KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 57 (Enero - Junio, 2025), 49-72. ISSN: 1390-0102
Artículo de investigación
El Quijote de Montalvo
The Quijote of Montalvo
DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2025.57.5
Universidad
Politécnica Salesiana, Quito, Ecuador
Fecha de recepción: 4 de septiembre de 2024 - Fecha
de aceptación: 30 de noviembre de 2024
Fecha de publicación: 2 de enero de 2025
Resumen
Este artículo analiza el proyecto nacional de Juan Montalvo a partir del hipotexto cervantino, Don Quijote de la Mancha. Se toman en cuenta algunos conceptos clave del discurso decimonónico tales como verdad y verosimilitud, naturaleza y arte, civilización y barbarie, virtud y eticidad. La novela de Cervantes le sirve al escritor ecuatoriano para asentar su proyecto civilizatorio y fundar una tradición humanista en Hispanoamérica.
Palabras clave: virtud, arte, civilización, barbarie, proyecto nacional.
Abstract
This article analyzes Juan Montalvo’s national project based on Cervantes’ hypotext, Don Quixote de la Mancha. It takes into account some key concepts of nineteenth-century discourse such as truth and verisimilitude, nature and art, civilization and barbarism, virtue and ethic. Cervantes’ novel serves the Ecuadorian writer to establish his civilizing project and to found a humanist tradition in Latin America.
Keywords: Virtue, art, civilization, barbarism, national project.
INTRODUCCIÓN
EL ARTÍCULO BUSCA responder a una pregunta fundamental: ¿por qué Montalvo decide escribir su novela, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, tomando como punto de partida la de Cervantes?
Tres son los aspectos relevantes que se consideran a lo largo de este ensayo. Existe una función de la literatura, de la ficción. En primer plano aparece la racionalidad, pero la obra no puede ser enteramente racional. En los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, es recurrente el concepto neoclásico de ‘imitación de la naturaleza’, entendido este no solo como representación, sino también como la realidad en general, especialmente humana. Tal concepto deriva en la búsqueda de una eticidad que afiance un proyecto nacional emergente; la obra no es, por lo tanto, únicamente la representación artística de la realidad.
El otro elemento importante es el del deleite y la enseñanza como inseparables de la función retórica de la literatura. Especialmente la utilidad moral es la más solicitada. Así lo entiende Montalvo cuando ve en El Quijote de Cervantes un personaje simbólico: encarnación de la verdad y la virtud en forma de caricatura.
Finalmente, la idea de lo universal en la obra literaria. Montalvo reduce las diferencias y particularidades del hombre hispanoamericano por las exigencias que le motivan su proyecto civilizatorio. Sin embargo, de sus propósitos lingüístico-pedagógicos y de virtuosismo retórico, Montalvo, en los Capítulos, evidenciará su aproximación crítica de la novela de Cervantes, su americanismo y su inserción en la tradición humanista.
LOS ANTECEDENTES: LA CRÍTICA HISPANOAMERICANA EN EL XIX
René Wellek (1989) señala la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del XIX como el período en que la crítica literaria plantea las cuestiones fundamentales aún presentes en el XX. A partir de entonces, la crítica neoclásica, construida en Italia y Francia durante los siglos XVI y XVII, sufre menoscabo, y a inicios del XIX, sin desaparecer del todo, se cristaliza en los movimientos románticos. En Hispanoamérica, los albores del XIX corresponden a su ingreso en la modernidad. Se da, entonces, el ejercicio sistemático de la crítica de la tradición y la renovación espiritual de las nuevas repúblicas. Hispanoamérica se esfuerza por entender lo nacional (leyes, arte, historia, el hombre americano) y por dibujar una visión particular del continente. La lista de escritores que emprendieron dicha tarea es larga. No hay, acaso, alguno que no pensara en un nuevo proyecto: ser modernos y libres. Los modelos: Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
Propia del XIX fue la disciplina humanística, traducida en la comprensión y evaluación artística. La visión crítica del pasado, la mirada moderna, exigían reformas en el arte, reflexión en asuntos estéticos. Bello, por ejemplo, lo mismo que Montalvo, estaba convencido de que era posible una conquista cultural, igual que la conseguida en lo militar y administrativo. Ambos partieron de una formación y sensibilidad clásicas: el respeto por lo establecido y la razón.
Si de respetar lo establecido, si de partir de una tradición se trata, Montalvo no dudó en anclar su proyecto en un Cervantes simbólico y universal. Sin embargo, no está lejos de Echeverría —no en la deshispanización de las letras americanas— al aceptar el influjo de Francia. No es novedad. Gran parte de los intelectuales de finales del XIX mantenían una relación compleja con las letras y cultura de España y Francia. Pensemos en Darío, por ejemplo. Otro: González Prada, crítico severo de las élites peruanas y de las letras del pasado, no tiene empacho en aceptar la presencia de París. Lo que los unía: colaborar en la construcción de las
naciones americanas. Sus escritos debían influir en el lector integrándolo en un modelo nuevo de sociedad, con ideas también nuevas o, al menos, rejuvenecidas para el escenario americano. El corte utilitario de las letras es denominador común de todos los intelectuales hispanoamericanos. El afán modernizador no estaba en contradicción con la mirada al pasado: de él, lo mejor. Sus obras literarias constituían una buena manera de apropiarse de una historia insipiente aún. El historicismo llevará a cabo esa tarea que no está reñida con una idea autóctona de Hispanoamérica. La marginalidad que sufre Hispanoamérica debe ser igualada. Las ideas y valores europeos están a la vista. Tal marginalidad es puesta en escena por Montalvo cuando nos hace saber que nuestra cultura es occidental y que depende de ella, que la deuda con Europa es inevitable. Esta sensación de rezago lo obliga a tomar una decisión: construir un proyecto civilizador mirando a Europa, particularmente a lo más egregio que se había dado en nuestra lengua.
PENSAMIENTO CRÍTICO EN LOS CAPÍTULOS
De la idea de lo ‘orgánico’, procedente de la Poética (capítulo VIII) de Aristóteles (2013)1 se desprende, con los neoclásicos, la de ‘unidad’ en la ‘variedad’. Es lo que se observa en la novela de Montalvo: sus personajes no rompen los moldes en los que han sido consignados: estos son universales que buscan fijar un discurso moral, social, estético, de costumbres. La obra como un cuerpo de tensiones, sí, pero ante todo de equilibrios. Las manifestaciones extremas del alma en las obras maestras, o la crítica a través del relativismo teórico exagerado, que acepta más de un ideal literario, y hasta mutuamente excluyentes, no son presupuestos válidos para Montalvo, quien concibe una idea de la naturaleza humana estable y equilibrada como ideal de su proyecto civilizador. El buen gusto, sí, pero procedente de la tradición.
