KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 57 (Enero - Junio, 2025), 151-168. ISSN: 1390-0102
Artículo de investigación
En los umbrales del “nihilismo dialéctico”
On The Threshold of “Dialectical Nihilism”
DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2025.57.9
Universidad de Cuenca,
Ecuador
Fecha de recepción: 7 de octubre de 2024 - Fecha
de aceptación: 21 de noviembre de 2024
Fecha de publicación: 2 de enero de 2025
Resumen
En este artículo, la autora transita por las huellas del sujeto moderno para reflexionar acerca de las condiciones de la sociedad actual, caracterizada por el desvanecimiento de los valores del humanismo, ocasionando posiciones nihilistas no identificadas, necesariamente, con la nietzscheana. Al contrario, advierte sobre la urgencia de plantear un nihilismo dialéctico que revele la historicidad de principios como democracia, igualdad, justicia, libertad, respeto a la naturaleza, paz, animalismo, especismo, entre otros; y que, a la vez, muestre su constante actualidad para escapar de la petrificación que ocasiona el ejercicio del poder. Nihilismo dialéctico que no desconoce las luchas históricas de los condenados por el capital, sino que las actualiza en dirección contraria al sistema neoliberal.
Palabras clave: sujeto, re-presentación, biopolítica, psicopolítica digital, nihilismo dialéctico.
Abstract
In this article, the author goes through the traces of the modern subject to reflect on the conditions of current society, characterized by the fading of the values of humanism, causing nihilistic positions not necessarily identified with the nietzschean one. On the contrary, he warns about the urgency of proposing a dialectical nihilism that reveals the historicity of principles such as democracy, equality, justice, freedom, respect for nature, peace, animalism, speciesism, among others; and that, at the same time, shows its constant actuality to escape from the petrification caused by the exercise of power. Dialectical nihilism that does not ignore the historical struggles of those condemned by capital, but updates them in the opposite direction to the neoliberal system.
Keywords: Subject, re-presentation, biopolitics, digital psychopolitics, dialectical nihilism.
EL SUJETO DE LA REPRESENTACIÓN
LA EDAD MODERNA, comprendida como la “época de la imagen del mundo” —Heidegger—, marca un acontecimiento decisivo en la historia del pensamiento occidental. El “hombre” liberado de las ataduras divinas y de todo tipo, provoca un desplazamiento del fundamento de lo existente y de la verdad, pilares de la metafísica de Occidente, hacia el sujeto representador del mundo como imagen. El “hombre” para constituirse como sujeto de la re-presentación tuvo que transformar su esencia, en el sentido de convertirse en subjectum o fundamento, que concentra todo en sí. En palabras de Martín Heidegger (1960, 78): “El hombre pasa a ser aquel existente en el cual se funda todo lo existente a la manera de su ser y de su verdad. El hombre se convierte en medio de referencia de lo existente como tal. Pero eso solo es posible si se transforma la concepción de la totalidad de lo existente”.
El sujeto moderno transforma la idea de mundo, en tanto no solo comprende la naturaleza y la historia, y sus relaciones (implícitas o explícitas), sino que lo re-presenta o lo construye como imagen. De otra parte, imagen no significa copia o reproducción mecánica, sino aquello que está ante nosotros y se presenta “tal como es para nosotros”. En otros términos, “el hombre como sujeto representador fantasea, es decir, se mueve en la imaginatio, ya que su representar se imagina lo existente como lo objético en el mundo como imagen” (93). En este sentido, imagen no significa fotografiar sino comprender el mundo como imagen, es decir, lo existente está en condición de representado.
El hombre descubierto como subjectum adquiere la capacidad de elaborar sus propios límites, decidir entre el individualismo y la comunidad, el yo desenfrenado y el nosotros, la arbitrariedad y el consenso, de un lado, y, de otro, el mundo representado como imagen, constituyen los suministros de la identidad de la modernidad. Sujeto y objeto de conocimiento, convertidos en objeto de la re-presentación, constituyen una de las vías que determinará el curso de la historia. Según Heidegger:
cuando más vastamente y más enteramente, está el mundo a la disposición como conquistado, cuanto más objetivo parece el objeto, tanto más subjetivo, es decir, tanto más apremiante, se eleva el sujeto, tanto más inconteniblemente se transforma la contemplación del mundo y la doctrina del mundo en una doctrina del hombre, en antropología. No es de extrañar que el humanismo no surja hasta que el mundo se convierta en imagen. (82)
Indudablemente, esta forma de concebir la modernidad tiene sus raíces en el axioma “pienso, luego existo” (Descartes 1983, 72), en donde la relación entre ser, existir y verdad se ata en la identidad entre ser y pensar, y la verdad en el nexo entre claridad y evidencia, afianzada en la existencia de Dios.
