KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 56 (Julio-Diciembre, 2024), 145-166. ISSN: 1390-0102
Artículo de investigación
La reflexión de Bolívar Echeverría sobre la dimensión político-estética del arte en diálogo con Walter Benjamin
Bolívar Echeverría’s Reflection on the Political-Aesthetic Dimension of Art in Dialogue with Walter Benjamin
DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2024.56.9
Fecha de recepción: 8 de enero de 2024 - Fecha
de aceptación: 1 de marzo de 2024
Fecha de publicación: 1 de julio de 2024
Universidad Estatal Península de Santa Elena (UPSE). Santa Elena, Ecuador
Resumen
Este ensayo plantea una aproximación al concepto de arte formulado por Bolívar Echeverría a la luz de su diálogo con el concepto de arte de Benjamin. El trabajo se divide en tres partes. En la primera se aborda la propuesta estética de Echeverría, y su reflexión sobre la dimensión autocrítica de la vida social, que permite plantear la existencia de una noción de “arte evanescente”. En la segunda parte se propone como hipótesis que en Echeverría surgió la necesidad de reubicar el énfasis de su propuesta estética a partir del diálogo que entabló con las nociones de arte aurático, no aurático y la interpretación del sentido de las vanguardias artísticas del siglo XX, desarrolladas por Benjamin en su ensayo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica. En la última parte se presenta la reflexión que Echeverría elaboró acerca del destino del arte contemporáneo, tomando como referencia la polémica entre Adorno, Horkeheimer, por un lado, y Benjamin, por el otro.
Palabras clave: arte, cultura, identidad, evanescente, vanguardias, industria, cultural, pensamiento crítico, Bolívar Echeverría, Walter Benjamin, siglo XX.
Abstract
This essay presents an approach to the concept of art formulated by Bolívar Echeverría in light of his dialogue with Benjamin’s concept of art. The work is divided in three parts. The first addresses Echeverría’s aesthetic proposal and his reflection on the self-critical dimension of social life, which allows us to propose the existence of a notion of “evanescent art.” In the second part, it is proposed as a hypothesis that in Echeverría the need arose to relocate the emphasis of his aesthetic proposal based on the dialogue he established with the notions of auratic and non-auratic art and the interpretation of the meaning of the artistic avant-garde of the XXth century developed by Benjamin in his essay The Work of Art in the Age of Technical Reproducibility. The last part presents the reflection that Echeverría elaborated on the destiny of contemporary art, taking as reference the controversy between Adorno, Horkeheimer, on the one hand, and Benjamin, on the other.
Keywords: art, culture, identity, evanescent, vanguards, industry, cultural, critical thought, Bolívar Echeverría, Walter Benjamin, XXth century.
El desplazamiento de la obra de arte como monumento aurático1 hacia una noción del arte como experiencia profana de lo evanescente, expresada en la incompletud de la obra representada, exige del receptor continuarla en su evanescencia. Este desplazamiento, para Bolívar Echeverría (Riobamba, Ecuador, 1941-Ciudad de México, 2010), implica también un retorno al momento fundacional del proceso de simbolización de la vida social, una experiencia que se asume como una mímesis de segundo grado de la experiencia festiva. Sin embargo, vale la pena precisar que este retorno, al menos en el gesto de las vanguardias de finales del siglo XIX e inicios del XX, aparece despojado de su carácter aurático o religioso. La asunción de la radical libertad en el arte supone la puesta en jaque de las formas de lo posible, tal como lo habría pretendido el arte de las vanguardias al representar la realidad ya no al modo de los naturalistas de inicios del siglo XIX, sino desacatando el mandato cognoscitivo impuesto al arte por la burguesía; con lo que se recupera el carácter de lo político en el terreno de la representación artística (Echeverría 2009, 51).
Con el fin de entender el concepto de mímesis de segundo grado que caracterizaría al arte, según Echeverría, habrá que remitirse a su ensayo De la academia a la bohemia y más allá (2009), donde hace una reflexión sobre el arte y las vanguardias. Asimismo, el hecho de que nombre a Benjamin en este ensayo revela tanto el ascendente teórico de su propuesta sobre el arte como el núcleo sobre el que su reflexión se desarrolla.
La noción de mímesis que Echeverría recupera de Benjamin remite a la clave de la experiencia estética, que se pone de manifiesto en la dualidad que trae consigo toda mímesis, pero que en la experiencia del arte aurático se vive como una duplicación de la objetividad de la realidad para simular que se la vive como auténtica. Echeverría intenta explicar cómo el gesto de las vanguardias artísticas habría dejado de lado la noción de mímesis aurática, que cerró las posibilidades abierta por la revolución neotécnica gestada en la modernidad, para recusar la noción misma de representación en el arte moderno. El “más allá” del ya mencionado ensayo apunta, además, a la redefinición radical del concepto y el lugar del arte en la sociedad moderna; una redefinición que habría estado pugnando por imponerse en el gesto de las vanguardias con el objetivo de reubicar el arte en un terreno completamente distinto al que históricamente estuvo confinado, y así arraigar la experiencia estética en la vida misma. Este ir “más allá” del arte, sin embargo, advierte Echeverría, desde la perspectiva de Benjamin, solo hubiera podido alcanzarse con la victoria de la revolución social comunista, la cual habría creado las condiciones para que esta nueva concepción y práctica del arte se hiciera realidad.