Había una función de la literatura, de la ficción. En primer plano está la racionalidad, pero la obra no puede ser enteramente racional. En los Capítulos, el concepto neoclásico de ‘imitación de la naturaleza’, como representación y realidad en general, especialmente humana, termina también buscando una eticidad que se revela en la búsqueda de profundidad humana de los personajes; la obra no es únicamente la representación artística de la realidad.
Lo más frecuente era entender la “naturaleza” en el sentido de “naturaleza general”, o sea, los principios y orden naturales. Lo cual podía significar también lo típico, lo que caracteriza a la especie humana en todo tiempo y lugar, y a la naturaleza no humana en cuanto libre de las condiciones meramente locales y accidentales. En sentido negativo, esta concepción de la “naturaleza general” significaba la exclusión de lo puramente concreto, local e individual. (Wellek 1989, 27)
No es de extrañar que Montalvo construyera su obra pensando en este concepto de naturaleza y de su imitación. Lo local y accidental le parecían entonces postergables, también por la emergencia de la crítica que ejercía.
El siguiente paso va a ser el concepto de ‘decoro’ o propiedad que deriva del de naturaleza general. Sus personajes no son horribles ni feos; cuando esto ocurre, es para despintarlos enseguida y mostrar la corrección. Lo mezquino de varios personajes, por ejemplo, no alcanza desarrollo en los Capítulos porque es absorbido rápidamente por la figura y el discurso pedagógico de don Quijote. Los seres ruines pronto pagan sus culpas; la pobreza se presenta como un estado que responde a una realidad estática, y muchas veces como camino a la virtud que no se consigue por otros medios. No es este un problema social, es un error de cálculo que puede ser reestablecido como un logro obtenido por la mano justiciera del caballero.2 La crueldad y la violencia jamás llegan a ejecutarse; la infamia aparece de manera indirecta en ciertos personajes —historiadores, abogados y gobernantes—3que han sido juzgados implacablemente. Los que construye Montalvo son personajes, aunque nuevos y diferentes de los de Cervantes, representativos, también con conductas de acuerdo con la propiedad o normas típicas. En ningún momento los personajes se alejan de su tipicidad: don Quijote no sufre, por ejemplo, la sanchificación que se da en la novela de Cervantes; Sancho, ligeramente ha mudado su espíritu producto de la insistente corrección de don Quijote; don Prudencio Santibáñez, lo mismo que su esposa e hijas, en ningún momento abandonan su papel ejemplar según las virtudes cristianas. Esta tipicidad es la que no le permite a Montalvo ser más irónico o autocrítico con sus personajes; por eso los sentimos como perennizados en el tiempo, sin una metamorfosis considerable.
Dos facetas claras presenta el principio de universalidad o tipicidad. Podía significar, y así ocurrió en los mejores escritos de aquel tiempo, un apelar a lo universal que hiciese comprensibles, en cualquier tiempo y lugar, las máximas creaciones. Esta llamada al veredicto de las generaciones futuras venía implícita en el concepto mismo de lo “clásico”. Autor “clásico” lo era, sin duda, el que lograba mantenerse al lado de los antiguos, a causa de la supuesta invocación a la lejana posteridad, más allá del público inmediato de su época. (Wellek 1989, 28)
Esta idea de lo clásico y de lo universal típico dio paso a que, por ejemplo, el tipo de ser humano que encarna don Quijote, en el siglo XVII, ya vuelto clásico desde entonces, sea el apropiado no solo para Hispanoamérica, sino para la humanidad. “De hecho la ‘naturaleza universal’ supuso exigencias muy concretas respecto a los rasgos psicológicos y morales de los personajes, y el repudio implícito de cuanto no se ajustaba a los ideales sociales del tiempo” (Wellek 1989).
Para los neoclásicos, el concepto de “naturaleza” admitía no solo una idea realista sino también ilusoria de la realidad, en el sentido de la duplicación representativa que realiza la obra de arte. Pero no hay concepto de “naturaleza” sin el de “verosimilitud”. Aristóteles (2013, 56) distingue entre lo “verosímil” y lo “verdadero” o el hecho histórico. La acción, en la obra, podía ser real, posible o verosímil. Es lo imposible verosímil lo preferible en la obra ante lo posible inverosímil. Con esto Aristóteles justifica la ficción como separada de la realidad. Los neoclásicos hicieron lo mismo, pero para insertar el arte en la realidad. De ahí que el Quijote de Montalvo, con todo el peso de su sinrazón, respete las normas de verosimilitud literal como el de fidelidad a las normas de la vida, costumbres y modelos de virtud para su proyecto. En este sentido, el artista neoclásico poca atención prestaba a la relación arte y realidad, arte y modelo. Lo más importante era el objetivo final de “imitación de la naturaleza” en orden al establecimiento de conceptos universales. El artista podía, sin olvidar las exigencias de imitación para cada género, ir desde una fidelidad naturalista hasta una abstracta universalización de los modelos. Al lector y al crítico del XIX no le extrañaba que el escritor tomase como punto de partida para su representación particular un modelo universal. Esta idealización ocasionaba, al mismo tiempo que guiaba el orden humano, la pérdida de la sensibilidad social, y se enfocaba más en la crítica de las costumbres. Es así que la obra de arte fue un objeto más extrínseco que intrínseco, muchas veces los criterios de la virtud y la moral predominaron. Tal como señala Wellek, no se limitaban las ideas neoclásicas sobre el arte a su relación irrestricta con la realidad. Gran parte de la literatura apuntaba a su efecto sobre el público. El deleite y la enseñanza eran función de la literatura. Especialmente la utilidad moral era la más solicitada. Así lo entiende Montalvo cuando ve en la novela de Cervantes a su personaje simbólico como encarnación de la verdad y la virtud en forma de caricatura. Es una persona moral, filosófica, representante de las virtudes y flaquezas humanas, discípulo de Platón con una capa de sandez: “Cervantes enseñó deleitando, propagó las sanas máximas riendo” (“El buscapié”, 93). La literatura, en definitiva, debe enseñar la virtud. El combate personal de Montalvo, sin embargo, será no convertir los Capítulos en una enunciación de preceptos morales; las relaciones entre arte y moralidad venían siendo discutidas, particularmente, desde el siglo XVIII; lo verdadero y lo bello se acercaban, pero al mismo tiempo se alejaban de la obra. Montalvo sintió esa tensión y lo resolvió con la novela de Cervantes. En ella vio el símbolo universal —la verdad— pero también el símbolo retórico —el arte—. Ambos deben mover al hombre sensible americano en su formación. La aceptación de las reglas —morales y sociales—, su adecuación con la realidad, su presentación prístina e irrefutable eran garantía de un cambio en el carácter, en el sentimiento humano. Las cosas no estaban bien en Hispanoamérica. Había que enderezarlas, reformar el espíritu; deleitar, sí, pero para mejorar. El arte es persuasión.
