ellos [...] no se localizan en ninguna parte. Julio Cortázar, "Texto en un bolsillo", en Cuentos completos II, 374.
LA MUERTE CONSTITUYE un temprano objeto de reflexión, tanto experiencial como poética, para Julio Cortázar, ya que resulta estar íntimamente entrelazada con su vida: en cuatro años perderá a dos amigos queridos, Alfredo Mariscal y Francisco Reta, y a su cuñado Zaadid Pereyra Brizuela. En una carta fechada mayo de 1940 que envía a su amiga Mercedes Arias desde Chivilcoy, Cortázar rechaza el concepto de muerte como negación -"Si hay un concepto rico y positivo es el de la muerte"-, y se asocia a la muerte "la tonalidad de consuelo, ¿y por qué no de esperanza?" (Domínguez 1998, 223). La conciencia de la muerte es también concebida como un despertar, como se lee en la carta fechada 15 de abril de 1942, en la que el autor argentino habla de la repentina enfermedad de un amigo con el que estuvo de viaje en Misiones: "Qué cosa absurda es que estando todos condenados igualmente a muerte, solo cuando se nos fija un plazo determinado, aunque sea un largo plazo, empecemos a despertarnos" (255).1 Ese mismo concepto subyace a la omnipresencia de la muerte en su narrativa,2 que se configura como aquel misterio que los personajes vislumbran a menudo acompañados por la experiencia de otros; piénsese en Celia en "Las puertas del cielo" y en Eva en "Instrucciones para John Howell",3 por citar dos ejemplos. Parafraseando al mismo Cortázar (1986, 179): la muerte invita al personaje a abrazarla con palabras, de modo que a menudo es a través de la experiencia de la muerte cómo los personajes "despiertan" al otro lado de la realidad.
A raíz de la falta de equivalencia entre vida y existencia, y en consonancia con la tradición narrativa anclada en los aparecidos, en la narrativa de este autor la muerte se aborda como un elemento que solamente puede poner fin a la vida de los sujetos, pero no puede acabar con su existencia, con lo cual la muerte se convierte en una forma de relación con el otro. En este sentido, varios relatos de Julio Cortázar se producen a partir del hueco ontológico dejado por el cuerpo del personaje. Es el caso de cuentos como "Cartas de mamá" y "La salud de los enfermos", en los cuales el agujero a partir del cual se desencadena el discurso es la ausencia del cuerpo -respectivamente, de Nico y de Alejandro-, falta que se irradia en la narración y se semiotiza en el texto. Si en estos relatos el discurso de los demás -de Luis y Laura en el primer relato y los familiares de la protagonista del segundo relato- se constituye alrededor del silencio del otro generado por dicha ausencia, y a partir de las dudas que ese silencio implica, y se configura esencialmente como discurso sobre él, en los relatos que se van a considerar en el presente trabajo, la narración procede de la misma voz del muerto, que se yergue como rastro ambivalente de su presencia y responsable del intercambio simbólico entre las dos dimensiones de existencias. La reflexión sobre las voces descorporeizadas permite reflexionar sobre la mecánica fantástica en los relatos de Julio Cortázar que se consideran en relación con la (de)construcción narrativa del cuerpo de los personajes. El paso siguiente es enfocarse en el análisis del relato "Las babas del diablo" (Las armas secretas, 1959) con la finalidad de iluminar precisamente la relación entre cuerpo ausente y voz narradora como problematización de la ausencia del personaje. Apoyándose en las reflexiones de Giorgio Agamben (2017, 10519) acerca del uso de los cuerpos, se pretende demostrar que, al producirse a partir y a raíz de la voz presente de personajes ausentes, los relatos exploran la sustancia finalmente inapropiable del cuerpo, reafirmándolo como "enigma primario" (Le Breton 2012, 7), a la vez que problematizan el concepto mismo de narración como originada desde un inapropiable con el cual está íntimamente relacionada y al cual no deja de remitir.
VOCES IN ABSENTIA CORPORIS
La voz permite al sujeto proyectarse más allá de los límites del cuerpo y, de este modo, es la condición indispensable para pasar de la vivencia del propio cuerpo al espacio abierto donde reside la vivencia del otro. A la inversa, la palabra que la voz articula cubre la ausencia del cuerpo y le consiente a este prolongarse más allá de sus límites físicos, en su relación con el mundo. Desde esta perspectiva, entonces, la narración en primera persona puede ser leída, ya de por sí, como prolongación o marca textual del cuerpo, ausente, de quien habla.
