KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 57 (Enero - Junio, 2025), 105-122. ISSN: 1390-0102
Artículo de investigación
Rubén Astudillo y Astudillo... la ira, el silencio y el retorno
Ruben Astudillo y Astudillo... Wrath, Silence and Return
DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2025.57.7
Juan
Carlos Astudillo Sarmiento
Fecha de recepción: 1 de octubre de 2024 - Fecha
de aceptación: 4 de noviembre de 2024
Fecha de publicación: 2 de enero de 2025
Resumen
La poesía de Rubén Astudillo y Astudillo, uno de los autores claves en la poesía ecuatoriana de la segunda mitad del siglo XX, puede leerse desde los postulados del existencialismo, sobre todo en diálogo con el pensamiento de Schopenhauer, Heidegger, Kierkegaard y Nietzsche, en primera instancia y atendiendo sus primeros poemarios (desde fines de la década de 1950 hasta finales de 1979). A partir de la década de 1980, su obra puede leerse desde las ideas del misticismo, en diálogo con Russel y Paz, así como desde las ideas sobre la memoria y la infancia, retomando los conceptos de Bachelard.
Este artículo propone esta lectura para la obra del poeta cuencano.
Palabras clave: poesía ecuatoriana, existencialismo, misticismo, infancia, memoria.
Abstract
The poetry of Rubén Astudillo y Astudillo, one of the key authors in Ecuadorian poetry of the second half of the twentieth century, can be read from the postulates of existentialism, especially in dialogue with the thought of Schopenhauer, Heidegger, Kierkegaard, and Nietzsche, in the first instance and attending to his first collections of poems (from the late 1950s until the end of the 1979s). From the 1980s onwards, his work can be read from the ideas of mysticism, in dialogue with Russel and Paz, and from the ideas of memory and childhood, taking up Bachelard’s concepts. This article proposes this reading for the work of the poet from Cuenca.
Keywords: Ecuadorian poetry, existentialism, mysticism, childhood, memory.
EXILIO, INFANCIA Y FE: “EL EXTRANJERO CUOTIDIANO...”
ES IMPOSIBLE o mejor, innecesario, separar la vida y la obra de Rubén Astudillo y Astudillo (El Valle, Azuay, 1938-2003). Ahora bien, con la precaución de no caer en interpretaciones que se alejan del texto,1 el contexto biográfico y social nos permite enfocar la imagen amplia que pretendemos cuando la propuesta escritural nos reta con lecturas que trascienden la linealidad del sistema racional hacia la multiplicidad de las plurisignificaciones: la semiosis rizomática que sostiene el acto poético.
Rubén Astudillo y Astudillo escribe desde diferentes locus y lo que así dicho pareciera una obviedad se vuelve neural en la obra del poeta cuando podemos rastrear los lugares y momentos desde donde se instalan algunos de esos espacios de enunciación.
Pensémoslo un momento: la parroquia rural El Valle,2 lugar de nacimiento del poeta (1938) y en donde viviría la primera infancia, en los tempranos años de la década de los cuarenta, era un pequeño, minúsculo caserío poblado no por un conglomerado, sino por familias diseminadas en su geografía andina y una plaza central con la iglesia como centro de encuentro no solo físico, sino y sobre todo, ideológico/político. El pueblo merced a los decires de la iglesia; la iglesia dueña del control de todo lo que sucede en el pueblo.
Ese es el contexto que nos invita a comprender la realidad de un niño campesino que es llevado, a los 11 años, a un colegio seráfico (en Quito), raptado de su hogar para ser educado en las formas franciscanas ante la resignación de una madre que sabe que no puede decir que no a los religiosos.
Desde este lugar podemos pensar la construcción del primer locus de enunciación en la poesía de Astudillo y A., recordando a Bachelard (1997, 46-7): “Es en el plano del ensueño, y no en el plano de los hechos donde la infancia sigue en nosotros viva y poéticamente útil. Por esa infancia permanente conservamos la poesía del pasado”.
¿Qué queda después de violentar la niñez más que una búsqueda constante de un lugar de pertenencia? Y es precisamente en este contexto en donde el escriba afinca otro de sus motivos para hacer poesía: el enamoramiento hacia la infancia, el paraíso perdido, el lugar de origen, como intentamos demostrar en un estudio de 20223 y sobre el cual volveremos más adelante.
La infancia, el ensueño interrumpido, “el tiempo de la inocencia y la felicidad, el paraíso de la vida, el Edén perdido, hacia el cual, durante todo el resto de nuestras vidas, volvemos la mirada con nostalgia” (Shopenahuer citado en Onfray 2017, 205), coartada en nombre de una fe que marca el dolor y el abandono de ese sueño interrumpido más la evidencia de un mundo temible, terrible, hacen que el yo poético inicie una desaforada afrenta sobre la idea de la divinidad aprendida en los años de claustro.
“MATARLE A DIOS FUE FÁCIL...”: EL EXISTENCIALISMO COMO CAMINO DE BARRO
La poesía de Rubén Astudillo puede ser leída desde los principios del existencialismo, sobre todo en sus primeras publicaciones,4 para lo cual, procuraremos establecer un diálogo entre algunos rasgos del pensamiento de Schopenhauer y Kierkegaard, principalmente, y la poesía del vate cuencano.