La idea de movimiento, de cambio temporal, de evolución histórica, de “espíritu de época” estuvo ligado a la idea de progreso, y se remonta hasta el Renacimiento. Antes de esto, la idea de “contemporaneidad” entre la Antigüedad griega y romana, y Alemania, Francia o Inglaterra no era distante. Al contrario. Solo con la aparición de la idea de las literaturas nacionales, en la diversidad de sus procesos históricos, singulares e independientes, pudo arraigar la concepción moderna de desarrollo histórico; entendido no como un desarrollo uniforme e ideal, sino como una diversidad real que no necesariamente “adelanta” y deja atrás el pasado. La visión de Montalvo hacia el pasado estuvo marcada por una búsqueda de contemporaneidad con lo mejor de la Antigüedad por creer que no existía una literatura nacional y menos una tradición nacional. Su olfato histórico alcanzaba hasta las planicies antiguas, necesarias para inaugurar, si no una tradición, al menos una formación sólida. ¿Por qué no se descubre en los Capítulos algo de Hispanoamérica, aun cuando sus personajes, con sus nombres y costumbres, la refieran? La “historicidad” era vista por el autor como un posible defecto en la obra que pretendía universalidad. Muy difícil era competir con la Antigüedad como para acentuar lo propiamente americano o para violar las reglas de la composición. El autor semibárbaro podía sí, con su particular sensibilidad e inteligencia, reconocer la valía universal de los clásicos, asimilarla e intentar un ensayo de imitación. Por eso su constante referencia y evaluación al pasado.
LOS INICIOS: A IMITACIÓN DE BELTENEBROS
En I, XXV Don Quijote realiza su penitencia a imitación de Amadís:4 “—¿Ya no te he dicho, respondió Don Quijote, que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán?” (Cervantes 2005, 213). El primer capítulo de la novela de Montalvo se titula “De la penitencia que a imitación de Beltenebros principió y no concluyó nuestro buen caballero Don Quijote”. Elige para el inicio de su parodia un elemento configurativo de las novelas de caballerías y de Cervantes: la insignia del amor que le lleva a la penitencia y el desatino: “Tan grande es mi desventura, ¡oh amigo! —dijo—, que se ha de prolongar más allá de mis días, pues no veo que hacia mí venga doncella ninguna con ninguna carta.5 Oriana fue menos cruel con Amadís, Onoloria con Lisuarte, Claridiana con el caballero del Febo”. (Montalvo 2004, 196). Tanto el Quijote de Cervantes como el de Montalvo pretenden la imitación de Beltenebros. Para la caballería andante, las aventuras debían su posibilidad a dos temas fundamentales: el del amor y la religión.
¿Por qué escogió Montalvo como inicio de su novela el tema del amor y su desdén? Beltenebros es el nombre que toma Amadís en la Peña Pobre cuando el desaire de Oriana. La primera referencia de Montalvo es caballeresca: el modelo cervantino así lo exigía también. No hay caballero sin dama. Era inevitable. Pero desde entonces lo que va a predominar —a pesar de los devaneos eróticos de algunos personajes y del mismo caballero, de la idealización del amor y su consecuente cautiverio—, es la cordura, aun en medio de la locura, de Don Quijote. Es decir: el tema caballeresco, sí, el tema del amor también. Pero dentro de un marco más amplio: el de la razón como norma.
Algo más. A propósito de la cordura del Quijote cervantino. Tal como lo comenta Martín de Riquer, es una de las pocas veces en que Cervantes le permite a su personaje revelar una cordura profunda que alcanza unos límites desconocidos en las historias noveladas. El primer dato confesado por Don Quijote es que Dulcinea no sabe leer ni escribir; el segundo, el reconocimiento de que el suyo ha sido un amor platónico, y el tercero, la noticia de sus padres: “no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que sus padres Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales la han criado” (Cervantes 2005, 218). No solo eso. Don Quijote acepta que se trata de una humilde labradora: “—Ta, ta, dijo Sancho, ¿que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo? —Esa es, dijo Don Quijote, y es la que merece ser señora de todo el universo” (Cervantes 2005, 219). Y aún más. Cuando Sancho le dice que a Aldonza Lorenzo poco se le ha de dar que se le vayan a hincar de rodillas los vencidos por Don Quijote, este le contesta:
por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Filidas, y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso y de aquellos que las celebran y celebraron? (Cervantes 2005, 220)
Don Quijote sabe, ahora, que sus “locuras” proceden de la razón. Don Quijote, en esta conversación con Sancho, es plenamente razonable y cuerdo. La sublimación en la creación poética es lo que presenta Cervantes en este capítulo. La creación poética está por encima de la locura y la cordura.
El amor se da por la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad. [...] Y diga cada uno lo que quisiere, que si por esto fuera reprendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos. (Cervantes 2005, 220)
Esta es la única vez en que Don Quijote revela su secreto: la sin par Dulcinea es la moza labradora Aldonza Lorenzo. Paréntesis de cordura que no volverá a repetirse y que da cuenta hasta qué punto es literaria la locura de Don Quijote: Dulcinea es equivalente a las idealizaciones de los poetas (De Riquer 2010, 164). Un “paréntesis” de cordura que abre perspectivas nuevas y diferentes para la novela y para los lectores. Lectores que como Juan Montalvo vieron en este carácter del personaje y, lo más importante, de la creación literaria, la posibilidad de anclaje para sus propósitos nacionales e hispanoamericanos: el literario y el de la cordura o realidad.