Con respecto a los cuentos fantásticos, la voz funciona, según Rosalba Campra (1991, 62), como "sustitución o equivalencia del cuerpo", dado que le corresponde cierto grado de visibilidad y, por lo tanto, de existencia, que rescata la imposibilidad de existencia de su cuerpo. En "Las armas secretas" (del volumen homónimo de 1959), los versos de la melodía alemana que los labios de Pierre canturrean sellan el compás y el clímax creciente de la narración, ya que a cada aparición le corresponde un sentido cada vez más creciente de asombro y extrañamiento del personaje. Al mismo tiempo, a la melodía le corresponde un cambio de voz narradora y de perspectiva, ya que de la instancia heterodiegética se pasa a la instancia en segunda persona. Lejos de atribuirse a la inserción de la voz de la conciencia del personaje que se dirige a sí mismo, ese cambio muestra precisamente la gradual suplantación del cuerpo y de la conciencia de Pierre por parte del cuerpo del otro que invade al joven con todo su caudal de recuerdos, sensaciones y actitudes.
La voz "descorporizada" se impone, por lo tanto, como protagonista absoluta del acto de narrar, de acuerdo con la caracterización del personaje desde su voz que Jaime Alazraki (1994, 133) reconoce como preferencia y rasgo de la narrativa de Julio Cortázar.4 En este sentido, si la asunción del estatuto de narrador por parte de la criatura fantástica corresponde a la reducción de la otredad (Campra 1991, 63), a la inversa, en los casos que se van a presentar a continuación, la aceptación de la narración por parte de seres humanos muertos amplifica su distancia ontológica, a la vez que la palabra constituye la huella y el sustituto del cuerpo ausente o, por otro lado, el rastro de su presencia imborrable que subraya la porosidad e ineficacia de los límites, así como remarca la sustancia finalmente huidiza del cuerpo.
Esta temprana intuición ya se dio en los primeros cuentos de Cortázar como "Llama el teléfono, Dalia" (La otra orilla, 1994), donde la protagonista, sola con su hijo pequeño tras haber sido abandonada por su compañero Sonny, recibe una misteriosa llamada por parte de él para luego descubrir que había sido matado horas antes. En el cuerpo la extrañeza procede de una voz a la que "Delia sentía que le faltaba (¿o le sobraba?) algo" (CC I: 45; las itálicas son mías).5 Ese algo al que se hace referencia es el cuerpo. Sin embargo, la presencia de una voz es siempre indicio de un cuerpo que fue, aunque ya no es, ya que "en la voz se juega la realidad de un personaje" (Alazraki 1994, 336). Si bien en tercera persona, el narrador está compenetrado con el personaje hasta llegar a ser, en algunos casos, una primera persona disfrazada y conseguir dar desde adentro una visión más amplia de lo narrado.6
Siguiendo esta línea, el relato "Retorno de la noche" (escrito en 1941 e incluido en "Historias de Gabriel Medrano", sección de La otra orilla) constituye un interesante punto de conjunción entre la ausencia del cuerpo y la voz definitivamente descorporizada que asume la narración como resto del cuerpo. El cuento inmortaliza precisamente el proceso de separación del cuerpo que el sujeto y su voz sufren, ya que está narrado en primera persona por un hombre que se despierta muerto tras una pesadilla. Ajustado perfectamente a uno de los moldes fantásticos tradicionales, el fantasma asume la narración contando su debatido proceso de transformación y pasaje al estado fantasmal. Al darse cuenta de que el espejo de su armario no le devuelve la imagen de su cuerpo, el narrador, al contrario, acusa una reacción física, eso es el erizarse del cabello (CC I, 59). Cuando por fin se da cuenta de que la única imagen que el espejo refleja es la de su cadáver tendido en la cama, pasa a una descripción minuciosa de este:
Vi que yacía un poco de costado, que tenía un comienzo de rigidez en la cara y en los músculos del brazo. Mi cabello derramado y brillante estaba húmedo de la agonía que yo había creído soñar, de desesperada agonía antes de la anulación total. Me acerqué a mi cadáver. Toqué una mano y me rechazó su frío. En la boca había un hilo de espuma y gotas de sangre [...] La nariz, repentinamente afilada, mostraba venas que yo había desconocido hasta ahora. [... ] Mis labios estaban apretados, malvadamente duros, y por entre los párpados entreabiertos me miraban mis ojos verde-azules, con un reproche fijo. (CC I, 60)
Es interesante observar que la perspectiva entra y sale del cadáver; el comienzo del párrafo sobresale por su ambigüedad, ya que los verbos "yacía" y "tenía" pueden apuntar tanto a la primera como a la tercera persona, reflejando una perspectiva en vilo entre lo de dentro y fuera de sí, el cuerpo percibido como todavía propio o ya ajeno. Después de esta incertidumbre, se pasa vertiginosamente del uso del pronombre posesivo de primera persona ("Mi cabello derramado", "mi cadáver") al de tercera persona ("toqué una mano y me rechazó su frío") y, viceversa, síntoma del conflicto que el narrador vive ante la división de su mismo ser, para llegar a la definitiva disociación del sujeto en la acción asumida desde fuera por el mismo cuerpo ("entre los párpados entreabiertos me miraban mis ojos verdes-azules, con un reproche fijo"). En última línea, se confirma la concomitancia de cuerpo propio y del ajeno. Además, el color verde, recurrente a lo largo de la obra del autor,7 remite a "la belleza convulsiva" (Picon Garfield 1978, 87), es decir, algo que atrae por el peligro y la maldad que encierra. El desdoblamiento del sujeto se remata algunas líneas más adelante: "ya sé, ya sé que además de mí mismo, muerto en la cama, estoy aquí, en este otro lado" (CC II, 61), el otro lado al que apunta el narrador tal vez sea el lado de la escritura, un anticipo y un atisbo de la indagación sobre la naturaleza de la voz de la enunciación vinculada al oficio de escritor que ocupará los cuentos siguientes.