En los análisis sobre la constitución de la modernidad, prevalecen los enfoques orientados desde la hegemonía del pensamiento eurocéntrico; de ahí, la primacía del axioma cartesiano como la puerta de entrada a la modernidad europea. El sistema cartesiano comienza dudando de todas las formas de conocimiento que le precedieron; sin embargo, cuando se trata de fundamentar el argumento que anduvo buscando, lo absolutizó, al punto de no dudar de que pensar es existir.
La modernidad no es un proceso que se explica a través de una relación causal; al contrario, fue un proceso histórico complejo, en cuya trama intervinieron múltiples factores; de ahí que el sujeto no se constituyó de espaldas a los intereses que pugnaban por avanzar al desarrollo del capitalismo, y del andamiaje jurídico, político e ideológico que lo sostuvo. Hacia los años 1596-1650, el subjectum como fundamento de lo existente, llevaba en sí al sujeto portador de un siglo de experiencia colonial, que se consolidó manteniendo al sujeto colonizado a contraluz de la mayoría de edad europea, ubicándolo en el lado oscuro de la razón.
Filósofos como Michael Hardt y Antonio Negri (2002, 78), por ejemplo, aclaran que un momento importante, en el proceso de constitución de la modernidad, fue la articulación del concepto moderno de soberanía, base del Estado-nación. Modernidad y soberanía fueron dos ejes que surgieron en la lucha entre las fuerzas que apoyaban la constitución del nuevo orden del capital y aquellas que trataron de frenarlo. Son dos conceptos, cuya actitud eulógica está en concordancia con el espíritu lumínico de la racionalidad occidental. Modernidad y soberanía se desarrollaron en Europa sobre la base de la dominación colonial a los pueblos subalternizados, en cuyo transcurso se fue gestando el eurocentrismo como una identidad que creó la imagen del Otro, colonizado; a su vez, este Otro —desde la opresión— generó un existente que se ha desarrollado a partir de la resistencia y la utopía.
HUELLA EN LA ARENA
Las miradas de la modernidad occidental —como se señaló— han priorizado aspectos que, de una u otra manera, están alrededor del sujeto cartesiano, verbigracia, la analogía entre representación, lo representado y la verdad. También el principio de identidad, que concibe al Ser en su unidad o mismidad, en tanto cada cosa es ella misma o expresa lo mismo, porque en su interior se da un proceso de unidad automediada: una relación interna consigo mismo.
Por otra parte, la metafísica de la presencia, en el sentido de presencia de la conciencia como principio indubitable, en donde el movimiento subjetivo entre trascendencia e inmanencia, apela a la dubitabilidad del objeto trascendente, porque este es requerido pero contingente; y a la inmanencia como aprehensión subjetiva de las vivencias de un yo necesario; por ello no se las puede poner en cuestión. Razón por la cual la percepción inmanente conserva su esencia; se trata de un Yo indubitable que surge de la conciencia. La idea de certeza, latente o explícita en estos principios, estructuró la ilusión de la verdad en el conocimiento del mundo.
El hombre amparado en la “certeza” del subjectum capaz de objetivar el mundo como representación, desplegó todas sus potencialidades en el progreso como desarrollo al infinito. Las fuerzas inmanentes al sujeto no conocieron límite alguno, a tal punto que hizo de la trascendencia una energía favorable al curso indetenible del progreso. Se diseñó una dialéctica entre inmanencia y trascendencia acorde con el curso del desarrollo “racional” de la historia. La idea de un límite en el “desarrollo” de la naturaleza, así como el ideal de una sociedad justa y equitativa, en el horizonte de la experiencia moderna, estuvieron ausentes; aunque continuaron manteniéndose como expectativa.
Sin embargo, el desarrollo de las ciencias —naturales y humanas—, de la tecnología y del capital, evidenció tanto su positividad como lo efímero de la materialidad del mundo. Según Foucault, en Las palabras y las cosas, la episteme moderna está constituida por las ciencias exactas, las ciencias empíricas y la analítica de la finitud. El punto de unidad entre ciencias exactas y empíricas está en la aplicación de modelos matemáticos a procesos de orden cualitativo. La analítica de la finitud y las matemáticas convergen en el desarrollo de una lógica formal. Las ciencias empíricas y la analítica de la finitud se relacionan, en tanto la filosofía construye objetos a priori sobre los asuntos relacionados con estas ciencias. De esta manera —según Foucault—, la episteme moderna elabora una filosofía de la vida, de la alienación y de las formas simbólicas.