El segundo elemento que se registra en los inicios de los Capítulos es el del ambiente y el escenario que pinta Montalvo en procura de ceñirse al de Cervantes:
La casualidad quiso que Rocinante tomase por una vereda que en dos por tres los llevó, al través de un montecillo, a un verde y fresco prado por donde corría manso un arroyuelo, después de caer a lo largo de una roca. El sol iba a ponerse tras los montes, y sus últimos rayos, hiriendo horizontalmente los objetos, iluminaban la cima de los árboles. El murmurio del arroyo que en cascaditas espumosas no acaba de desprenderse de la altura; el verde obscuro del pequeño valle donde tal cual silvestre florecilla se yergue sobre su tronco; el susurro de la brisa que está circulando por las ramas; el zumbido de los insectos invisibles que a la caída del sol cantan a su modo los secretos de la naturaleza, todo estaba convidando al recogimiento y la melancolía, y don Quijote no tuvo que hacer el menor esfuerzo para sentirse profundamente triste. (Montalvo 2004, 195)
El paisaje debe coadyuvar al sentimiento que quiere expresar el poeta. Montalvo quiere fijar desde el inicio de su novela el carácter de nobleza en que consiste el personaje: ambiente y sentimiento se juntan para pintar un perfil de armoniosa tristeza. Cap. LX:
Era fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimismo el día en que Don Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que tenía de sacar mentiroso a aquel nuevo historiador, que tanto decía que le vituperaba. Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa alguna digna de ponerse en escritura. (Cervantes 2005, 873)
Montalvo —aunque va a insistir sobre el tema en varios capítulos—, al contrario de Cervantes, es más meticuloso en la pintura del paisaje. Cosa que no necesita Cervantes, pues su personaje ya está suficientemente caracterizado:
Llegaron en estas pláticas al pie de una alta montaña, que casi como peñón tajado estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban. Había por allí muchos árboles silvestres, y algunas plantas y flores que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia. (214)
No pasan desapercibidas estas coincidencias iniciales que busca Montalvo fijar: la penitencia de don Quijote en la Peña Pobre ante el desamparo de Dulcinea, y sus emanaciones discursivas, será un tema recursivo en los Capítulos para fijar el sistema paródico de su historia —también los temas caballerescos, intensificados en la segunda parte del Quijote—. Esta es la primera conexión metapoética con Cervantes.
La segunda ocurre entre los capítulos LIX y LX de la Segunda parte. Don Quijote ha decidido torcer el camino que le llevaba a Zaragoza, y resuelve tomar hacia Barcelona para desmentir al falso Quijote de Avellaneda. En el capítulo LX, inesperadamente, Cervantes hace un vacío en la historia:
Era fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimismo el día en que Don Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que tenía de sacar mentiroso a aquel nuevo historiador, que tanto decían que le vituperaba. Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse en escritura. (873)
En la novela de Montalvo, Sancho ya ha dejado de ser gobernador. En la novela de Cervantes, tal suceso y la acogida de los duques corresponde a los capítulos XXX hasta el LVII. Y la partida a Barcelona, al LX. Es cuando Montalvo aprovecha tal vacío del tiempo para el arranque de su novela. Sus personajes también emprenden el viaje.
El capítulo I de los Capítulos conecta, además, por la referencia discursiva a Cervantes: “¿Así piensa vuesa merced pasar la noche, señor don Quijote? Si la señora Dulcinea tuviera noticia de este martirio, aún no tan malo; pero atormentarse el jaque mientras la coima está solazándose, sabe el diablo con qué buena pécora, no me parece puesto en razón” (Montalvo 2004, 196). Y esto dice uno de los huéspedes en la venta, en II, LX: “En el discurso de la cena preguntó don Juan a Don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso; si se había casado, si estaba parida o preñada, o si estando en su entereza se acordaba (guardando su honestidad y buen decoro) de los amorosos pensamientos del señor Don Quijote” (Cervantes 2005, 868). La lectura que hace Montalvo de Cervantes se ciñe al original en dos niveles: el del humor y el de la historia. El primero se registra a lo largo de toda la novela como eje fundamental para caracterizar particularmente a Sancho y para cumplir con el propósito de enseñar deleitando. El segundo nivel es recursivo también en los Capítulos. Las referencias a ciertas aventuras no son solo acotaciones a la novela de Cervantes, sino como formando parte del peso narrativo de los Capítulos. Son aventuras que Montalvo las asume como patrimonio anecdótico de sus personajes principales, como bagaje de una historia que pretende verosimilitud. El recurso de nombrar aventuras pasadas, con personajes y detalles estilísticos cumple con esta función.
El capítulo I de los Capítulos reúne y resume varios de los asuntos que le permiten a Montalvo construir el marco temático y discursivo para introducir los suyos propios. Al tema de la casualidad (Rocinante es el que “elige” el camino que han de seguir los aventureros) y el de la naturaleza (tema romántico para la representación de las virtudes bucólicas: el recogimiento y la melancolía), se suma el del amor por Dulcinea. Tema que le permitirá marcar el carácter de Don Quijote, constante en la historia, del amor y la tristeza que le causa siempre, amor y dolor por la ausencia de noticias de Dulcinea. Lo mismo sucede con Sancho, cuyo sentido práctico es presentado como la otra faz de la realidad: “Quiérala vuesa merced, mas no hasta perder el hambre ni el sueño; que ellas no lo suelen pasar mal en consideración a nuestras amarguras” (Montalvo 2004, 196). Aparece también el tema de la lengua, concentrado particularmente en los refranes de Sancho. El perfil de Sancho, sin embargo, no solo se reduce a tales refranes, sino especialmente a su carácter. Cervantes, a partir de la tercera salida, ha hecho evolucionar a su criatura, de manera que su ingenio es ahora más agudo. En II, LIX, Don Quijote se lamenta del dolor que le produce la añoranza de Dulcinea: “—Come, Sancho amigo, dijo Don Quijote; sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerza de mis desgracias” (Cervantes 2005, 863). Lo mismo hace Montalvo, desde el inicio de su novela: “Para mí no hay doncella, viuda ni paje que me traiga la cédula de mi perdón, y a semejanza de Tristán de Leonís habré de perder el juicio en estas soledades” (Montalvo 2004, 195). Sancho termina aceptando las razones del Quijote, pero siempre después de interponer las suyas propias.
DON QUIJOTE: SÍMBOLO DE VIRTUD
La idea de lo universal le lleva a Montalvo a reducir las diferencias y particularidades del hombre hispanoamericano —también a recortar el modelo clásico de don Quijote, como ideal a ser alcanzado. Se anulan las particularidades, porque lo universal es lo necesario que debe imponerse. El horizonte histórico debía, si no eliminarse, al menos adelgazarse. El elemento social también se eclipsa para construir e incorporar al hispanoamericano en el orden universal civilizado. Hay derechos “naturales”, condiciones “naturales”, una moral “natural”, unos valores “naturales”, preceptos y valores “naturales” y “universales”. La virtud, el decoro, la razón son universales, están al servicio de los seres humanos, sin distinción alguna.
