KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 55 (Enero-Junio, 2024), 11-27. ISSN: 1390-0102

Artículo de investigación


El río de Juan Rulfo


DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2024.55.1


Fecha de recepción: 4 de mayo de 2023 - Fecha de aceptación: 9 de junio de 2023
Fecha de publicación: 3 de enero de 2024





Juan Villoro ORCID

El Colegio Nacional Ciudad de México, México juanvilloro56@gmail.com. Email

RESUMEN

La anécdota de un encuentro entre dos escritores consagrados permite identificar ciertos rasgos de la escritura y de la figura autoral de Juan Rulfo, como el empleo de una óptica ajena para percibir lo propio y la estrategia de producir una obra magistral sumamente acotada a fin de esquivar el eventual fracaso. El uso calibrado de voces ajenas en la narrativa rulfiana da paso al reconocimiento de responsabilidades fatales y a un habla de derrotados y muertos que no cesan de confesarse, cuyos cuerpos se ajustan a las derivas de un río silencioso.

Palabras clave: imagen de autor, lenguaje “natural”, víctimas, espectros, genealogía fluvial.


ABSTRACT

The anecdote of an encounter between two consecrated writers allows us to identify certain features of Juan Rulfo’s writing and authorial figure, such as the use of a foreign perspective to perceive what is his own and the strategy of producing a masterpiece that is extremely bounded in order to avoid eventual failure. The calibrated use of foreign voices in Rulfo’s narrative gives way to the recognition of fatal responsibilities and to a speech of defeated and dead people who never cease to confess, whose bodies adjust to the drifts of a silent river.

Keywords: Authorial Image, “Natural” Language, Victims, Specters, Fluvial Genealogy.





-¿Qué es? -me dijo. -¿Qué es qué? -le pregunté.

-Eso, el ruido ese. -Es el silencio.

"Luvina"

VOCES EN EL VIENTO: EL ENIGMA DE LA RECEPCIÓN


En 1982, JUAN Rulfo llegó a un auditorio del Festival Horizonte, en Berlín Occidental; ya ante la mesa donde debía hablar, descubrió que había olvidado sus anteojos. Una multitud de exiliados políticos y simpatizantes de América Latina lo aguardaba para escuchar la lectura que compartiría con Günter Grass. Después de rebuscar en sus bolsillos, Rulfo habló en voz baja con Grass. El autor de El tambor de hojalata le tendió sus lentes. Un venturoso azar hizo que compartieran dioptrías.

-Al fin voy a leer con los ojos de mi maestro -dijo Rulfo.

El auditorio guardó el aturdidor silencio que campea en los pueblos rulfianos. En un tono susurrante, de viento arenoso, Rulfo confirmó el misterio de su escritura: la invención de una naturalidad, el acento vernáculo filtrado por una técnica que se sirve de anteojos ajenos.

Posteriormente, el juego de ópticas continuó. Grass leyó la versión en alemán de los mismos cuentos, en traducción de Mariana Frenk Westheim, con un ritmo en el que se colaba otro viento, el de la Alemania del norte y los puertos de la liga hanseática.

Ese excepcional encuentro de dos voces llegó precedido de la particular reputación de ambos escritores. El torrencial Günter Grass, amigo de Willy Brandt y figura decisiva de la socialdemocracia, era, con Heinrich Böll, el más notorio intelectual público de la literatura alemana de posguerra. Rulfo, en cambio, tenía un aura de monje zen, prestigiada por sus breves obras maestras y por su silencio posterior. Había logrado algo que la cultura mexicana atesora en secreto: el sacrificio de una virtud. Era nuestro mayor renunciante; su temple se definía por no escribir. En un país donde la derrota es común, quien se abstiene de ejercer sus dones adquiere un respeto casi religioso. El triunfo escinde al ganador, lo separa de la tribu; por el contrario, quien renuncia a sus logros obtiene el regalo compensatorio del perdón.

Durante tres décadas -de 1955, año de la publicación de Pedro Páramo, a 1986, fecha de su muerte-, el silencio de Rulfo desató una tensa expectativa cultural. Augusto Monterroso se inspiró en él para el personaje del Zorro en La Oveja Negra y demás fábulas. Siempre astuto, el Zorro escribe una obra maestra; poco después, su segundo libro es aún mejor. Entonces la República de las Letras le exige un tercero, con la intención oculta de que fracase. Pero el Zorro es más sabio; detecta la estratagema, y deja de publicar. Como el personaje de Monterroso, Rulfo calibró hasta dónde podían llegar sus palabras, y guardó silencio.

Su estética dependía del uso calibrado de voces ajenas. Los cuentos de El llano en llamas (1953) derivan su fuerza de lo que se revela de modo indeseado. Los personajes suelen ser arrepentidos en su última hora, hombres parcos a quienes la vida arrincona hasta volverlos elocuentes. Vencidos por el arrepentimiento, dicen frases que los comprometen. La acústica rulfiana es la de lo escuchado a traición o accidente. En la novela Pedro Páramo, publicada dos años después del libro de cuentos, un golpe de viento hace que alguien escuche una confesión en "la noche entorpecida y quieta".

