KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 55 (Enero-Junio, 2024) ISSN: 1390-0102

R E S E Ñ A S


Juan José Rodinás, Fantasías animadas de ayer y alrededores, Quito, Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 2021, 98 p.





Escrito desde el ritmo interior de la prosa, desde la respiración natural del habla, Fantasías animadas de ayer y alrededores (2022), de Juan José Rodinás, puede leerse como una autobiografía poética o, mejor dicho, como un Bildungsroman en clave poética, pues relata el proceso de formación y aprendizaje vital del hablante lírico, descontado el ingrediente ficcional que importa toda autobiografía y, por supuesto, fuera de cualquier prurito documental y cronológico. Si atendemos a los títulos de esos tres capítulos que lo conforman podemos ver que el itinerario existencial del poeta va desde el microuniverso fantástico elaborado dentro de la casa algo inhóspita de la infancia ("La inagotable estación de los trenes imaginarios"), para abrirse gradualmente a su entorno social, comunitario, barrial ("Un barrio de animaciones imprevistas"), hasta captar la inmensidad del mundo con sus cimas y abismos en el episodio final: "El niño que rebasó el filo del acantilado (no caerá hasta que mira abajo)", cuyo momento cenital en un sentido estético, pero también astronómico y cinematográfico, se encuentra quizá condensado en ese hermoso pasaje:

Si alguien mirase las cosas desde el cielo, ¿qué vería?

la superficie terrestre, dos novios que se dan la mano en un suburbio industrial, las 9 de la noche de un jardín donde croan los sapos y los grillos se duermen. Caen gotas sobre las ventanas de una camioneta deportiva. Al lado, entre parcelas de terreno, varias mujeres ríen:

Susana, madre, 39 años; Greis, abuela, 67; Cora, hija, 14. Ellas están presentes en una casa vieja y eso verá el gavilán o la cámara de algún satélite con su ojo secreto. Si se aleja, verá un punto negro, una mancha lacrada, una zona irreal. O verá un niño y un corazón que festeja el campeonato de un equipo que descendió hace veinte años.

Me pregunto: ¿esto es un viaje al pasado o al futuro, o al futuro que ya es pasado, o una visión del futuro como pasado? Lo que está en juego es, justamente, el ayer y sus alrededores. Es decir, ese pasado expandido, cuyas adyacencias se extienden en el tiempo, hacia adelante y hacia atrás, ahí quizá estribe el secreto y la paradoja que guarda el título. Aquí el tiempo ocurre de otro modo ("un complejo deportivo / donde alguien practica taekwondo desde hace siglos o minutos", dice el locutor lírico), no el tiempo cíclico, de la repetición eterna, sino más bien un tiempo que se realiza en las porosas fronteras entre lo sincrónico y diacrónico, entre el hecho que ocurre en el instante y su evolución en el futuro. Entonces, el fragmento anterior no solo da cuenta de la apertura cinemática de la poesía de Rodinás, sino de cómo opera su percepción de la realidad fenoménica, abordando simultáneamente múltiples planos espacio-temporales, configurando al mismo tiempo un cronotopo y una heterotopia tan fascinantes como delirantes. Pues, en muchas páginas de este libro, Bajtín y Foucault parecen trabajar al unísono.

Fantasías animadas de ayer y alrededores es para empezar un canto, mejor aún, una balada melancólica sobre "la infancia perdida", y "la infancia ganada", a las que el autor dedica el libro. Es decir, un texto donde la infancia extinta es recuperada simbólicamente. Pero esa recuperación del pasado -como hemos empezado a ver- sucede a su manera, no es una evocación memoriosa del pretérito, sino que el emisor lírico recobra el pasado desde su entorno físico y emotivo actual, diríamos desde el presente de los objetos, o si se prefiere: desde un pasado iluminado por la luz del tiempo indicativo. "Hay que estar en el presente de la imagen, en el minuto de la imagen", decía Bachelard en su inolvidable libro La poética del espacio. Eso, Rodinás parece saberlo de memoria. Ya el título es una apropiación apenas modificada de Fantasías animadas de ayer y hoy, el nombre de una serie de dibujos animados distribuida por la Warner Bros que al menos hasta la década de los 90 era muy popular entre los espectadores infantiles de la televisión nacional. (Nos referimos a los cartoons de Micky Mouse y Minnie, de Porky, de Tom y Jerry, etc). Es importante, destacar en el título el concepto de "animación", pues si tenemos presente que la animación es la técnica que da sensación de movimiento a imágenes, dibujos, figuras, recortes, objetos, personas, imágenes com-putarizadas, etc., me aventuro a decir que en ese término está de algún modo cifrada la poética de Rodinás. Pues su poesía, particularmente, la poesía reciente, no es sino el arte de animar o activar el lenguaje para dar forma y sentido a un mundo hecho de fragmentos, o lo que es lo mismo, el arte de animar y significar el mundo a través del lenguaje.