Los anhelos de alcanzar lo universal y lo típico fácilmente se convirtieron en anhelo de idealizar. “Naturaleza” podía también significar naturaleza ideal, naturaleza como debe ser, medida con normas morales y estéticas. El arte había de mostrar a la naturaleza en toda su hermosura, la belle nature; lo cual suponía, además de una selección de la naturaleza, realzarla y perfeccionarla. (Wellek 1989, 28)
El recorte y selección que hace Montalvo de sus personajes, acciones y costumbres; de la naturaleza como paisaje y las normas morales como ‘paisaje’ natural de la condición humana apuntan no solo a universalizar, sino a idealizar dichas representaciones. La naturaleza no es imitada, es seleccionada conforme al criterio estético y moral que le impone Montalvo. Realmente es una pseudoimitación. Necesaria para sus propósitos ideológicos y estéticos, pues lo local y fraccionario, lo rudimentario e inestable de la realidad americana exigían un relato universal y típico propuesto desde el arte. Convicción artística de Montalvo que cree coincidente con la de Cervantes, específicamente en ciertas zonas: la del lenguaje y la de la virtud universal, pedagogizadas con el humor. Las otras —las narrativas y las de la imaginación, junto con la ironía y la descentralización del discurso— no eran su prioridad, o, aún mejor, no podía verlas. Sí podía ver, en cambio, al héroe universal que era Don Quijote, y, como tal, modelo e ideal de lo humano. Su altura moral y estética le permitirá también no dejar cabos sueltos en la novela de Montalvo. Su justicia, más que humana, es poética: los personajes sufren el castigo y reciben su recompensa. Algunos pícaros que escapan a tal justicia poética no son, en todo caso, más que hechos aislados y no rompen por ningún lado el propósito totalizador de Montalvo. Cervantes era ese genio en quien la humanidad podía confiar plenamente como la expresión más acabada de lo humano en toda su potencia, tanto estética como moral. La tarea humana por restaurar el orden humano, emulando lo divino, había iniciado en la Antigüedad. La novela de Cervantes era, en lengua española, su más alta expresión. Hispanoamérica podía, dados sus poderes naturales, alcanzar tal ideal de lo humano. Por eso su tarea de continuación con los Capítulos. Por momentos, la restauración de lo mejor humano también roza el campo teológico; las virtudes cristianas eran una buena herramienta para apurar el cambio civilizatorio que requería el estado de semibarbarie en que vivíamos. No se olvide que propio del XIX era la idea de la moral como indivisible de la religión.
A parte de la cólera de don Quijote, que pronto se apaga, y la generosidad, resalta la honra como formando parte del concepto de nobleza; es el valor más anhelado por don Quijote, “espejo de la caballería”. Esta se actualiza en el ejercicio de las virtudes. Una frecuente es la de la continencia y el respeto en el amor:
Muchas veces, señora mía, en una hora cae por el suelo toda una vida de continencia y virtud, y de una dulce imprudencia suelen dimanar desdichas sin cuento. Pero vos, señora, no hayáis temor; porque si no soy menos enamorado y aventurero que Lanzarote y Amadís, soy más fuerte y respetuoso que ellos, y vos no correréis la mala fortuna de Oriana y Ginebra. (Montalvo 2004, 265)
En el capítulo XV, un religioso le llama el “honrado” don Quijote. Si Don Alejo Mayorga le nombra, de manera burlesca, Quijotín el Nebuloso, es para que dicha mofa se revierta contra el agresor. En el capítulo XXVIII, Montalvo engrosa la línea que separa la sabiduría de la locura; aquella se impondrá siempre, aún dentro de la nebulosa locura de don Quijote, para fijar un discurso estable y duradero: “No quiso la familia dedicar esa noche al juego, al baile ni cosa de estas, sino oír a don Quijote, quien deliraba a destajo en tratándose de caballerías, y era entonces tan del gusto de la gente casquivana, como agradable para los formales y juiciosos cuando la conversación rodaba sobre asuntos de real importancia” (336).
Las aventuras, el mundo andante son diferentes del Quijote de Cervantes. Montalvo se preocupó de no repetir ninguna, aunque, en ciertos capítulos, pueda recoger temas parecidos al original. Los personajes son otros, y el desenlace de sus lances también. Rodeado de un contexto religioso, Montalvo busca separar los mundos de los caballeros aventureros y la de los ermitaños:
Los caballeros andantes, dijo don Quijote, no somos de tela de ermitaños; somos aventureros, y no tenemos lugar fijo, ni residencia conocida. ¿Cómo puedo yo estrechar la órbita de mis obligaciones a los mezquinos términos de una cueva, y convertirme en animal inútil para mí mismo y para mis semejantes, no viviendo yo para ellos, sin que nadie viva para mí? Otro es el objeto de mi venida; y sé decir a vuesa paternidad, que el encuentro que me parecía ordenado por la Providencia ha sido pura obra del acaso. (357) Don Quijote crítica la vida del ermitaño:
Ermitaño, ¿para qué? ¿Para que me cargue el diablo el día menos pensado? Dirigir las pasiones, convertirlas en virtudes, si es posible, tal es el empeño del filósofo, mi reverendo padre. Luchar uno consigo mismo, destruirse, anonadarse sin ventaja para el cielo ni la tierra, es frustrar de sus derechos a la naturaleza, es cometer un delito enorme so pretexto de virtud. Amor nos da Dios para que amemos, caridad para que valgamos a nuestros semejantes, ambición para que aspiremos a la gloria. Déjese vuesa paternidad de esta sandez del ermitismo, y véngase conmigo a correr el mundo en busca de las aventuras. Vuesas paternidades trabajan sin provecho en esto de honrar la ociosidad, o más bien cometen un grave pecado. (357-8)
El empeño filosófico junto con la acción es lo fundamental en el carácter virtuoso del caballero. La anulación ascética, en momentos de emergencia política, social y humana, corresponden a vidas poco virtuosas.
En el Quijote de Montalvo la balanza entre locura y cordura se inclina por la segunda. El carácter del Quijote cervantino, en la segunda parte, se ha modificado también en este sentido. Fuera de las cosas de caballería, su pensamiento y acciones discurren por el camino de la razón y la virtud. En Cervantes (2005, 439), I, cap. XLIX, “Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver la extrañeza de su grande locura, y de que en cuanto hablaba y respondía mostraba tener bonísimo entendimiento; solamente venía a perder los estribos, como otras veces se ha dicho, en tratándole de caballerías”. En el capítulo LVIII de los Capítulos: “Aquí se detiene el historiador para advertir de nuevo que nadie tenga por cosa extraña este modo de expresarse en un loco; pues, como se ha dicho más de una ocasión, no lo era don Quijote sino en lo concerniente a la caballería, mostrándose, por el contrario, cuerdo y hasta sabio en lo que no tocaba a su negro tema” (Montalvo 2004, 490).