Iniciamos, así, sobre la certeza del siglo XX sostenido en el vacío ontológico del ser poscristiano, en la muerte de la idea del Dios judeocristiano acometida por el ateísmo de Feuerbach, el evolucionismo de Darwin (Onfray 2017) y el pensamiento de Nietzsche. Un vacío que expone al nuevo ser a una realidad de crisis ante la desaparición de una mitología que organizó la forma de vida por siglos y ante los empujones tanto de la crítica al cristianismo en cuanto organización social y sus mitos como justificación de la misma, más la velocidad del capitalismo industrial y el abandono definitivo de los ciclos agrícolas a favor del vértigo de la ciencia y sus nuevos caminos / derroteros; el horror, para el ser humano, de vivir sin una imagen referencial —la idea de la divinidad como sostén y justificación—, expuesto a la vulnerabilidad del hacer y responder por sus actos, en completa soledad aunque en medio de una sociedad creciente.
La “crisis del optimismo romántico”, como diría Samour (2021, 27), citando a Abbagnano, nos permite comprender el ánimo existencialista desde el desencanto sobre el mundo y el resquebrajamiento de todo lo que el ser humano había tenido por cierto.
Con Schopenhauer y su concepto sobre la voluntad en tanto esencia que existe independientemente de los fenómenos que la manifiestan (la esencia que empuja, que obliga a la existencia a experimentarse), se entiende la desazón de aquello que, siempre en necesidad, es carencia que jamás encuentra satisfacción: “el deseo orienta toda nuestra vida y hace de nosotros almas condenadas” (Onfray 2017, 168). El existencialismo schopenhaueriano nos invita a entender la vida (y la muerte) como una consecuencia frente a la cual nada se puede hacer, más que experimentarla. En este contexto proponemos un diálogo entre estas ideas y la poética de Astudillo y Astudillo, como cuando en “Yararás en 6” (1967, 17-8), dice:
Aquí estamos / mal, solo Noso— / tros. / más allá de esta san— / gre, que pide / tiempo / al coágulo, / de este sen— / dero círculo. / de esta voz, de estas / manos, de esta piel / que se marchan: /más allá están los árboles. La Luz, el agua, / el polvo. Más allá la alegría / como carne en aurora de su primer / contacto.
El contraste de la vida y la muerte como estancias efímeras de la existencia frente a la inmortalidad de la naturaleza, como quería Schopenhauer, en diálogo con la filosofía de la India, se manifiesta en los últimos versos de este poema: más allá de lo que se va está la eternidad del primer contacto: la luz, los elementos.
Esta evidencia sobre lo efímero, volviendo a la experiencia humana, nos exime de culpas, de responsabilidades, desde la certeza de lo imposible e inevitable: el deseo siempre pendiente y la muerte como destino, laberinto y expiación.
Un seguir pese al sinsentido de la vida ante la cual la muerte, extremo en la misma esencia, borra los pasos de una existencia vacía, condenada a la banalidad o, como dice Schopenhauer (s. f., 66): “destrucción violenta del error fundamental de nuestro ser, el gran desengaño”. El error fundamental al que parece referirse el filósofo alemán procura, en última instancia, desacralizar o desmitificar la vida y la muerte, haciendo de ellas un estadio más de la experiencia humana. En “Treinta y siete de junio, la llave o algo así”, Astudillo y A. (1967, 43) dice: “no está ni bien ni mal. la muerte / es la muerte, como un pájaro rojo es un / pájaro rojo. / como beber o amar. [...] como marcar un número de / teléfono; como salir del / cine; cortar un sueño / o irse playa adentro hacia el vino...”.
Schopenhauer tienta una aproximación a la muerte en cuanto contracara de la vida, en donde “uno es la condición de la otra” (64); o como sugiere Astudillo y A. (44), una realidad natural de la vida: “la muerte / es una consecuencia / a la que hay que abrazar sin reír ni / llorar. / como tomarse un trago. Así”.
En Regreso al sol negro (2005), libro póstumo, la voz lírica establece un diálogo en el poema “Regreso a la montaña dorada”, en donde en un movimiento audaz conversa con su propia infancia o, como sugiere Walter Franco Serrano, y en el contexto que nos convoca, el poema recorre los viejos paisajes de la casa de la infancia y los personajes literarios que la habitan, revisitados en la adultez y ante la certeza de la muerte, cuando el poeta regresó a su tierra natal desahuciado por un cáncer terminal.
La visita a la casa onírica despliega un juego de voces que se enfrentan a lo largo del poema para sortear lo que Bachelard explica en torno a la imposibilidad de volver sobre el ensueño de la infancia, siempre más amplio que la realidad que lo sostiene: “Las casas donde vuelven a conducirnos nuestros sueños, las casas enriquecidas por un onirismo fiel, se resisten a toda descripción [...] La casa primera y oníricamente definitiva debe conservar su penumbra...” (43). Astudillo y A. (2005, 101) inicia esta confrontación vital en los siguientes términos: “El seco silencio de la tarde, / caía, / metálico, / sobre las hojas de los árboles y / el recuerdo / de un lejano rumor se movió, / casi / escondido, entre las ramas más altas... [...] De pie ante la vieja casa / ahora / como encogida frente a los recuerdos...”.