Solo al final del poemario, en el "Epílogo", nos enteramos de que la matriz visual, la fuente primaria de inspiración estaba en el Viaje a la luna (1902), de George Mélies:

El árbol derrama nieve roja sobre un charco de sangre removida. Con una tijera pequeñita, yo abro la escena y mi ayudante llamado George Mélies, cineasta en blanco y negro, filma el corazón de una hormiga (desde dentro de mí).

¿Qué tenía que ver esto con todo lo anterior?

Un cohete en el ojo de la luna. Estamos esperando el fin del mundo en este viejo cine en las afueras de una ciudad perdida.

Otra vez aquí, es maravilloso constatar las conexiones espacio-temporales que entreteje el poeta cuando enlaza los orígenes del cine con lo que podríamos llamar el fin del cinematógrafo, es decir, la película proyectada en una de aquellas ya casi inexistentes salas antiguas.

Además, muchas de las atmósferas e inconósferas que transita el hablante rodinasiano, están construidas como planos cinematográficos, llenos de elementos visuales, auditivos, sensoriales, donde la composición del plano incluye a veces el soundtrack del poema-filme:

Le explico al muchacho de trece años que fui alguna vez que la vida es un lunes a mediodía en un restaurante donde suena Paul Anka, pero que este instante es domingo y hay una fiesta sin globos, con personas que miran sus teléfonos a lo largo de un vagón que parece infinito.

La textura cinemática de la imagen es nítida, asistimos al desplazamiento de la mirada a manera de una toma donde los planos generales se alternan con los primeros planos y los planos-detalle, y en esa línea última de "personas que miran sus teléfonos a lo largo de un vagón que parece infinito", incluso podríamos advertir una profundidad de campo orsonwelliana.

Pero, ojo, el lenguaje cinematográfico actúa al mismo tiempo como modelo de realización poética y como tema. Es decir, compromete el fondo y la forma. Uno de los poemas más sugestivo del libro se titula precisamente "Sueño con fotogramas de una película que jamás filmaré", y dice:

Observo el rollo de mi película interior. Mis ojos al revés trabajan sin descanso. Mi cámara recorre el campo blanco donde tú y yo estamos.

Así, podemos decir que la poesía de Rodinás es el conjunto de fotogramas de decenas de cortometrajes o de un extenso largometraje que, si no lo filmó, lo escribió. Rodinás no rueda, pero hace rodar las imágenes a través de las palabras. Su poesía es un surtidor incesante de imágenes heterogéneas que evoca tanto a los collages de los cubistas como los fotomontajes de los dadaístas berlineses, pero sobre todo nos recuerda a una operación de montaje cinematográfico. El mismo mecanismo de producción textual del poeta se asemeja al método documental de Dziga Vertov que creía en el poder omnívoro y omnisciente de la mirada para explicar el mundo, para descubrir su "verdad", a través de la captación exhaustiva de imágenes. En ese sentido, uno de los textos capitales para entender la poética de Rodinás desde este enfoque cinético es "La cámara de Dziga Vertov sigue filmando sola" de su poemario Kurdistán (2016).

Todas estas hipótesis cinematográficas no olvidan, por supuesto, que esta "poesía de las cosas concretas", como la autocalifica el mismo Rodinás, dialoga, para empezar, con algunas vertientes de la poesía norteamericana del siglo XX. En ese sentido, su libro Una cosa natural. 29 poetas norteamericanos (2008), que recoge casi un centenar de traducciones de esos autores realizadas por Rodinás puede verse como la caja negra de su itinerario creativo, pues supone un importante registro de sus conversaciones poéticas. Dicho sea, entre paréntesis, la relación de los poetas ecuatorianos con la tradición angloparlante es bastante inusual. Desde la modernidad o el modernismo, la mayoría de nuestros poetas han suscrito más bien la tradición francesa y, sobre todo, la hispanoamericana. Así que la singularidad del proyecto poético de Rodinás quizá empieza en sus lecturas, en la elección de su ancestro poético. Importantes en su comprensión de la poesía son, sin duda, los poetas imaginistas, con Pound y Williams Carlos Williams a la cabeza, pero también la veta objetivista del célebre grupo de Black Mountain, y especialmente la "poética de la acción", de la Escuela de Nueva York, es decir, una poesía que transforma la sintaxis pasiva de la comunicación ordinaria y de la poesía convencional en una sintaxis activa. Esto, sin olvidar su conocimiento a fondo de poetas del ámbito británico y estadounidense actual, su trato con el neobarroco latinoamericano de los 80, y especialmente su íntima relación con las escrituras "transtex-tuales" del siglo XXI (según el término propuesto por el poeta peruano Maurizio Medo).