Las historias rulfianas suelen avanzar a partir de un diálogo en el que poco a poco el protagonista confiesa su responsabilidad en los hechos. El argumento sigue las escalas canónicas de la tragedia griega: el relator ha pasado por dos actos previos (sucumbió a una tentación capaz de obnubilarlo y cometió un acto desmesurado); el cuento desarrolla el tercer acto, el momento del desenlace: el castigo.

Los relatores se incriminan con dolorosa sinceridad; en su desahogo, evocan un mundo roto que sorprende por su lirismo. El protagonista de "La Cuesta de las Comadres" describe así su arma homicida:

La luna grande de octubre pegaba de lleno sobre el corral y mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de Remigio [...] Pero al quitarse de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja que yo había clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. (Rulfo 1953, 28-9)

Lo más dramático de quienes tratan de justificar sus descalabros es que confirman lo que se esperaba de ellos. Decir la verdad ratifica una sentencia que ya había sido dictada.

Rulfo se sirvió con eficacia de la fuerza corrosiva del rumor. El coro anónimo de la comunidad vaticina la hora amarga en la que el culpable tendrá que aceptar su suerte. Si alguien habla es porque se desconfía de él. En "La Cuesta de las Comadres", un hombre comete un asesinato para demostrar que es inocente de otro; se libra de una condena provocando otra.

El narrador de "Talpa" continúa su largo peregrinar, tratando de sobreponerse a lo que ha dicho: "tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento". Quien confiesa no escapa de sí mismo.

Las voces de Rulfo suelen llegar con la tristeza del que se sabe perdido. Lo que se dijo de ellos era cierto. Aun así, anhelan una piedad última, un perdón ya imposible.

En 1955, año de la aparición de Pedro Páramo, Carlos Blanco Aguinaga señaló que en el ámbito rulfiano "nadie escribe: alguien habla". No es casual que el título de trabajo de la novela fuera Los murmullos. El protagonista llega a Comala en busca de su padre y descubre que todos sus interlocutores son espectros. De manera emblemática, muere en la página 73. En un giro maestro, la historia continúa como un foro de voces independientes.

Rulfo trabaja con la autonomía de las palabras, con voces deslocalizadas que el viento arrastra al margen de la voluntad de quienes las pronuncian. El lenguaje es una alteridad sin dueño, el tribunal donde tarde o temprano se paga por lo que se ha dicho. La palabra forma parte esencial de la caída que marca a los personajes; se puede huir del enemigo, pero no de aquello que lo nombra.

En un texto escrito para la película La fórmula secreta (1964), Rulfo confirmó el poder oral de su idioma: "ustedes dirán que es pura necedad la mía, que es un desatino lamentarse de la suerte y cuantimás de esta tierra pasmada donde nos olvidó el destino". Este calculado uso del habla no ha estado libre de malentendidos. El maestro de las voces corrosivas, cargadas de suspicacias y de una eficaz paranoia, fue interpretado de una manera dual, no ajena a la singular estética que había creado. Por un lado, contó con la fortuna de tener, desde muy pronto, intérpretes críticos de primer nivel. Sus dos libros fueron recibidos por numerosos ensayos que los superaron en extensión. El prestigio literario del autor quedó fuera de duda, pero su "figura pública" dio lugar a un equívoco. En el plano periodístico, y en las tertulias y mentideros que consolidan una tradición, se construyó un personaje distinto. Rulfo aparecía como el hombre huraño, afectado por lo que había visto y oído en una provincia violenta, que había llegado a la capital con algunas historias de su tierra y no tenía nada más que decir. En esta versión del escritor, sus méritos eran vistos como los de un taquígrafo de una realidad convulsa, más próximo a la antropología que a la imaginación literaria.

La primera edición de El llano en llamas contribuyó a crear esta imagen. El texto de la segunda de forros informa que Rulfo se sirvió "de su experiencia personal, de las charlas familiares, de los relatos escuchados en boca de los hombres de su provincia". Su relevancia es etnológica, testimonial.

Obviamente, la hazaña de Rulfo es muy superior. Lejos del costumbrismo, creó una manera simbólica de referirse a los pueblos "donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio". La crítica especializada lo advirtió así, pero su fama pública corrió otra suerte.

Beatriz Sarlo (1995) observó con acierto que la literatura de Borges, animada por reflexiones librescas y cosmopolitas, ha corrido el riesgo de ser disociada de la cultura vernácula en la que también se sustenta. Su abarcador dominio del universo puede borrar el barrio. Toda interpretación selecciona y discrimina. En el caso de Borges, las referencias universales podían obliterar su raigambre local. Por eso Sarlo señala que funda una modernidad en las orillas, un mapa donde la novedad es tan importante como el sitio limítrofe de donde emerge.