La episteme de fines del renacimiento —de acuerdo con Foucault— garantiza que el mundo es descifrable a través del descubrimiento de las relaciones de semejanza y correspondencia entre las palabras y las cosas; hay un orden del mundo, en donde cada cosa está signada por el lenguaje. La episteme clásica (desde mediados del siglo XVII hasta fines del XVIII) se aleja de esta visión porque el lenguaje no garantiza la correspondencia entre mundo y lenguaje. En esta nueva forma de episteme, el lenguaje es solo el instrumento para clasificar las cosas, en el sentido de ofrecer la posibilidad de ordenarlas. Alrededor del siglo XVII se manifiestan tres órde nes de la realidad: la gramática general, la historia natural y el análisis de las riquezas, que son expresados a través de la representación.
A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, junto a la filosofía o concomitantemente a ella, la biología, la economía política y la filología forman —según Foucault— la analítica de la finitud; momento en que el hombre descubre la finitud de su alrededor y de sí mismo. Si las categorías de semejanza y representación ordenaron y situaron las cosas en el mundo, de una manera estable; en la analítica de la finitud, irrumpe el análisis del tiempo y, con ello, el vendaval de lo incesante y transitorio. El hombre descubre no solo la finitud de las positividades —vida, trabajo, lenguaje—, sino su propia finitud, haciendo de esta el fundamento de la episteme moderna, en el sentido de analizar la finitud no en relación con lo infinito sino con la misma finitud. Al descubrirse como un ser finito no tiene otra alternativa que asumir el curso de la historia; esto es, convertirse en sujeto que conoce y en objeto de conocimiento. En otros términos, se autoconstruye como la medida del conocimiento que se piensa a sí mismo, convirtiéndose en la fuente epistemológica del conocer.
La episteme de la modernidad, al ubicar al hombre como sujeto y objeto de conocimiento, si bien lo transformó en la figura central de todo proceso histórico; esta misma centralidad le permitió percibir lo efímero de la materialidad del mundo y percibirse como un ser transitorio, lo cual socavó los fundamentos de un presente que pretendía tornarse en verdadero y necesario, trascendental y eterno. De ahí que, para Foucault, el concepto de hombre tiende a borrarse en la historicidad de la episteme moderna.
Si las disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena. (Foucault 1996, 375)
La analítica de la finitud expresa los límites del hombre y de las cosas, así como la complejidad de su existencia, en medio de contradicciones o de lo que Foucault llama los dobles —lo empírico y lo trascendental, el cogito y lo impensado, el retroceso y el retorno al origen—; de ahí que el sujeto moderno tiene que desplazarse entre lo finito y lo universal, entre lo inconsciente y el cogito, entre el retorno al origen y su imposibilidad de conocerlo. La apuesta de Foucault de que el hombre se borraría como sucede con un rostro en la arena se desliza hacia su desvanecimiento como origen ontológico. Probablemente, su huella sobreviva como un finito epistemológico, y habite con su Otro, producto de sí mismo, la inteligencia artificial.
DE LA BIOPOLÍTICA A LA “PSICOPOLÍTICA DIGITAL”
El desvanecimiento del sujeto moderno como fundamento absoluto de la existencia ha provocado, en la cultura de Occidente, una desesperanza; probablemente, más intensa y compleja que la causada por la muerte de Dios. La desilusión sobre sí mismo y sobre la construcción de nuestra propia historia, con todo lo que ella conlleva, nos ha conducido al despeñadero del fundamento antropológico, subyacente en los valores del humanismo de la modernidad. De otra parte, críticos como Jean Baudrillard han llevado al límite la posibilidad de la inteligibilidad del mundo real:
Yo formulo la hipótesis de que el mundo existe tal cual es, que se le puede tomar como real e inteligible en su funcionamiento interno; pero que, por otra parte, tomado globalmente, carece de referente general, y no existe, por tanto, inteligibilidad de este mundo ni evaluación objetiva. Ya no se puede relacionar, remitir a nada más. Remite a una referencia imposible. Ahí está el principio de incertidumbre fundamental. (1998, 58)
Un pensamiento radical no anula lo real, pero considera que no tiene equivalencia alguna, razón por la que carece de referencias. Pensamiento dialéctico y pensamiento crítico, según Baudrillard, “forman parte del ámbito de las referencias intercambiables, el pensamiento radical se sitúa en la zona de la referencia imposible, de la inequivalencia, de lo ininteligible, de lo indeterminable” (59). Baudrillard apunta a disolver la unidad entre lo real y la representación universal, lo que implicaría deshacer la relación inmanente entre lo real y lo racional o entre ser y pensamiento; con lo cual ha dado paso a la ininteligibilidad del objeto de las ciencias. “Esta ininteligibilidad en última instancia la acusan en su funcionamiento interno. Las ciencias llamadas exactas tampoco escapan a esto, ya que tam bién se encuentran en los confines de esta indeterminabilidad del sujeto y del objeto” (60). Las ciencias exactas, también, se hallan perturbadas por la incertidumbre y por la pérdida de sentido de los macrorrelatos de la modernidad.
