanabe. El pequeño Dionisio, acosado por los niños peruanos, fue protegido por José, el primogénito de los Watanabe. Los dejaron en paz definitivamente cuando entró un tercer descendiente de orientales, Mao Reis Huarcaya. Mao daba clases de Kung Fu en la única escuela de artes marciales del pueblo. Pero no era ni chino ni japonés. Su padre era un filipino casado con una trujillana. Dionisio tomó clases de artes marciales con Mao. El futuro cineasta aprendió los fundamentos de su trayectoria cinematográfica. De cuando en cuando, Watanabe los visitaba en la escuela. Sus intereses se dirigían, en secreto, a los campos elusivos de la literatura.

3.               Fueron años felices para los tres amigos hasta que llegó la separación. Watanabe se marchó a Lima a buscar mejores horizontes culturales. En 1971 publicó su primer libro, Álbum de familia. Cuando Chang lo leyó, en concreto el poema “Acerca de la libertad”, recordó una tarde en la que hallaron un pájaro atrapado en el ramaje laberíntico de un huarango torcido por el viento. Watanabe rescató al pájaro, lo acunó en sus manos.

Estaba herido.

—Deberías dejarlo morir —dijo Dionisio.

Su amigo le dijo que no. Podían curarlo. Semanas después, repuesto, el pájaro terminó en una jaula que Watanabe le regaló. La anécdota se había transformado en los versos del poema:

Estoy tentado a liberar este pájaro

                               a devolverle

          su derecho de morir sobre el viento

Desde que se marchó, e incluso luego de la publicación del libro, Watanabe no volvió a dar señales de vida. Ni un solo mensaje. Era probable que no le fuera muy bien y su pudor le impidiera manifestarse. La situación en Laredo tampoco daba más, salvo para Mao Reis Huarcaya que sobrevivía con la escuela de artes marciales. Lima prometía mucho y no cumplía nada. Así que Dionisio se mudó a vivir a Los Ángeles, donde estaba radicado un tío materno, Johnny Chang, que trabajaba como proveedor de estructuras metálicas para las productoras de Hollywood. En Estados Unidos, Dionisio Kun Chang decidió cambiar de nombre. Lo abrevió por Denis y se quedó con el apellido de su madre, quizá por deferencia hacia su tío, con quien entró a trabajar como su mano de confianza, sin más pretensión que ganar un sueldo hasta ver cómo se asentaba su vida americana.

4.               Paso a paso, en una serie de casualidades para las que siempre estuvo disponible en el momento adecuado, Chang terminó convertido en asistente de cámara. Hizo un primer corto y después un largometraje. El largometraje destacó porque transcurría en una ciudad inundada de un mundo distópico. La ciudad estaba edificada sobre estructuras metálicas, andamios y grúas que su tío no escatimó en facilitar. No había ninguna escena de artes marciales. La película cumplió sin llegar a ser un fracaso comercial. El primer éxito le llegó los treinta y dos años con El valle sangriento del Rey Mono. Originalmente, la película no era suya. Gracias a una suma de casualidades y a la urgencia de los productores, asumió el trabajo. El director original, X. W. Dee, había muerto de un infarto al segundo día de rodaje. Chang ni siquiera parpadeó cuando le preguntaron si quería dirigir la película. Empezó de inmediato. Siguió al pie de la letra el guion, a lo que a veces se resistía Dee. Cuidó los detalles de preproducción y agudizó todavía más las notas sangrientas, para sorpresa y satisfacción de los productores. Eso le permitió introducirse en los márgenes de la industria menos apreciada en Hollywood, donde ganaba lo suficiente como para abrirle las puertas a un desconocido. La crítica no fue nada buena. Mejor dicho, no hubo crítica. Solo recibió una reseña indiferente en Martial Arts Today, pero la facturación fue millonaria y lo llamaron de inmediato para otras películas. A partir de ese momento, sus éxitos no se detuvieron, llegando a estrenar hasta dos películas en el mismo año. Era un triunfo comercial al margen del prestigio que iba a las manos de otro director, Zhang Yimou, en festivales de Cannes y Berlín, o a las películas wuxia de Ang Lee, de ambiente histórico y artes marciales. Chang estaba instalado en seguir creando sus películas, de manera que estas noticias y otras más de la farándula incesante del cine pasaban de largo a su lado.