La separación queda definitivamente asumida por el protagonista cuando este decide recomponer su cadáver para quitarle todo rasgo de sufrimiento que pueda perturbar a su abuela al despertar. En el desenlace, el joven se despierta tomando conciencia de la pesadilla que ha vivido y las manchas de sangre en la almohada y el mechón de pelo peinado cuidadosamente le revelan la naturaleza dramáticamente real de su sueño. En este final, una vez más se emplea uno de los recursos más utilizados y previsibles de la literatura fantástica tradicional, es decir, la aparición de un elemento concreto que atestigüe la veracidad del acontecimiento sobrenatural vivido por el personaje.8
En "Historia con migalas" (Queremos tanto a Glenda, 1980) la presencia del cadáver se rastrea diseminada semánticamente en el texto en las varias referencias a la voz de hombre que las protagonistas oyen a través del tabique de su bungalow. A través del alcance de la voz, el cuerpo borra sus confines físicos, va más allá de la piel que lo contiene, del mismo modo que en el texto el cuerpo se parcela y se irradia gracias a las repetidas referencias a la presencia, inexplicable, de una voz de hombre.
Durante las vacaciones navideñas, dos personajes, que en el desenlace se revelan ser dos mujeres (gracias al adjetivo "desnudas", CC II, 367), se instalan en un bungalow en una isla de Martinica. Aquí disfrutan de la soledad del lugar, donde todo aparece abandonado y en decadencia a la vez que "extrañamente habitado" (CC II, 359). La presentación del espacio caribeño como locus amoenus y el tono despreocupado de la narración son perturbados por el recuerdo a ratos de una escena borrosa: el encuentro con un hombre, Michael, en una granja en Delft; los personajes parecen huir de este hecho y de su rememoración.
La voz es un elemento persistente desde el comienzo de la narración, y que en cierta medida contrasta con el vacío del sitio; las mujeres oyen las voces "apenas murmurantes" (CC II, 360) de quienes ocupan la otra ala del bungalow en las que reconocen a dos chicas estadounidenses. El conflicto se inicia cuando las mujeres advierten una voz masculina junto a las de las turistas estadounidenses en ese espacio: "en algún momento las voces del otro lado del bungalow habían pasado del susurro a algunas frases claramente audibles, aunque su sentido se nos escapara. Pero no era el sentido el que nos atrajo en ese cambio de palabras que cesó casi de inmediato para retornar al monótono, discreto murmullo, sino que una de las voces era una voz de hombre" (CC II, 361; resaltado nuestro). La ausencia de un hombre cerca de ellas convence a las mujeres de que la voz que han oído no es sino una equivocación del conjunto y ronroneo de ruidos rutinarios. Sin embargo, e inexplicablemente, las mujeres quedan "al acecho de la voz del hombre, aunque sabemos que ningún auto ha subido a la colina y que los otros bungalow siguen vacíos" (CC II, 362). Al final del relato, las vecinas estadounidenses se van, las mujeres entran al bungalow para averiguar que ya no queda nadie, pero por la noche la voz del hombre vuelve a oírse de manera persistente. Es interesante notar que la espera de la voz masculina va imponiéndose cada vez más sobre el deseo de descansar de las dos mujeres, que hasta después de la salida de sus vecinas se descubren "en el mismo gesto de atender, el oído tenso hacia el tabique" (CC II, 365).