En ocasiones Rulfo fue víctima de la lectura opuesta. Sus sorprendentes estructuras y su artificioso empleo del habla "natural" fueron vistos como expresiones de una realidad tan poderosa que producía a su testigo. "Rulfo", nombre secreto del campo mexicano. Si la erudición de Borges parecía desarraigarlo de sus fervores porteños, la habilidad de Rulfo para crear voces populares lo convirtió en alguien representativo, venturosamente "nuestro".

La recepción de la obra no siempre puso el acento en la singularidad del autor. Aunque numerosos colegas lo encomiaron -de Alfonso Reyes a Octavio Paz, pasando por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez-, la reputación de Rulfo no se libró del malentendido que comenzó con el texto que acompañaba la primera edición de El llano en llamas: "Sus cuentos no son el ejercicio del juego literario -más o menos cercano a la realidad-, sino que de su pluma brota espontáneamente el diálogo de sus semejantes, los giros cotidianos del habla de su tierra nativa, Jalisco". No era la invención, el "juego literario", lo que guiaba su escritura, sino el afán de reproducir la espontaneidad de sus "semejantes", el habla de su tierra. Se le reconocía el rigor atento del guardián, no la ruptura del innovador.

Todavía en 1996, el ensayista jaliciense Juan José Doñán (1996, 11) juzgó necesario recalcar, en un artículo publicado en el suplemento La Jornada Semanal, que el idioma de Rulfo no era idéntico al de la región de donde procedía: "No es verdad que los personajes rulfianos hablen como los lugareños de Zenzontla, Temazcal, San José del Rincón, Coastecomate, Los González, Tecampa, San Buenaventura y anexas, pero la dimensión mítica, el vuelo lírico de ese lenguaje, es obra de un émulo de Alonso Quijano".

La confusión del artífice con el autor intuitivo venía de lejos. En una reseña de 1954, publicada en la Revista de la Universidad, el crítico Emmanuel Carballo (1954, 29) repite lo que en aquel momento se maliciaba acerca de Juan Rulfo: "Es un escritor auténtico -afirman- que desgraciadamente no ha aprendido a escribir". Aunque Carballo refuta este aserto y habla de la destreza técnica del autor, también señala que "abusa de ciertos esquemas sintácticos reiterativos [...] Rulfo es un cuentista monocorde que expresa un mundo angosto en el que todos los lugares -los escenarios- son más o menos iguales. Por esta razón está obligado a repetirse" (29).

La escasa participación del novelista de Pedro Páramo en la vida literaria reforzó la idea de que se trataba de alguien que escribía por accidente. En el México donde Octavio Paz disertaba de Duchamp, arte tántrico, poesía novohispana, la antropología de Lévi-Strauss y las diversas formas de dominación, las declaraciones de Rulfo caían como murmullos, recordando el título provisional de su novela.

Después de su muerte, el ensayista uruguayo Jorge Rufinelli (2003, 300-1) escribió:

El silencio de Rulfo, aunado a lo que se definió como gran timidez o laconismo personales, y su ausencia pertinaz del tablado público, todo esto produjo o alimentó la imagen de un escritor que el azar había puesto en la vida para decir su palabra de una sola vez y a continuación romperla. No era un escritor "de carrera", no un intelectual dispuesto a interpretar el mundo, sino un escritor "nato", que había seguido la intuición de un instante y que luego, espantado por las exigencias sociales que su milagro provocara, calló por temor a no poder reiterar el milagro.

En 2005, al recibir el premio que hasta ese momento llevaba el nombre de Juan Rulfo, el poeta Tomás Segovia reiteró una hipótesis que había estado en el aire durante décadas: Rulfo había sido un valioso espontáneo de la literatura, no un intelectual consciente de sus desafíos. Estas declaraciones desataron una protesta por parte de los albaceas del autor que, luego de múltiples alegatos, hizo que su nombre fuera retirado del premio.

El afán colectivo de contar con un escritor salvaje, surgido de la tierra al modo de un peñasco, pasó por alto las continuas referencias literarias de un lector extremo. A diferencia de Paz, Fuentes, Reyes o Pacheco, Rulfo no se sirvió del ensayo como una extensión de su estética; sin embargo, sus listas de títulos y autores, mencionadas en cada entrevista, conformaban no solo el catálogo de sus gustos, sino una estrategia para ser interpretado. Tanto Umberto Eco como George Perec reivindicaron el sugerente valor de las listas. Por desgracia, la cultura mexicana prestó poca atención a la ennumeración de autores concebida con astucia y donde los silencios eran tan llamativos como los entusiasmos. Un caso emblemático es el de Faulkner. Rulfo apenas lo mencionaba y prefería distanciarse de él. ¿Quería borrar huellas al modo de quien comete un crimen perfecto? Tampoco se refirió a El barón Bagge, de Alexander Lernet-Holenia, que seguramente leyó en la edición de Cuadernos de la Quimera, que circuló con bastante fortuna en México. En esa novela breve, un oficial del ejército austrohúngaro atraviesa un río que lo lleva a una realidad aparte, donde todos los que hablan están muertos. Al silenciar esta lectura es posible que Rulfo no quisiera aludir a una influencia demasiado próxima. En lo que toca a Faulkner, también es probable que, en su afán de individualizarse, desdeñara parecerse a la mayoría de los autores latinoamericanos de la época. La impronta faulkneriana era un requisito de normalidad; Borges lo había traducido y su influjo se advertía en Fuentes, Vargas Llosa, Onetti, García Márquez, Roa Bastos, Donoso y muchos otros.