Las actuales condiciones definidas como sociedad del cansancio, según Byung-Chul Han, se caracterizan por “el final de la teoría”, propuesta por Chris Anderson, quien considera que el manejo de grandes conjuntos de datos imposibilita la aplicación de modelos teóricos para su interpretación. La masificación de la información está sobre la capacidad que cualquier modelo teórico puede ofrecer, a tal punto que el análisis de datos puede descubrir modelos de conducta cuya finalidad es pronosticar las necesidades de las masas: “En lugar de los modelos de teorías hipotéticas se introduce una igualación directa de datos. La correlación suplanta la causalidad” (Han 2014, 107). La posibilidad de deducir modelos de conducta a partir de grandes masas de datos, marca el inicio, según Han, de la psicopolítica digital; lo que implica que estamos en un momento en que el poder opera en los procesos psicológicos inconscientes; de ahí que, para este crítico, hayamos pasado de una sociedad controlada por la biopolítica a otra controlada por el psicopoder, cuyo efecto es más nocivo porque vigila al ser humano, no desde fuera, sino desde dentro de sí mismo.
Según Han, las condiciones del siglo XXI no son las de una sociedad disciplinaria, cuyos sujetos están dispuestos a obedecer, sino las de sujetos de rendimiento o emprendedores de sí mismos. En palabras del autor, “El análisis de Foucault sobre el poder no es capaz de describir los cambios psíquicos y topológicos que han surgido con la transformación de la sociedad disciplinaria en la de rendimiento. Tampoco el término frecuente ‘sociedad de control’ hace justicia a esa transformación” (Han 2022, 25).
Para Foucault, el proceso de disciplinarización de las sociedades occidentales modernas puede ser visto desde el espacio-tiempo de la cuarentena —utilizado para enfrentar la peste—, hasta el espacio-tiempo del panóptico, descrito por Bentham. Se trata de espacios específicos, sin embargo, convergen en el objetivo de disciplinar y controlar las conductas de los cuerpos y de las instituciones sociales. Estos mecanismos se convierten en tecnología política aplicable a, cuyo número de controlados y vigilados aumenta.
Las tecnologías de control y vigilancia se “perfeccionan” en la medida en que se automatizan, teniendo como consecuencia una desindividualización, en el sentido de no personificar a quien vigila. En términos de Foucault, estamos ante el ejercicio de una biopolítica, cuyos mecanismos disciplinarios se ejecutan no solo en la cárcel; se extienden a escuelas, hospitales, fábricas, policía, asilos, nacimientos, defunciones... Se aplica una política de sanidad social, en la cual el sujeto está atado a los contornos impuestos por el control y la vigilancia.
Byung-Chul Han sostiene que asistimos a un cambio de paradigma, en el sentido de que la sociedad disciplinaria analizada por Foucault, definida por la “negatividad de la prohibición”, y por los límites entre lo normal y lo anormal, no explica la situación del sujeto de la modernidad tardía; inmerso en la sociedad del rendimiento, y en el “poder [Können] sin límites... Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria todavía le rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados” (26).
El rendimiento o la maximización del rendimiento atado a la maximización de la productividad, rompen con el dispositivo negativo de la prohibición, al punto de instaurarse otro, caracterizado por su positividad, cuyo núcleo es el poder hacer. El paso del deber al poder no anula el deber, en tanto el sujeto continúa disciplinado por las exigencias del rendimiento. El sujeto tardomoderno, sumido en la necesidad de tributar rendimiento y desatado de cualquier normatividad, excepto del poder para elevar la productividad, apoyado por las técnicas disciplinarias, lo transforma en deber.
