KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 56 (Julio-Diciembre, 2024), 51-74. ISSN: 1390-0102

Artículo de investigación


Lorenzo Cilda (1906/1929): una “bellísima novela ecuatoriana” entre anacronismos y quimeras

Lorenzo Cilda (1906/1929): A “Beautiful Ecuadorian Novel” Between Anachronisms and Chimeras

 

DOI:   https://doi.org/10.32719/13900102.2024.56.4

 

Fecha de recepción: 15 de enero de 2024 - Fecha de aceptación: 18 de marzo de 2024
Fecha de publicación: 
1 de julio de 2024

 

 

 

Andrés Landázuri  

Universidad de las Artes. Guayaquil, Ecuador.  

 

 

 

 

Resumen

El artículo tiene como propósito explorar y valorar la novela Lorenzo Cilda, del guayaquileño Víctor Manuel Rendón, escrita originalmente en francés entre 1903 y 1906 y publicada como libro en 1929. Si bien se conoció en el Ecuador de manera tardía, su trama y estilo permiten considerar la obra como representativa de la estética y la imaginación del período de entre siglos en el país, por lo que resulta interesante (re)visitarla tanto para otorgarle un espacio en el marco del afianzamiento del género novela en la tradición local como para estudiarla como una materialización, en clave de ficción, de los ideales y las visiones de una clase intelectual vinculada al proyecto económico y político del liberalismo histórico.

Palabras clave: Víctor Manuel Rendón, Lorenzo Cilda, novela ecuatoriana, narrativa del período liberal, liberalismo histórico.

Abstract

The purpose of this article is to explore and evaluate the novel Lorenzo Cilda, by Víctor Ma- nuel Rendón from Guayaquil, originally written in French between 1903 and 1906 and published as a book in 1929. Although it became known in Ecuador at a late point in time, its plot and style allow us to consider the work as representative of the aesthetics and imagination of the inter-century period in the country, so it is interesting to (re)visit the novel both to grant a space for it within the framework of the strengthening  of the novel genre in the local tradition and to study it as a materialization, in the key of fiction, of the ideals and visions of an intellectual class linked to the economic and political project of historical liberalism.

Keywords: Víctor Manuel Rendón, Lorenzo Cilda, Ecuadorian novel, narrative of the liberal period, historical liberalism.

 

De “bellísima novela ecuatoriana” calificó César E. Arroyo (1930, 5) a Lorenzo Cilda, la única novela conocida de Víctor Manuel Rendón (Guayaquil, 1859-1940) y una pieza rara en el marco de la literatura nacional, tanto por las particulares circunstancias de su aparición como por su posible valor en el marco de la narrativa ecuatoriana del período liberal. A decir del propio autor (Rendón 1929, 11), la obra fue escrita originalmente en francés, en algún momento de los primeros años del siglo XX, durante una estancia de verano en la pequeña población de Ballaigues —en el lado suizo de la frontera francesa del Franche-Comté—, a donde Rendón había viajado buscando cierto alivio al surmenage que le había causado su trabajo como Comisario General del Ecuador para la Exposición Universal de París de 1900.1 A pesar de que el propio Rendón afirma que una versión castellana de la novela —hecha por él mismo— llegó a ser publicada por entregas en la revista Hojas Selectas de Barcelona en 1917, no parece que en su momento haya llegado ninguna noticia de ello al Ecuador, en tanto no hemos podido dar con ninguna mención de la novela en algún registro ese año o los inmediatamente siguientes. Tras ello, la publicación castellana definitiva en formato de libro —que es la forma en que pudo ser conocida en el Ecuador y como la hemos encontrado ahora— se hizo en París, en 1929, bajo el sello editorial Le Livre Libre.2

La novela narra, en tres partes y un epílogo, la historia sentimental del personaje cuyo nombre da título a la obra, Lorenzo Cilda, un guayaquileño de familia acomodada —suerte de trasunto del propio Rendón, si bien él mismo negara en su momento los aires autobiográficos que saltan a la vista (Arroyo 1930, 25)— que retorna a Guayaquil en los años finales del siglo XIX, tras una larga estancia en Francia. En su tierra natal, Lorenzo enfrenta un apasionado conflicto sentimental al ver su corazón dividido entre su prometida Elena de Latour, que se ha quedado esperándolo en París, y la exuberante Delia Love, criolla a la que conoce apenas arriba al Ecuador y que vive como protegida de Miguel Doral, uno de los administradores de las tierras de los Cilda. Además de sus tribulaciones amorosas —que crean el carácter exaltado que caracteriza la obra y dan tono a la mayor parte de su argumento—, Lorenzo tiene la mala fortuna de vivir el Gran Incendio de 1896, episodio en el que la historia novelada alcanza su clímax con la trágica muerte de Delia y el consiguiente retorno del protagonista a Europa, a donde va cargando un pesado fardo de amargura y culpa. En términos generales, se trata de una obra que podría describirse como a caballo entre un romanticismo tardío y un naturalismo criollista, por lo que resulta de interés leerla en el contexto de sus años de producción (hacia finales del primer quinquenio del siglo XX, y más presumiblemente hacia 1906), y no en el momento de su publicación y divulgación en forma de libro, para cuando resultaba ya una pieza más bien anacrónica.

El calificativo que le diera Arroyo de “bellísima novela ecuatoriana” proviene de un artículo impreso en Marsella en 1930, el cual incluye un comentario hecho a propósito de esa primera edición de la obra que apareció, como hemos dicho, en 1929. En el marco del argumento que ya hemos esbozado brevemente, Arroyo destaca el análisis que hace la novela de lo que llama “el conflicto angustioso del criollo europeizado”, así como “la soberbia belleza magnificente del fondo [tropical]” que “el autor se complace en pintar” a lo largo de la narración (9, 11 y 12). Esto iría a tono con las palabras del propio Rendón, quien, en su prólogo ya citado, afirma que su propósito al escribir la obra fue el de “exaltar, en tierra extranjera, con dulces reminiscencias, mi inolvidable cuna guayaquileña” (1929, 12). Menos entusiasta que el comentario de Arroyo es una breve mención que hace Isaac J. Barrera en su artículo de 1930 “La novela en el Ecuador” (328), en donde afirma que “la trama novelesca” del texto de Rendón “interesa poco”, si bien le da valor al “examen del sentimiento del protagonista [...] ante el paisaje ecuatoriano”. Un poco en la misma línea va una reseña firmada por Calvert J. Winter que apareciera, también en 1930, en el cuarto número de la revista trimestral Books Abroad de la Universidad de Oklahoma. En ella se describe el argumento de la novela con cierto tono de condescendencia, y a la vez se declara que la obra tiene un solo personaje “digno de admiración”, aunque se reconoce que “algunos de los personajes secundarios están bien dibujados” y se afirma, en consonancia con las opiniones de Arroyo y Barrera, que “el autor alcanza su mejor momento en las descripciones de las características naturales del país” (332; la traducción es nuestra).