En la poesía de Astudillo y A., sobre todo en sus inicios, a más de los temas relativos a la infancia que hemos comentado, la voz poética encuentra en la desazón frente a la sociedad y su desarraigo las razones para dudar o renegar de la existencia de un Dios concebido bajo los preceptos del judeocristianismo. Habla en plural, además, para cuestionar en nombre de su generación la existencia de ese Dios y las razones mismas del pensamiento occidental/cristiano y su iglesia. Esta experiencia existencial hace eco de la dicotomía de Occidente que se debatía entre los grandes sistemas de pensamiento y la crisis de la realidad que demostraba que nada tenía sentido: las dos guerras mundiales, la amenaza atómica, la polarización entre la izquierda y la derecha, la guerra fría, las revueltas en Latinoamérica, la inestabilidad política en el Ecuador, la inequidad social y los abusos de la Iglesia católica en nuestras sociedades en construcción. Y establece también, y con claridad, una dicotomía entre la sociedad (cuna del mal, de lo abyecto, de lo pútrido) y la posibilidad de redención en la vuelta a los ritmos amables del campo y del eros, ambos como manifestación de lo irracional, como la posibilidad del goce estético frente al mundo cartesiano. En este sentido, en el poemario El pozo y los paraísos (1982), leemos: “Caído al fondo de esta ciudad. Con una muerte a plazos a/ la espalda. Y otra/ como salario metafísico al bolsillo. Y otra/ como un suburbio de mí mismo” (9).
La ciudad se poetiza como escenario de caos, como negación metafísica y como desencanto del yo perdido en su vacío ontológico merced a los ritmos antinaturales de la urbe, a su agresividad intrínseca. La velocidad y el vértigo de los anuncios que cortan la noche, que niegan el reposo, el sosiego, son el reverso, el vaivén que acompasa los ritmos del campo a los que canta el poeta:
Píntate los pequeños caseríos esta noche, bello / pequeño pueblo [...] /
Tú no tienes praderas de cemento. Ni árboles / de ventanas eléctricas. [...] Nada tienen que ver tus pequeñas cantinas / con los sofisticados bares / de las ciudades. Y nada tus caminos /con sus calles. Y nada con sus casas ostentosas / el suave / bajareque de tus casas. (32, 40)
Una suerte de neoromanticismo embebido en la filosofía existencialista, abanderado por metáforas brillantes, veloces, e imágenes aupadas en un lenguaje completamente fragmentado, eco de las vanguardias, atraviesa el poema utilizando la página en blanco como un lienzo en el cual los espacios significan, en donde los cortes de las palabras quieren irrumpir la linealidad castrante de lo racional para dar paso a las otras formas de entender, incluso, el tiempo.
“Con Dios ebrio en la espalda...”: Dios, una ficción, la ebriedad como transfiguración, enajenación y descontrol. Dios como mentira impulsada, sostenida por la razón. La negación de esa ficción funciona como ruptura con la racionalidad que concibe la divinidad desde su humanización frente a la consagración de la Nada como realidad: “la muerte de Dios, pues, nos arroja a la Nada absoluta” (Llácer 2015, 79). La liberación está en la deconstrucción de los paradigmas y signos judeocristianos. El mañana, habitado, es eterno, lo eterno que habitamos es la Nada llenando ese lugar que significa la renuncia a la vida y contra la que se propone la afirmación de la experiencia consciente, la existencia pura: “Los huérfanos de Dios tenemos una oportunidad histórica de conquistar la autonomía perdida, de devolver al ser humano lo que durante miles de años regalamos a la divinidad” (85).
LA SUTIL PULSIÓN DEL VACÍO: “ÉL, QUE ERA EL MÁS FUERTE ENTRE NOSOTROS. SIN EMBARGO...”
Hernán Rodríguez Castelo (1983), en La literatura ecuatoriana de los últimos 30 años, explica que la década de los 50 de la poesía ecuatoriana estaba dominada por los tres grandes nombres del período: Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero y Alfredo Gangotena (a quienes denomina posmodernos), y que la siguiente generación caminaría “buscando salidas al lenguaje lírico” aunque sería sobre sus propuestas en donde “fraguaron sus armas muchos poetas de las siguientes promociones. Y, ciertamente, al gunos de los mayores” (25). Esta nueva generación, a decir de Rodríguez Castelo, reúne once nombres indispensables para pensar en la producción lírica ecuatoriana de las tres décadas en cuestión: de 1950 a 1980.5
Esta generación, continúa, conquista una nueva libertad que expresa en textos sin tabúes ni ortodoxias asuntos como lo religioso, fuera del encogimiento de la generación anterior, haciendo crisis del “tema de Dios, del homo religiosus, de Cristo y el cristianismo, de mentiras y contradicciones de las iglesias, del silencio de Dios y las agonías del hombre (21).
Con Rubén Astudillo y A. el tema de lo divino cobra una dimensión épica en poemas como “Oración para ser dicha ayudando o tercer intento de salvación” —de Canción para lobos, y en La larga noche de los lobos, desde esa búsqueda entre la negación y la blasfemia, como sugería Ernesto Cardenal (1967).