En el “Manifiesto Suprematista” de 1915, Echeverría reconoce la formulación explícita de la noción de mimesis que ha estado presente de manera latente a lo largo de todo el arte moderno, pero que solo con la revolución vanguardista se volvió “militante y programática a finales del siglo XIX” (Echeverría 2009, 50). Esta noción correspondería a la manera en cómo esas vanguardias asumieron el acto mismo de representar: un objeto exterior a la realidad dado que obliga a “un trabajo sobre la objetividad misma del objeto representado y que lleva a esa objetividad hasta el límite de la evanescencia” (50). Esta experiencia estética radical estaría en las antípodas de la experiencia estética burguesa, que confinó el arte a la apropiación cognoscitiva de la realidad como una realidad duplicada, y cuyo goce consistiría en anticipar o completar la apropiación pragmática de la realidad, relegando así el carácter autocrítico que el trabajo sobre la objetividad habría planteado como reto:
En el mundo de la objetividad nada hay tan firme y seguro como creemos verlo en nuestra conciencia […] Todo lo firme se deja desplazar y transportar a un orden nuevo en un primer momento desconocido. ¿Por qué no se podría colocar todo ello en un orden artístico? […]
Nuestra vida es una representación teatral en la que la sensibilidad no objetiva se representa mediante la aparición objetiva. (“Manifiesto Suprematista 1915”, párrs., 38 y 42)
En el reconocimiento de la objetividad del objeto artístico o de cualquier otro tipo, se vuelve imprescindible distinguir en esa objetividad el carácter arbitrario y contingente que sostiene el trabajo de simbolización de la reproducción social como un proceso dialéctico entre sujeto y objeto. Reparar en la objetividad de la realidad supone responder a la pregunta sobre qué le está permitido conocer al ser humano. Según Echeverría, aquello no es otra cosa que lo que este produce en la semiosis social, es decir, en la producción de sentido en su relación dialéctica con el mundo natural, con el cuerpo y el territorio. Es a partir del diálogo productor/creador con lo otro que el sujeto social da forma a su subjetividad, objetivándola. En ese aspecto, lo que el filósofo estaría planteando es que el arte latente y, en ocasiones, efectivo de la modernidad se retrotrae a ese momento de semioticidad abierta o evanescente en el que el mundo se funda, desplazando la mímesis de la realidad como una segunda realidad-espejo, al momento arbitrario, contingente de su objetivación; o, en otros términos, a la mímesis del proceso de fundación de esa realidad.
En la historia del arte, la irrupción del arte abstracto anunciaría la presencia de esta nueva estética, ubicada en las antípodas de ese arte naturalista precedente, cuya misión habría consistido en duplicar el mundo como un espejo, para con ello devolver a la sociedad que lo promovió una imagen narcisista de sí misma, fuente de su placer estético (Tomberg en Echeverría 2009, 47). En esta concepción del arte verista, destaca Echeverría, se establece una relación muy particular entre el artista, su obra y el público que la recepta, en la que el “genio” del artista representa el mundo como una duplicación perfecta y terminada de la realidad, y la ofrece al público, convertida en un objeto de culto, para su contemplación pasiva y silenciosa.
Por el contrario, a partir de la irrupción de las vanguardias artísticas, un nuevo telos en el arte trastocaría completamente esta relación tripartita, jerárquica y unilateral, aboliendo el aura que se cernía de modo artificial sobre la obra representada y su creador. El artista ya no está ahí para devolver imágenes bellas e irrepetibles de la realidad gracias a su talento inigualable, sino para testimoniar el carácter evanescente de la experiencia estética, por cuanto su obra, siempre incompleta e imperfecta, ya no estaría ahí para su contemplación sino para su incesante recreación en el momento de la recepción. Lo que la noción de mímesis en Echeverría intenta expresar es la realidad creándose de nuevo sobre su sustrato de mundo inventado, o, dicho de otra manera, asumiendo la actividad artística como una obra en gestación. Esto revelaría su consistencia evanescente, y, por consiguiente, el establecimiento de una relación de alternabilidad entre creador y receptor.
El impresionismo habría sido el primero de los movimientos pictóricos vanguardistas que puso explícitamente en cuestión el mandato cognoscitivo del arte al revelar el carácter inconcluso, siempre en bosquejo, de la obra. Para el arte moderno, señala Echeverría, el arte vanguardista era una traición porque reducía la obra a un proceso inacabado que demandaba una recepción activa del público. Recuperando una observación de Benjamin al respecto, Echeverría insiste en afirmar que la recepción del objeto artístico no demandaría ni siquiera de una actividad concentrada o atenta de quien lo percibe (49-50). En el arte arquitectónico, por ejemplo, la apropiación del espacio, a medida que se lo ocupa, se interpreta a modo de una partitura en ejecución, de lo que cabría deducir que el arte y la realidad práctica podrían reconciliarse, siempre y cuando, subraya Echeverría, la experiencia estética saliera de la matriz del comportamiento social de la producción pragmática y entrara en un orden completamente diferente: el del comportamiento del dispendio festivo (51). En esta irrupción de la experiencia estética en el mundo de la rutina se revelaría el ir “más allá” del nuevo arte, que configuraría un escenario completamente desconocido, incluso difícil de imaginar desde la situación actual en la que nos encontramos: “Más radicalmente, se trata de un vuelco o giro que trae consigo la propuesta de una re-definición de la esencia del arte […] de tener el arte su matriz en el comportamiento social de la producción pragmática debe pasar a tenerla en otro de un orden completamente diferente, el comportamiento del dispendio festivo” (51).
Esta fuga del arte hacia su matriz festiva explica, según Echeverría, el cambio de residencia, de la academia a la bohemia, que habría efectuado el arte a partir de la segunda mitad del siglo XIX. El desplazamiento del taller a los templos del ocio muestra el retorno del arte al seno de su matriz arcaica: la fiesta. Obviamente, este regreso del arte a su génesis no entraña recuperar su carácter aurático o religioso, sino más bien retrotraer la experiencia estética, confundida en el tiempo rutinario de la vida cotidiana, al gesto de ruptura del comportamiento festivo de cara al orden natural. El “exceso improductivo”, que implica la puesta en espera de la rutina productiva durante la ceremonia festiva, coloca en primer plano el carácter contingente de la identidad comunitaria. Lo que imita el arte de su doble arcaico es el momento de disolución y recreación de la realidad, pero esta vez en un plano virtual, en medio del tiempo de la rutina:
La existencia festiva consiste en un simulacro: en su “mundo aparte”, de trance o traslado, sobre un escenario ceremonial construido exprofeso, hace “como si” juega a que gracias a su desrealización teatral de lo real, a su puesta en escena de un mundo imaginario, aconteciera por un momento un vaivén de destrucción y reconstrucción de la consistencia cualitativa concreta de la vida y su cosmos. (52)
Aquí valdría hacer una reflexión cercana a la línea general de desarrollo de este ensayo. Lo que la fiesta mimetiza es el momento de la subcodificación de la semiosis cultural en su origen: una experiencia de creación de un cosmos producido por la actividad humana en medio del choque entre el caos y el orden, o lo que, en palabras de Echeverría (2010), acontece en el momento en que “lo informe está adquiriendo forma y lo indecible está volviéndose decible; de cuando la objetividad y la subjetidad están fundándose” (52). A juicio de Echeverría, el arte, la fiesta y el juego comparten: […] la persecución obsesiva de una sola experiencia cíclica, la experiencia política fundamental […] la destrucción y la construcción de la “naturalidad” de lo humano, es decir, de la “necesidad contingente” de su existencia (175). El soporte sobre el que se asienta la naturaleza del comportamiento festivo, así como el de la experiencia estética y lúdica, sería entonces la exigencia que lo político le impone a lo humano de levantar un mundo de sentido para su proceso de reproducción social. Cada uno de estos comportamientos en ruptura, según la teoría de la cultura de Echeverría, tendría una forma particular de revelar la naturaleza arbitraria de la vida social, y su carácter, por tanto, evanescente.