Antes de estos comentarios (todos, como vemos, contemporáneos a la tardía aparición de la novela en formato de libro), el silencio en torno al texto de Rendón es, según parece, total. Y a pesar del entusiasta comentario de Arroyo —del de Winter muy difícilmente se habría tenido noticia en el país, mientras que el de Barrera no pasa de un párrafo—, no parece que la suerte de la novela se haya modificado mucho luego de su aparición en el panorama local —algo distinto ocurrió en Francia, pues una edición de la novela en esa lengua apareció en París en 1931 y esto le valió al autor un reconocimiento dado por la Academia Francesa en 1933 (Rendón 1936; Rojas s.f., 136)—. En nuestro país, historiadores y críticos totalizantes de la literatura ecuatoriana de la época —como Benjamín Carrión en El nuevo relato ecuatoriano (1951) o el propio Isaac J. Barrera en el tomo correspondiente de su Historia de la literatura del Ecuador (1953)— apenas mencionan el nombre de Rendón a manera de ejemplo entre los literatos del período, y ninguno anota en esas obras el título de la novela. Ese sería el tono con el que se prolongaría la consideración de la novela en el marco de la literatura nacional, aun cuando Ángel Felicísimo Rojas, en su importante estudio La novela ecuatoriana (1948), sí le dedicara un par de páginas en las que califica al libro como “la mejor obra de Rendón” —en relación con sus cuentos y obras dramáticas— y afirma de él que “tiene un acento de sencillez y espontáneo sentimiento que consigue conmover” (s. f., 136). Este es, quizá, junto con el comentario pionero de Arroyo, el mayor aporte crítico que se conserva de Lorenzo Cilda. Todo lo demás se reduce a las breves, esporádicas y a veces incorrectas menciones que se hacen del autor o de algunos de sus títulos cuando se habla de la narrativa del período, y acaso algún estudio particular que pueda hallarse con alusiones generales o sobre elementos demasiado puntuales como para dar cuenta de su significación e importancia en el panorama de conjunto.

Así las cosas, más allá de lo que se haya dicho —o dejado de decir— con respecto a esta novela, e incluso más allá de su estatura como logro propiamente estético, lo que está claro es que el texto ha permanecido casi totalmente escondido en la tradición literaria ecuatoriana. El largo tiempo que le tomó a la novela el llegar a estar disponible para el público lector en el país hizo de ella un texto poco conocido y comentado, pero además impidió que pueda ser entendida en el marco del particular contexto estético-literario que le dio origen. Lorenzo Cilda es una pieza que tiene sentido si es vista junto a obras como Carlota (1898), de Manuel J. Calle; A la Costa (1904), de Luis A. Martínez; o incluso Los malhechores de la justicia (1910), de Miguel Ángel Montalvo —todas producciones relativamente contemporáneas a su momento de escritura—, pero resulta fuera de lugar puesta al lado de, por ejemplo, Débora (1927), de Pablo Palacio; Ajedrez (1929), de Humberto Salvador; u Horno (1932), de José de la Cuadra —por mencionar algunos títulos narrativos relevantes de los años en que la novela de Rendón llegó a la imprenta—. Las agitadas y cambiantes décadas iniciales del siglo XX, décadas que en el Ecuador vieron el auge y el fin del esteticismo modernista, la consolidación del realismo localista y, en especial, la vorágine disruptiva y caótica de las vanguardias, hicieron de Lorenzo Cilda y varias otras obras del período liberal textos que para los años treinta ya no podían ser entendidos sino como piezas envejecidas y caducas.3 La novela de Rendón, por tanto, vio la luz pública con un inevitable sello de anacronismo que acaso haya sido el origen de la marca de invisibilidad que la ha acompañado desde entonces.

No obstante, creemos importante volver la mirada sobre esta pieza justamente porque nos parece necesario devolverle un puesto en el marco de la construcción de la novelística en nuestro país. Lorenzo Cilda es, sin duda, una novela que merece explorarse. El marcado sabor localista de buena parte de su argumento, la viva emoción sentimental con que están llenas algunas de sus páginas, las esforzadas descripciones que contiene con respecto al entorno natural de la cuenca del Guayas y la admirable representación que hace sobre el incendio guayaquileño de 1896 —episodio por demás importante en la memoria histórica de la ciudad— parecerían razones suficientes para hacer de la novela un texto merecedor de mayor atención en la historia literaria local. A esto acaso deba sumarse el hecho de que su autor llegó a ser, en su momento, una de las personalidades ecuatorianas más reconocidas a nivel internacional, siendo merecedor de todas las distinciones imaginables para una personalidad pública de la época dentro y fuera del país, al punto de que, cuando en 1923 la Cámara de Comercio Española y la Sociedad de Beneficencia Española de Guayaquil solicitaron al gobierno ibérico que le otorgase una condecoración por las gestiones que había hecho para que se suprimiese del Himno Nacional del Ecuador las palabras mortificantes para con España, “la contestación fue que el Dr. Rendón poseía ya todas las condecoraciones españolas que se otorgan a los extranjeros” (Arroyo 1930, 26). Baste señalar, para ilustrar este punto, que Rendón ha sido el único ecuatoriano que ha llegado a estar en la lista amplia de nominados para el Premio Nobel de Literatura, según consta en los archivos de The Nobel Foundation del año 1935.4

Más allá de esto, sin embargo, Lorenzo Cilda es una puerta de acceso para explorar los imaginarios construidos por las élites intelectuales y sociales del país durante los años clave que sucedieron a la Revolución Liberal y el afianzamiento del Estado nacional moderno en el Ecuador. En ese sentido, cabe preguntarse en qué medida Lorenzo Cilda puede resultar una obra representativa de la narrativa forjada en el período liberal, así como cuál podría ser su relación con otros artefactos narrativos que permitan completar el panorama de la novelística —y la imaginación literaria— de la época. Este cuestionamiento, por tanto, implica no solamente un interés por buscar una apreciación más amplia y compleja de esta pieza de Rendón, sino sobre todo una interrogante acerca del aporte de la narrativa de entre siglos para la formación de la tradición novelística ecuatoriana y lo que esto implica en términos de la comprensión del período que determinó la implantación de la modernidad capitalista en el país. Lo que está en juego, en suma, es la posible (re)lectura de la obra a partir de los imaginarios culturales —es decir, estéticos, políticos, sociales...— que podamos encontrar en ella en tanto producto de ficción concebido y producido durante los años de auge del liberalismo histórico, siendo ese, como es sabido, el período de introducción del Estado ecuatoriano en el modelo contemporáneo de desarrollo capitalista que, en lo fundamental, se mantiene hasta nuestros días.