El pilar narratológico y simbólico alrededor del cual se desarrolla el relato es, sin duda, el sonido. Todo se juega sobre un concierto de ruidos de animales y hablas veladas, que envuelve a las protagonistas, y lo único que ellas conocen de sus vecinas son sus voces y sus murmullos; la ausencia incluso de diálogos entre ellas subraya y amplifica la actitud de escucha cada vez más tensa de las dos mujeres: "Ni siquiera hablamos, temiendo aplastar con nuestras voces el imposible murmullo" (CC II, 365). El sonido amplifica la tensión del relato ya que, como observa Le Breton (2007, 93), el sonido es más enigmático que la imagen, pues se da en el tiempo y en lo fugaz, y para identificarlo hay que estar a la escucha, ya que no siempre se renueva, mientras que aquella permanece fija y resulta explorable.
Voces y recuerdos se entrelazan tejiendo otro cuento debajo del primer nivel de la narración, que echa luz sobre un posible crimen cometido por las dos protagonistas. Es así que es posible releer descubriendo la presencia de indicios velados que corroboran esta interpretación: la necesidad de dormir por la falta de sueño (CC II, 359) y de distanciarse "de lo otro, de los otros" (CC II, 362; resaltado nuestro), la seguridad dada por el hecho de que "nadie conoce nuestro paradero" (CC II, 360) y de controlar "las posibilidades inmediatas, barcos y aviones: Venezuela y Trinidad están a un paso, dos opciones entre seis o siete; nuestros pasaportes son de los que resbalan sin problemas en los aeropuertos" (CC II, 363), la referencia a "la fuga, el viaje, la esperanza de encontrar todavía un hueco oscuro sin testigos, un refugio propenso al recomienzo" (CC II, 366), hasta la esclarecedora imagen que evoca una vez más Delft, la graja de Erik, "el pozo y Michael huyendo bajo la luna, Michael tan blanco y desnudo bajo la luna" (CC II, 363; resaltado nuestro).
Lo sonoro sirve de contorno a los sueños de las mujeres de "larvas, amenazas inciertas, y no bienvenidas pero posibles exhumaciones" (CC II, 361), en los que descifran el eco del hecho pretérito que intentan obviar. Estos elementos también apuntan a la muerte de Michael: las larvas del cuerpo aluden al estado de descomposición y sugieren el miedo a la previsible exhumación del cadáver abandonado en la granja. Se contraponen así la actitud de fingida despreocupación del inicio con la duda implícita de que la voz masculina que escuchan en la otra ala del bungalow pertenezca a Michael; esto implica que el relato se juega sobre la incertidumbre entre la efectiva fisura en la realidad y lo proyectado por la mente atormentada de ese sujeto doble.
Todos estos datos conforman y revelan una telaraña urdida por las mujeres-migalas que encubre la historia del asesinato de Michael y el abandono de su cadáver en la granja. La voz del hombre escuchada una sola vez en la otra ala del bungalow basta para que la red se rompa, y funciona como desencadenante que quiebra su supremacía y hace aflorar de manera recurrente en el texto el recuerdo obsesivo del hecho pretérito que las mujeres tratan de olvidar. Hacia el final del cuento se lee:
no sabemos por qué, el cambio se ha operado desde la llegada, desde los primeros murmullos al otro lado del tabique que presumíamos una mera valla también abstracta para la soledad y el reposo. Que otra voz inesperada se sumara un momento a los susurros no tenía por qué ir más allá de un banal enigma de verano [...] Ni siquiera le damos importancia especial; no lo hemos mencionado jamás; solamente sabemos que ya es imposible dejar atención, de orientar hacia el tabique cualquier actividad, cualquier reposo. Tal vez por eso, en la alta noche en que fingimos dormir, no nos desconcierta demasiado la breve, seca tos que viene del otro lado del bungalow, su tono inconfundiblemente masculino. Casi no es una tos, más bien una señal involuntaria, a la vez discreta y voluntaria. (CC II, 366)
La verdad que "corre por debajo" (CC II, 363) ahora aflora con toda su carga perturbadora y los papeles quedan invertidos; las mujeres, que se comparan a las migalas por el crimen cometido y la urdimbre armada para ocultarlo, ahora quedan atrapadas en la red de estratagemas y huidas que ellas mismas han tejido, seguras de su poder de control. La necesidad y la dependencia de la escucha se convierte en el hilo que las vincula y condena a su pasado, del que ya no se puede escapar: "Tal vez por eso, en la alta noche en que fingimos dormir, no nos desconcierta demasiado la breve, seca tos que viene del otro lado del bungalow, su tono inconfundiblemente masculino. Casi no es una tos, más bien una señal involuntaria, a la vez discreta y penetrante" (CC II, 366). La identificación entre el misterioso dueño de la voz y Michael queda ahora marcada, aunque no deja de estar exenta de ambigüedad.