5.               Ocasionalmente, preguntaba a sus padres si sabían algo de Watanabe, si había nuevos libros. Nada, le respondían. Parecía haber desaparecido en el vértigo de Lima, junto a miles de migrantes que absorbía cada año la capital peruana. Por supuesto, Chang ya no tenía tiempo para ir de visita a su país. Había comprado la escuela de artes marciales de Mao Reis Huarcaya y a él mismo se lo trajo a Los Ángeles como asesor del equipo técnico de las escenas de combate. También invitaba a sus padres, sobre todo cuando empezaron a recrudecer los atentados del grupo guerrillero Sendero Luminoso que fracturaban el país. Chang terminó proponiéndoles que fueran a vivir con él a Estados Unidos. Les construyó un chalet confortable en una de las esquinas del gran jardín de su villa en Palos Verdes y les puso una ama de llaves y un chofer. Esto ocurrió a fines de la última década del siglo XX. Cuando llegaron a instalarse con su hijo, le entregaron un recorte de un viejo ejemplar del diario peruano El Comercio. Habían olvidado llevárselo en sus viajes anteriores. Lo volvieron a encontrar mientras preparaban la mudanza. Era una entrevista al hijo de los Watanabe que daba cuenta de que había publicado, dieciocho años después del primer libro de poesía, uno nuevo titulado El huso de la palabra. Era como si su amigo volviera de la tumba. Chang encargó el libro y en cuestión de semanas llegó a sus manos. Era una edición sencilla, de papel rudo, sin gracia. Pensó que había una errata en el título, que le habían puesto una “h” de más. El uso de la palabra habría sido mejor. En fin, se dijo, lamentando el destino precario de su amigo. Al abrir el libro al azar comprobó que la sutileza de su poesía seguía intacta. Se detuvo en el poema “Mi ojo tiene sus razones”. Era un poema de amor con un toque erótico delicado. Uno de los versos lo atrapó:

Mi ojo todo lo veía, no descartaba nada

Chang sintió de nuevo que el poema parecía una evocación de esos años en que miraban las calles polvorientas y los arenales de las afueras de su pueblo con la suspicacia que sus vecinos atribuían a sus ojos orientales.

Se lo mostró a Mao.

Mao lo leyó sin hacer un solo gesto.

—Deberías escribirle —dijo.

Chang envió una carta a la dirección de la editorial que constaba en los créditos del libro. Pasaron semanas y meses. Nunca recibió respuesta. Chang siguió absorbido por sus películas y olvidó el tema. Pasaron años. Se volvió a enterar de que, a diferencia del largo hiato entre sus dos primeros libros, Watanabe seguía publicando breves poemarios con pequeñas editoriales alejadas del gran circuito comercial. Chang los encargaba y siempre tenía la sensación de que sus versos lo aludían, poemas sobrios y equilibrados por una quietud y distancia oriental con la que volvían los paisajes desérticos de Laredo.

6.                Fue así como empezaron las intromisiones. Chang decidió que luego de las escenas de combate en sus películas, los protagonistas se aislaran en un rincón apartado y solitario a observar un paisaje o un objeto cualquiera, lo que no habría significado más que una transición pausada, si no fuera porque también les pidió que recitaran unas palabras sin mayor sentido para la escena. Eran versos que extraía de los poemarios de Watanabe. Como las películas cumplían muy bien los patrones habituales y las fórmulas sanguinarias, los productores lo dejaron filmarlas y hasta las toleraron en posproducción. Se dijeron que habían terminado por manifestarse las raíces orientales de Chang. Nadie le hizo ningún problema. Tampoco nadie del mundo de la literatura se dio cuenta de estas intromisiones, porque los escritores y los críticos no veían películas de artes marciales. Las rarezas de Chang solo habían empezado.

7.                Vinieron brevísimas y pequeñas escenas que tuvieron en vilo a la audiencia. También se las toleraron porque se pensó que el director envejecía y necesitaba ripios pausados para recuperar el aliento.

La primera fue la escena de la niña en La derrota de Pu-Shieh. Una niña estaba sentada en su pequeña habitación justo cuando su padre regresaba de un combate. Ella no sabía que su padre acababa de asesinar dos horas antes a sus propios hermanos —los tíos de la niña— porque cometieron traición contra el rey al que servía Pu-Shieh. En la escena, la niña dispuso sus muñecas sobre la estera. Las contempló durante tres minutos largos, sin ninguna música de fondo, alternando con los primeros planos de los rostros de las muñecas, casi como si se pudiera suponer el juego que la niña imaginaba con ellas. Solo se escuchaba la tenue estridulación de un grillo en un lugar impreciso y el croar de una rana junto a un pequeño estanque al que se lanzó a chapotear. De inmediato vinieron tropiezos remotos, portones que se abrían y cerraban. La niña siguió concentrada en sus muñecas de ojos abiertos a la nada, hasta que escuchó unos pasos recios. La película de artes marciales amenazaba transformarse en película de terror. En ese momento, el padre de la niña deslizó la puerta de la habitación.