No son pocas las obras que en los últimos años han sido revisadas por la crítica, sobre todo en el ámbito académico, para redibujar el archivo de los orígenes de la narrativa de ficción moderna en el Ecuador. El importante trabajo de César Eduardo Carrión (2016), por ejemplo, ha dado cuenta, de manera minuciosa y bien documentada, del devenir de la novela local a partir de sus primeras manifestaciones, ya sea El pirata del Guayas (1855) —del chileno, Manuel Bilbao, pero de tema y ambiente ecuatorianos— o La emancipada (1863) del lojano Miguel Riofrío, hasta los casos más representativos de las postrimerías del siglo XIX. En el mismo sentido han ido los esfuerzos de Flor María Rodríguez-Arenas (2012), que coordinó un volumen con estudios de novelas ecuatorianas decimonónicas —o al menos narraciones que hoy en día podemos considerar como tales— desde El hombre de las ruinas... (1869), de Francisco Salazar Arboleda, hasta  Abelardo (1895), de Eudófilo Álvarez. No se ha hecho, en cambio —aparte de esfuerzos puntuales y panorámicos como el de María Isabel Hayek (2002)—, un estudio pormenorizado de la narrativa nacional en el marco del período de auge y triunfo del liberalismo y la posible relación que esta tenga con la correspondiente consolidación del orden institucional que diera paso al aparato legal y económico del Estado nacional moderno.

En términos de narrativa de ficción es rastreable una suerte de explosión de títulos —con sus concomitantes universos de significación— a partir de los años finales del siglo XIX. Desde la narrativa realista-costumbrista, con tonos irónicos y pseudonaturalistas de Alfredo Baquerizo Moreno —son novelas suyas Titania (1892), Evangelina (1894), El señor Penco (1895), Luz (1897), Sonata en prosa (1897), Tierra adentro (1898)—, pasando por la imaginación utópica cercana a la ciencia ficción julioverniana de Francisco Campos Coello —La receta (1893), Narraciones fantásticas (1894), Un viaje a Saturno (1900)—, de la cual pueden rastrearse interesantes ecos como el curioso volumen Dos vueltas en una alrededor del mundo: un viaje imaginario en sentido opuesto al movimiento de rotación (1899), de Abelardo Iturralde, o el no menos particular Guayaquil (1901), de Manuel Gallegos Naranjo —que lleva el sugestivo subtítulo de “novela fantástica”—, siguiendo con obras de interés histórico como Relación de un veterano de la independencia (1895), de Carlos R. Tobar; Luzmila (1903), de Manuel E. Rengel; o ¡Celebridades malditas! (1906), del ya mentado Gallegos Naranjo, o incluso tomando en cuenta piezas más extrañas y casi totalmente olvidadas como las voluminosas La Banda Negra (1900), de Fidel Alomía, o Amar con desobediencia (1905), de Quintiliano Sánchez, el panorama, en realidad, no es pequeño, y está pendiente en el país un estudio de mayor envergadura que permita recuperar y valorar estos y otros textos que no han tenido la cabida que se merecen por sus contribuciones en la construcción de una novelística local, más aún si se toma en cuenta que, como hemos insistido, en términos históricos el período corresponde al momento de afianzamiento de la modernidad contemporánea en el país.

Sabido es que la narrativa de ficción en el Ecuador, y la novela de manera particular, tuvieron su origen en la palestra de la prensa escrita que se estableciera, ampliara y consolidara, de manera cada vez más acelerada, a lo largo de todo el siglo XIX. Desde la llegada de las imprentas durante el período de la emancipación política —con la sola excepción de la antigua máquina jesuita que llegó al país a mediados del siglo XVIII y que fue donde se imprimió, entre otras cosas, el célebre folleto de Eugenio Espejo, único ejemplo de periódico ecuatoriano anterior al siglo XIX—, las décadas iniciales de la vida republicana en el Ecuador estuvieron atravesadas por el paulatino incremento de la actividad periodística, al punto de que “para 1880 en adelante, hasta la Revolución Liberal Radical, no hubo ciudad alguna o cantón de importancia que no contase con talleres de imprenta” (Lloret Bastidas 2002, 307).5 Este hecho —acaso no del todo bien ponderado en la comprensión de la evolución histórica de nuestra literatura— unido al también paulatino y constante incremento de la instrucción pública —con la consecuente ampliación del ámbito letrado burgués— y la también creciente velocidad de conexión y comunicación con los centros de la hegemonía económica y cultural en Europa y Norteamérica, dieron como resultado natural la proliferación de discursos de diferente naturaleza en el seno de un periodismo enormemente activo y a menudo virulento debido al enfrentamiento ideológico entre conservadores y liberales, entre los que puede contarse la narrativa de ficción.

Así, la novela fue encontrando su cauce en el seno de un espacio abigarrado donde se mezclaron, casi siempre sin límites del todo claros entre sí, textos de debate político, diatribas o proclamas coyunturales a la realidad del momento, recuentos de interés histórico, artículos de costumbres, leyendas, crónicas, poemas, crítica literaria y, por supuesto, relatos de asuntos ficcionales que poco a poco fueron delimitando su propio marco genérico hasta desembocar, bajo el modelo de la narrativa decimonónica europea, en el relato novelístico propiamente moderno. Parece claro, por la proliferación de títulos a la que hemos aludido —de ninguna manera, por lo demás, es una lista completa la que hemos anotado—, que la novela como género definitorio de la literatura ecuatoriana alcanzó a estar plenamente constituido en las décadas finales del siglo XIX, en correspondencia con la hegemonía política del liberalismo burgués (del cual, en realidad, es hija reconocida, según ha definido buena parte de la crítica contemporánea).6

En ese sentido, Lorenzo Cilda no debe entenderse de ninguna manera como un caso aislado o una rareza, sino como resultado plenamente previsible en la evolución de la producción de la literatura moderna en el Ecuador. Lo raro, más bien, es que la novela tenga una raigambre tan claramente nacional cuando su artífice fue, en buena medida, un autor francés. De la mano de sus padres, Rendón viajó a París en 1872, cuando rondaba los 13 años, y fue en ese país donde recibió la mayor parte de su formación intelectual y literaria (Arroyo 1930, 19). Si bien sus estancias en Guayaquil no fueron raras —y a veces tampoco cortas—, Rendón no volvió a establecerse en el país de forma definitiva hasta 1930, donde pasó la década final de su vida (Pérez Pimentel). Buena parte de la producción literaria de Rendón —lo que más abunda en ella es poesía lírica y obras dramáticas, aunque también existen diversas obras de interés ensayístico y no pocos tratados sobre límites e historia nacional que se desprendieron de su labor como diplomático— fue escrita precisamente en lengua francesa, al punto de que su caso resulta interesante para entender el concepto (y el ejercicio) del escritor bilingüe en el marco del incremento de las comunicaciones y la movilidad internacional posibilitada por los avances tecnológicos del siglo XIX.7

 No obstante, a pesar de haber sido escrita originalmente en francés, nada hay en la versión castellana de Lorenzo Cilda que nos impida leerla como parte plenamente integral de la evolución de la novela ecuatoriana, al punto de que bien puede ser entendida como una suerte de complemento —acaso en sentido de oposición, según comentaremos más adelante— a la visión que construye A la Costa (1904), sin duda la novela más significativa del período. Lorenzo Cilda es, como hemos anticipado, una obra de un marcado sabor localista, tanto que su subtítulo en la primera edición castellana es precisamente el de “novela ecuatoriana”. En buena medida, la novela es un canto nostálgico que Rendón le dedica a su patria chica, cosa que por lo demás se anuncia en la dedicatoria: “A Guayaquil, mi cuna, con entrañable amor filial”. Ello explica, por lo demás, la atención que le da el autor a la pintura de elementos del entorno guayaquileño y de la Costa ecuatoriana, tanto desde el registro de lo exuberante, en un sentido cercano al asombro, como de lo emocional, que es lo que marca el tono fundamental de la novela.