Lo cierto es que en 1985, cuando se celebraron treinta años de la publicación de su novela, declaró al periódico Excélsior: "Cuando escribí Pedro Páramo yo aún no leía a Faulkner". Antonio Alatorre, traductor de Ovidio, autor de Los 1001 años de la lengua española y director de la Nueva Revista de Filología Hispánica, conoció a Rulfo en su juventud y publicó dos cuentos de El llano en llamas en la revista Pan. En 1996 escribió una crónica reveladora sobre las mixtificaciones a las que era proclive su amigo; "La persona de Juan Rulfo", que sería recogida en el libro Estampas, de 2012.

Todo autor crea una figura literaria que lo representa: una máscara (persona, en latín). En el caso de Rulfo, esa transfiguración llegó a niveles sorprendentes. Mintió sobre su fecha y su lugar de nacimiento, sus antecedentes familiares y los trabajos que había tenido. De manera más significativa, procuró resaltar sus logros negando la ayuda que Juan José Arreola le brindó para diseñar la estructura fragmentaria de Pedro Páramo y borró su relación con Faulkner. Alatorre lo contradice: "Por él supe de la existencia de John Dos Passos, de Willa Cather, de John Steinbeck, de Hemingway. [...] Y, sobre todo, me puso por las nubes las novelads de Faulkner" (Alatorre 2012, 923). En nota al pie, añade el testimonio del crítico Emmanuel Carballo, quien en 1953 recibió de manos de Rulfo "un ejemplar sudado y manchado por la lectura de Las palmeras salvajes". ¿Por qué una pasión tan clara se convirtió en motivo de ocultamiento? Alatorre (94) responde: "Consciente -y orgulloso- de la originalidad de Pedro Páramo, tan subrayada además por la crítica, Juan tiene que haber sentido que quienes hablaban de lo faulkneriano estaban achicando esa originalidad".

Es posible suponer que esa "flagrante mentira", como la llama Alatorre, también se sustentara en el hecho de que Rulfo sobrellevaba con dificultad el silencio en el que cayó después de haber publicado sus obras maestras. Incapaz de seguir escribiendo, decidió escribirse.

Numerosos autores recurren a variantes secundarias de la escritura para prestigar las obras previas, que ya no son capaces de crear; conciben ensayos y paratextos en los que, de manera retrospectiva, perfeccionan su estética. Rulfo carecía de ese talento argumentativo, pero era un notable fabulador. En consecuencia, reescribió su vida y construyó una persona alterna. Modificó fechas y lugares, inventó un linaje de héroes patrios y un trabajo en el que expulsaba extranjeros indeseables desde la Secretaría de Gobernación. Además, quiso asegurar su gloria negando ayudas e influencias externas. Su autoconstricción fue un brillante caso de bioescritura: silenciado en la página, Rulfo fabuló su vida.

Con toda intención, su lista de lecturas apuntaba a la singularidad. Prefería asociarse con autores muy poco frecuentados: Laxness, Lagerlöf, Bj0rnson, Sillanpää, Korolenko, Hamsun, Ramuz, Giono. De manera oblicua, aludía a estéticas de poderosa raigambre local trabajadas con severo rigor estilístico.

¿Cómo se transmite lo que parece intransferible? Recuperar por escrito el sabor de un guiso no depende de conocer la receta, sino de convertir los ingredientes en una ilusión literaria. Rulfo universalizó su experiencia a tal grado que Kenzaburo Oé se mudó a México para conocer el país que lo había hecho posible.

Sin embargo, nuestro contexto cultural prefirió ver al mayor narrador del momento como un misterio inexplicable y dramático. Las voces que animan El llano en llamas y Pedro Páramo con sospechas y suspicacias encontraron una caja de resonancia en la recepción de su obra, valorada, en muchas ocasiones, por motivos que despojaban al autor de su inventiva en favor de un logro colectivo, inseparable de su región. Como el tequila, que también viene de Jalisco, Juan Rulfo tenía "denominación de origen".