El juego, la fiesta y el arte pertenecerían, cada uno con sus propias características, al momento autocrítico de esa supuesta consistencia natural y esencial que crea la rutina productiva del proceso de la reproducción social. Los dos ámbitos básicos del comportamiento humano, el rutinario productivo y el festivo lúdico, se relacionan de forma dialéctica, de modo tal que el uno, el “natural”, necesita del otro, el “artificial”, para “autoafirmarse concretamente en esa diferenciación respecto de ‘lo otro’, [para] inventarse un código y al mismo tiempo una subcodificación identificadora para la innervación semiótica del comportamiento específicamente humano” (2009, 54). La irrupción del juego dentro del orden establecido haría entrar en escena al azar, lo que cuestionaría la capacidad en abstracto del sujeto social para normar o reglar su mundo. Por su lado, la presencia evanescente de la fiesta retrotrae el sujeto social a su experiencia original “ontofánica” de creación de mundos, aunque solo lo haga a efectos de regresar al mundo “real” con el fin de restituirlo, develando su carácter contingente, pero sin asumirlo en plenitud. En cambio, el arte de la modernidad retrotrae el escenario dramático de la fiesta a un escenario “virtual”, dentro de la rutina pragmática, en alguno de los ejes de simbolización estética (espacial, temporal y lingüístico), claro que asumiendo plenamente el carácter contingente y evanescente de la vida cotidiana.
ECHEVERRÍA Y BENJAMIN: ¿UN DIÁLOGO HACIA LA EVANESCENCIA?
Al diálogo que entabla Echeverría entre su concepción de arte, caracterizada en este ensayo como “evanescente”, y la concepción de arte de la modernidad no aurático o materialista planteada por Benjamin en su ensayo sobre las vanguardias artísticas, La obra de arte en la época de la reproductividad técnica (1935), le precede la descripción que el propio Echeverría hace del contexto en el que el filósofo judío-alemán escribió esa obra. En dicha descripción, Echeverría encuentra las claves que explican no solo el estado anímico en el que Benjamin produjo sus consideraciones críticas acerca de arte, sino también cómo estas podrían alcanzar una realización concreta.
Pocos años antes de escribir el mencionado ensayo, Benjamin, en 1933, se había visto obligado a abandonar Berlín ante el aplastante avance del nacionalsocialismo. Tales circunstancias llevaron al filósofo judío-alemán a escribir una carta en la que expresaba su preocupación, no tanto por la situación individual de los intelectuales judíos -objeto de persecución, tortura y asesinato a cargo del régimen nazi-, sino más bien por la situación de terror en la que se encontraba la cultura en general de aquella época; terror “que se ejerce sobre toda aptitud, sobre todo modo de expresión que no esté de alguna manera sometido o que no se halle uniformado con la opinión expresada desde arriba por el régimen dictatorial” (Comunicación personal 2010). Por otro lado, y, contrariamente, Benjamin abrigaría un esbozo muy débil de esperanza sobre la posibilidad de que una modernidad alternativa terminara por imponerse a la barbarie, gracias a la lucha del movimiento obrero, emprendida desde mediados del siglo XIX, y en apariencia encauzada hacia la victoria con la Revolución rusa de 1917 (Comunicación personal). En medio de esas dos aguas cruzadas, Echeverría ve el horizonte sobre el que Benjamin emprendió su reflexión acerca del arte y las manifestaciones de las vanguardias artísticas de aquella época. El argumento crítico que se estaría desplegando en el ensayo de Benjamin, en torno al concepto de aura, tendría también un trasfondo político, en el sentido de que su presencia justificaría la muerte de la política en nombre de la religión: “El nazismo es la reinstalación de la religión donde antes había estado la política. Es así cómo se puede esbozar este planteamiento de Benjamin sobre la necesidad de destruir ese nimbo religioso que está en la obra de arte y de proponer, en lugar de este nimbo, una obra de arte verdaderamente moderna” (Comunicación personal).
De acuerdo con Echeverría, el ensayo de Benjamin sobre el arte solo podría tener un sentido afirmativo o propositivo con el advenimiento del triunfo de la revolución comunista, esto es, con la transformación de la modernidad capitalista en otra modernidad alternativa, tal como lo habría declarado el pensador judío-alemán en el prólogo de su ensayo, que solo se dio a conocer mucho tiempo después en la versión que se encontró en los archivos de Horkeheimer: “Es un ensayo que se inserta muy clara y muy directamente en la política de su tiempo […] se dirige en contra de lo que podríamos llamar “la contrarrevolución”, […] opuesta a toda posibilidad de trasformar la modernidad capitalista en una modernidad alternativa” (Comunicación personal).
Para Echeverría, la escritura crepuscular de Benjamin sería una especie de compromiso del escritor con su propia lengua, puesto que en ella se expresaría una resistencia efectiva en contra de la barbarie que azotaba la sociedad de su tiempo, en concordancia con la resistencia obrera que habría empezado casi un siglo antes, y cuya lucha estaría encaminada a constituir una sociedad alternativa donde sus miembros pudieran decidir su propio destino. De ahí que la propuesta de Benjamin sobre el arte solo pueda adquirir pleno significado en relación con el vínculo que se establece entre arte y revolución, o, en otros términos, entre estética y política, en el contexto de su particular situación histórica. Por supuesto, esta relación entre arte y política planteada por Benjamin no tiene nada que ver con la idea de arte comprometido, que suponía la tematización de la política dentro del arte con fines proselitistas.