Lo primero que vemos en la historia, de hecho, es el arribo al Ecuador de un maravillado y emotivo Lorenzo que entra a bordo de una embarcación por el golfo de Guayaquil —pintado, claro está, con una retórica que procura hacerlo particularmente pintoresco—, pasando por la isla de Santa Clara y el canal de Jambelí. Hijo de cacaoteros acaudalados y criado en Francia desde los diez años a raíz de que sus padres fueran exiliados por García Moreno, Lorenzo ha pasado fuera del país durante dos décadas, y ahora viene, tras la muerte de sus progenitores, henchido de recuerdos y nostalgia para poner en orden los asuntos relativos a las propiedades familiares. La navegación se da en medio de una naturaleza pródiga que se exalta por los sentimientos del personaje, y así se extiende hasta que el barco, luego de hacer una parada en el puerto de Puná Nueva, arriba a una Guayaquil tan llena de actividad y vida que causa un profundo sobrecogimiento a esa suerte de hijo pródigo que retorna a su ciudad natal.

En ese recorrido —que ocupa los primeros capítulos de la novela—, se ha sentado también la base del conflicto: Lorenzo, que viene con el corazón y la mente anclados en el recuerdo de su prometida Elena, conoce en el barco a Delia, muchacha que inmediatamente lo impresiona por su belleza y gracia, y de quien el lector percibe rápidamente que tendrá un peso importante en el argumento. Poco después, tras el recibimiento que le hacen sus familiares y en el marco de una conversación que tiene con su tía Dolores, Lorenzo se entera de que Delia, ahijada de Miguel Doral (un viejo empleado de los Cilda), es en realidad hija de “una cuarterona muy guapa” que había contraído matrimonio con un inglés, Richard Love, cuando ya era madre de una primera hija. De ese matrimonio, frustrado por los enojos que la mujer le causara al inglés y el posterior alcoholismo de este, había nacido Delia. Su crianza se había dado por parte de sus padrinos, Doral y su esposa, y así ella había crecido en gracia y hermosura. Su tragedia, no obstante, radicaba en que ningún hombre la pretendía como esposa debido a la mala fama de su madre. Ese al parecer era el origen de una cierta melancolía enfermiza que se iba apoderando de la muchacha. En el transcurso de la conversación, Lorenzo habla con su tía de su prometida parisina, pero es evidente que Delia, a pesar de pertenecer a una clase social diferente —y, desde su punto de vista, subalterna—, está también ya enquistada en su mente. Al dormir, tiene un sueño en el que siente que su tierra natal es en realidad un país extraño.

Desde el inicio, como vemos, se establece una oposición que será clave en la lógica del texto: en París, ciudad “del boato y la elegancia” en donde Lorenzo “formó su alma cristiana, guiada por el camino del deber” (Rendón, 22),8 espera Elena, imagen fantasmagórica e idealizada que flota a lo largo de la historia sin nunca participar directamente en ella; mientras que en Guayaquil, la “sirena del Guayas” (37) que yace anclada en “la esplendidez privilegiada de la soberana vegetación tropical” (26), está Delia, presencia determinante en la que la voluptuosidad, el deseo y la pasión se agolpan para transformar a Lorenzo y hacerlo vivir, casi a pesar suyo, un intenso conflicto sentimental. Se trata de una oposición y un conflicto que están anunciados por el propio Rendón en el prólogo de la novela, donde afirma que: “Elena representa el vivo cariño a Francia, la tierra de adopción. Delia simboliza el profundo amor al suelo patrio, el Ecuador. ¿Cuál de ellas triunfa?” (14). Así, tanto Delia como el espacio natural del Guayas encarnan en realidad un debate simbólico de mayor profundidad: aquel que divide la conciencia del acaudalado criollo, con un pie puesto en la realidad nacional que lo maravilla tanto como lo enreda, y el otro en la realidad de Europa, acaso el verdadero horizonte de sus intereses y afectos. En ese sentido, no llama la atención que lo primero —lo americano, lo nacional— sea pintado a la vez con un tono de exotismo y nostalgia, mientras que lo segundo —París, la segunda patria—, sin necesidad de aparecer mayormente en la novela, sea un reflejo de la verdadera identidad del protagonista (y que además sea lo que prevalezca en el porvenir del personaje tras el trágico fallecimiento de Delia hacia el final de la narración).

En el marco de este planteamiento se va desarrollando la historia de Lorenzo Cilda. Los once capítulos de la primera parte, además de narrar el mencionado retorno de Lorenzo a Guayaquil y los días que pasa ahí realizando diversas actividades cotidianas, muestran el paulatino (y predeciblemente fatal) enamoramiento con Delia, al tiempo que se deja entrever un trasfondo —casi invisible, como comentaremos más adelante— de cambios sociales y tensión política que agitan la ciudad. La segunda sección de la novela, por su parte, está compuesta por doce capítulos y en ellos se narra el viaje que efectúa Lorenzo, por motivo de la realización de inventarios de sus propiedades, al Almacigal, hacienda familiar administrada nada menos que por Miguel Doral, quien pocos días antes ha viajado al lugar junto con la propia Delia. En ese lugar, al tiempo en que el enamoramiento continúa y alcanza sus momentos de mayor intensidad, el entorno toma protagonismo mostrándose, a la vez, como el espacio productivo de una naturaleza fértil y conectada al comercio mundial, y como una suerte de refugio idílico-romántico en el que tienen lugar los tormentos y esperanzas de los personajes, que construyen y —finalmente— revelan su amor.

Sigue a ello una tercera parte, de seis capítulos, en la que vemos a los personajes de vuelta en Guayaquil, donde el romance empieza a hacerse público en medio de corrillos y rumores que se extienden entre las gentes de la ciudad. No obstante, cuando la resolución de Lorenzo de romper su compromiso con Elena y comprometerse con Delia está a punto de oficializarse, se desencadena la tragedia que acaba con la muerte de la muchacha en un momento en el que rencores y malentendidos han hecho que ella dude de la sinceridad de las intenciones amorosas de Lorenzo (esto ocurre porque Ventura, una muchacha de bajos recursos, protegida de la tía de Lorenzo, le ha revelado a Delia el compromiso que este mantiene en Francia). Si bien el argumento avanza y concluye en un tono excesivamente sentimental que a menudo raya en lo melodramático, destaca en este apartado tanto el retrato de las altas clases sociales guayaquileñas, ambivalentes entre el rechazo y la admiración hacia la muchacha que Lorenzo pretende, como el relato trepidante del Gran Incendio de octubre de 1896 que sirve como impresionante clausura de una historia desde el inicio encaminada a la tragedia. Tras este cierre calamitoso, un breve epílogo muestra a Lorenzo alejándose de la ciudad destruida, sumido en una tristeza que lo convierte en una suerte de sonámbulo.