Este, uno de los poemas más conocidos del autor cuencano,6 se debate entre una negación gutural sobre la imagen de la divinidad que aprehendió en la infancia, la necesidad humana de asirse sobre algo superior y la necedad existencialista de nombrarlo entre las cosas del día a día. Y comienza atando al lenguaje la existencia de Dios, haciendo crisis de la invención humana y de las formas de llamarlo, de justificarlo. Te han creado por miedo, dice, por necesidad... pero el poeta se enfrenta al vacío proponiendo que esa creación debe sostenerse desde el convite, desde la exploración. La humanización de lo divino quiere deshacer la distancia que separa y abandona toda posibilidad de sosiego. Lo divino ajeno a lo humano en una sociedad en donde la religión, sus emisarios y normas no hacen sino hincapié en esa distancia para justificar una estructura punitiva contraria a los dictámenes de Amor bajo los cuales se escuda, genera el conflicto en la voz del poeta que reclama para sí, para sus compañeros de generación, un Dios cercano, plausible, amigo... lo divino que, habitualmente, se constituye sobre las carencias de lo humano aquí cae en dirección contraria: lo divino en lo humano, en la tierra, en el cine, en el lodo, en la cantina: “yo te llamara amigo. [...] asistieras / al cine; rodaras las aceras; con nosotros / conocieras el / nombre de todas las palabras” (35).
La vida no se sostiene fuera de lo que vemos en las calles, en la plaza, en las jornadas diarias y en lo que de ellas podemos disfrutar: la dimensión estética de la vida como manifestación de la libertad del ser, tanto como eco de su futura angustia —Kierkegaard dixit—. La vida se teje con las manos palpitantes sobre aquello que está al alcance, sobre los extremos que nos permiten salir de la rutina y comprender el milagro del eros alimentando los fueros que siguen en búsqueda constante de la satisfacción imposible: “vieras que nuestra música es mejor que los / coros / de tanta virgen loca / que nuestro paraíso está aquí / y hundidos / vamos a sorbos largos en él” (36).
Recordemos que Kierkegaard planteaba su teoría desde tres estadios del devenir existencial: el estético, el ético y la pulsión religiosa. En el primero se afirma la mundanidad, la persecución del placer no como método sino como fin; en el segundo se incluyen preceptos como el compromiso social y es una suerte de evolución que desplaza al deseo como motor y desarrolla una suerte de conciencia social para, en el tercero y de la mano de la fe (concepto vital en la teoría del danés) obrar el salto mayor, aquel que no puede ser descrito y que se opera al interior de cada ser, en soledad y silencio.
En este sentido, la poesía de Astudillo y A. emprende, en una primera etapa, una búsqueda desde la exploración abrasiva de los sentidos, de la satisfacción en los caminos del eros, del disfrute sensual siempre en oposición a la negación que significan la Iglesia/dios: “Me das pena y quisiera / prestarte / mi costumbre / de mirar los rebaños. De abrazar las muchachas. De / bañarme desnudo / en el mar” (1960, 38); la mirada, la desnudez, el contacto frente a la pena y el desprecio: “Hiriendo / con fervor, en cada nueva / luna, el vientre / de las vírgenes [...] Clamando / por las piernas de una / orquídea... y un caracol de alcohol / para las noches” (21). El vértigo de la búsqueda y los excesos como camino de un placer que jamás se sacia: “Amando a nuestro / modo. Furiosa, agotadoramente volvemos / a ser libres. / es nuestra Rebelión” (Astudillo y A. 1967, 24). La pulsión estética como un arremeter contra la vida monótona, agobiante de una sociedad vaciada en los sinsentidos de una cristiandad caduca, hipócrita, ruin.
La voz, su pluralidad, asume una mirada que quiere saberse genera cional. El poeta decide hablar por quienes considera compañeros, los “Ignorados” y “ofendidos”: “Nosotros, Yo, Mi Pueblo, los que deben morir / para que vivas” (33). Una generación que vio en su ciudad y en los temores metafísicos que la envuelven una amenaza ante la cual queda la trinchera, el parapeto de la voz compartida: “Solo Nosotros Los Irremediables. / los que estando / estaremos para siempre mal. / [...] A—y pero sin Nosotros, quién / la sal de esta tierra” (1967, 21). El estadio ético procura fijar, en el compromiso social, los límites para incluir el arrepentimiento7 como posibilidad de ahondar, con la mirada interior, en el derrotero final.
Al estadio religioso lo abordaremos más adelante, pero creemos que la idea tripartita de Kierkegaard nos permite una ruta para acceder a la obra de Astudillo, quien, en palabras de María Augusta Vintimilla (2024, 376), inicia su producción desde el neorromanticismo y con una actitud vanguardista: “En el conjunto de su poesía hay preguntas sobre el erotismo, el sentido de la sacralidad, la visión de las ciudades y, sobre todo una imprecación ante el silencio de dios. Esta imprecación del silencio de Dios va desde el existencialismo hasta la blasfemia, pasando por un cuestionamiento profundo que se sostiene a lo largo de los cinco cantos de La larga noche de los lobos. En esta obra, un lenguaje cifrado y críptico, sobrecargado de símbolos, procura campos semánticos iniciáticos para describir una especie de bitácora de la muerte de la idea del Dios cristiano. Dentro del discurso lírico, se exploran, paso a paso, las huellas que marcan la historia universal e íntima de la caída de ese dios, arriesgando un lenguaje que juega en los límites de la no significación como forma de expresar lo inenarrable: “hasta los siete pozos / te estaremos clamando Boca de los / Preceptos, Garra, y Vulva brillante, León / Sagrado, Torre de los Vientos / Desnudos” y continúa: “Vamos / llenos de sol y sal por el camino / que ayer bebía lágrimas y ahora / se extiende como un prado de orgasmos / fruteciéndonos desde la sombra a la uña” (Astudillo y A. 1973, 45, 56).