El rendimiento se expresa en podemos hacer y debemos hacer todo, porque el sujeto no conoce límites. El sujeto tardomoderno hace uso de una libertad “desregulada” que conduce a creer que “nada es imposible”, porque no está sometido a regulación alguna. En este contexto, la condición de sujeto, subjectum —fundamento— o sujeto a, con la que inició y se desarrolló la modernidad, ha desaparecido. Según Han, hoy, el sujeto se positiviza, en el sentido de que se libera de toda restricción para convertirse en “proyecto”. Sin embargo, las coerciones externas son reemplazadas por la autocoerción que, en las condiciones del capitalismo tardío, se trata de una autoexplotación, legitimada por la libertad.
Advierte Han (2022, 95): “El sujeto obligado a aportar rendimien tos se explota a sí mismo hasta quemarse del todo (burnout). En ello se desarrolla una autoagresividad que rara vez no se recrudece hasta llevar al suicidio. El proyecto resulta ser un proyectil que el sujeto obligado a rendir dispara contra sí mismo”. Para este crítico, el paradigma de la sociedad del rendimiento crea sujetos que se explotan a sí mismos; la demanda de productividad del capital hace más eficaz y rentable la autoexplotación, que la explotación originada por el capitalista, en tanto aparece como si fuera el ejercicio de la libertad.
Probablemente, esta imagen se ajusta a sociedades en las que existe un crecimiento desenfrenado del capitalismo global; sin embargo, hay que considerar las condiciones que la geopolítica del poder ha obstaculizado el desarrollo de las sociedades, cuyos segmentos de la población no tienen acceso a infraestructura, educación ni salud.
EN LOS UMBRALES DEL “NIHILISMO DIALÉCTICO”
En la actualidad, las miradas del sujeto sobre el mundo y la vida nos conducen a un desasosiego. Quizá sea la misma ansiedad con que finalizó el siglo XX, consecuencia de las derrotas y catástrofes acaecidas durante toda esa centuria; aunque otros historiadores celebren la hegemonía global del neoliberalismo. Un horizonte de duelo y de melancolía cubrió la atmósfera de fin de siglo.
Las décadas transcurridas del siglo XXI delatan la presencia de factores nada alentadores. La imposición del gran capital a nivel global, la presencia de la industria de las guerras resultado de los intereses económicos de las grandes potencias; la incredulidad ante el quehacer político del Estado y sus aparatos militares; la corrupción de las instituciones civiles de las sociedades; la pobreza de millones de personas; la degeneración humana inducida por el consumo de alucinógenos; la descomposición social generada por el tráfico de drogas; la situación precaria de los migrantes; las brechas de género; la desvalorización de las ideologías; la pérdida de sentido de las éticas; el deterioro galopante de la naturaleza y las consecuencias del cambio climático, todo ello nos traslada al sendero de la incertidumbre, en cuyo límite está la indiferencia y, más aún, la naturalización de las circunstancias.
En este contexto, la interiorización de un nihilismo ante la precariedad humana de los hechos no es casual, ni absurda; al contrario, adquiere sentido. Algunos filósofos, sociólogos, antropólogos críticos, entre otros, han abierto una veta de análisis social sobre el nihilismo, efecto de un capitalismo decadente. Se trata de un nihilismo dialéctico que emerge de las condiciones históricas y sociales y, como tal, cuidadoso de no autoproclamarse poseedor de la verdad y de la voluntad de poder, en aras de “salvar” el mundo.
Desde un primer acercamiento, el nihilismo dialéctico “es un lugar en donde se permanece, en donde es preciso quedarse, que ahora carece de una puerta de salida que afirme otros valores como verdades a creerse, a seguirse con algún tipo de fe. Y si uno se aleja provisionalmente de él, se tiene que volver” (Rojas 2018, 11). Se trata de una perspectiva que recoge ciertos valores críticos que, mientras se historizan, se vuelven transitorios porque llevan en sí, las condiciones de su propia caducidad.
El nihilismo dialéctico considera que toda teoría, por más ajustada que esté a los hechos, y todo valor, por más razonable que sea, son provisionales, están sometidos a su temporalidad. De otro lado, el movimiento temporal no sigue la trayectoria del movimiento de la idea, a la manera hegeliana, ni el movimiento inverso, que la ortodoxia materialista le adjudicó a Marx. El decurso de la historia “es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino el que está lleno de ‘tiempo del ahora’ ” (Benjamin 2005, 27). Un ahora que podría reflejarse en el ayer, y un pasado, en que el “tiempo del ahora” puede provocar rupturas en el continuum de la tradición. El nihilismo dialéctico es eminentemente histórico; a su vez, la historicidad se manifiesta como movimiento dialéctico, abierto a una constante actualidad.