LA EDUCACIÓN MORAL DE SANCHO
En la primera y segunda salidas de don Quijote, Cervantes ha puesto su interés en que el lector sepa de continuo que lo vulgar y anodino sea sublimado en los valores de belleza y heroísmo. Cuando el caballero se da cuenta de que tales valores nobles no corresponden con la realidad, cuando los gigantes no son más que molinos de viento, o los ejércitos nada más que rebaños, ha sido un sabio encantador el que ha burlado sus aventuras. En la tercera salida, en la Segunda parte, tal orden se invierte, en varias ocasiones, y es Sancho, particularmente, quien asume el papel de mudar la realidad vulgar, y es el caballero quien asume la realidad tal como es. El caso más emblemático es el de las labradoras: Sancho es quien asegura que son tres encumbradas doncellas:
—Yo no veo, Sancho, dijo Don Quijote, sino a tres labradoras sobre tres borricos. —Ahora me libre Dios del diablo, respondió Sancho, ¿y es posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el hampo de la nieve, le parezcan a vuestra merced borricos? Vive el Señor que me pele estas barbas si tal fuese verdad. —Pues yo te digo, Sancho amigo, dijo Don Quijote, que es tan verdad que son borricos o borricas, como yo soy Don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos a mí tales me parecen. —Calle, señor, dijo Sancho, no diga la tal palabra, sino despabile sus ojos y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos que ya llega cerca. (Cervantes 2005, 537)
Pero el recurso de los sabios encantadores vuelve a aparecer para justificar tal desajuste de la realidad: “Siguiólas Don Quijote con la vista, y cuando vió que no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo: —Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se extiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora” (538). El tema del choque de la ilusión frente a la realidad vulgar es constante en la obra de Cervantes. El punto más alto de la ilusión es Dulcinea del Toboso. Aunque el recurso del sabio encantador “salva” la ilusión del caballero, no deja de ser uno de los golpes más terribles que sufre don Quijote: no poder ver a su señora, transformada en una labradora. Este ideal de belleza que representa Dulcinea provoca que el lector no deje de ver en esta actitud de don Quijote la grandeza idealista. El problema, tal como lo ha señalado Auerbach (2002), es que el idealismo que pinta Cervantes siempre está rodeado de insensatez. Ahora ya no se trata de imponer a don Quijote la realidad real, sino de fijar su voluntad idealizada. La escena de las tres labradoras marcará, finalmente, el devenir de la historia, pues don Quijote buscará, en adelante, desencantar a su señora, con el consiguiente fracaso.
No hay un solo pasaje en los Capítulos donde ocurra tal intercambio de papeles sobre la percepción de la realidad. No existe el Sancho burlador de don Quijote. Más bien, la insistencia en el papel realista de Sancho es constante, pero no deja de tener ciertas variaciones. Don Quijote, en el capítulo XXXIII, cree ver y escuchar a Dulcinea tras los balcones y torres de plata de un soberbio edificio. Sancho no está de acuerdo:
—Por la salvación de mi alma, dijo Sancho, juro que nada he visto sino el trapo que está columpiando en esa ventanilla negra como boca de horno. Tras él me parece que se halla una persona, la cual no sé si tendrá las propiedades numeradas por vuesa merced. —Como no estás habilitado para estos prodigios, buen Sancho, bien puede ser que a tus ojos no se presenten las cosas como son. Si tocaras la verdad desnuda, admiraras en lo que tienes a la vista lo hermoso, lo suntuoso, lo gracioso; y rendido a la evidencia, confesaras al fin lo que te empeñas en poner en duda. (Montalvo 2004, 364)
La verdad desnuda es esa idea fija de don Quijote, ese universal que debe ser percibido al precio de soslayar lo particular o accidental de la realidad. Para Montalvo, la virtud consiste en aceptar o acercarse al símbolo de la virtud: lo ideal de la realidad. La verdad, lejana para Sancho, es la de la belleza; Sancho estará, a menudo, preocupado por sus alforjas. La verdad no es fácil de alcanzar, por eso las reprensiones de don Quijote, muy duras, con frecuencia; Sancho resentirá lo impenetrable de la verdad, pero no deja de seguir a su amo en su búsqueda personal. Tal idealización estará siempre en tensión, no solo por la presencia de Sancho, sino de todas las acciones y discursos de los personajes.
El miedo y la ignorancia son señalados por don Quijote como principales toques del carácter de Sancho: “¿Qué temes, apocada criatura? ¿Por qué lloras, niño septenario? ¿Qué es lo que te hace temblar, mujer sin resolución? Niña sois, pulcela tierna;/ tu edad, de quince no pasa”6 (201). Actitud que no coincide precisamente con el Sancho de la Segunda parte de El Quijote, cuya agudeza y profundidad se han acentuado, sin dejar de conservar sus rasgos más característicos de jocosidad y juicio práctico. En la novela de Montalvo encontramos más bien un retorno al “primer” Sancho, producto de sus necesidades concretas en su proyecto nacional. El buen juicio de Sancho, pese a su origen humilde, está siempre presente. Frente a las recriminaciones del caballero por sus temores infundados, Sancho apela al sentido común: “—El cielo pague tan buenas intenciones, replicó Sancho; más cuando veo que ellas nada valen contra estacas de yangüeses, no puedo renunciar del todo a la prudencia” (201). Enseguida la réplica-enseñanza de don Quijote: “—La prudencia suele servir de máscara a la cobardía, dijo don Quijote, y las previsiones extremadas son diligencias del miedo las más de las veces” (202). Este discurso en doble registro —don Quijote que corrige, Sancho que responde— es el que se va a presentar a lo largo de la novela.