VOCES QUE NO CESAN: LA OBRA LITERARIA

"Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas"; con esta frase comienza "Macario", primer cuento de El llano en llamas. De manera emblemática, un virtuoso del estilo se sirvió de una voz incierta para ese cuento inaugural. Macario, un muchacho en el que se advierte una discapacidad psicológica, mira el mundo con inocente extrañeza. Bebe la leche de Felipa, una mujer que se acerca a verlo en las noches; ella le asegura que esa dicha lo convertirá en un demonio y al mismo tiempo lo tranquiliza, diciendo que no deja de rogar por él en la iglesia. En los ruidos de la naturaleza, Macario busca signos del Bien y del Mal. Construye una peculiar mitología para sobrellevar el pecado, y decide que cuando callen los grillos, saldrán las almas: "El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto".

Este primer cuento prefigura el entorno de Pedro Páramo. Macario es el vacilante oráculo de una profecía. Sus palabras comunican por error; lo que dice opera a contrapelo de lo que sugiere. Las mujeres con las que vive, su madrina y Felipa, son muy buenas con él; sin dejar de elogiarlas, revela que su vida con ellas pende de un hilo. Para ayudarlas, para que todo esté bien, vigila a las ranas. Si una sale de la alcantarilla, debe matarla para que no cante. El croar de las ranas hace que la madrina se despierte, y si ella se enoja pedirá a los santos que tiene en su cuarto que se lo lleven al infierno. El huérfano Macario vive atrapado en esa falsa causalidad, no muy distinta de la superstición o el pensamiento religioso. Hablar es un exorcismo que puede posponer pero no impedir el desenlace. Tarde o temprano, las almas en pena dominarán la realidad.

Un sustrato fantástico se insinúa bajo la superficie realista de los cuentos de Rulfo. "Tanta y tamaña tierra para nada", dice un personaje ante el agreste horizonte donde busca el predio que el reparto agrario le concede en el relato "Nos han dado la tierra". En efecto, no parece haber nada en la superficie, pero las almas, como las ranas de Macario, aguardan su oportunidad.

También el cuento "En la madrugada" alude a un sitio tan precario que no admite sucesos; ahí, las noticias salen de las tumbas: "Voces de mujeres cantaban en el semisueño de la noche: 'Salgan, salgan, salgan, ánimas en pena' ".

El tránsito de una temporalidad a otra (del presente efímero al regreso de las almas) se apoya en historias que dependen de un itinerario. El desplazamiento puede deberse a una huida ("El hombre" o "La noche que lo dejaron solo"), una peregrinación ("Talpa"), la búsqueda de una promesa ("Nos han dado la tierra"), la dispersión y la retirada después de una batalla ("El llano en llamas"), la vuelta al terruño ("No oyes ladrar los perros"), el arriesgado cruce de una frontera ("Paso del Norte") o la visita a un lugar insólito ("Luvina").

En esta narrativa de desplazados la mente opera con lentitud y las acciones se precipitan. Desde su temprana interpretación de la obra de Rulfo, Carlos Blanco Aguinaga advirtió un inquietante manejo del tiempo. La vida interior de los personajes se dilata, pero los hechos son instantáneos. Los estímulos sensoriales -una caricia, un olor- se evocan con detallada intensidad; en cambio, un asesinato se resuelve en una frase. El desajuste entre una percepción acrecentada y la rapidez del acontecer explica la excepcional tensión de las tramas rulfianas.

El recurso se vuelve extremo en "La noche que lo dejaron solo". Un combatiente cristero pierde contacto con sus compañeros y teme ser atrapado por las tropas federales. Debe apresurarse, de eso depende su salvación, pero su mente se detiene en cada piedra y cada arbusto. Aunque se deshace de su arma y sus municiones para aligerar el paso, su mirada registra en cámara lenta:

Se recostó en el tronco de un árbol. Allí estaba la tierra fría y el sudor convertido en agua fría. Esta debía ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se metía por debajo del gabán. "Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas".

Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se iba entumeciendo el cuerpo. (Rulfo 1953, 106)

Los dos compañeros que huían con él son detenidos y ahorcados. Él se acerca lo suficiente a los perseguidores para oír sus voces. Es el último que puede escapar. Pero no estamos ante un relato de acción, sino de percepción. Detallar las sensaciones del fugitivo es una técnica, pero también una moral. No se acaba con un cuerpo, sino con lo que lleva dentro.

La condición irrepetible de los personajes depende de lo que miran, pero sobre todo de cómo hablan. Ya sea a través de los diálogos o de la voz narrativa en primera persona, Rulfo crea personalidades que solo existen en sus páginas y, sin embargo, parecen resumir la atávica historia del campo mexicano La autenticidad de esas voces es su más logrado artificio.

Con reveladora intuición, Rulfo asocia la naturaleza con una conducta. En el relato "Es que somos muy pobres", los personajes se ven amenazados por las crecientes del río, espejo de sus actos. "A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas", dice el narrador. Como en tantas ocasiones, Rulfo se sirve de la torpeza verbal para lograr un efecto poético. El protagonista no sabe describir lo que ve, pero el apremio lo vuelve elocuente; sus metáforas llegan con atropellada eficacia: "volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura". La expresión "amontonadero de agua" no pertenece a una variante regional, sino a un lenguaje privado, inventado por Rulfo.