Escuchar una vez más la voz masculina, a pesar del vacío del cuarto, posibilita dos diferentes interpretaciones; es decir, que al otro lado se encuentre el fantasma de Michael que ha perseguido a sus asesinas, o bien que se trate de otro hombre escondido en la sombra. En todo caso, lo que la voz provoca es la definitiva transfiguración -real o simbólica- de las mujeres en arácnidas y la reiteración del crimen. La presencia que la voz denuncia genera en las mujeres un "acuerdo que nada tiene que ver con la voluntad" (CC II, 366) y la evocación de la vuelta de Michael a la granja vacía, que vuelve como ha vuelto el visitante, "igual que [...] los otros volviendo como las moscas, volviendo sin saber que se los espera, que esta vez vienen a una cita diferentes" (CC II, 366). La referencia al acuerdo que rebasa la racionalidad, la alusión a la existencia de otras víctimas comparadas con moscas remite al instinto homicida de las mujeres. Su identificación como, y tal vez transformación en migalas queda sellada en el párrafo de cierre, gracias al símil entre los camisones de los que las mujeres se desprenden y las manchas blancas y gelatinosas que caracterizan a ciertos arácnidos:
A la hora de dormir nos habíamos puesto como siempre los camisones; ahora los dejamos caer como manchas blancas y gelatinosas en el piso, desnudas vamos hacia la puerta y salimos al jardín. No hay más que bordear el seto que prolonga la división de las dos alas del bungalow; la puerta sigue cerrada pero sabemos que no lo está, que basta tocar el picaporte. No hay luz dentro cuando entramos juntas; es la primera vez en mucho tiempo que nos apoyamos la una en la otra para andar (CC II, 367; resaltado nuestro).
Si bien la narración oscila entre una interpretación de corte realista (la voz masculina pertenece a otro huésped y las mujeres son dos asesinas que se preparan a cometer otro crimen) y fantástico (la voz masculina como rastro de lo que queda de Michael y la transformación final de las mujeres en arañas), opto por este camino, tanto por la referencia "al otro lado", como por la mención a la acción de caminar apoyadas, que produce la imagen de la araña con sus ocho patas dada por la unión de cuatro brazos y cuatro piernas. Así las cosas, la voz de un cuerpo que ya no existe pone en marcha la narración y desencadena su ambigüedad, lo cual constituye la sospecha ya de por sí del quiebre fantástico; al mismo tiempo, determina la transformación del cuerpo de las mujeres, una metamorfosis que no sorprende si se relaciona con otra voz importante en el texto, es decir, la voz narrativa. Lejos de representar una forma retórica de autoridad, el recurso que el narrador autodiegético hace de la primera persona plural remite al vínculo entre dos individuos -antes vinculados por involucrarse en el mismo crimen- que acaban fusionados en una misma unidad. No es raro, por lo tanto, que las dos mujeres se presenten desde el comienzo como compartiendo in toto los mismos gestos, acciones y preferencias.
LA VOZ EN PEDAZOS: "LAS BABAS DEL DIABLO"
A diferencia de los cuentos mencionados, en el relato "Las babas del diablo" (Las armas secretas, 1959), sin embargo, el cuerpo deja de ser objeto de representación dentro del texto para convertirse en el texto mismo a través de la voz del enunciador, que se semiotiza hasta el punto de coincidir con la totalidad del relato. El personaje ya no está (solamente) dentro de la historia, sino que habla de su historia desde fuera, de manera que la narración, huella de su cuerpo ausente, llega a coincidir con él.9 El cuento rompe con el perspectivismo clásico del texto fantástico, orientado únicamente según el sujeto humano, y lo reformula a partir de una voz que articula su discurso desde la otredad, inalcanzable y amenazante, a la que ha tenido acceso. Además de su voz, lo que queda del cuerpo del personaje son los objetos -la máquina de escribir, la máquina fotográfica, el texto redactado y la foto-, que funcionan a la vez como restos del cuerpo y como nueva forma de contacto, que permite hacerlo presente.10
Para hacer frente a la desconexión de la voz del cuerpo, además, se vuelve necesaria la interposición de la tecnología en la imagen concretada en la foto, que funciona como una especie de separador a partir del cual se irradia el segundo plano de realidad, recurso tan frecuente en la narrativa de Cortázar. Citando a Cézanne, Merleau-Ponty (1994, 332-3) afirma que
un cuadro contiene en sí mismo incluso el olor de un paisaje. Quería decir que la disposición del color en la cosa [...] significa por sí misma todas las respuestas que daría a la interrogación de los demás sentidos que una cosa no tendría este color si no tuviese también esta forma, estas propiedades táctiles, esta sonoridad, este olor, y que la cosa es la plenitud absoluta que mi existencia indivisa proyecta delante de sí misma.