La propuesta de Benjamin sobre el arte no aurático o materialista como testimonio de un nuevo arte de la modernidad hace que Echeverría se pregunte si bajo ciertas circunstancias como las que rodearon a las vanguardias artísticas de inicios del siglo XX, hubiera podido desarrollarse un arte que, sin dejar de remitirse en última instancia a la mímesis de lo esencial del comportamiento festivo, no hubiese tenido que recurrir a su sustrato religioso. La respuesta sería afirmativa, a condición de que el arte se pudiera concebir como una experiencia estética pura, esto es, como una experiencia plena que el ser humano vive de la dimensión de lo político o de su libertad constitutiva. La experiencia estética es una imitación del momento fundante del proceso de semiosis social durante la constitución de la identidad comunitaria. Se trata de una relación dialéctica entre el ser humano y lo otro en la que el primero no tiene la necesidad de apelar a una instancia sobrenatural o religiosa que lo obligue a valerse de una estrategia autoconservadora de su mismidad para reinstaurar permanentemente el orden fundado, legitimado como natural.
El arte no aurático o evanescente debería asumir, para Echeverría, el riesgo que todo contacto con lo otro supone: la apertura de un diálogo con lo indecible que implique una transformación incesante que renuncie al sometimiento de lo otro, al igual que como había ocurrido en el arte arcaico y luego en el arte cognoscitivo moderno, aunque de manera diferente (2010). En definitiva, lo que Benjamin sugiere a Echeverría, en torno al carácter no aurático del arte, es equiparar la obra de arte a cualquier otro objeto con valor de uso, si bien reconociéndole una característica peculiar:
La de ofrecer a quienes lo consumen la oportunidad de una experiencia estética, lo que implicaría que en la sociedad hay algo así como una demanda de este valor de uso, de esta utilidad, para su reproducción; además del conjunto de los bienes que requiere, en el esquema de necesidades, la sociedad. (Comunicación personal)
La necesidad que satisface la actividad artística es aquello de lo que ya se habló en la primera parte de este texto, cuando se dio la definición de arte elaborada por Echeverría en su artículo Definición de la cultura (2010). Esa necesidad social de provocar un estado de ruptura respecto de las normas, y sus formas, instauradas en la rutina de la cotidianidad, tal cual lo hace la experiencia lúdica y festiva al asumir plenamente el carácter político de la reproducción social:
En la existencia cotidiana del ser humano, en su vida de todos los días […] parece existir una doble dimensión, como la noche y el día. Por un lado, el ser humano parece comportarse como se comportan los animales o los autómatas, obedeciendo ciega, normal, tranquilamente las normas de un código que está ordenando su vida, que está rigiendo el cosmos de su existencia dentro de la vida cotidiana; pero, dentro de esa vida cotidiana, parece existir otra dimensión, una dimensión en la que el ser humano requiere romper con las normas, romper con las especificaciones de ese código que él mismo obedece. (Comunicación personal)
El arte, según Echeverría, expresa la existencia en ruptura del ser humano, lo cual introduce un momento autocrítico o reflexivo dentro de la rutina de la vida cotidiana que posibilita la revelación de su carácter contingente y, por tanto, evanescente. Así el telos de la reproducción social consistiría en una incesante producción de significaciones nuevas que configuran la particularidad del código de cada cosmos social. Cada comunidad, en cuanto sujeto social, se reproduce como cualquier otra especie y, al mismo tiempo, como “un ente político que cuestiona su propia constitución, que pone en tela de juicio la validez del código que está respetando” (Comunicación personal).
La reflexión que elabora Echeverría a partir del ensayo de Benjamin permite encontrar algunas claves de cómo el propio Echeverría problematiza su concepción del arte a la luz de las ideas del filósofo judío-alemán. Esa reflexión girará en torno a los planteamientos de Benjamin sobre el arte de la modernidad, que se habrían explicitado y asumido desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX, “partiendo de la suposición de que en verdad la civilización moderna, tal como ella se plantea desde sus principios, tiende a elaborar una cierta manera de producir las oportunidades de experiencia estética” (Comunicación personal), una forma peculiar de manifestar las posibilidades últimas que tiene el arte como actividad humana, al igual que como lo hicieran las propuestas artísticas radicales de los revolucionarios del arte a comienzos del siglo XX. Benjamin estaría, por consiguiente, indagando en qué radica lo que se podría llamar en sentido estricto “el arte de la modernidad”, dentro de un contexto en el que, según Echeverría, parafraseando a Lukács, transcurre la actualidad de la revolución. Para Benjamin, las vanguardias artísticas, en cuanto sujetos transformadores del arte en un momento en el que “la modernidad está siendo puesta en cuestión por el hecho global de la revolución” (Comunicación personal), postulan la redefinición del hecho artístico en tanto tal, de forma que su propuesta apunta a una radicalidad nunca planteada, un arte utópico que “iría más allá de aquello que se había conocido como arte” (Comunicación personal), dentro de un proceso revolucionario en el que el arte estaba comenzando a ir en esa dirección, hacia un “proceso de autotransformación radical” en el que se cuestionaba “la razón misma del ser del artista y las posibilidades de insertarse en la sociedad para ofrecerle a esta oportunidades de experiencia estética” (Comunicación personal). En la ruptura de la cotidianidad de la vida moderna se inscribe el horizonte de acción del arte que Benjamin está definiendo:
Todo esto es lo que estaría apareciendo bajo el problema de la definición del arte contemporáneo en Benjamin. […] La obra sufre, de acuerdo con Benjamín, una transformación muy radical de sus funciones, de su razón de ser, en el momento mismo que puede ser reproducida técnicamente. (Comunicación personal)
La reproducción técnica de la obra de arte ha puesto en tela de juicio su autenticidad: ese momento único e irrepetible que se constituyó en el núcleo de la experiencia estética durante la modernidad realmente existente. El valor estético de la obra de arte habría radicado en el valor de su tradición porque en ella “se repite de alguna manera ese momento único, inefable, auténtico, en el cual el artista arrancó a lo otro, a lo mágico, esa posibilidad de experiencia estética” (Comunicación personal). Para Benjamin, desde la perspectiva de Echeverría, la reproducción técnica de la obra de arte revelaría una dimensión de la actividad artística que siempre estuvo ahí, pero que el mito de la autenticidad, o el de la unicidad de la obra de arte, no posibilitaba reconocer. Por otro lado, Benjamin repara en que, cuando el artista se conecta a la idea de que la obra de arte se produjo únicamente en un momento dado, aparece la necesidad de que ese momento se asuma como parte de su tradición: el concepto de la autenticidad del original está constituido por su aquí y ahora; sobre estos descansa a su vez la idea de una tradición que habría conducido a ese objeto como idéntico a sí mismo hasta el día de hoy. Todo el ámbito de la autenticidad escapa a la reproductibilidad técnica -y por supuesto no solo a esta- (Benjamin 2003, 42).