Probablemente, el nihilismo dialéctico se expresa como una actitud nihilista-crítica frente a la posible esencialización de principios como democracia, justicia, libertad, igualdad, respeto a la naturaleza, paz, animalismo, especismo, entre otros. Esto no quiere decir que se desmientan las grandes luchas sociales generadas por sectores populares, clases sociales, etnias, feminismos, que han logrado conquistas significativas; sino una actitud nihilista expectante ante los fundamentalismos.
Se trata de optar por un nihilismo dialéctico como estrategia “polí tica” para una actualidad que no vislumbra utopías ni promete una humanidad que redima a los condenados por el poder económico; porque la ilusión de las revoluciones ha sido opacada por la interiorización de las formas de vida impuestas por la modernización del capital, y controladas por la biopolítica y “psicopolítica digital”; por los límites de la democracia liberal y por los propios errores del comunismo y socialismo. En suma, se necesita un nihilismo dialéctico que nos permita caminar en medio de las esquirlas del pasado para encontrar un lugar o, probablemente, un no lugar en el que podamos construir horizontes viables para la liberación de los oprimidos.
Quizá el año 1989 represente el lugar y el no lugar; exprese el pasado y las expectativas; tal vez sea el momento en que, retomando a Enzo Traverso (2022, 27), se conjuguen la utopía y la memoria; podríamos manifestar que, desde entonces, se desprende el nihilismo dialéctico como una estrategia “política” y epistemológica para vislumbrar otras rutas históricas.
En este ámbito, 1989 provocó un desbarajuste en las representaciones filosóficas e históricas del comunismo y del liberalismo burgués: luto, melancolía y derrota en las izquierdas; celebraciones y regocijos en las narrativas anticomunistas. Sin embargo, Marx, Engels, Lenin, Trotsky, el Che Guevara, Fanon perviven “inconscientemente” en los olvidos temporales de la historia, y en las presencias recurrentes de las luchas de los oprimidos por conquistar la igualdad de derechos. Desde otra perspectiva, ellos están como una sombra muy opaca que se divisa en una teodicea de la liberación, encarnada en el imaginario de los pueblos.
En este momento de adiaforización de las culturas generadas por el capital global, el nihilismo dialéctico “cuestiona las formas de vida no solo de Occidente sino de Oriente, del norte y del sur, de los movimientos emancipatorios sea cuales fueran estos. Insisto en que no trata de renunciar a las luchas liberadoras contra toda forma de poder, sino de sacar a la luz lo intrínsecamente negativo que contienen y que, una vez llegado al poder, han tomado la conducción del proceso, convirtiéndose en lo opuesto” (Rojas 2018, 12). En fin, es necesario mantener una constante actualidad en la crítica del presente.
En este punto, es oportuno referirnos al relato “Ante la ley” de Franz Kafka (1983, 128) para mostrar la idea de una nada “vigente” que suscita inquietud: “Nadie podía intentarlo, porque esta puerta estaba re servada solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.
La utopía, el olvido y la memoria, son, acaso, lugares y no lugares, en donde se conjugan los símbolos y los imaginarios de la historia o donde se puede encontrar la “memoria del futuro” (Traverso 2022, 117), y “el pasado de los futuros” (143), porque el ritmo de los acontecimientos es kairótico, inhabitual. Los lugares y no lugares son diversos y dispersos; hoy nos encontramos, quizá, en la metáfora simbólica que sugiere Kafka, en “Ante la ley”: ¿en dónde está la ley, después de la muerte de Dios y del sujeto?
Al parecer, todos estamos encarnados en el campesino de “Ante la ley”; no accedemos a ella porque estamos ante una nada vigente pero inasible. El campesino se presenta ante el guardián para que le deje entrar; este responde que por el momento no puede pasar; el campesino tiene la ilusión de que más tarde podría hacerlo, pero el guardián contesta que es posible, pero no ahora. El campesino se agota en el tiempo de espera, y al borde de su muerte, el guardián le aclara que nadie podía entrar porque la puerta estaba reservada solo para él; el guardián anuncia que va a cerrarla.
La metáfora kafkiana señala la ambigüedad de la ley; he ahí la complejidad y sus diferentes interpretaciones. La ley, el guardián y el campesino son lugares vigentes y, al mismo tiempo, símbolos que se desvanecen en el movimiento de lo fáctico, lo simbólico y lo imaginario. ¿Cómo está representada y cómo la percibimos? ¿Cómo accedemos a ella?