La irracionalidad exacerbada del lenguaje poético anula sus referentes, elevándose desde una autorreferencialidad que, al mismo tiempo, oscurece e ilumina las potencialidades del verso, entregado sobre sí mismo desde la impotencia del decir; no desde la gramaticalidad, sino desde la libertad polisémica de sus propias irradiaciones.
“Matarle a Dios fue fácil”, inicia uno de los poemas de la primera parte de este poemario... y explica las razones de la “sencillez” del acto: “fue una dosis de audacia./ Otra/de furia. Otra más de/ sospechas. Y al final/ nuevamente/ la costumbre hacia el arco y las murallas (1973, 21).
Audacia por el hecho mismo de sugerirlo: la vanguardia, la trinchera, la capacidad de la duda y la valentía de pronunciarla; furia ante el recuerdo, evidenciada en una institución religiosa corrupta y en decadencia. Sospechas y costumbre de esconderse en los rincones de la urbe, que reproduce el asco y donde se vive escuchando los ecos tras la iglesia y su media luz, o “junto al atrio de pus de las plegarias” (30).
El poemario recorre paso a paso la imagen de la muerte de Dios que significó “Todo mientras / nadie sabía dónde estaba ni quién era”; una idea que fue “el trueno y las pampas de / trigo de los astros”. Esta odisea muestra la imagen de un dios, con minúsculas, que encuentra la muerte en el olvido: “Fue un hágase su / muerte y ésta vino / [...] hasta negándonos / la forma de enterrarle y de salvarnos” (65).
Esta muerte llega porque el ser decide vivir la experiencia: el mundo es la morada del hombre y allí la divinidad no tiene cabida: ¿en dónde, para qué? Pero cómo afronta el ser la inmensidad del vacío, la imposibilidad de una utopía, por lo menos, donde descansar los caminos: “Sin embargo, quién nos bajará / ahora. Dónde estará / la huella que dejamos. El corte / y las señales. Con quién. Cuándo / lo haremos” (38).
La verdadera pulsión en esta apertura inicia ante la sensación del Vacío colmado, de la soledad cósmica y el pavor ante la responsabilidad por el devenir, el nuevo desamparo de no tener un nombre sobre el cual “descansar” más allá de la razón.
LA MEMORIA, EL TIEMPO: POESÍA MÍSTICA Y EL SER DE LA INFANCIA
La muerte del Dios y la orfandad ontológica de la infancia del poeta provocan un silencio aún mayor y se vuelcan en una búsqueda sostenida en el lenguaje poético que, merced a la contemplación y a la reconstrucción del ensueño de los primeros años y la vida apacible del campo en el entorno familiar, nos permite una lectura de un misticismo poético asido a la iluminación de los instantes propuestos para aprehender una realidad que aguarda más allá de lo plausible: “La lucidez mística empieza por una sensación de misterio desvelado, de sabiduría oculta repentinamente hecha certeza más allá de cualquier posibilidad de duda” (Russel 2010, 38).
Los momentos de lucidez de los que habla el Nobel británico refieren experiencias extáticas en donde tiempo y percepción sensorial dejan de ejecutarse en la linealidad racional con las que los comprendemos y dan paso a una exploración que rebasa las capacidades mismas del lenguaje, entendido como la capacidad de aprehender el mundo, la realidad, esa intimidad de la sintaxis y la lógica que asentimos en cuanto sociedad/episteme.
La poesía, más allá de haber sido considerada en algunas tradiciones (como la Sufí, o la Sikh) una forma sagrada de lenguaje a través del cual el ser humano puede acceder a estados expandidos de conciencia o de pura comunión espiritual merced a la contemplación que conduce a lo divino, tiene la capacidad de despertar la intuición que, sin filiación religiosa o mística alguna, lleva al poeta a describir estadios puros de contemplación que hacen del lenguaje ese algo que está más allá del lenguaje mismo. Canfield (2010, 491), lo aclara: “El lenguaje poético se remonta al origen, no como regresión al pasado, sino como acceso al tiempo sagrado y sin cómputo. La poesía es la perfecta mediadora entre lo humano y lo divino [...] es manifestación de lo absoluto”.