La recepción de la obra de arte aurática está pensada como una epifanía en la que cada individuo se conecta con el momento único e irrepetible de su creación. Por el contrario, la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica está diseñada para su recepción masiva, para “el disfrute estético de las masas, aquel nuevo tipo de ser humano que aparece en la modernidad” (Comunicación personal 2010). El cambio radical que se produce con la llegada de la revolución técnica del arte quiebra, en definitiva, con la exclusividad que existía para el disfrute estético de las obras de arte auténticas, rompe con su recepción por parte de una élite. “Ahora se dispone de la posibilidad de percibir, de apreciar, de juzgar incluso en detalle, de acercarse de una manera mucho más fuerte a la obra de arte” (Comunicación personal).
La reproducción de la obra de arte nos estaría revelando otro de sus niveles ónticos, “su capacidad de existir para todos” (Comunicación personal). Este nuevo momento en el arte se encontraría vinculado al contexto sociohistórico que lo hace posible: la decadencia del aura y la consecuente aparición de la masificación. “¿Qué es propiamente el aura? Un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar” (Benjamin 2003, 47). En palabras de Echeverría, el aura para Benjamin consistiría:
En una aparición única de una lejanía, lo más cercanamente posible; y ese juego de cercanía y de lejanía en el tiempo y en el espacio, esa perturbación de la percepción es capaz de en lo inmediato percibir el todo del objeto en su perfección platónica, si se quiere. Esa que sería el aura de la obra de arte es la que ha entrado en decadencia porque el sujeto de la modernidad ya no es el individuo aristócrata sino un sujeto de la masa, es el sujeto masivo, ese sujeto que frente a lo duradero prefiere lo repetible, y, frente a lo auténtico, lo cercano. (Comunicación personal)
Aquí radicaría lo novedoso de la recepción del arte en la época moderna. El público masivo ya no está interesado en la captación del momento único e irrepetible de la creación artística, o sea, en rescatar aquello de auténtico que ha perdurado a lo largo de su tradición. Todo lo contrario, al público moderno lo que le interesa del arte es su capacidad de ser recreado una y otra vez, “el hombre masa lo que quiere es estar lo más cerca posible de la obra de arte, acercarse, observar, analizar […], la repetibilidad y cercanía vienen a sustituir la durabilidad y autenticidad de la obra de arte poseedora del aura” (Comunicación personal). Lo que hay que tener presente es que el aura de la obra de arte, según Benjamin, proviene del culto religioso, de la ceremonia festiva, que en la época moderna estaría reeditada en torno a la solemnidad que rodea a los lugares de culto de las Bellas Artes, y que demanda del espectador su recogimiento durante la contemplación. Con la ausencia del aura, la obra de arte recala en otro campo de problematización, al modo de ver de Echeverría, en el de lo político. Desde el punto de vista de Benjamin (2003), la reproducción técnica de la obra de arte permitiría su desacralización y su consiguiente expulsión como elemento parasitario del culto religioso. Este cambio de escenario en la valoración de la obra estética desplazaría el valor para el culto del arte hacia el valor para la exposición:
Estos dos polos son su valor ritual y su valor de exhibición. La producción artística empieza con imágenes que están al servicio de la magia
Lo importante de estas imágenes está en el hecho de que existan, y no en que sean vistas […] Con la emancipación que saca a los diferentes procedimientos del arte fuera del seno del ritual, aumentan para sus productos las oportunidades de ser exhibidos. (52-3)
El valor de la obra de arte como “una especie de garantía de la cercanía entre lo humano y lo otro, entre lo humano y lo divino”, como un “eslabón de tránsito de los fieles de la iglesia con lo otro” (Comunicación personal 2010), queda superado con la nueva situación del arte en la modernidad, ya que tan solo se reconoce su valor de exposición: una obra para ser admirada y analizada por el público en general. Lo que está en juego en la reflexión de Benjamin es la transformación radical de la concepción misma del arte.
Aquí el pensador ecuatoriano reconoce un aspecto que se conecta directamente con uno de los núcleos temáticos de su propia reflexión: la relación arcaica entre el arte y la fiesta. Desde la perspectiva de Echeverría, ambas experiencias, tanto la festiva religiosa como la estética, se presentarían como momentos de ruptura con respecto a la rutina de la vida cotidiana, y, en cuanto tales, pertenecientes al escenario de lo político. En cambio, de acuerdo con Benjamín, ambas experiencias ocuparían terrenos diferentes, pues es precisamente la irrupción aurática o religiosa en el arte lo que anularía cualquier posibilidad de que la experiencia estética se adentrara en el terreno de lo político. Benjamin reconoce en la reproductibilidad del arte la eventualidad de que este se independice de su origen parasitario de la ceremonia festiva y alcance su autonomía en la experiencia propiamente estética. Para el filósofo judío-alemán, ambas experiencias han estado confundidas a lo largo de la historia, lo que ha hecho del arte una experiencia de segundo orden hasta el advenimiento de la segunda técnica, o neotécnica, que abriría las posibilidades de su emancipación.
Por su lado, la propuesta de Echeverría no deja de enunciar el carácter político de la fiesta -carácter que puede equipararse con el de la revolución-, por lo cual esta se vuelve la más radical de las experiencias de ruptura. Lo estético, por su parte, se asume como una ruptura de segundo orden, en vista de que retrotrae la experiencia de lo festivo al ámbito de la rutina, es decir, que retrotrae el momento fundacional de la dimensión cualitativa de la identidad comunitaria a la cotidianidad rutinaria. La experiencia radical de lo político en el hecho artístico se comporta al modo de la experiencia festiva, pero despojada de la parafernalia ritual de la fiesta arcaica, lo cual supone una paralización real del tiempo rutinario de la vida comunitaria y un tránsito a la otra orilla. La fiesta arcaica implica una verdadera ruptura del gasto productivo debido a que está destinada a la destrucción y restitución del cosmos comunitario.