Hasta ahí, a grandes rasgos, el argumento completo de Lorenzo Cilda. Si bien los intereses de la novela, como puede verse, se orientan sobre todo a una sensibilidad amorosa inclinada a lo trágico —en ello vemos una herencia romántica que la conecta con obras clave del romanticismo latinoamericano como Cumandá (1879) o incluso María (1867)—, no son pocos los elementos que la ubican, a la vez, en el seno de concepciones más propias del realismo-naturalismo finisecular. Su interés por articular una pintura viva y veraz del paisaje local, su atención a los detalles relativos a los lugares, las costumbres y los tipos campesinos de la realidad que retrata, su minuciosa construcción del perfil psicológico de su protagonista e incluso su recreación fidedigna de los comportamientos sociales en la Guayaquil de su momento son todos rasgos que ubican a Lorenzo Cilda como un ejemplo de novela del realismo criollista, lo cual nos permite insistir en ubicarla como muestra representativa de la literatura gestada en el marco estético-político del liberalismo histórico, y por ende conectarla, como ya hemos sugerido, con otras producciones del momento.

Lorenzo Cilda, de la misma manera en que lo hace, por ejemplo, A la Costa —por lo demás escrita casi exactamente al mismo tiempo— despliega en sus páginas una imaginación que a todas luces proviene del proyecto utópico y desarrollista en marcha en el último cuarto del siglo XIX y ya en plena consolidación tras el triunfo de la Revolución Liberal. Estamos ante una obra que, sin nunca abandonar del todo un tono que evoca su raigambre en el romanticismo, deja ver lo que las élites económicas e intelectuales del país pensaban de su entorno en términos de modernidad, sociedad y desarrollo. Así, al tiempo en que el protagonista puede verse como una suerte de prototipo del héroe romántico en términos de su constitución espiritual —noble, bondadoso, aristocrático a la vez que ardorosamente apasionado y trágicamente imposibilitado de consumar su pasión por los azares que la realidad le impone—, su figura humana es en buena medida una representación del intelectual burgués tal como lo concibiera la intelligentsia del liberalismo de la época en que se ambienta la novela. En su calidad de terrateniente acomodado y benigno, Lorenzo es, ante todo, un representante lúcido y sensible de una civilización de filiación europea, portador de una intrínseca superioridad intelectual y moral —puede verse, por ejemplo, en los varios momentos del relato en que actúa como médico instruido, portador de conocimiento y poder prácticos, ante las costumbres y creencias atávicas del agro ecuatoriano—, cuyo modelo es el desarrollo capitalista de corte internacional que mira en el Viejo Mundo —en especial París— su referente y su horizonte de expectativas.

No son pocas las ocasiones en que el proyecto económico del liberalismo se deja ver en las páginas de Lorenzo Cilda. La Guayaquil a la que arriba el protagonista se describe como una ciudad “donde la animación del comercio daba una idea halagüeña de la actividad de su pueblo laborioso” (37), poco después de lo cual se afirma que es aquello precisamente lo que la “predispone, ¿quién podrá negarlo?, a favor de un país fértil y rico que tiene allí su puerta de oro” (40). El malecón de la ciudad se presenta lleno de gente que circula, mientras ruedan los tranvías atestados y pasan locomotoras “arrastrando camiones llenos de bultos” (40). A tal punto llega esta oda a la actividad comercial que el narrador dice que “la costumbre de la siesta, generalizada en países meridionales, no se había arraigado allí donde el trabajo no lo interrumpía, ni en las horas más ardientes del día, ese pueblo incansable en su actividad” (40). Las rieles, junto con los hilos del telégrafo y el teléfono que alternan sus postes con los faroles de gas, son el escenario por donde “iban y venían los coches, las carretas y las cabalgaduras llevando cargas y, en las ancas, a los vendedores de pan, de agua, de frutas”, al tiempo que “los chiquillos a escape pregonaban las noticias de los periódicos locales o vendían los billetes de lotería” (40).

Esta efervescencia de la ciudad se desprende, por supuesto, de la prosperidad agrícola que ha alcanzado en la región niveles nunca antes vistos. De hecho, es la actividad agrícola en particular, en términos del crecimiento económico de la época, lo que ha permitido a la ciudad convertirse en un foco de modernidad capitalista en el país y así mismo conectarse con el mercado internacional. De ahí que al Lorenzo nostálgico del pasado señorial de su familia le llame especialmente la atención el “espectáculo [...] de los cacaoteros que descargaban, sobre sus espaldas desnudas y tostadas por el sol, los sacos llenos del fruto cosechado en las inúmeras huertas, fuente inagotable de la riqueza del Ecuador” (40-1). Esto que hemos dicho se confirma y ahonda cuando el protagonista viaja, ya en la segunda parte de la novela, a las tierras agrícolas del interior, navegando aguas arriba por el río Daule. Allí queda asombrado por “el precioso aspecto de los fértiles campos” (115), así como por “la serie, sin interrupción, de extensas propiedades [...] a la vista en ambas riberas, ostentando risueños jardines floridos, abundantes vergeles y dilatados potreros, reverberando al sol como verdes mares, entre cuyas hierbas pacían las inúmeras reses” (117).

Es mayor todavía el asombro que se produce con la visita ya concreta a las huertas cacaoteras del Almacigal, en los entornos de Balzar. Allí puede Lorenzo mirar de cerca “esos afamados árboles que en el Ecuador tienen el terreno más propicio para su desarrollo” (127). Lorenzo recorre los sembríos bajo la tutela de Doral, a quien no cesa de interrogar detalles del cultivo, “entusiasmado por el aspecto maravilloso de la exuberante naturaleza tropical” (128). Al observar “las rústicas escenas de los cosechadores”, afirma el narrador que a Lorenzo “le parecía [...] que la hechicera tierra americana desparramaba un tesoro a sus pies y le brindaba riquezas, procurando conquistar el corazón del hijo ingrato que tan largo tiempo vivió lejos de ella” (129). En suma, la experiencia que tiene ante “la prodigalidad del suelo patrio, donde esos árboles providenciales tienden a los hombres, sin exigirles gran esfuerzo de cultivo, sus brazos cargados de dones, ofrendándoles la fortuna” (130), hacen que Lorenzo en cierto momento llegue a exclamar, lleno de júbilo: “¡Bendita tierra ecuatoriana, eres una prodigiosa mina de inagotables bienes!” (130).