El río se lleva a Serpentina, la vaca de Tacha, hermana del narrador, que tiene doce años. El padre le había dado el animal para que tuviera de qué vivir y no siguiera los pasos de sus dos hermanas mayores, que no encontraron mejor modo de subsistencia que seducir a los hombres. El padre las corrió de la casa y teme que Tacha las imite. Su salvación era la vaca, pero el río arrasó con ella. ¿Qué futuro le espera? Los últimos dos párrafos sintetizan el drama:

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición. (Rulfo 1953, 35-6)

En esta página maestra, la chica lleva el río dentro del cuerpo; es una con la amenazante naturaleza; el agua que crece mide el avance del tiempo, de los pechos que aumentan de tamaño y anuncian que seguirá el destino de sus hermanas y venderá su cuerpo. Lo más conmovedor es que Tacha no llora por esto, sino por la vaca que ha perdido. Esa inocencia vuelve más doloroso lo que entiende su hermano.

La compleja red de significados de Rulfo pertenece a voces únicas. El hecho de que provengan de personas muy pobres sugirió que captaba formas asentadas de hablar, trabajadas por la costumbre, los modismos, las frases hechas. Nadie pensaría lo mismo de los reyes de Shakespeare. La hazaña de Rulfo no sucedió en palacios, sino en una tierra baldía.

Si los cuentos vaticinan que las ánimas pueden salir de su escondite, en Pedro Páramo eso ya ha sucedido. Todos los personajes están muertos. La razón por la que no pueden alcanzar el reposo es doble. Se trata de personas que han pecado y por las que nadie reza; son culpables y nadie las redime. Este predicamento tiene una causa política. Víctimas del cacique y de la explotación, han perdido sus tierras y toda capacidad de gestión.

Como señalé antes, el relato "Nos han dado la tierra" retrata el absurdo reparto que concedió a los campesinos mexicanos parcelas incultivables; al cabo de una larga travesía, los personajes se encuentran con un terregal. De esa arena, de esas piedras, surge una estética de la carencia anunciada en el título de Pedro Páramo.

En 1960, Rulfo escribió para el cineasta Antonio Reynoso el guion de una película breve e intensa, de apenas 12 minutos, que resumía el drama del México agrario. El título alude a la causa profunda por la que ocurren la mayoría de sus historias: El despojo.

En la primera toma, un campesino recibe un tiro de muerte. Lleva a cuestas un pesado guitarrón y el estruendo del balazo es seguido por una disonancia. Ese desajuste sonoro anticipa la estructura fragmentaria de la trama, que se remonta al pasado. El cacique le ha quitado su milpa y amenaza con quitarle a su mujer. En su agonía, el herido busca desenhebrar esa trama, pero regresa a la realidad donde fatalmente muere. La estética visual de El despojo recupera los espacios yertos, deshabitados, que Rulfo captó como fotógrafo. Un campo donde las huellas más notorias son las de los desaparecidos.

La película sirve de excepcional remate a la "época de oro" del cine mexicano, que exaltó la vida campirana protagonizada por "charros cantores" como Pedro Infante y Jorge Negrete. En los años 50, la mitología de la Revolución y sus largas cabalgatas desembocó en una nostálgica idealización de lo rural concebida desde las ciudades a través del cine, la radio y las canciones de José Alfredo Jiménez. Rulfo publica sus cuentos y su novela en medio de ese fervor por lo campirano y sus lánguidas guitarras. Sin embargo, mientras el muralismo exaltaba la riqueza agrícola del país y la propaganda del partido en el poder transformaba los lemas rebeldes de Emiliano Zapata en ideología oficialista, los campesinos eran dueños del polvo y no encontraban mejor alternativa que abandonar el país como en el cuento "Paso del Norte". La tierra pródiga recreada por el cine y la canción ranchera en realidad era un erial, un territorio vaciado, sometido al cacicazgo y al despojo.

En el relato "Luvina" esta realidad lacerante se transforma en un espacio fantástico. El protagonista llega a orillas de un pueblo abandonado; no necesita adentrarse en él para conocerlo porque comparte unas cervezas con un hombre que le describe minuciosamente el sitio como "la imagen del desconsuelo". La trama abre y cierra con una composición de lugar.

Todo en Luvina es motivo de abandono. Ahí, el único sonido es el persistente rumor del silencio; la gente ha desaparecido y el cielo está encapotado, desteñido: "Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros, ya no hay ni quien le ladre al silencio". El gobierno prometió ayudar a esa gente, pero pronto se olvidó de ella. El relator sigue ahí porque no puede abandonar a sus muertos.