Las líneas traídas a colación sirven para sostener que este segundo plano que la imagen visual crea en el relato no está subordinado al primer nivel de la realidad ficticia de la que se desprende, sino que constituye un nivel de realidad a todos los efectos, que se impone tan verdadero como el nivel superior.
Si la crítica ha escudriñado ampliamente las dinámicas visuales conectadas a la presencia de la foto en "Las babas del diablo", lo que interesa profundizar aquí es un aspecto que el cuento plantea y que hasta ahora ha pasado inadvertido, esto es la presencia declarada y escandalosa del espectro del protagonista que asume la narración, o mejor dicho parte de la narración, y que implica, hecho aún más provocador, la presencia oculta del cadáver.
Se encara el análisis de este relato, entonces, siguiendo la hipótesis de que la narración se origina a partir de la ausencia del cuerpo del enunciador, atrapado y fagocitado por la ampliación de la foto, y la consecuente fragmentación de la voz narrativa que, separada del cuerpo, se divide entre el protagonista muerto (primera persona) y la máquina de escribir (tercera persona). Paralelamente a dicha fragmentación, se produce también un fraccionamiento del punto de vista sobre lo acontecido, ya que en el protagonista muerto recoge la doble perspectiva de sí mismo vivo -yo narrado- y de Michel muerto -yo narrador-, a la cual se añade la de la cámara de fotos, cuyo objetivo amplía el rayo de visión del personaje. De este modo, se rechaza la hipótesis sostenida por Jaime Alazraki (1994, 133) de atribuir la voz en tercera persona al autor,11 porque de esta manera los alcances del cuento se limitarían. Se opta, en cambio, por interpretar la voz en tercera persona como perteneciente a la Remington, que es el otro criterio organizador de la escena a partir de la cual se funda el relato. De este modo, el cuento vendría a ser el contrapunteo entre dos voces.
En este sentido, el relato plantea varios problemas sugestivos acerca del enunciador, del tiempo y del espacio en la narración.12 El relato se abre con una declaración estridente de antipoética: "Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada" (CC I, 223); a la urgencia vital de narrar del narrador -"hay que contar"-, se une la afirmación de la imposibilidad de encontrar la forma adecuada para relatar lo acontecido -"nunca se sabrá cómo"-. La incertidumbre narrativa se remata unas líneas más adelante: "nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido" (CC I, 224). Esa incapacidad declarada en el íncipit inserta de inmediato al lector dentro de una atmósfera de vacilación fruto de la "desautomatización" de los códigos convencionales empleados; se sugiere que estamos ante un hecho insondable por los solos medios racionales y que necesita de la ruptura de los nexos sintácticos para ser relatado, ruptura que coincide con el rebasamiento de los límites empíricos y convencionales de la realidad.13 Si encontrar la voz de un texto coincide también con hallar el camino desde el cual mirar y reconstruir el cuento, la duda que esas líneas expresan pone de manifiesto que el lector está delante de un texto que desanda las vías tradicionales y ensancha sus posibilidades.
De las líneas que siguen se aprenden informaciones importantes acerca del narrador: que está escribiendo a máquina su relato, que está muerto (CC I, 223), que es fotógrafo (CC I, 224). De este último rasgo procede que la necesidad de contar se extiende a lo que registró su cámara de fotos: "La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que la máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella" (CC I, 223). Las líneas citadas anticipan la presencia del punto de vista múltiple sobre los hechos que se van a narrar, dado que se alude a la necesidad de servirse de otra voz narradora que traduzca un punto de vista alternativo sobre lo narrado (el protagonista es también traductor), es decir, la máquina de escribir que tiene que encargarse de la narración de lo que el objetivo de la cámara de fotos registró.
El término "agujero" se carga de toda la profundidad polisemántica que conlleva, ya que remite tanto al vacío temporal entre el momento de la narración y lo narrado retrospectivo, como a la lente negra de una cámara fotográfica e incluso a la mirada supuestamente fija y fría de Robert Michel muerto que habla desde el abismo silencioso y oscuro de su inmovilidad. Al mismo tiempo, en el término cuerpo y narración se superponen, ya que se remite al doble movimiento en el que el sujeto se halla, es decir, por un lado, entregado irremisiblemente a su cuerpo, que coincide con la exigencia de contar, y, por el otro, se percibe inexorablemente incapaz de asumirlo y, con ello, de asumir el relato.