La revelación mística en la poesía de Astudillo llega de la mano de la memoria, de la contemplación en el silencio que ata la psique a un momento idílico envuelto por la mágica re-construcción de la infancia en la voz del poeta que, luego del enfrentamiento con la idea de la divinidad que hemos comentado, vuelve la vista a las raíces en búsqueda de un lugar de donde partir al amparo de ese encuentro íntimo, profundo y, por lo tanto, universal. Esta concepción del tiempo que se sostiene en el instante y este, a su vez, construido por la memoria, se explica con la imagen que describe Bachelard en La intuición del instante (2002)8 a propósito de Roupnel y en contraposición a la idea bergsoniana del tiempo en cuanto duración. Para el filósofo francés, la duración del tiempo solo genera aglutinación mientras que el tiempo en tanto instantes nos permite marcar, fijar lo absoluto.
Y es que, siguiendo la pregunta que planteamos páginas atrás: ¿qué queda después de violentar la niñez si no una búsqueda constante de un lugar de pertenencia?, afirmamos que en la poética de Astudillo y A. esta búsqueda “procura una mistificación de la tierra, la identificación con la misma, el ejercicio vital de pertenecerse a un lugar, a un pasado, a una historia” (Astudillo 2023, 29), reconstruyendo el pueblo como escenario de esa infancia libre, absoluta: “Es en el plano del ensueño, y no en el plano de los hechos donde la infancia sigue en nosotros viva y poéticamente útil. Por esa infancia permanente conservamos la poesía del pasado” (Bachelard 1965, 46, 47).
El conocimiento místico en Occidente sufre de una paradoja que lo condena: procura explicar lo inexplicable, reduciendo o traduciendo una experiencia vital, íntima, abismal, a una argumentación racional, estéril; esa inclinación natural de buscar el auxilio de la lógica para, de alguna manera, explicar en los términos de la argumentación y la ciencia algo que las rebasa (Russel 2010); sin embargo, es aquí en donde la poesía y su capacidad de salirse de su propio medio, el lenguaje, para despertar en él nuevas formas de uso, nuevas posibilidades de significación, puede manifestar estos estados extáticos sin el peligro de su polvosa traducción: “Las palabras dicen siempre otra cosa y la escritura poética intenta abrir ese vacío, esa desgarradura, para el advenimiento de lo indecible” (Vintimilla 2024, 64). En su poesía, Astudillo y A. (1993), tienta estos encuentros rizomáticos en donde la palabra estalla como un prisma y bifurca los caminos / lecturas dejando apenas pistas de lo que la intuición recoge, y aflora: “Bosque de fuego petrificado en medio de la/ celeste desnudez del aire y de la/arena interminables, se alzan como el recuerdo de/ un futuro/por volver de nuevo”.
LA URGENCIA DE UN LUGAR ATEMPORAL
En una vertiente de la poesía del Ecuador de la segunda mitad del siglo pasado, lo hemos dicho de la mano de Iván Carvajal (2005), la construcción de un espacio de pertenencia llevó la exploración poética hacia los derroteros para “construir mitos historicistas como horizonte de fabulación poética” (195), siguiendo dos trayectos: la pasión telúrica y la voluntad cívica (Astudillo 2023). Rubén Astudillo encuentra ese sentido de pertenencia en la memoria de la primera infancia y el escenario ensoñado de la misma. El pequeño terruño se convertiría en su centro gravitacional, evocando la contemplación desde donde se apaciguaría la batalla existencialista. Esta contemplación, desbordada sobre el valle, inundaría la memoria con revelaciones e instantes de claridad súbita y absoluta: “Vasijas de profundas galaxias/ emigradas: sus/ lagunas; y, plasmas de la/ substancia/ original del mundo: el barro/ de sus/ bosques” (Astudillo y A. 1982, 18).
El fragmento citado, del libro Poemas, publicado en 1982, tras casi una década de silencio en la producción del poeta, nos remite a una escena adánica con la cual el escritor quiere dar nombre al inicio, a la creación misma del espacio ensoñado arrastrado por la memoria hacia el lugar fundacional. Las lagunas son reflejo del todo cobijado en el vientre de las vasijas, imagen andina y campesina que se anida en el fogón, corazón del hogar; galaxias emigradas traídas a los bosques en donde descansa el barro original, la sustancia primera de donde, y tras el soplo de vida, inicia la aventura humana.
Nombrar el lugar de encuentro, el acto inaugural, el rayo adánico (como quería Guillermo Sucre) en tanto revelación acaecida tras la contemplación de un paisaje es una celebración litúrgica que procura en palabras algo que las rebasa: el equilibrio, en este caso, el estado de comunión de los elementos envueltos por el mismo e inasible instante en una danza que es puente entre los extremos a los que se refiere el poema: los cielos, el barro y la lluvia como punto de cobijo.
La poética que Astudillo construye en este poemario se levanta desde un locus diferente tanto por la temática cuanto por el trato con el lenguaje.
En sus poemarios anteriores se valía de una vertiginosa construcción de metáforas sensoriales y encabalgamientos que parecían invitar a la vorágine, al vértigo como puesta en escena de innumerables formas de habitar la desolación: la velocidad, la voracidad, la vanguardia como discurso para habitar la angustia. En esta nueva etapa, sin embargo, la frecuencia del lenguaje es otra. Las imágenes evocan ahora un sosiego familiar/cósmico —distante de la recreación bucólica de la poesía romántica y su embelesamiento por el campo,9 y se sitúa cerca de un discurso de profunda simbología que quiere abarcar la experiencia reveladora del éxtasis de las visiones que descifran precisamente aquello que las palabras no alcanzan.