La ley, en el mundo kafkiano, es de difícil acceso, como si estuviera atrapada entre las sombras de la caverna de Platón, e impedida de asumir el juego de la percepción, el conocimiento y la verdad del mundo. Y, sin embargo, está presente en nosotros, como si fuera el motor inmóvil de Aristóteles: mueve sin ser movido. Su proceso de laicización deviene en la hybris de la ley; la soberbia y autonomía provienen de sí misma; su modernidad nos hace pensar que la prepotencia es inmanente a ella; no necesita de elemento externo que la legitime. Su existencia se justifica, a la manera del imperativo categórico de Kant, que exige la incondicionalidad de los conceptos universales de la razón.
El concepto moderno de ley “tiene la capacidad de girar sobre sí, suspender el orden jurídico vigente e imponer un orden metanormativo arbitrario y excepcional —es la prodigiosa lógica de la inflexión legislativa: elevación a través de la ley, pero también atenuación o depresión en virtud de su propio desenvolvimiento” (Ordóñez 2022, 1). Una dialéctica com pleja encierra el ejercicio de la ley, que no se resuelve como el movimiento hegeliano; así lo han mostrado los estudios de filósofos contemporáneos como Benjamin, Derrida, Agamben, entre otros.
Para Derrida (2018, 9): “De cierta manera, Vor dem Gesetz es el cuento [récit] de esta inaccesibilidad, de esta inaccesibilidad al cuento [récit], a la historia [historie] de esta historia [historie] imposible, el mapa de ese trayecto prohibido: sin itinerario, sin método, sin camino para acceder a la ley, a eso que en ella tendría lugar, al topos de su evento”. El campesino supone que la ley es comprensible para todos, aun cuando, no es así. El filósofo franco-argelino desvía su itinerario hacia las reflexiones de Kant sobre el “respeto” a la ley; así como a alertarnos del riesgo de su universalidad.
este —como acentúa Kant— no es sino el efecto de la ley; el respeto no se lo debe sino a la ley y no comparece en derecho sino ante la ley; no se dirige a las personas sino en tanto que ellas dan el ejemplo del hecho de que una ley puede ser respetada. No se accede nunca directamente ni a la ley ni a la persona jurídica, nunca se está inmediatamente ante alguna de esas autoridades [instances] —y el desvío puede ser infinito. La universalidad misma de la ley desborda todo lo finito y, entonces, hace correr ese riesgo. (10)
Sin embargo, ante la ley está el campesino, quien no puede entrar, pese a que la puerta de la ley está abierta; acaso, porque está muy abierta, como la universalidad de la ley. Todos nos perdemos en la metafísica de la infinitud del absoluto. El campesino se encuentra fuera de la ley y, al mismo tiempo, cooptado por ella; no obstante, nunca supo qué es la ley; es un vacío, una nada, que se somete a los desafíos de la historia; un no ser que se expresa en un movimiento capaz de recrear un orden jurídico o suspenderlo para imponer otro excepcional; nos ata a un vaivén, en que nos incluye y excluye.
El filósofo italiano Giorgio Agamben (2020, 88) considera que el respeto es la condición que permite vivir a quienes estamos bajo el imperio de esta forma vacía. Se trata de “una condición que, a partir de la Primera Guerra Mundial, se volvería familiar en las sociedades de masas y en los grandes Estados totalitarios de nuestro tiempo. Porque la vida bajo una ley que rige sin significar se asemeja a la vida en el estado de excepción, donde el gesto más inocente o el olvido más insignificante pueden tener extremas consecuencias”. Kant mostró que la universalidad y formalidad del impe rativo categórico, en una suerte de malabarismo juega con la inaplicabilidad práctica; empero la “potencia vacía de la ley rige a tal punto que se vuelve indiscernible de la vida” (88).
Según otros estudiosos y en esta perspectiva,
es una forma sin significado, es la vigencia permanente de una forma que no quiere decir nada, que nos ha atrapado, porque no quiere decir nada. Nos ha dejado afuera y nos ha incluido, porque es la vigencia pura de una forma sin significado. Es decir, este —ante la ley—, suena así seco, porque el campesino no dice que lo que está en la cueva es el derecho, o la economía, la matemática. No, lo que está en la cueva, es la ley y es lo que no vas a entender nunca. (Alemán 2008, 4)
Una forma sin significado, que podríamos asimilarla al nihilismo; empero, su facticidad espacio-temporal deviene en una forma de nihilismo dialéctico, cuya inmanencia y trascendencia rebotan en otras formas sociales, abiertas a su propio devenir. Quizá, en este contexto, cabe recordar la percepción de Benjamin (2005, 28) del presente,
el materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente que no es tránsito, en el cual el tiempo se equilibra y entra en un estado de detención... El historicismo levanta la imagen ‘eterna’ del pasado, el materialista histórico una experiencia única del mismo, que se mantiene en su singularidad.