Como prueba de lo dicho, es significativo que la narración retrospectiva, tanto en primera como en tercera persona, se vaya alternando con reflexiones puestas entre paréntesis que supuestamente el personaje va haciendo acerca de las nubes y las palomas que ve pasar en el cielo en el presente de la narración; por citar un ejemplo, en el texto se lee: "Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11 de la rue de Monsieur-le-Prince el domingo 7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos [palomas] más pequeñas, con los bordes plateados)" (CC I, 224). Posiblemente, los incisos entre paréntesis deban atribuirse al cadáver de Michel que queda después del enfrentamiento con el hombre vestido de gris. La repetida referencia a las nubes y las palomas lleva a suponer que el punto de mira sea de lo bajo hacia lo alto del cielo, es decir, que se puede atribuir a un cuerpo tendido en el suelo en posición supina, que mira lo que acontece ante sus ojos, y por lo tanto arriba de él, y que está inmóvil porque cuenta exclusivamente de nubes y palomas.
Lo afirmado se remata en el párrafo siguiente, donde se sanciona la condición de muerto del narrador: "Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra [paloma], con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto" (CC I, 223). Una vez más la referencia a un "nosotros" explicita la multiplicidad vertiginosa de las voces y de los puntos de vista involucrados en la narración, y cuya ambigüedad se consolida con las siguientes afirmaciones: "Ya sé que lo más difícil va a ser la manera de contarlo [... ] Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando" (CC I, 224) y, más adelante, "pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a su gusto" (CC I, 226).
La alusión a varios y simultáneos puntos de vista sobre los acontecimientos indica la ruptura del "destiempo" entre el momento de la narración (presente) y los hechos narrados (pasado) típico, según Jean Bellemin-Noël (1972), del relato fantástico tradicional y que implica también la distinción entre héroe y narrador testigo. Al mismo tiempo, la superposición entre los tiempos de la narración y de lo narrado, y de las personas en juego en la narración abre a la problemática acerca del sentido ambiguo, contradictorio y a veces impropio del lenguaje, a la imposibilidad de abarcar la realidad por medio de las palabras.
La ruptura de las secuencias tradicionales del relato -comienzo, desarrollo y desenlace-, sancionada desde el principio de la narración, y el juego con las voces y los puntos de vista determina la ruptura de la temporalidad interna a la narración, ya que no solo es imposible establecer el momento en que ocurre la historia, sino que el sentido mismo de temporalidad de la narración queda borrado e interdicto: "Ahora mismo (qué palabra ahora, qué estúpida mentira)" (CC I, 225). Dicha afirmación constituye una huella de la presencia de la voz descorporeizada del personaje y de su carácter atemporal y sin espacio (ya que la muerte lo coloca más allá de las limitaciones espacio-temporales), que le permite reflejar un sujeto plural que cambia a medida que el texto se desenvuelve; se trata, en definitiva, de una voz capaz de fluctuar entre el momento de la narración y el de lo narrado, así como entre el lado de acá de la habitación del personaje, el de allá de la foto ampliada y el umbral entre los dos.14
La diferencia entre cuerpo y cadáveres reside en que el primero está en relación activa con el mundo al que indica y significa, mientras que el segundo vuelve a ser una cosa del mundo, que el mundo acoge y hospeda como todas las otras cosas; con lo cual para entender esta variación del cuerpo hay que partir de la concepción homérica, donde el cuerpo se concibe en acción y el mundo es el lugar a la vez que la concreción de sus posibilidades. Solamente dentro de ese tipo de relación pueden nacer los objetos, que son revelados por los sentidos del cuerpo y, por lo tanto, son contemporáneos a estos (Galimberti 2013, 50).
Cuando el narrador cuenta que ha visto la foto animarse, por el temblor de las hojas del árbol y las manos de la mujer que "empezaban a cerrarse despacio, dedo por dedo" (CC I, 232), afirma: "De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla" (CC I, 232). Estas líneas resultan sugerentes porque anticipan la muerte del personaje y confirman la sustancia cadavérica del narrador; los objetos ya no sirven, porque el sujeto ha dejado de existir como cuerpo en acción, que con su actuar sobre ellos los investía de cierto significado. De este modo, los objetos quedan solamente para ser testigos del hecho de que su empleo, que les daba cierto sentido, ha cesado, de la misma forma que el sujeto que les brindaba dicho significado. De este modo, decae también el principio de reciprocidad entre cuerpo y objetos, ya que, al faltar el primero, los segundos vuelven a su aislamiento porque ya no pueden participar de aquel "orden" que el cuerpo les había asignado al usarlos. Las cosas sobresalen ahora por su inutilidad y contribuyen a crear el clima de muerte: la frase queda inacabada, y por lo tanto incomprensible, la máquina de escribir deja el lugar de su funcionalidad, es decir, la mesa, y el temblor de la silla revela la inestabilidad del cuerpo, a punto de cruzar una frontera de la que ya no podrá volver. Las cosas son los restos del cuerpo de Michel, metáfora de su presencia como cadáver y de su ausencia como cuerpo.