Sombra entre las sombras, con el fondo de una noche de luna llena entre nubes ligeras y alargadas, Pu-Shieh quedó enmarcado en la puerta mientras respiraba agitado. Observó a su hija. Ella no se alteró por la entrada de su padre. Lo reconoció manchado, sangriento, resoplando. No le dijo nada. Una de las muñecas con los ojos abiertos se cayó hacia un costado. La niña la acomodó sin prisa. El padre, pese a haber degollado a sus hermanos dos horas antes, y que su mirada todavía estaba sostenida sobre el abismo en el que él también pudo morir, cambió de expresión frente a la inocencia de su hija pequeña. Su respiración se calmó y la dulzura empezó a renacer en él. Ella entonces lo miró de nuevo. Nada indicaba asombro, miedo o recriminación, sino la delicada perplejidad de haber sido interrumpida en su juego. Ese fue el punto más alto de la escena. Muchos espectadores sospecharon que algún enemigo del padre aparecería con una espada en alto y mataría a Pu-Shieh a traición, ante la mirada de su hija. Nada de eso ocurrió. La niña observó a su padre y luego, sin transición, volvió la mirada a su juego. Pu-Shieh estaba demasiado cansado y aturdido como para detenerse a sopesar la reacción de su hija. En el fondo le gustaba que ella fuera impasible. No le dijo nada. Corrió la puerta de la habitación. Se alejó para tomar un baño, comer un bocado, tomar una copa de sake y dormir. La escena en total duró diez minutos.

Luego vino la secuencia final, que tomó los últimos cuarenta minutos y que pasó a ser uno de los modelos de batalla campal que las películas de artes marciales imitaron sin escrúpulos durante años. Pu-Shieh ganó también en esa última batalla. ¿Cuál fue entonces la derrota del título?, nos preguntábamos. Se ha querido interpretar que cuando el guerrero limpia su espada chorreante de sangre y contempla el horizonte con la melancolía del triunfo absoluto, cumplida la liberación del reino, un gesto amargo refleja que el precio fue exterminar a casi toda su familia.

8.                Nunca coincidí con esa interpretación. Más bien he sospechado que el título era una ironía de Chang, que se sumaba a las ambigüedades y extrañezas que le hicieron ganar un mínimo grupo de nuevos espectadores que nos gustaba descubrir subversiones en las reglas del género. Chang escondía un secreto, un sesgo poético del que nadie se había percatado. Con los pocos que compartían mi afición, concluimos que hay creaciones artísticas destinadas a lo imposible, que hay esbozos o proyectos que sobrevuelan en silencio y se quedan lejos de la orilla de su culminación. Es una orilla apenas entrevista detrás de la niebla. Los proyectos de la orilla inalcanzable poseen la máxima eficacia frente a lo realizado. Tienen el perfil movible del deseo no cumplido. Mientras que las obras concluidas, luego de consumirse en la esfera perfecta de su éxito, o en su fracaso cerrado, desaparecen por desgaste o desdén. Lo que queda de las obras humanas es pavorosamente reducido.

—Trabajamos para la incomprensión —declaró Chang en un reportaje que despertó mi curiosidad por entrevistarlo—. Muy pocos ven más allá de la interpretación literal. Colocan bajo la misma costra a rascar el plano de la realidad y el plano de la imaginación. Esperan descubrir un misterio que no existe. Lo que existe es el misterio de la obra.

9.                Estas son meras divagaciones sobre la orilla inalcanzable. Volvamos a los hechos. Watanabe murió en 2007. Apenas tenía sesenta y dos años. Un cáncer fulminante lo consumió en apenas unos meses. Chang se enteró tarde. La noticia lo aplastó. Debió haberlo buscado con más insistencia, enviarle sus películas indicándole esas escenas donde se daba un margen de extravagante libertad aludiendo a sus maravillosos poemas. Lo que terminó de enfurecerlo fue enterarse que Watanabe escribía guiones y que apenas sobrevivió de la precaria industria cinematográfica peruana. ¿Habría visto a lo mejor alguna de sus películas de artes marciales? ¿Llegó a saber que Denis Chang era Dionisio Kun Chang, su pequeño amigo de las barriadas de Laredo?