La lectura de Benjamin le permite a Echeverría hacer una revisión de su formulación inicial, porque, aun admitiendo que en lo festivo existe un orden contingente, fundado o creado, cae en la cuenta de que tal experiencia en la ceremonia arcaica está orientada a recomponer el mundo como algo esencial. Dicho de otra manera, la experiencia política de lo festivo ceremonial pone en cuestionamiento el carácter contingente de la identidad comunitaria, pero para volverla a reconstruir o afirmar como algo natural. Según Echeverría, la radicalidad de la fiesta no está en el retorno al orden natural, sino en el hecho de que detiene el proceso de reproducción social práctico para mimetizar el momento fundacional de la identidad comunitaria como pacto mágico con lo otro; mientras que, para Benjamin, la ceremonia religiosa sería la condición de la experiencia aurática como momento de anulación de lo político, aunque no niegue la existencia de una experiencia aurática distinta de la religiosa que haría posible poner en evidencia la tensión que resulta de la relación entre el sujeto y lo otro. Se trataría de una experiencia más cercana a la experiencia fundacional que describe Echeverría en la mímesis de segundo grado, desencadenada por el arte.
Cuando el ser humano comienza a plantear la necesidad de autorregularse, autorregirse y autodeterminarse al margen de la vida religiosa, cuando lo político se deshace de esa peculiar figura identitaria determinada por la religión, entonces aparece, a juicio de Benjamin, la posibilidad de una relación diferente entre el ser humano y la comunidad y, por tanto, lo otro. De ahí la posibilidad de que surja lo político y, en virtud de ello, la posibilidad de liberación del arte de su sujeción aurática, de su función ancilar frente al culto religioso.
Echeverría, tras identificar este presupuesto de partida en el planteamiento de Benjamin, detecta un elemento del que afirma que es probablemente uno de los más penetrantes del filósofo judío-alemán, por cuanto permitiría explicar una eventual autonomización de la experiencia estética de la esfera religiosa en la época moderna. Este elemento se refiere a la marca de la técnica con la que ha sido producida la obra de arte moderna o la del mundo técnico dentro del cual esta apareció: “La intención de la primera [técnica] sí era realmente el dominio de la naturaleza; [la]de la segunda es […] la interacción concertada entre la naturaleza y la humanidad. La función social decisiva del arte actual es el ejercitamiento en esta interacción concertada” (Benjamín 2003, 56).
Esta neotécnica o segunda técnica definiría en nuevos términos la relación entre el ser humano y la naturaleza, ya que, a diferencia de la técnica arcaica, caracterizada por la violencia y concebida como arma de defensa y ataque frente a la hostilidad del mundo natural, la técnica moderna manejaría un principio lúdico en su diseño y ejecución. A ojos de Benjamin, la obra de arte aurática o tradicional, señala Echeverría, llevaría la marca de la técnica premoderna o neolítica, mientras que en el arte de la modernidad aparecería una nueva estrategia, una en la que el ser humano, al no sentirse acosado por la naturaleza, no se ve obligado a someterla y a agredirla, sino más bien invitado a establecer una relación de igualdad con lo otro. En el plano de la reproducción material, Echeverría (Comunicación personal 2010), dirá que “el juego de las formas es el que ahora va a prevalecer sobre la necesidad de arrancarle a la naturaleza las sustancias alimenticias necesarias”.
El juego de formas, inscrito en el esquema de la revolución técnica, es el componente lúdico que el arte contemporáneo percibe en el momento de la decadencia del aura. En resumen, dice Echeverría, lo que Benjamin nos plantea es esa idea de que el mundo contemporáneo, bajo el influjo de la nueva técnica, podría ser completamente diferente al mundo de la modernidad realmente existente. Ahora bien, la modernidad capitalista insiste en seguir manejando la misma técnica arcaica pero potenciada, dando las espaldas a las posibilidades inexploradas que abriría el nuevo horizonte técnico. La irrupción de la neotécnica en el ámbito artístico supondría que el arte de la vanguardia, inaugurado bajo el horizonte de la utopía revolucionaria, habría iniciado un modo diferente de concebir y vivir el arte en la contemporaneidad: “Este es el planteamiento utópico que hay en Benjamin […] La obra de arte, con su reproducibilidad técnica, plantea […] una redefinición global de su función, una redefinición […]; cuyo perfil no es perceptible” (Comunicación personal).
Los elementos de un arte de la modernidad o de una modernidad alternativa estarían arraigados en la vida, lo que implicaría una realización completamente inédita, cuyas particularidades, en opinión de Echeverría, serían muy difíciles de imaginar. El ensayo de Benjamin (2003) se sitúa en un momento en que el pensador judío-alemán todavía albergaba esperanzas en que la revolución social y política proletaria pudiera abrir las puertas para vivir plenamente la promesa de un arte político que, entregado a un incesante juego de las formas artísticas, abandonaría de una vez y por todas cualquier rezago aurático en sus modos de representación: “Los conceptos nuevos […] en la teoría del arte se diferencian de los usuales por el hecho de que son completamente inutilizables para los fines del fascismo. Son en cambio útiles para formular exigencias revolucionarias en la política del arte” (38).
El sueño utópico benjaminiano de “reconstruir una sociedad moderna a partir de un ‘revolucionamiento’ técnico [que permita superar] el carácter capitalista de esta modernidad” (Comunicación personal 2010) se conecta de modo directo con la utopía revolucionaria marxista. En el ensayo de Benjamin sobre la obra de arte todavía prevalece la esperanza de que se llegue a consumar la victoria proletaria; sin embargo, en sus escritos posteriores, lo que predomina es la desazón por la imposibilidad de alcanzarla: “Esta ambivalencia es la que estará presente en su ensayo sobre la obra de arte, aunque aquí prevalezca todavía un hecho muy prometedor, el de la transformación posible de lo que es el arte, de que el arte pueda colaborar en esa transformación radical de la vida” (Comunicación personal).
Frente al fracaso revolucionario, ¿qué ha quedado de ese arte vanguardista cuyo sueño utópico de fundar otro arte solo podría concretarse a la luz de una transformación social radical? Se intentará desarrollar una respuesta en la siguiente y última parte, que gira en torno a la polémica suscitada por Horkheimer y Adorno en su libro Dialéctica de la ilustración. Fragmentos filosóficos (1944). En el capítulo “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas”, los pensadores de la Escuela de Frankfurt pretenden desestimar el entusiasmo ingenuo que creen reconocer en la excesiva confianza que Benjamin deposita en la revolución técnica del arte como condición para el alumbramiento de una experiencia estética radicalmente diferente a la que la modernidad capitalista la habría condenado: una experiencia estética entregada al juego infinito o evanescente de las formas artísticas confundidas en el mundo de la rutina.