El repertorio cultural del poeta, y su proyección intertextual, es demasiado grande y atraviesa toda su obra (desde Arnaut Daniel a Antonio Gamoneda -con una escala decisiva en Néstor Perlonger-; desde el Tao Te Ching hasta John Cage; de una composición barroca de Händel a una canción Fiona Apple -pasando por Miles Davis-; desde las vanguardias artísticas europeas y norteamericanas hasta la pintura de Jorge Velarde; de François Truffaut a Jim Jarmusch, vía Mélies). El diálogo vis-à-vis con el texto filosófico, poético, artístico o cinematográfico fundamentan el poema (particularmente en sus libros Cromosoma, Estereozen y Anhedonia). Lo importante es tratar de entender el uso personal que hace del dato cultural, pues más allá del despliegue de citas, alusiones, pastiches o palimpsestos (procedimientos hipertextuales que ha implementado en numerosas ocasiones), creo que lo singular en Rodinás es que usa el texto cultural como un gran filtro o cedazo para entender -e incluso aprehender- determinadas circunstancias vitales o ciertas experiencias estéticas y espirituales. En Estereozen (2012), por ejemplo, una sinfonía de Antonín Dvorak le sirve para desplegar una reflexión poética sobre el budismo, el paisaje y la naturaleza, sobre la percepción y la historia, entre otros ítems. De modo que la referencia cultural funciona como un detonante sensorial e intelectual de alta sensibilidad, capaz de propiciar una cadena de sensaciones y preguntas, de reflexiones y asociaciones múltiples y combinadas. Así, la voz poética deviene para decirlo en la magnífica fórmula utilizada por el autor en ese mismo texto "un cerebro bufando koanesalmos". Dicho todo esto, su tecnología poética por momentos recuerda aquel testimonio de Williams Carlos Williams, uno de los gurús confesos de nuestro poeta, quien en su Autobiografía (1951) cuenta cómo escribió uno de sus poemas. Dice Williams:

Oí el sonido de la sirena y el rugido de un coche que pasaba al final de la Quinta Avenida. Me volví a tiempo para ver un resplandor y un número cinco sobre fondo rojo. La impresión fue tan repentina y fuerte que saqué un pedazo de papel del bolsillo y escribí un poema.

No sé exactamente cuáles sean los hábitos literarios de Juanjo (si anda con papel y lápiz, o hace apuntes en su Smartphone), pero por el modo cómo combina y yuxtapone las secuencias no me parece descabellado evocar esta confesión de Williams.

Rodinás es el cartógrafo obsesivo de los objetos anónimos y cotidianos, el cazador de las epifanías de la vida doméstica, urbana y suburbana, envueltas en un aire moral y emocionalmente turbio, propio de este ocaso tecnocapitalista y narcoburocrático que vivimos a escala planetaria. Si "la ciudad es un sistema nervioso cubierto de acertijos" -como dice en una de sus más sugerentes líneas-, el poeta entonces está llamada no solo a interrogar a la ciudad, sino a descifrar sus signos, a despejar sus misterios. El poeta, entonces, quizá siga teniendo esa misión oracular que le atribuyeron los románticos y simbolistas, pero para dar su respuesta ya no necesita estar en trance extático ni hacerlo en hexámetros, le basta con observar atentamente alrededor de sí mismo, y saber conjugar las voces leídas y las voces escuchadas en la casa, en la escuela, en el bar, en el autobús, en la calle, en la noche y el día de la ciudad.

En medio de ese paisaje urbano con frecuencia espurio que este libro retrata y relata, sobresalen por su brillo utópico los juguetes. Los juguetes parecen estar en el principio de los tiempos, acompañar esa especie de intemperie que experimenta el poeta-niño. Pues no solo afuera, en el exterior, estamos expuestos o somos vulnerables, también en el interior podemos habitar la indefensión. Esa es, me parece, una las enseñanzas que aprende el personaje de estas Fantasías animadas, y nosotros como lectores. Para protegerse, el poeta-niño se rodea de juguetes, no importa si son reales o imaginarios como ese tren fantástico en el que se embarca y nos lleva de viaje al comienzo del libro. No en vano, una de las preguntas capitales que se hace el hablante lírico es "¿Cómo llamar a los juguetes cuando cobran vida y nos saludan con afecto?". Pero, mientras el poeta-niño construye un mundo de juguete para defenderse de los otros, y acaso de sí mismo, de su soledad, de cierto sentimiento de orfandad literal o figurada ("Hoy borro la mano de un papá que nunca me sostuvo"), el poeta-adulto, en cambio, hace del poema mismo una pieza de juguetería que arma y desarma, un mecanismo lúdico que descompone y recompone sistemáticamente. Pues, en última instancia, sus poemas no son sino artefactos verbales, artificios meticulosamente ensamblados para hacer correr un cúmulo de energías y emociones encontradas: desde las heridas psíquicas de la infancia a las sospechas, incertidumbres y gozos de la vida adulta. Todo, claro está, filtrado desde la imaginación poética, desde una reinvención radical de la memoria y del presente.

Por eso, una de las líneas de fuego del texto, que resume la filiación utópica de los juguetes, y su poderosa dimensión alegórica dice:

soldados de juguete vigilan una ciudad real

(hay abedules en sus parques):

si los soldados de juguete mueren

será el fin del mundo.

En tiempos de guerra, los juegos del poeta resultan estremecedora-mente visionarios.