En Había mucha neblina o humo o no se qué, libro que alterna la ficción con el ensayo, Cristina Rivera Garza encuentra el revés de esta trama. El pueblo de Luvina existe, pero no en Jalisco, la región de Rulfo, sino en Oaxaca. El autor lo conoció en alguno de sus muchos recorridos como vendedor de neumáticos para la compañía Goodrich, fotógrafo de obras públicas o investigador del Instituto Nacional Indigenista.

La Luvina de Rulfo es un símbolo de la tierra de nadie. Pero su condición fantasmal no se debe a un encantamiento. Según documenta Rivera Garza, el auténtico Luvina se despobló a causa de la migración. En el censo de 2012, contaba con 870 habitantes, pero 322 habían emigrado. La razón se explica por lo que el toponímico significa en zapoteca: "raíz de la miseria" o "raíz de la escasez".

Rulfo otorga peculiar fuerza a ese sitio deshabitado al describirlo por el carácter de quienes fueron sus habitantes: "Yo diría que es un lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara". Poco a poco se revela que eso era antes. La situación actual es peor porque todos se han ido.

Las almas en pena que protagonizan Pedro Páramo han pasado por un preámbulo similar; se trata de seres despojados; perdieron sus tierras y luego sus cuerpos. El responsable último es el cacique, el patriarca que se ufana de ser padre del pueblo entero. El protagonista inicial, Juan Preciado, llega a Comala en busca de su origen, porque le dijeron que ahí vivía su padre y porque su madre le pidió que la vengara del abandono en que la tuvo.

Emir Rodríguez Monegal subrayó la importancia de que la novela desemboque en el parricidio. En la confusa violencia del desenlace, quien ultima a Pedro Páramo es el arriero Abundio Martínez, uno de sus hijos. El personaje que abre la trama y que comunica distintas realidades llevando recuas de ganado, también la cierra, haciendo que el padre de todos se desplome "como un montón de piedras", cumpliendo así con lo que presagia su nombre.

Aunque ocurre en la última página, esa muerte "real" es, por supuesto, anterior a la ronda de los espectros que continúa habitando el pueblo.

Una de las muchas paradojas de Comala es que los seres sin cuerpo no han renunciado al deseo. El alma de Abundio Martínez aún siente a la mujer que "le raspaba la nariz con su nariz"; el erotismo es una nostalgia, pero también un anhelo presente, una irrealizable esperanza. "Es claro que las ánimas que se pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas", comenta Rivera Garza (2016, 182), y agrega que Rulfo pone peculiar atención en el deseo femenino y en la confusión de géneros (uno de los fantasmas, Doroteo, también es Dorotea). Al respecto escribe:

Rulfo no solo consigue cuestionar cualquier entendimiento fijo o sedentario de lo que es la identidad en general, sino que también trastoca, y aquí de manera fundamental, nociones perentorias u oficialistas de lo que es la identidad de género. Que esa identidad sea inestable y fluida, como lo sugiere la mera posibilidad de que un personaje pueda ser una u otro, y que además esa posibilidad "dé lo mismo", no se debe, claro está, a posición ideológica alguna o a vanguardismos extemporáneos, sino que obedece a la naturaleza liminal del lugar donde sucede la novela, así como al carácter fantasmagórico de todos sus personajes. El cuerpo sexuado de Dorotea puede ser Doroteo porque el de ella es, sobre todo, un cuerpo infértil.

La pulsión erótica muestra un resabio de vida, pero desata conflictos. En Comala nadie es inocente: desear significa transgredir. La pulsión liberadora del erotismo se reitera sin satisfacción posible.

Los personajes son víctimas condenadas a vagar entre la vida y la muerte, pero también son culpables. En su día, practicaron la intriga, la traición, el incesto. Una mujer asegura: "Nadie podría alzar sus ojos sin enseguida sentirlos sucios de vergüenza". Con todo, las almas en pena aún pueden ser redimidas. Para lograr el perdón necesitan que alguien rece por ellas.

En esta metáfora del despojo, la pobreza es tan radical que incluye a las acciones; los desposeídos han perdido la posibilidad de que algo les suceda; deben recorrer, para siempre, un decurso circular, semejante al del mito.

La única solución es que alguien ajeno a esa lógica los recuerde y rescate. Solo los vivos pueden hacer algo por los muertos. Rulfo desplaza la responsabilidad de salvar a esa gente al testigo de la novela, transformando la lectura en un desafío ético. La economía de la culpa y la redención debe ser resuelta en los márgenes del libro. Por su estructura y su significado, Pedro Páramo apela a un modo particular de leer, refractario a la indiferencia. El lector debe establecer conexiones y construir mentalmente la trama que llega en forma fragmentaria, con escenas que se repiten en busca de acomodo, como los cristales de un caleidoscopio que poco a poco trazan una figura.

Mucho antes de las desmesuradas redes sociales, Rulfo creó una ronda de personajes dispuestos a hablar sin encontrarse en la poderosa realidad virtual de la literatura. La composición de la obra depende de la participación activa de quien se adentra en ella. La lectura decide la trama y plantea un reto superior: ¿es posible intervenir en esa realidad?