Este discurso fundacional, en Astudillo y A., quiere entender en su pueblo o mejor, pretende inaugurar en su pueblo una tradición atemporal, universal, primigenia: “Orgullosos de ser también su / Soy —desde el principio— los que / Somos. / [...] viven allí / los Hombres de / mi Pueblo. Edifican / los nombres con / los que se designan a ellos mismos / y a / sus / cosas. [...] / van y / vienen del uno / al / otro lado de él hasta / que un día / se / dicen “ya es / la hora”, / se clausuran / la forma visible / de la voz / y se / reintegran —digo es un / decir— y se / van yendo / al ciclo / luminoso / del retorno (Astudillo y A. 1982, 25, 26).
El ciclo luminoso del retorno hace referencia a los ciclos de la naturaleza que se evidencian en el campo, en las estaciones de lluvia y de sequía, en la luna en la que compete iniciar los sembríos, o los proyectos de vida; en el tiempo para cosechar o para mover la tierra y, claro, para morir y volver a vivir: “signos del zodíaco ancestral: abril con lluvias, mayo con flores, agosto con mazorcas amarillas, octubre y la sonrisa de las semillas. Y como telón de fondo de todo ello, la misma mansedumbre de los días; la eterna estación de la sonrisa” (Astudillo y A. 2005, 17).
El tiempo, en el lugar mítico, al congelarlo, al detenerlo en el instante de fulguración de la imagen, se convierte en la presencia misma de lo divino: el poeta es capaz de vislumbrar la divinidad al detener la constante temporal en la imagen que el poema exhibe y sostiene en “el bosque de instantes de las horas” (Astudillo y A. 1982, 23), en “la cópula del hombre con el tiempo” (26). Habitar los instantes, decía Onfray (35), es la tarea del pensador o, como quería Thoreau, entender que la naturaleza no es un camino hacia lo divino, sino lo divino mismo y que su contemplación bulle la esencia misma del Todo, atemporal.
El instante cobra una dimensión de sabiduría en estos textos en donde se encamina una escritura de la completitud: “Volvieron a mi corazón [...] las formas del pasado / Me he llenado de / ellas como de /agua los árboles /O de instantes /la mata de / los días” (1982, 58). El pueblo, para la poesía de Astudillo y A., significa el retorno a la infancia,10 a la visión prístina del mundo previo al “rapto” de los franciscanos y al exilio que continuaría los años siguientes persiguiendo, en la figura maternal, la savia que alimenta la vida, la memoria que se procura: “Solo tú, / la que sabe / el lado de los árboles / por donde / sube el / alma de la aldea hasta el / cielo / y bajan / desde el cielo / las almas de los / muertos / familiares / a dársenos en el / vino rosado / de las capulicedas” (Astudillo y A. 1982, 67, 68).
La madre significa el regreso a la infancia y esta una forma de pureza atravesada por el lugar de inicio. Lo divino, decía Thoreau (2022), se manifiesta en la naturaleza, en su contemplación, en sus ritmos. Y para Astudillo, la naturaleza que significa el pueblo y que se rinde a la infancia ensoñada, se cifra en las palabras de la madre:
Hoy sé /dónde está Dios y cómo amarle. [...] hoy sé cómo se llama nuestro Dios, desde donde / hace / girar la savia vital de los /caminos por donde / damos vueltas / hasta encontrar de nuevo / la puerta del retorno ancestral [...] Algo más / todavía: merced / a la cadena / frutal de tus palabras / ya sé / cómo llevarle conmigo a todas /partes. A donde / voy / conmigo / va / cantando / mi Pueblo. (Astudillo y A. 1982, 71, 72)
En 1993 Astudillo publica Celebración de los instantes, un poemario escrito en China y publicado en Venezuela11 en el cual el poeta despliega una serie de recursos para establecer esa frecuencia de escritura contemplativa en donde la experiencia de la observación le permite, como dice el título, celebrar la capacidad del lenguaje para detener la ilusión temporal12 y enfocar la mirada profunda sobre aquellas formas que contienen los paisajes capaces de aislar la atención hacia dentro, hasta encontrar esas formas de la sabiduría intuitiva, mística, personal.
Empezaremos recorriendo un poema: “Exaltación y antielegía de la memoria”, en donde el autor enhebra sus hallazgos a partir de la conceptualización de la Memoria (la mayúscula no es un azar) en cuanto el único milagro “que nos / permite contemplar nuestra / propia alma mientras se / deshace. Y rehacerla” (Astudillo y A. 1993, 117). El poeta procura expresar estos hallazgos a partir de una lírica visual, en donde las imágenes se tejen sobre colores y metáforas que a través del oxímoron buscan sensaciones de paisajes “acuarelados” como pretexto para establecer estadios mentales de profunda contemplación: “En el Valle de los Diez Ríos el / tiempo / circula doradamente azul. Glorioso. / El cielo y la montaña / bajan / hacia el filo del agua y / esta / abre en su honor un coro / de profundos espejos / sucesivos” (33).