10.             A medida que pasaban los años, a Denis Chang lo alegraba saber que su amigo era cada vez más respetado entre los circuitos literarios, que lo traducían a varios idiomas y que su nombre se pronunciaba como una referencia ineludible de la poesía. De esto recién supe, como dije, cuando lo entrevisté en su villa de Palos Verdes, ocho meses antes de su muerte. Quizá Chang bajó la guardia al contarle que yo había vivido unos años en Lima. O más bien fue mi observación sobre esos ripios extraños, lentos y sin sentido que insertaba en sus últimas películas, y que nos apasionaba a unos pocos seguidores, nada devotos del género de las artes marciales. Chang sonrió y dijo que podía darse esos caprichos.

—Lo mejor que hice —agregó— fue introducir en mis películas los poemas de un amigo, casi un hermano mayor, que tuve en mi infancia en Perú. Luego abandoné las citas y dejé que entre algo más importante: su visión.

Ni siquiera fue necesario que trajera uno de los libros. Se sabía los poemas de memoria. Yo no me había dado cuenta de que las misteriosas pausas de sus películas tenían ese origen. Me recitó entero un poema que hablaba de un lenguado, de la deformación de este pez que tiene los dos ojos en un solo lado, aplanado como una mantarraya, y que se camufla en el fondo de la arena:

Soy

lo gris contra lo gris. Mi vida depende de copiar incansablemente el color de la arena

Así empezaba. Siguió recitándolo muy despacio. Luego se quedó callado como si quisiera refrenar lo que iba a decir. Miró hacia el mar buscando en el horizonte un punto que se le hubiera perdido entre el islote de San Nicolás y las islas del Canal. No duró mucho su silencio porque empezó a sonar su teléfono. Miró la pantalla y rechazó la llamada.

—Tengo una película secreta —dijo dirigiéndose de nuevo hacia mí—. Una que nunca filmaré.

Observó mi grabadora con desconfianza.

—¿La apago? —pregunté.

—Por favor —dijo.

Hice el gesto de apagarla. No se dio cuenta. Chang señaló que no era por falta de presupuesto. Tampoco era una película costosa. Lo que hacía imposible ese proyecto era que iba en dirección contraria a todas sus películas. Iba hacia el fracaso, verdadero lujo que no podía permitirse. Su película debía durar cinco horas. Cinco horas en las que un antiguo maestro de Guangzhou hace su vida cotidiana.

—No ocurre nada —dijo Chang—, salvo la rutina. El maestro se arregla al despertarse, desayuna, va de compras, conversa con su mujer sobre los trabajos de sus hijos. Repara las bisagras de una puerta, remueve la tierra de los geranios, poda la hiedra de la pared medianera con el vecino. Para descansar, bebe una taza de té humeante mientras evalúa el trabajo en el jardín. Durante esas cinco horas lo seguimos en su rutina. Ni siquiera hay una voz en off que simule lo que pasa por su cabeza. Solo al final, cuando está a punto de caer la tarde —así tal como ahora está por ocultarse el sol en el mar— el maestro se pone su túnica monástica de color azafrán y se yergue frente al sol. Hace un primer movimiento de Yau Kung Moon. Los movimientos están distribuidos para enfrentar a un número potencial de enemigos. Un sonido bajo y continuo de murmullos de agua crece poco a poco, indetenible. En ese mismo momento, a lo lejos, en el espectro dorado de la línea del horizonte, asoma un ejército remoto en sombras. Parecen hormigas alborotadas que agitan armas y banderas. Frente a lo inevitable, el maestro empieza a mover sus brazos y se escucha cómo se frotan las mangas holgadas de su túnica para el combate con el ejército de sombras.

Chang detuvo el relato. Con su mano abierta trazó un arco sobre el horizonte.

—Fin —dijo.

Me quedé mirándolo, esperando algún detalle más de esa película no realizada. Chang se quedó callado. Y entonces volvió a sonar su teléfono.

—Disculpe —añadió—. Tengo que atender esta llamada.

Se alejó unos pasos por el jardín y comenzó a hablar en voz baja. Yo me quedé observando el mar con una extraña mezcla de fascinación y desasosiego. La imagen de ese maestro solitario, preparándose para enfrentar un ejército fantasmal al final de su vida, vibraba en mi mente. Chang terminó por marcharse hablando por el teléfono. En el último momento, cuando subía los escalones para volver a la casa, dio media vuelta, me agitó la mano como despedida y desapareció en la puerta. Continué observando la línea del horizonte para suponer cómo sería el ejército de sombras que esperaba el maestro de Guangzhou. La noche cayó rápida y silenciosa.

 

 

 

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