Montalvo va a insistir en toda la novela en las correcciones, de variado tipo, y la consiguiente transmisión de una enseñanza moral. La insistencia en el carácter pusilánime de Sancho se opone ciertamente al carácter ideal del hombre virtuoso, necesario para su proyecto civilizatorio. Frente al miedo y la ignorancia, al ansia material y política, Montalvo opondrá la figura ideal de don Prudencio Santiváñez: buen cristiano, discreto y virtuoso. Pero también Sancho aparece como ejemplo de prudencia. Sancho es el bárbaro que recorre los caminos de la virtud y la nobleza, pero cuya travesía está empedrada con una serie de dificultades. La primera, y la más recurrente, es el recuerdo constante de Sancho de aventuras pasadas que le han costado piedras y palos, pero de cuyas lecciones sacará provecho. Las acciones despreocupadas y atrevidas de don Quijote son siempre acompañadas de una enseñanza a Sancho. La segunda, la incertidumbre, no solo frente al éxito de las acciones de don Quijote, sino la casi certeza de que la recompensa a sus trajines esforzados no se verá cumplida. Montalvo es consciente, finalmente, de que el ideal, en cualquiera de sus formas, conlleva más fracasos que éxitos, pero que no es posible otra manera de conseguirlo. Incluso, Montalvo llega más lejos: las ambiciones de Sancho por ser cardenal, obispo o quizá duque, llegan al extremo de sugerir, además, que a la muerte de don Quijote bien pudiera “elevarme a la mano de mi señora Dulcinea del Toboso y reinar junto con ella”. Don Quijote le responde que eso es imposible:
¿Sabes quién es Dulcinea para haber dado cabida en tu obscura imaginación a la especie de venir a ser marido suyo en ningún tiempo? Yo mismo, con todos mis hechos de armas y mis nunca vistas hazañas, apenas he llegado a merecerla. Hay cosas inhereditables, Sancho temerario. Muy bien puedes tú ser un honrado y valiente escudero, y ella más imposible para ti que el ave Fénix. Conténtate con que yo te case con la confidente de mis amores, como es de uso en la caballería. (272-3)
¿Hay en Montalvo una escisión insalvable entre el hombre civilizado, virtuoso y noble, del vulgar y ambicioso sin medida? La verdad y la belleza no están al alcance de sus manos. Su condición, aunque honrada, no le es suficiente. Montalvo deposita en el ideal virtuoso que representa don Quijote la posibilidad de alcanzar dicha verdad y belleza.
El primer tópico del carácter del caballero es la valentía —“Ni espectros ves, ni oyes alaridos, ni hay cosa que justifique tu desmayo” (202). Frente a este primer nivel narrativo —el de la referencia al mensaje designando unas necesidades civilizatorias particulares— aparecerá, igualmente, uno literario del narrador que desciñe el tenso recurso de la lección moral. En esto Montalvo ha sabido sacar provecho del carácter bonachón y alegre de Sancho, así como de su acertada agudeza para enfrentar la realidad. En el capítulo II, frente a las exigencias de valentía y defensa que caracterizan a don Quijote, Sancho descubre otra capa de sentido:
¿No ves que con tu eterna pusilanimidad me pierdes el respeto, dando a entender que no tienes entera fe en la eficacia de mi protección? Si te asaltan bandoleros, si te aporrean venteros, no es nada: aquí está Don Quijote para seguirlos, cogerlos y escarmentarlos. —El cielo pague tan buenas intenciones, replicó Sancho; más cuando veo que ellas nada valen contra estacas de yangüeses, no puedo renunciar del todo a la prudencia. Can de buena raza, siempre ha mientes del pan y de la... manta. (202)
Las buenas intenciones de don Quijote son puestas en duda, no debido a la falta de valor del caballero, sino debido a las ingratas y duras experiencias que ha sufrido Sancho. Montalvo, a través de Sancho, fijará una educación moral y virtuosa, lejos del ámbito objetivo-referencial, desde el discurso poético, enfocado en la lengua sardónica de Sancho. Este nivel del discurso es recurrente en los Capítulos, muy particularmente en este personaje. Por ejemplo, la descripción frecuente de su gran apetito, “el alma se me iba a Sancho tras aquel humilló”, es asimismo objeto de una respuesta por parte de Sancho que supera el nivel ingenuo o referencial directo del discurso para ubicarse en el ámbito de lo cómico, con lo cual el personaje rompe los límites del nivel anecdótico para ubicarse en el semántico indirecto. Es lo que ocurre también en el capítulo XII. Sancho, producto del miedo, no recuerda ninguna oración que le favorezca, entonces se acuerda de una a San Cristóbal: “Cabecita, cabecita,/ Tente en ti,/ no te resbales/ y apareja dos quintales/ de la paciencia bendita”. Se trata de una oración que usan las brujas en sus trapacerías.
Pero Montalvo (2004, 282-3) sí le permite a Sancho un conocimiento de sí mismo y hasta cierta capacidad de agudeza:
Quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda; si en lo sucesivo me coge un ¡ay!, diga vuesa merced que no soy bueno para la caballería. La sangre se hereda y el vicio se pega: en mi abolengo debió de haber algunos Panzas cojijosos, los cuales me han pasado sus lloriqueos con la sangre. Si los vicios se pegan, se han de pegar asimismo las virtudes; y si hay en mí alguna viscosidad, en Dios confío que se me han de pegar las de mi señor don Quijote.
Incluso Sancho puede asumir actitudes didácticas cuando explica un concepto: “— ¿No llaman esprucu, volvió Sancho a decir, esa incomodidad del espíritu que uno experimenta cuando no acierta a saber si ha obrado bien o mal?” (286). La lengua, su forma, está maltratada —esprucu por escrúpulo—; pero el contenido, el referente conceptual, es correcto. Precisamente, Sancho, con su uso espontáneo y vivo de la lengua, reafirma la condición del hombre común que enfrenta la realidad con las escasas herramientas que posee, pero cuyo aprendizaje de la realidad no le es negado:
Yo digo lo que veo, señor don Quijote, sin ánimo de pedir albricias ni hallazgo. Mas el perro flaco todo es pulgas: si digo algo, miento; si no digo nada, soy un asno: como tragamallas; bebo, borracho. Y tírese por estos derrumbaderos, y rompa estas marañas, y cierre con esos gigantes, y mate esos leones, y pele esos yangüeses. Dormirá vuesa merced, señor Panza, comerá, beberá, cuando el obispo sea chantre. Pues ni de la flor de marzo, ni de la mujer sin empacho, señor, ni del amo sin conciencia. (483)
CONCLUSIONES
¿Por qué habrían de olvidársele capítulos a Cervantes? Junto con el olvido viene la recuperación. La obra de Cervantes es una mina del genio humano que está ahí para ser explotada. Los americanos, es urgente que lo hagan, deben extraer los materiales humanos y poéticos que necesitan para su proyecto civilizador. Carecemos de importantes valores que no nos permiten acceder al mundo civilizado. Por eso, no se trata de una mera imitación. El trabajo de Montalvo, dada su emergencia, es de doble registro: imitación-invención para la América hispana. Imitación porque son necesarios valores ya instalados en Occidente; invención porque Hispanoamérica es capaz de apropiarse de dichos valores y validarlos en su propia naturaleza americana. El dilema “civilización y barbarie” es puesto en cuestión en base a dos evidencias: los pueblos ahora civilizados en su momento también fueron bárbaros, y de hecho hay algunas actitudes aún bárbaras (autoritarismo, decadencia estética, fanatismo); un semibárbaro es también capaz de conocer la tradición antigua y crear una obra propia de un civilizado.