Es necesario insistir en esta suerte de poética cuando Astudillo funda su noción de Memoria en cuanto posibilidad de reconstrucción del pasado en función de un presente dueño de su fulguración. Astudillo y A. (2005, 57) procura un lugar mítico/familiar: “los peones cosechaban / la cebada y el aire / se movía azul sobre la suave / acostumbrada vida de la dorada colina / familiar”; un escenario para su fabulación poética a lo largo de su obra. En este texto nos da la clave para entender que ese espacio lo levanta sobre el recuerdo idílico del lugar de la primera infancia: el campo, sus ritmos y el tiempo como una continuidad perpetua, anclado al pasado idealizado en donde el cambio no existe, en donde la perfección se continúa inclusive sobre los ciclos de nacimiento y muerte, sobre el eterno retorno. El tiempo, nuevamente, se rinde al instante en tanto negación de la eternidad: “Terrible como la eternidad. O, como / el descubrimiento del / infinito. [...] de / todos los milagros la Memoria es / el único que nos / permite contemplar nuestra / propia alma mientras se / deshace. Y rehacerla” (120-1).
La mitificación del espacio recreado por la Memoria en función del ensueño de la infancia se bautiza en imágenes de poder telúrico y textura onírica: “en el mes de las lluvias interminables era fácil observar / la columna que sostiene el cielo sobre la eternidad” (Astudillo y A. 2005, 61). Esa Memoria que el poeta elige, recordémoslo, le permite construir un teatral escenario de imágenes, un discurso con el cual lleva el pasado ensoñado hacia el presente sobre el cual propone el futuro de su poesía entendida como lugar fundacional, como ejercicio vital, como espacio de encuentro y liberación. El instante, sí, pero el instante en función de la construcción de una Memoria que lo invade.
Notas
[1]Fernández Retamar (1995, 322) apunta hacia la “elemental necesidad de considerarla a ella (la literatura en tanto registro escrito) cuando es a ella a la que se quiere estudiar” pero aclara que las circunstancias en las que se escribe dicha literatura son indispensables para un conocimiento amplio.
[2]Para entonces, un pequeño caserío a 8 km de Cuenca.
[3] El extranjero cuotidiano, la poesía de Rubén Astudillo y A. (Quito: La Castalia / Línea Imaginaria, 2022).
[4] Desterrados (1960) y Canción para lobos (1967).
[5] Los nombres que revisa son: César Dávila Andrade, Jorge Enrique Adoum, Efraín Jara Idrovo, Hugo Salazar Tamariz, Edgar Ramírez Estrada, Francisco Tobar García, Francisco Granizo Ribadeneira, Carlos Eduardo Jaramillo, Fernando Cazón Vera, Euler Granda y Rubén Astudillo y Astudillo, de quien afirma: “un poeta que, por pequeña distancia temporal de los últimos de la generación, por voluntad de incorporarse a la generación y por producción muy temprana y de sostenida y vigorosa evolución, se muestra con una imagen de madurez y de obra ya realizada como la de estos poetas” (17).
[6]Gonzalo Arango, Ernesto Cardenal y David Mejía Velilla son tres de los varios autores que comentaron favorablemente el poemario, en la década de los 60.
[7]El arrepentimiento, en la filosofía de Kierkegaard, se teoriza en tanto la elección libre del individuo que se elige a sí mismo “retrocediendo en sí mismo, en la familia, en la estirpe, hasta encontrarse a sí mismo en Dios” (Kierkegaard citado en Grøn 1995, 24).
[8] La primera edición es de 1932; sin embargo, trabajamos con la de 2002.
[9] Bruno Sáenz (2018) sostiene, al respecto, que en la poesía de Astudillo y A., se procura el espíritu del lugar que integra, a través de la percepción profunda, el momento y el alma de quien observa.
[10]Pensando en Thoreau, Onfray (2017) recuerda que la infancia en cuanto recuerdo, memoria viva, significa una “búsqueda del tiempo perdido y goce del tiempo recobrado” (33).
[11] Astudillo y A. vivió largos años (casi tres décadas) en estos dos países, cumpliendo labores diplomáticas para el Gobierno de Ecuador.
[12]Russel (2010) explica que para el misticismo el tiempo es irreal, debido a que la Unidad no admite división alguna y que el pasado y el futuro no son sino ilusiones contenidas en un presente eterno.
Lista de referencias
Astudillo y Astudillo, Rubén. 1960. Desterrados. Cuenca: Universidad de Cuenca.
Astudillo, Rubén. 1963. Canción para lobos. Cuenca: Cuadernos “Syrma” de Poesía.
Astudillo, Rubén. 1969. El pozo y los paraísos. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana.
Astudillo, Rubén. 1973. La larga noche de los lobos. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas.
Astudillo, Rubén. 1982. Poemas. Cuenca: Universidad de Cuenca.
Astudillo, Rubén. 1993. Celebración de los instantes. Caracas: Ediciones del Sol negro.
Astudillo, Rubén. 2005. Regreso al sol negro. Quito: Libresa.
Astudillo Sarmiento, Juan Carlos. 2022. El extranjero cuotidiano: la poesía de Rubén Astudillo y Astudillo. Quito: Línea Imaginaria/La Castalia.
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Schopenhauer, Arthur. El amor, las mujeres y la muerte. Costa Rica: Vi-Da Global S. A.
Thoreau, David. 2022. Poéticas del caminar. Santiago: Alquimia Ediciones.
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