Ciertos autores modifican no solo el modo de escribir sino de leer. A partir de El proceso y El castillo interpretamos el mundo en una clave distinta: Borges revirtió la tradición para entender la "influencia" de Kafka en Zenón de Elea y las burocracias pudieron ser vistas como una condena kafkiana. La literatura desborda sus límites en un campo expandido. Más allá de las páginas de Rulfo, la realidad aguarda una transformación tan necesaria como la que esperan los personajes de sus historias.

La renovada actualidad de Rulfo deriva de la condición perdurable de su obra, pero también de un marco histórico: la nación que retrata no ha dejado de imitarlo. La violencia, el ultraje, el despojo de los pueblos originarios y la gratuidad de la muerte determinan el tiempo mexicano. En la gramática de la sangre las aclaraciones siempre son póstumas (de manera elocuente, en "La Cuesta de las Comadres" un asesino le explica a un cadáver por qué lo mató). "¿Qué país es este?", pregunta un personaje del cuento "Luvina".

Rulfo nació en 1917, año en que se escribió nuestra Constitución vigente. Durante más de un siglo, la Carta Magna ha recibido 695 enmiendas según unos cálculos, 699 según otros. Ese palimpsesto no se concibió para ser leído, sino para que litiguen los abogados. Nada tan revelador como la prosa de Rulfo, nada tan oscuro como las leyes, que semejan las palabras herméticas de la religión: "Tú sabes cómo hablan raro allá arriba", dice una voz en Pedro Páramo, refiriéndose al tribunal del cielo.

El México contemporáneo busca a más de cien mil desaparecidos. En esta necrópolis de almas en pena, aprendemos geografía por los cambiantes nombres de las tragedias: Ayotzinapa, Tetelcingo, Acteal.

Después de El llano en llamas y Pedro Páramo, Rulfo dejó un puñado de cartas y textos excepcionales escritos para el cine. Habló con pícara inventiva de historias futuras a las que agregó títulos que se volverían legendarios (La cordillera, Los días sin floresta), pero, como el Zorro en la fábula de Monterroso, se rehusó a modificar una bibliografía perfecta.

¿De dónde surgen las voces rulfianas? Reiteremos lo dicho por Blanco Aguinaga: "Nadie escribe: alguien habla". El cuento "El hombre" ofrece una clave decisiva al respecto. De nuevo, Rulfo (1953, 39) vincula una conducta con el orden natural: "Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río". ¿Hay mejor retrato de la voz rulfiana?

Se podría escribir una genealogía fluvial de la literatura. Joyce vivía en París cuando luchaba con Finnegans Wake y por la noches se acercaba a oír el rumor del Sena en busca del ritmo exacto para el fluir de la consciencia; Hemingway entendió que la literatura moderna de Estados Unidos provenía del caudaloso Mississippi y del ánimo de cruzarlo; Saer definió el territorio al que volvía cada año como el "río sin orillas", imagen que confirmaba la amplitud de su imaginación; Pessoa se amparó en su heterónimo Alberto Caiero para decir que ningún río era más grande que el pequeño río de su pueblo. Cada autor encuentra un agua a su medida.

El río de Juan Rulfo fluye "mullendo sus aguas", "camina y da vueltas sobre sí mismo", de un modo tan suave y discreto que permite que la gente escuche su propia respiración. Ese río circula por dentro del cuerpo como un delgado sueño. Sus aguas inquietan porque no hacen ruido, o porque hacen el más fuerte de todos: el silencio.


Lista de referencias


Alatorre, Antonio. 2012. Estampas. Ciudad de México: El Colegio de México.

Blanco Aguinaga, Carlos. 1955. "Realidad y estilo de Juan Rulfo". Revista Mexicana de Literatura. Vol. I, n.° 1: 59-86.

Carballo, Emmanuel. 1954. "Arreola y Rulfo cuentistas". Revista de la Universidad. Vol. 8, n.° 10: 28-9.

Doñán, Juan José. 1996. "El milagro Juan Rulfo". La Jornada Semanal, suplemento cultural del periódico La Jornada. Nueva época, n.° 47, 28 de enero.

Rivera Garza, Cristina. 2016. Había mucha neblina o humo o no sé qué. Ciudad de México: Literatura Random House.

Rodríguez Monegal, Emir. 1974. "Relectura de Pedro Páramo ". En Narradores de esta América. Buenos Aires: Alfa.

Rufinelli, Jorge. 2003. "La leyenda de Rulfo: cómo se construye el escritor desde el momento en que deja de serlo". En La ficción y la memoria. Juan Rulfo ante la crítica, selección y prólogo de Federico Campbell. Ciudad de México: Era.

Rulfo, Juan. 1953. El llano en llamas. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

______. 1955. Pedro Páramo. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Sarlo, Beatriz. 1995. Borges, un escritor en las orillas. Buenos Aires: Ariel.