Ninguno de los 60 capítulos montalvinos es copia de los de Cervantes. De ahí que la idea de imitación sea equívoca: si bien la parodia de un pensamiento o estilo cervantino existe, no es lo que aparece en primer plano. El discurso de Montalvo (2004, 113) tiene otra intencionalidad: “ocultar un pensamiento superior debajo de una trivialidad; sostener una proposición atrevida en forma de perogrullada; aludir a cosas grandes como quien habla de paso; llevar adelante una obra seria y profunda chanceando y riendo sin cesar, empresa es de Cervantes”. ¿Cuál es, entonces, el propósito de estos nuevos capítulos? Realmente son dos: el hispanoamericano debe conocer la tradición de las letras; los hispanoamericanos deben cultivar valores para las nuevas repúblicas. Y lo hace por medio de dichas nuevas aventuras que crea, las reflexiones que plantea, el humor de algunos personajes, los diálogos amenos e inteligentes entre Don Quijote y Sancho y con muchos de los personajes. El recurso poético de Cervantes fue el de la ironía; el de Montalvo va a ser el del doble sentido, es decir, una obra literaria significativa para los nuevos lectores: detrás de las nuevas aventuras está su proyecto nacional. Por eso es que, finalmente, ni Don Quijote ni Sancho son ajustadamente Don Quijote y Sancho de Cervantes. La imitación que realiza Montalvo es el recurso poético, mas no la reproducción cabal del texto de Cervantes: referencias geográficas, sociales, políticas, usos de la lengua, ideas son para las naciones hispanoamericanas, para su proyecto civilizatorio. Quizás, entonces, pueda entenderse el sentido de la “imitación de lo inimitable”. El oxímoron le sirve a Montalvo para sus propósitos: extraer, materiales poéticos y morales, de una obra universal lo requerido para su labor de intelectual comprometido.
Las aventuras olvidadas por Cervantes son aquellas que, consagradas en un lenguaje meditado y con esmero, construyen un discurso o contenido en torno a variados temas, en este caso, al de la virtud. Las aventuras, que no son muchas, lo que harían es poner en primer plano la expresión del lenguaje y, en segundo lugar, la enseñanza, corrección, reflexión o guía moral que estas puedan facilitar. La potencialidad de las aventuras es menor en cuanto a lo inédito o insólito de su devenir. En la primera —el hallazgo de un niño abandonado, que pronto es entregado a su madre, si mayor novedad que la fugaz pérdida del infante— lo fundamental es la introducción del acento discursivo de Montalvo: la construcción de un sujeto cada vez menos bárbaro. El recurso: a más de la oposición o yuxtaposición de la realidad real y la ideal, Montalvo se vale de la risa para lograr su efectividad. Está convencido de que la novela, toda novela, tiene un fin moralizador y, por ende, civilizatorio. Y, puesto que se trata de un recurso ficcional, nada mejor que hacerlo equilibrando sus partes constitutivas: el uso intencional literario (el modelo es Cervantes) y el referente contextual de su contenido (la fijación de un discurso convincente para el ethos hispanoamericano a través de la risa).
Notas
[1]Wellek insiste en la importancia que ejercía, en los siglos XVII y XVIII, la idea de la autoridad de la antigüedad clásica, “cuán poderoso el anhelo de conformarse a ella y de ignorar el abismo que existía entre la propia época y los siglos en que Aristóteles y Horacio escribieron” (Wellek 1989, 17). Tal fuerza de la autoridad también le llega a Montalvo; su texto es un ejemplo. No en toda la variedad que presenta su novela. Los valores y problemas son otros. Las ideas neoclásicas no son moldes donde encajar la totalidad: el vocabulario es otro, las cuestiones son diversas. Pero sí los fines del neoclasicismo: reglas justas y atinadas. Montalvo, dado su proyecto en mente, no podía dejar su novela en el escepticismo, en el naufragio literario.
[2]Recordemos, en este sentido, el capítulo IV de la Primera Parte de El Quijote, cuando el caballero intenta establecer el equilibrio de la justicia entre el pastor Andrés y su amo, el labrador. Finalmente, tal “error” de cálculo es ironizado por Cervantes: el labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello”.
[3]El gobernante ahorcado en un árbol que aparece en el capítulo XLVI ha sido ajusticiado fuera de la presencia de los personajes y del lector. Este acontecimiento, incluso, Montalvo lo narra fuera del cuerpo de la novela como tal, pues lo señala, en un apartado diferente bajo el nombre de ‘comentario’.
[4]Clemencín (Cervantes 2005), en sus Comentarios al Quijote, explica que la historia de Amadís fue uno de los libros caballerescos más presentes cuando Cervantes escribiera su novela. Y Martín de Riquer (De Riquer 2010) señala que, a más de Amadís, tiene también en mente a Orlando Furioso; Lisuarte de Grecia y el Caballero del Febo imitaron en esto a Amadís. Montalvo se ciñe en este sentido a la tradición caballeresca.
[5]El tema de la carta es importante porque con ella se enturbian los amores de Amadís y Oriana, a la vez que desata el nudo de los malentendidos. En efecto, Oriana cree que Amadís ha dejado su amor por el de la hermosa Briolanja, y le escribe una carta con un doncel diciéndole que no apareciese más en su presencia. Convencida, luego, de su error envía a una doncella con una carta pidiendo perdón de su error.
[6] Altisidora, seduciendo a don Quijote, es quien le dirige estos versos, en II, cap. XLIV: “Niña soy, pulcela tierna;/ mi edad de quince no pasa”. Lo cómico de esta escena es doble: las palabras que utiliza Montalvo son de una doncella, y las dirige a Sancho, a más de enfatizar su miedo como el de una niña.
Lista de referencias
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Wellek, René. 1989. Historia de la crítica moderna (1750-1950). Madrid: Gredos.
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