En suma, el crecimiento económico derivado de la agroexportación, al tiempo que explica el esplendor de la ciudad que maravilla a Lorenzo, se muestra como la medida de una utopía hambrienta de futuro que sostiene, a la manera de una marca de agua, el trasfondo simbólico de la novela. En ese sentido, Lorenzo es especialmente interesante como personaje porque representa un momento histórico y cultural que puede entenderse, a la vez, como de decadencia y esplendor. Por un lado, tanto su posición económica como su origen familiar, su estatura intelectual y su fina sensibilidad emocional hacen de él una figura señera de la aristocracia tradicional que todavía reclama para sí misma su preeminencia en un entorno que pretende controlar (pero que se le escapa de las manos, sobre todo en términos de movilidad social y moral). Por otro, es también actor y testigo de la emergencia de esa misma nueva sociedad, dinámica, moderna y pujante, que se construye en torno al pródigo universo campesino de la cuenca del Guayas durante el período del auge cacaotero. Lo primero —la decadencia del pasado— puede verse en la desarticulación del núcleo familiar que arranca con la propia muerte de los padres del protagonista —y que se materializa, entre otras cosas, en la casona familiar en ruinas que visita Lorenzo en el barrio de Las Peñas (59)—, o bien en la intromisión inevitable de personajes subalternos —Ventura, que pretende a Lorenzo; Ulbio, que pretende a Delia—, cuyas acciones desestabilizan los propósitos del protagonista y le impiden alcanzar sus elevados propósitos. Lo segundo —el esplendor del futuro— se refleja en las ya mentadas caracterizaciones de la vida comercial de Guayaquil y de la prodigalidad de la actividad agrícola de la región como evidencia de una sociedad próspera.

Esta dualidad no supone contradicción alguna en tanto el liberalismo en el Ecuador fue precisamente la expresión política y económica de la oligarquía productiva del agro costeño. Heredera y beneficiaria de las prerrogativas coloniales, dicha oligarquía actuó como una suerte de aristocracia local firmemente constituida, tanto que, hacia finales del siglo XIX, logró aglutinar en torno de “aproximadamente 20 familias, con fuertes lazos familiares entre ellas, [...] más del 70 % de la tierra en los distritos cacaoteros de entonces” (Chiriboga 2018, 64). En ese sentido, la clase dominante que propició las transformaciones de la modernidad liberal —esto es, capitalista y burguesa— en el Ecuador no fue sino una suerte de versión (no tan) renovada de la élite colonial criolla, que a lo largo del siglo XIX había descubierto en la explotación agrícola del campo costeño tanto una nueva mina de oro como el mecanismo idóneo para integrarse al mercado mundial y mantener de esa manera su hegemonía social, económica y simbólica en el entorno local. Todo esto hace del protagonista de la novela —un criollo afrancesado que siente orgullo de su tierra en tanto es el origen de su estatus como ‘hombre de mundo’— una suerte de símbolo del proyecto desarrollista del liberalismo en su versión oligárquica, el cual miró hacia un futuro de opulencia en el marco del comercio internacional al tiempo que procuró mantener, con relativo éxito, un pie firme en el pasado estamental que era persistencia directa de la Colonia. De ahí la actitud a la vez maravillada y nostálgica con la que Lorenzo contempla el entorno de la ciudad pujante y bullente:

Desde esa manzana del cacao, del café, del caucho y de la tagua, de tantosproductos del suelo tropical, el hormiguero humano se movía por la calle y por los portales hasta la extremidad sur donde principia la avenida Olmedo, con su pila artística, y con el espléndido monumento al cantor de Bolívar. Más allá se extendía el barrio del Astillero, que duran- te la infancia de Lorenzo no exhibía sino unas pocas casas y ninguna de hermosa apariencia. Era ahora un populoso centro, dominado por las torres del hipódromo, en el que se celebran hoy grandes reuniones hípicas. ¡Qué diferentes éstas de aquellas carreras de caballos que su padre le llevaba a presenciar en las fiestas de San Juan, de San Pedro y San Pablo, cuando los jinetes, sin estribos ni silla, y descalzos, eran cholos y montubios! (Rendón, 42; cursivas en el original)

Lo mismo sucede, en realidad, con la representación que hace la novela del universo emocional del protagonista. Lorenzo recorre las plantaciones agrícolas del Almacigal henchido de asombro y orgullo patrio, pero eso no impide que su carácter se mantenga en el terreno del idealismo sentimental que es la base sobre la que se levanta el argumento de la novela. La narración, de hecho, pone en evidencia de manera constante el carácter sensible y soñador de Lorenzo. Ejemplo de ello es cuando el narrador afirma que, tras las fatigosas jornadas en que recorre sus terrenos y constata su riqueza, su espíritu “volaba” y se “sumía en dulces sueños” en los momentos en que se dedicaba a apuntar sus experiencias en una pequeña libreta que su prometida Elena le había regalado en París (128-9). Ya antes, durante el relato del recorrido por el río que lo llevara al Almacigal, es perceptible la mezcla entre la visión de una naturaleza pródiga y conectada al comercio mundial, y otra de carácter idílico-romántico frente a la que Lorenzo se deja llevar por reflexiones sentimentales y evanescentes (119).

Durante sus días en la hacienda, la contraposición se mantiene: el mundo de las plantaciones es asombroso y vivo por su prodigalidad y abundancia, mientras que el ambiente privado de la casa de hacienda, atravesado por los devaneos amorosos que pugnan por revelarse entre Lorenzo y Delia, es propenso al sentimentalismo y la melancolía. Cuando está junto a ella, lo que prima en el relato son los sentimientos no dichos y la construcción de la tensión emocional que agobia a los personajes. Con Delia, Lorenzo habla de sentimientos, de cualidades morales, de deseos espirituales, y hasta de poesía —en cierto momento conversan sobre los poetas nacionales del romanticismo y prerromanticismo: Olmedo, Llona, Mera y, sobre todo, Dolores Veintemilla (133-4)—. Cuando se apartan, en cambio, cada uno se hunde en conflictuados pensamientos sobre el otro —Lorenzo se sabe al borde de un precipicio, mientras en Delia crece la esperanza de que él la pueda amar de manera sincera—. En conjunto, el entorno natural y de trabajo productivo sigue funcionando, en buena medida, como mero escenario —o más aún: como refugio— dentro del cual sucede una historia de amor romántico envuelta en los sucesos trágicos de la calamidad.

La novela, en suma, conjuga una visión nostálgica de un mundo idílico y sentimental con una visión pródiga y positiva de una región en auge. El romance melifluo y conflictuado entre los amantes sucede al mismo tiempo aislado del mundo y en el marco de una región convertida en centro modernizador de un país fértil y rico, con una clase dominante ansiosa por conectarse con los mercados internacionales y preocupada por elevar su estatus y su riqueza a través del crecimiento del comercio agroexportador. Así vista, Lorenzo Cilda resulta una pieza peculiar en la narrativa del liberalismo, importante para explorar la sensibilidad utópica del período —vinculada de manera directa al auge cacaotero—, pero también para sopesar los valores espirituales de una sociedad tradicional que valora la posición social, el honor familiar y la fortuna como fundamento del bienestar. En ese sentido, bien podría denominarse a Lorenzo Cilda, en el marco de la historia de la literatura ecuatoriana, como la novela romántica de la Revolución Liberal.