Esta singularidad podría ser el acontecimiento que rompe la continuidad de la historia.
Verdad, universalidad y accesibilidad de la ley se diluyen en una entidad vacía; la verdad de la ley deviene en irrepresentable, su universalidad en un imperativo formal e inaccesible. Derrida (2018, 16) afirma:
Su “verdad” es esa no-verdad de la cual Heidegger dice que es la verdad de la verdad. En tanto tal, verdad sin verdad, ella se guarda, se guarda sin guardarse, guardada por un guardián que no guarda nada, quedando la puerta abierta, abierta a nada. Como la verdad, la ley sería la guardia misma (Wahrheit), solamente la guardia. Y esta mirada singular entre el guardián y el hombre.
De un lado, la forma vacía, a través de la cual se presenta la ley, y, de otro, esta misma forma ante la que están el guardián y el campesino; para muchos críticos, es el estado de excepción, porque, probablemente, para Kafka “el estado de excepción —que nos parece la ausencia de la ley— es uno de los puntos fundantes de la propia ley. Es lo que descubre Freud, en Tótem y tabú, que la ley surge del estado de excepción” (Alemán 2008, 4). La ley por mandato de la misma ley está fuera de la ley. La espera del campesino por años, de una forma que no sabe qué es, es también un estado de excepción. El campesino, en la puerta, “sin poder hacer otra cosa que pasar los años y volviéndose, de alguna manera, una víctima de esta forma sin significado, es lo que podemos llamar el estado de excepción” (4). Presumiblemente, también, el guardián que guarda sin guardar nada, está ante el estado de excepción.
El estudio de Agamben orienta el análisis del estado de excepción, en la lectura kafkiana, al distinguir dos interpretaciones: por un lado, la de Scholem, quien lo percibe como “una vigencia sin significado”, una figura constante de la forma de la ley. Por otro, la de Benjamin, para quien el estado de excepción “transformado en regla marca la consumación de la ley, su volverse indiscernible de la vida que debería regular” (Agamben 2020, 89). El filósofo romano señala la distancia entre una y otra concepción: “A un nihilismo imperfecto que deja subsistir indefinidamente la nada en la forma de una vigencia sin significado, se le opone el nihilismo mesiánico de Benjamin, que anula también la nada y no deja que la forma de la ley valga más allá de su contenido” (89).
La realidad reflejada en la metáfora kafkiana es una crítica a los modelos normativos de la sociedad de su época. De su lado, Benjamin, de manera inequívoca, apela a la tradición de los oprimidos, quienes nos enseñan que “el ‘estado de excepción’ en que ahora vivimos es en verdad la regla” (Benjamin 2005, 22); para cambiarlo, es necesario provocar una ruptura en la concepción del progreso como el continuum de la historia.
Agamben se distancia de las interpretaciones que identifican la actitud del campesino con una derrota o fracaso, ante la imposición de la ley. Si partimos de que la puerta abierta representa el poder y la fuerza de la ley, entonces —plantea Agamben— es “posible imaginar que todo el comportamiento del campesino no es más que una estrategia complicada y paciente para conseguir que se cierre, para interrumpir su vigencia” (Agamben 2020, 92); y, efectivamente, el campesino logra que la puerta de la ley se cierre.
Este sesgo del filósofo italiano sigue la dirección del mesianismo, en el cual construye una analogía entre el paso de la potencia al acto del campesino de la narración kafkiana, y la llegada del Mesías a Jerusalén: “La tarea mesiánica del campesino (y del joven que en la miniatura está frente a la puerta) podría ser entonces la de volver efectivo el estado de excepción virtual, la de obligar al guardián a cerrar la puerta de la ley (la puerta de Jerusalén). Porque el Mesías solo podrá entrar una vez que la puerta esté cerrada, es decir, luego de que la vigencia sin significado de la ley haya cesado” (94). La estrategia del campesino logró efectivizarse al cerrar la puerta para que el estado de excepción cese, y posibilite abrirla para la entrada de otros finitos antropológicos.
La estrategia provocativa —como llama Agamben— del campesino transita, probablemente, en las huellas del “enigmático” mesianismo benjaminiano, en las que convive la vigencia de la ley sin significado con la facticidad de la vida, el tiempo mesiánico con el profano, el mesianismo con el utopismo, en un juego histórico que expresa la necesidad de recuperar los sitios de la memoria y de la utopía, en una suerte de nihilismo dialéctico, que permita vislumbrar los caminos que nos alejen del deshumanizado capitalismo neoliberal. s
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