La Dialéctica de la Ilustración muestra, según Echeverría, a la industria cultural como un proceso emblemático de anulación de la “sujetidad”. A ese respecto, el planteamiento de Horkheimer y Adorno se ubicaría en las antípodas del de Benjamin sobre la reproductibilidad técnica del arte, puesto que, para los pensadores de la Escuela de Frankfurt, esta revolución técnica no estaría orientada a la fundación de un nuevo arte de masas en el que lo político pudiera desplegarse plenamente en su evanescencia, tal como lo planteaba Benjamin, sino que, por el contrario, se constituiría en la expresión máxima de la culminación del proceso llevado a cabo durante la Ilustración, esto es, el levantamiento de la figura del “Sujeto” con mayúscula, vencedor de la naturaleza, que habría aniquilado su propia dimensión política.
En el capítulo sobre la industria cultural, que se erige como una respuesta implícita al ensayo de Benjamin, Adorno, sobre todo, desestima el planteamiento del pensador judío-alemán por considerarlo una propuesta irrealizable que devendría caricaturesca en la realidad. Sin embargo, en opinión de Echeverría (septiembre 2009), resulta necesario tomar en cuenta que el objetivo de Benjamin era determinar el sentido revolucionario que las vanguardias artísticas habrían tenido a finales del siglo XIX e inicios del XX en conexión con otros fenómenos de su tiempo, como el de la revolución política, alentada por el proletariado de aquellos años: “Para él, hay una especie de vasos comunicantes entre lo que están haciendo los artistas y lo que ocurre en el mundo de la historia […] en un momento en el que […] el modo de producción capitalista está cediendo el paso a una manera radicalmente diferente de vivir: la manera revolucionaria”.
Benjamin observa, como ya se ha mencionado, que los artistas de vanguardia se rebelan a cumplir el encargo de la sociedad burguesa de reproducir la realidad de su tiempo en imágenes bellas para el disfrute y consumo estético de la sociedad capitalista. Aquellos artistas rompen con la apropiación cognoscitiva de la sociedad, y, por ende, con la idea de la supremacía del ser humano sobre la naturaleza. Se trata de un arte que persigue trastocar esa imagen bella del mundo con el propósito de representarlo de manera que en él no se puedan reconocer sus referencias ni ningún “parámetro más o menos comprensible en aquella época” (septiembre 2009). Según Benjamin, las vanguardias estarían encaminadas, al igual que la revolución comunista, a refuncionalizar la estructura técnica de los medios de comunicación capitalistas, lo que posibilitaría que el arte se despojara de su carácter aurático, misterioso, fruto de la alquimia producida por el “genio” del artista.
Solo en ese sentido, indica Echeverría, es que, en el nuevo arte concebido por Benjamín, y en las nuevas técnicas, surge la posibilidad de relacionar la rebelión de los artistas con la revolución de los proletarios, y, con ello, crear experiencias estéticas muy diferentes a las conocidas hasta entonces. Es un nuevo arte listo para un nuevo “hombre de masas”, que, al ser capaz de manejar las nuevas técnicas de modo consciente y democrático, hace posible que esa experiencia “permee el conjunto de la vida cotidiana, altere todo, y nos descubra a todos como artistas” (septiembre 2009).
Benjamin, en palabras de Echeverría, escribe su ensayo con la convicción de que ese cambio radical en la definición misma del arte y sus medios nos obligaría a estar preparados para asumir el reto que este cambio trae consigo. El pensador judío-alemán, lo mismo que pensadores de la talla de Bertoldt Brecht, todavía albergaba la esperanza de que el nazismo pudiera ser vencido, es decir, que la clase obrera pudiera revertir el impulso contrarrevolucionario por él instaurado, lo cual abriría las puertas para la transformación radical del mundo.
Adorno se opone a este planteamiento, a su modo de ver utópico, no desde una postura irónica sino dolorosa, por cuanto constata la imposibilidad de su realización, y, al mismo tiempo, la presencia de su “caricatura monstruosa” (septiembre 2009). Lo que el triunfo de la contrarrevolución traerá, según Adorno, ya no será el ser humano masa soberano, sino la consolidación de una industria cultural masiva que reedite incansablemente un arte de masas aurático, viejo y cansado: “Los interesados en la industria cultural gustan explicarla en términos tecnológicos. La participación en ella de millones de personas impondría el uso de técnicas de reproducción que, a su vez, harían inevitable que, en innumerables lugares, las mismas necesidades sean satisfechas con bienes estándares” (Horkheimer y Adorno 1998, 166).
Para cuando Horkheimer y Adorno publicaron su ensayo sobre la industria cultural (1944), ya Benjamin había fallecido: la persecución nazi lo había obligado a suicidarse, por lo que no pudo responderles. Echeverría, no obstante, imagina el reproche que Benjamin hubiera podido emitir: no se puede llamar “industria cultural” al proceso de “industrialización anónima de la cultura por parte de las grandes entidades del capital” (septiembre 2009) porque esta definición se rehúsa a mencionar de manera explícita su filiación con el sistema capitalista, ya que la industria cultural no sería la cultura de las masas sino la cultura que se le impone a las masas. El funcionamiento de la industria cultural únicamente se puede entender a la luz de la tradición marxista que se encuentra en el pensamiento de Horkheimer y Adorno: un proceso en el que las obras de arte se han convertido en mercancías que se compran y venden, y, como tales, despojadas de su singularidad artística, de la peculiaridad de su forma: su valor de cambio en el mercado ha anulado su valor de uso estético (septiembre 2009).
Con la sustitución del valor de uso por el valor de cambio, la obra de arte sufre un empobrecimiento fundamental; su riqueza cualitativa se “reseca” al solo existir como estrato de valor valorizándose. La subsunción de la obra de arte en el régimen mercantil genera un complejo proceso en el que el valor de uso estético, esto es, aquello que se disfruta de ella como un cuestionamiento de la objetividad de los objetos (septiembre de 2009), queda subordinado a la lógica de reproducción del mercado, lo cual anula su potencial de producir experiencias estéticas cuestionadoras de la realidad y del mundo que nos rodea: “El objeto de arte ‘mercantificado’ es un objeto castrado que ya no tiene la potencia de producir esta experiencia estética cuestionadora, […] ya no se produce esa posibilidad de cuestionamiento, de invocación de lo otro […] son obras disminuidas ontológicamente a fin de que circulen, se produzcan y se consuman (septiembre 2009).