Importante, en todo este panorama, es la figura de Delia Love. En ella puede verse, además de la idealización de lo femenino en términos románticos, una representación simbólica de la relación del protagonista con el suelo patrio. Conforme avanza la novela, Lorenzo descubre en Delia no solo los encantos de la dama refinada, hermosa y llena de virtudes morales, sino también la vitalidad de una muchacha acostumbrada a los desplantes y rudezas de una vida limitada. El conflicto sentimental de Lorenzo pasa también por un conflicto de clase: unirse a la mal reputada Delia implica abandonar a la noble Elena y en buena medida romper con los códigos que le demanda la alta sociedad a la que pertenece. De ahí que, de vuelta a Guayaquil tras los episodios del Almacigal, la pareja se vuelva rápidamente la comidilla de la opinión pública en una sociedad que se muestra poco reticente a juzgarlos. Lorenzo tiene un aparente triunfo cuando logra que sea aceptada su propuesta de invitar a Delia a un baile en el prestigioso y aristocrático Club de la Unión, donde no son pocas las mujeres que se sienten amenazadas por su presencia —y pretenden desprestigiarla— ni menos los hombres que se sienten cautivados por su presencia y no dejan de admirarla. No obstante, dicho éxito se derrumba como un castillo de naipes cuando días después Ventura, una criada a la que Lorenzo había cometido el error de galantear cuando la conociera en casa de su tía, le revela a Delia acerca del compromiso con Elena. Delia no puede soportar la impresión y entra en una crisis nerviosa que termina por llevarla a la desesperación. Cuando Lorenzo intenta reaccionar, la tragedia se precipita por la irrupción del incendio que devora la ciudad y se lleva con él a la propia Delia, quien muere en los brazos de Cilda —o más bien se deja morir, despechada— cuando este intenta pedirle perdón y declararle la firmeza de su amor.

Delia constituye, en el marco de la novela, el motor central del conflicto y el punto culminante de los deseos y sueños del protagonista. Tan bella como temible, tan inocente como fatal —suerte de “hechicera americana”, según se la nombra en más de un pasaje de la novela (178, 218, 223)—, Delia representa de alguna manera esa nueva sociedad que la vieja aristocracia, representada por Lorenzo, pretende mantener bajo su amparo. Dicho de otra forma, se trata de aquella novedad seductora que se impone por su fuerza y belleza pero que, a la vez, resulta incomprensible e ingobernable. Es, en términos de lo que Lorenzo representa socialmente, una amenaza que no se puede resistir. No es casual que Ulbio, primo de Lorenzo, utilice para Delia el apodo de “la Esfinge” (69, 74, 124) en referencia a los misterios insondables que ella presumiblemente guarda detrás de su vivacidad y hermosura. En ese sentido, Delia representa lo que Lorenzo desea —incluso a pesar de sí mismo— y que a la vez se le escapa de las manos. Delia es la hermosura y la vitalidad que Lorenzo pugna por hacer suya, pero que no logra poseer. Visto en términos simbólicos, es esa nueva fuerza —podría decirse que casi telúrica— que el antiguo terrateniente quiere incorporar bajo la égida de sus ideales y formas de vida, pero que no puede hacerlo porque en el fondo no la puede aprehender.

La historia amorosa que une y separa a Lorenzo de Delia es, en cierta medida, una alegoría de la visión que tiene Rendón como intelectual liberal, de los cambios que acarrea la modernización del país. Ahí radica, en cierta medida, la dimensión utópica de la novela: se trata del relato de un amor irrealizable que simboliza la imposibilidad de la clase dominante —cuya estirpe es de raigambre colonial— de incorporar en su propio universo la vigorosa y nueva realidad que le rodea, sin abandonar con ello sus prerrogativas de clase (cosa que en realidad no está dispuesta a hacer). Vista así, la novela es una ficción derivada de una aristocracia en decadencia que se transforma en medio de los cambios que acarrea el embate de la modernidad capitalista de la que ella misma es abanderada. En ese sentido, Lorenzo Cilda ejecuta en gran medida un esfuerzo equivalente al de A la Costa, pero en una clave algo distinta: mientras Martínez representa el liberalismo progresista burgués por su visión conciliadora y triunfante de un futuro nuevo que se muestra como promesa y triunfo ante un anterior tiempo caduco, Rendón representa el liberalismo oligárquico por su visión nostálgica de un pasado cuya desaparición es traumática y dolorosa.

Con respecto a esto último, es especialmente significativo el hecho de que en Lorenzo Cilda es casi total la ausencia de conflictos sociales (más allá, por lo menos, de la diferencia de clase que separa a los amantes). Ambientada en el convulso período que va desde los días anteriores al triunfo del alfarismo —en algún momento se menciona la “reciente” muerte de Pedro Carbo, acaecida en 1894 (107)— hasta el incendio de 1896, la novela sorprende por la apacibilidad con que se miran los procesos de tensión y transformación social de ese particular momento histórico, al punto de que estos terminan casi totalmente invisibilizados detrás del periplo sentimental que construye la novela. En cierto momento de la primera parte, cuando el protagonista le escribe una carta a su hermana menor que ha quedado en París, alude a Guayaquil como “una ciudad donde los cerebros se hallan en ebullición y las pasiones populares se desatan, porque el país experimenta una transformación política radical” (84), pero lo hace en medio de una declaración sentimental en la que exalta su añoranza por el amor filial y expresa su sufrimiento por el tiempo que tendrá que estar lejos de París. De inmediato, las alusiones a la urbe guayaquileña se concentran en las transformaciones materiales a las que ya hemos referido —orientadas, sobre todo, a una próspera actividad comercial— y no se vuelve a mencionar, sino muy entre líneas y sin detalle alguno, algo que pueda dar cuenta de la convulsión en términos políticos y/o sociales.

Algo parecido sucede al final de la primera parte, cuando Lorenzo aprovecha “la agitación causada en la ciudad por malas noticias políticas llegadas de la capital” (103) para dirigirse a la casa de los Doral en Las Peñas sin que su traslado hacia el lugar levante sospechas. En ese marco se dan algunos detalles de los acontecimientos violentos ocasionados por la delicada situación política, e incluso se menciona que Lorenzo, en su recorrido por la ciudad, “oyó disparos de armas y vio llegar gente despavorida que corría, huyendo de la batahola” (107). No obstante, nuevamente los hechos políticos y sociales son apenas un cuadro lejano que enmarcan las tribulaciones de un personaje más preocupado por la repentina ausencia de Delia de la ciudad —ha partido al Almacigal sin dar aviso, por lo que Lorenzo no la encuentra en la casa a donde va a buscarla— que por las agitaciones que conmocionan al país, al punto que la alusión a los hechos que agitan las calles se zanja con una sentencia lacónica: “Algo grave, sin duda, ocurría” (107). Así, aun cuando en buena medida sean causas ajenas al control del personaje las que desencadenan la tragedia de la obra —el incendio de la ciudad; la malintencionada revelación de Ventura— estas no se desprenden, al menos directamente, del contexto socioeconómico, y a fin de cuentas lo que se impone siempre es la visión sentimental de los sucesos por sobre la constatación o el análisis de la realidad político-social.