Es significativo que, a partir de esta frase hasta el desenlace, la narración ya no es asumida por la tercera persona, sino solamente por la primera persona, por la voz descorporeizada de Michel que se carga también de la perspectiva de la cámara. El cuerpo del protagonista ha sido sellado y ya no dice de sí sino del significante -el objetivo de la cámara como la otra máquina que vehicula el contenido de lo narrado- que lo ha fagocitado y sustituido, y al que ha entregado su poder de significar. Al mismo tiempo, la reversibilidad de los planos se constituye desde el comienzo como el principio constructor y ordenador del texto. El personaje declara narrar desde su muerte, y sin embargo los finales optativos que caracterizan la historia, que son muchos al mismo tiempo, hacen que el personaje y narrador esté atrapado en un limbo de incertidumbre entre la vida y la muerte. La explicitación del narrador de su estar muerto recalca la ineficacia de la línea que separa la vida y la muerte y, por ende, de una división tajante entre una realidad y otra; de la misma forma, se confirma también la borrosidad del límite entre referente literal y literario, y entre realidad y ficción.
En "Las babas del diablo", el revés de la escritura tiene formulación visual: aquello a que la escritura no puede acceder y, por lo tanto, no puede relatar, está en el negativo de la foto ampliada: la fotografía, modelo de escritura, permite el juego de la visión microscópica y/o macroscópica;15 engendra también el voyeurismo como método de lectura. Así que el criterio de la representación en la escritura y de la escritura como representación no puede ser otro sino aquel de una apertura -como intervalo, hueco o herida- no mostrada como objeto, sino inscrita directamente en la representación misma.
El relato genera una amplificación de la ausencia a partir del cual se produce y a la que remite, ya que se estructura alrededor del juego de relaciones que se entabla entre cuerpo que falta, voz y foto, que es de por sí símbolo de ausencia. Estas relaciones adquieren cierta relevancia dentro del marco de la interpretación figurativa planteada por Erich Auerbach (2016), que establece un vínculo entre dos eventos o personas, de tal suerte que la primera significa no solo a sí misma sino a la segunda, mientras que la segunda involucra y completa a la primera. En este sentido, la foto posibilita la perversión que vislumbra, así como el desenlace y, al mismo tiempo, los personajes retratados en las fotos adquieren esa concreción amenazante precisamente dentro y a raíz de la foto misma. La foto contiene en potencia la escena y los personajes que retrata (figuras, según la definición de Auerbach), a la vez que el desarrollo sucesivo e inesperado de la narración realiza lo que la foto había anunciado.
"Las babas del diablo" brinda un ejemplo de cómo, parafraseando a Sylvia Molloy (1991, 107),16 la ficción fantástica actúa como desestabilizador de historias constituidas y revelador de historias reprimidas. A través del cambio de voz y perspectiva, se produce la vuelta de tuerca final que permite desestabilizar la historia y la figura misma de quien narra; se descalabra la identidad del personaje, que debe asumir una vida no vivida y que desconoce o ya ha transcurrido. El texto se reafirma como un "campo de tensiones" cuyos extremos están definidos por un "no poder asumir" (Agamben 2017, 110), ya que en el texto la voz de la narración coincide con una voz "fantasmal", que proviene de un emisor desprovisto de un cuerpo, pero dotado de un lenguaje que es otro elemento no apropiable. En la escritura que de él procede, el cuerpo desafía su sistematización y sus barreras; se rompe la negación de una corporeidad significante (Campra 2008, 145), característica del fantasma y, mediante la voz que es la prolongación del cuerpo a la vez que el punto de huida de este, el cuerpo sale de la ausencia para reafirmar su irremediable presencia imposible de asumir por completo. He aquí que la transgresión fantástica nos conecta invariablemente con lo incomprensible ético y estético que rige la escritura, con la incomodidad de la memoria como un complejo palimpsesto, desigual, heterogéneo, cuyo potencial desestructurante se vuelve necesario.