El panorama que describe Adorno acerca de los efectos provocados por la industria cultural capitalista es devastador, pues el ser humano, llamado a rebelarse y erguirse como soberano de su propio destino, termina siendo reducido a un mero consumidor de los subproductos artísticos producidos por aquella industria, cuya función será prolongar el tiempo laboral de los trabajadores en la esfera del tiempo de descanso, condenándolos a seguir en su esclavitud: “No hay distinción entre el tiempo del trabajo, en el que el trabajador está atado a la máquina, y el tiempo libre […]. En este tiempo libre, lo que hay que hacer es producir y consumir objetos que les permitan olvidarse de su propia capacidad de rebelarse” (septiembre 2009). La función de la industria cultural, a juicio de Horkheimer y Adorno, es entretener al ser humano moderno durante su tiempo libre, de modo tal que no pueda percibir la insatisfacción que late bajo la aparente armonía, la tensión entre sus pulsiones internas y la forma en que el consumo las obliga a encauzarse.
La industria cultural, desde la perspectiva de los pensadores de la Escuela de Frankfurt, señala Echeverría, no sería exclusivamente un fenómeno sociológico o económico, sino que estaría conectado con la totalidad del mundo en la que este ser humano se reproduce. En opinión de Echeverría, la industria cultural funciona al igual que esas grandes entidades políticas gobernadas por el Big Brother; una sociedad donde la producción mercantil capitalista expresa de modo unánime el triunfo indiscutible del gran “Sujeto”: “nada es posible en contra del capital, que es omnipotente, [y en la que los individuos estamos obligados a] repetir la letanía que nos afirma como súbditos de ese gran aparato que está funcionando ahí” (septiembre 2009).
En ese contexto en el que el arte se ha vaciado de su capacidad de reproducir valores de uso artístico, para Horkheimer y Adorno, ni el planteamiento de Benjamin ni el gesto rebelde que promulgaron las vanguardias tienen cabida, pues el mundo cultural se ha escindido en dos ámbitos del todo separados, no como sucedía en el siglo XIX con la alta y baja cultura, que sí estaban en conexión recíproca. En el siglo XX, la baja cultura se desarrolla en el ámbito mayor de las mercancías culturales, y la alta cultura, en el ámbito menor del arte de tipo burgués, donde estaría refugiada la creatividad del artista y la posibilidad de producir “constelaciones artísticas”, que requieren de un gran trabajo técnico para poder diferenciarse y defenderse de la industria cultural. Esta perspectiva, sobre todo en Adorno, con respecto al presente de la obra de arte en medio de la barbarie capitalista, revela, según Echeverría, el carácter “esotérico” de su concepción, puesto que defiende el carácter elitista de un arte que, por su complejidad y desarrollo técnico, estaría llamado a “resguardar el espíritu crítico de las artes más elaboradas, inaccesibles para el disfrute estético de las masas” (septiembre 2009).
Marcando distancia frente a esa “visión apocalíptica”, Echeverría, sin desconocer la impronta de la industria cultual, identifica a los contradictores de la tesis de Adorno en las corrientes del pop art, por ejemplo, donde se estaría gestando, entre otros movimientos, uno espontáneo de “estetización salvaje” en la esfera de la vida cotidiana de las masas (septiembre 2009). Para Echeverría, la radicalidad del gesto vanguardista no habría caducado, por cuanto la actualidad de la revolución siempre está latente, como ya lo expresara Benjamin (2004) en su discurso escrito y leído en el Instituto de Estudios del Fascismo de París:
Bien puede ser, por el contrario, que estemos viviendo la gestación de un nuevo escenario de realización de lo político, dentro del cual la izquierda, como resistencia y rebelión frente a la modernidad capitalista, podrá hacerse visible, y en el que puedan recobrar su validez los sueños vanguardistas de una relación liberada entre el arte y la vida. (16)
[1] Aquí se hace alusión al concepto benjaminiano de aura en el sentido religioso. Es necesaria esta aclaración porque, en opinión de Echeverría, la complejidad del concepto de aura reside en su doble sentido para Benjamin. Su primera acepción se referiría a la marca que aparece en toda obra de arte como testimonio de la relación materialista que acontece entre el artista y lo otro, y la segunda acepción, que es a la que en este ensayo se alude, remitirá, en cambio, a su valoración histórico-política, en la que esa relación se habría secuestrado para efectos de control del poder político-religioso. (Echeverría, comunicación personal [transcripción audio seminario UNAM], 25 de febrero-29 de abril de 2010. En adelante, se citará como Comunicación personal 2010)
Benjamin, Walter. 2003 [1935]. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Traducido por A. E. Weikert. Ciudad de México: Editorial Ítaca.
Benjamin, Walter. 2004. El autor como productor. Traducido por B. Echeverría. Ciudad de México: Editorial Ítaca (discurso escrito y leído en 1934).
Echeverría, Bolívar. 1986. “El Materialismo de Marx”. En Discurso crítico de Marx. Ciudad de México: Ediciones Era.
Echeverría, Bolívar. 1997. “Identidad Evanescente”. En Las ilusiones de la Modernidad. Ciudad de México: UNAM / El Equilibrista.
Echeverría, Bolívar. 1998. El “valor de uso: ontología y semiótica”. En Valor de uso y utopía. Ciudad de México: Siglo XXI Editores.
Echeverría, Bolívar. 2009. “De la academia a la bohemia y más allá”. Theoría, Revista del Colegio de Filosofía (19): 47-60.
Echeverría, Bolívar. 2010. Definición de la cultura. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica / Editorial Ítaca.
Horkheimer, M., y T. W., Adorno. 1998 [1944]. “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas”. En Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Traducido por J. J. Sánchez, 165-212. Barcelona: Trotta.
Manifiesto Suprematista. http://blogs.fad.unam.mx/asignatura/raquel_garcia/ wp-content/uploads/2015/03/Manifiesto-Suprematista-Casimir-Malevich. pdf.
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