Lo mismo puede decirse en referencia a la representación del agro costeño en el que se ambienta buena parte de la novela: todo en ello es idílico en los términos en que lo hemos descrito más arriba —los del campo pródigo y fértil que se mira como fuente de riqueza—, mientras que los posibles problemas reales —las agobiantes faenas de las cuadrillas campesinas, por ejemplo (capítulo III, 2.ª parte), o la enfermedad y muerte de una joven campesina a la que Lorenzo no logra recuperar (capítulos IX y X, 2.ª parte)— son solo recursos argumentales secundarios que sirven en función de la historia amorosa entre los dos personajes principales. Ya Arroyo, en su artículo de 1930, había llamado la atención sobre este hecho, cuando afirmaba que la novela de Rendón no recoge “sino la parte hermosa de la realidad ecuatoriana, el áureo anverso de la medalla”, y que “los propietarios que pinta el autor son como él mismo: todo cristianismo y caridad, todo humanidad y generosidad”, al tiempo que declaraba que “la dolorosa realidad del agro ecuatoriano [...] espera [todavía] un nuevo Zola que la venga a relatar para que se conmueva el mundo” (Arroyo 1930, 15-6).9

Así vista, la naturaleza pródiga e idílica a la que nos hemos referido en nuestro comentario, y que conecta a Lorenzo Cilda tanto con un romanticismo tardío como con un proyecto de desarrollismo económico muy propio del pensamiento liberal, es también —y por lo mismo— el resultado de la visión del aristócrata tradicional que mira la realidad desde su atalaya de nostalgia por un mundo que en cierta medida está saliendo de su control. En esto reside su doble filón de quimera y anacronía: por un lado, la novela evidencia el horizonte utópico-desarrollista del proyecto liberal en tanto posible futuro de opulencia y bienestar a través del comercio agroexportador como puerta de acceso a la dinámica global del capitalismo contemporáneo (ahí la quimera); por otro, evidencia una sensibilidad moral y estética que ya desaparecida precisamente ante el embate de esa misma modernidad (he ahí la anacronía, que se acentúa, además, por la publicación tardía de la novela, pues su imaginación en 1929 ya no podía verse sino como un producto evidentemente envejecido). Partiendo del principio —en buena medida vigente, si bien cuestionable— de que la literatura ofrece una mirada de la realidad vista a través de un temperamento,10 nos parece válido decir que Lorenzo Cilda constituye, en más de un sentido, la novela ecuatoriana de principios de siglo que más claramente expone la visión de una élite que, en el vértigo de la modernización de una época clave en la historia local y regional, iba retirándose de la escena nacional. O más bien dicho, iba transformándose desde su tradicional estatus de superioridad moral y simbólica —herencia esto último del orden colonial—, hacia una nueva hegemonía basada en su conexión con las condiciones establecidas por la economía capitalista globalizada que sostuvo el proyecto del liberalismo histórico.

 

Notas

[1]La fecha exacta no es conocida, pues lo que dice Rendón en su prólogo es bastante ambiguo. 1906 es el año que se menciona en las noticias de sus obras que se incluyen en diversas publicaciones suyas (incluyendo la propia Lorenzo Cilda de 1929, donde se señala el título como “obra inédita” junto a la indicación: “texto original francés, 1906”). En el comentario al que hemos aludido de César Arroyo, dicho autor afirma que la novela permanecía inédita, “en el texto original francés, [...] desde 1903” (1930, 29)

[2]Vale mencionar que la novela cuenta con una segunda edición de 1979, hecha por el Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, vol. 82 de la célebre colección Letras del Ecuador que dirigió Rafael Díaz Ycaza

[3] . Para revisar las transformaciones y debates estéticos de la literatura en el campo nacio- nal durante los años 20, remitimos al lector al artículo de Humberto Robles, “La noción de vanguardia en el Ecuador: recepción y trayectoria (1918-1934)” (2001).

[4] Otros ecuatorianos han llegado a ser considerados para el Premio Nobel de la Paz: Carlos Rodolfo Tobar en 1909 y Galo Plaza Lasso en 1965. No hay más registros ecuatorianos en los archivos. Quien estuvo detrás de la nominación de Rendón fue Celiano Monge, por aquel entonces secretario permanente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua (The Nobel Prize 2023). Por otra parte, entre las distinciones de Rendón que se enumeran en el frontispicio de la primera edición de Lorenzo Cilda constan la de miembro de la Academia Ecuatoriana y correspondiente de la Academia Española, socio honorario del Instituto de Lisboa, socio correspondiente del Instituto de Coimbra, Académico de   Mérito de   la  Academia Hispano-Americana de   Ciencias y  Artes    de   Cádiz, individuo correspondiente de la Academia Nacional de la Historia de Caracas, socio honorario correspondiente de   la  Real    Sociedad Geográfica de   Madrid, y  un   largo etceterá

[5] Además de este artículo, nos guiamos también por lo que exponen  Enrique Ayala Mora (2021 y 2022) y Franklin Cepeda Astudillo (2021).

[6]  Pensamos aquí, especialmente, en las ideas que se difundieran a partir de la tesis mar- xista que sostienen autores como György Lúkacs (2010, 79), que concibe a la novela como una expresión de la crisis espiritual del sujeto moderno

[7] Es lo que procura  hacer  Marcos Eymar en  su  artículo “L’autotraduction légitimatrice: Lorenzo Cilda de Víctor Manuel Rendón et le dédoublement de l’écrivain bilingee” (2007) en el que ofrece un análisis comparativo entre las ediciones francesa y castellana de Lorenzo Cilda

[8]Para evitar una molesta profusión de referencias, cuando citemos fragmentos de la novela o hagamos referencia a alguno de sus pasajes, nos limitaremos a marcar los números de página aludidos —siguiendo siempre la edición de 1929—.

 [9]Apreciación parecida tiene Rojas (s. f., 135-6) cuando afirma que la visión que presenta Rendón  es  la de un “hacendado  rico [que] examina  las cosas desde  su condición de propietario”, para añadir que el tono sentimental de la obra “es probablemente resultado de la melancolía del lucro cesante” (s. f., 135-6).

 [10]La idea, fundamental en la concepción de la narrativa moderna, la tomamos de Émile Zola, quien afirmara en uno de sus ensayos de Meshaines (1866) justamente que “una obra de arte es un rincón de la creación visto a través de un temperamento” (Pagès 1989, 7; traducción nuestra).

 

 

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