UNA NOVELA "QUEMADA"
LA APARICIÓN DE Los recuerdos del porvenir en 1963 representó un desafío para la crítica literaria mexicana. ¿Dónde se "debía" colocar el texto?, ¿a cuál tradición pertenecía?, ¿formaba parte de la renovación narrativa iniciada una década antes por Juan Rulfo?, ¿se podría ubicar "dentro" del corpus de obras escritas por mujeres en esos años?,1 ¿o pertenecía, por el contrario, a una tradición propia? El debate se ha mantenido a lo largo de los años, y volveré a él a lo largo de estas páginas.
La novela obtuvo, no obstante, el premio Xavier Villaurrutia (compartido con La feria, de Juan José Arreola), creado en 1955 para celebrar al mejor libro editado cada año (y que para entonces contaba, entre sus recipiendarios, a obras como Pedro Páramo, El arco y la lira y El libro vacío), y que hasta ahora es considerado como uno de los más importantes en México.2
No fue su primer libro. En 1958 había publicado Un hogar sólido, volumen que reunía seis piezas de teatro en un solo acto. Con esta obra Garro "rompió" con el teatro costumbrista mexicano. Su dramaturgia, según Emmanuel Carballo (2003, 487), es "realista, pero su realismo va más allá de la descripción de las costumbres y el análisis psicológico de los personajes". El teatro moderno en México se había consolidado en el período posrevolucionario con las obras de Rodolfo Usigli, Celestino Gorostiza, Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, entre otros. Garro, que fue alumna y "discípula" de varios de ellos, marcó distancia con la corriente realista y con el tratamiento de la historia nacional como tema de fondo. Algo similar iba a realizar con sus novelas y cuentos.
Por ahora me interesa resaltar que Elena Garro ingresaba al mundo de la narrativa con una prosa ya consolidada. No fue, por supuesto, la primera en retratar un microcosmos (geográfico y simbólico) dentro de un contexto histórico determinado -Agustín Yáñez y el propio Juan Rulfo ya lo habían hecho con Al filo del agua (1947) y Pedro Páramo (1955); y, antes que ellos, Nellie Campobello lo había inaugurado con Cartucho (1931)-, pero sí fue una pionera en el manejo de un universo narrativo complejo y múltiple, y en cohesionar acontecimientos históricos con la subjetividad de múltiples personajes y el uso de la polifonía como estrategia discursiva. Por ello, aún se discute (y se disputa) su papel fundacional en eso que algunos especialistas llaman "realismo mágico". Me parece, sin embargo, que ese es un debate estéril. Lo cierto es que Garro apareció en un momento de renovación formal para la literatura mexicana, y su obra tendría que redimensionarse dentro de ese contexto. Entre la década que va de 1953 a 1963 habían salido de la imprenta los dos breves volúmenes de Juan Rulfo, también había sido publicada La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, obra que inauguraba la tradición urbana en la narrativa mexicana.3 El campo cultural mexicano posrevolucionario había crecido, consolidando la creación de instituciones educativas enfocadas a la formación humanística (entre ellas, la literaria) y el desarrollo de diversas empresas editoriales (como el Fondo de Cultura Económica; la editorial Tezontle, primera enfocada en la publicación de obras de autores mexicanos; el departamento editorial de la Universidad Veracruzana donde, por cierto, Garro publicó la primera edición de su libro de cuentos La semana de colores en 1964; y la aparición de editoriales privadas como Era y Joaquín Mortiz). El ambiente era propicio para la manifestación de nuevas voces literarias y para el cuestionamiento del canon, impuesto décadas antes por diversos agentes (tanto individuales como colectivos) pertenecientes a los nuevos aparatos culturales emanados de las instituciones posrevolucionarias.
El medio cultural e intelectual mexicano estaba "dominado" por la llamada "Mafia", encabezada por el periodista Fernando Benítez, a la sazón director de La Cultura en México, continuación de México en la Cultura, y para entonces el principal suplemento cultural del país. Un año antes, en 1962, Carlos Fuentes había publicado Aura y La muerte de Artemio Cruz, dos obras que, a su manera, habían trabajado con elementos propios de la narrativa de Garro: lo fantástico y el cuestionamiento de la vigencia de la Revolución mexicana. Tales eran las circunstancias que envolvieron la publicación de Los recuerdos del porvenir, sumado a la aparición, ese mismo año, de La feria, de Juan José Arreola, libro que también le "robó" reflectores. Su nombre, sin embargo, comenzó a llamar la atención. Por esos días dejó de ser, ante la prensa y los medios culturales, la exesposa de Octavio Paz, y los primeros datos sobre su formación literaria comenzaron a aparecer gracias a entrevistas o notas de periódicos.
Elena Garro había asistido a la Escuela Nacional Preparatoria, cursando posteriormente algunas materias en la carrera de Letras.4 En la década de los 40 comenzó a escribir en la prensa, destacando como una periodista aguda y de prosa potente.5 El matrimonio y la relación con Octavio Paz (se casaron en 1937 y su unión duró, legalmente, hasta 1959) la alejaron del país. Regresó al mediar la década de los 50, fue en ese momento en que empezó su "carrera literaria". Dos factores determinaron el largo eclipse en la recepción posterior de la novela: su turbulenta relación con Paz y su postura ante los acontecimientos de 1968. El matrimonio y la ruptura con el poeta han sido un melodrama que ha empañado la apreciación de su escritura (o se la magnifica o se la ningunea): melodrama que la misma escritora se encargó de alimentar y propagar. La relación Paz-Garro ha creado dos corrientes extremas en la crítica literaria mexicana. Por un lado, los "pacistas" que reclaman por "herencia" el derecho a dictar las leyes en el campo literario; y las "garristas", que remarcan el papel de víctima de Elena y avivan la leyenda de un complot contra la autora y su obra. Ambas posturas no dejan ver un proceso mucho más profundo. Tanto Octavio Paz como Elena Garro encarnaron el proceso de radicalización en el campo literario moderno en México y su relación con la política, la historia y los movimientos sociales. Son figuras de autor que pusieron en juego (y en cuestionamiento) el papel y la función que tanto la literatura como los autores "debían" desempeñar en el México posrevolucionario (sus aspiraciones y anhelos, pero también sus limitaciones y errores). No niego ni el papel autoritario que muchas veces desempeñó Octavio Paz en el medio cultural ni los abusos y ninguneos que sufrió Elena Garro durante sus años crepusculares. Pero sí afirmo que, al menos en la actualidad, ambos ocupan un lugar central en los estudios literarios y precisan, por lo mismo, de relecturas críticas y de largos procesos de desmitificación.
Paz buscó, desde muy joven, desempeñar un papel protagónico en el ámbito cultural mexicano. Lo consiguió, finalmente, en la segunda mitad de la década de los 60, tras los acontecimientos del 2 de octubre de 1968. Elena Garro, en contraparte, se vinculó con la Confederación Nacional Campesina creada por el PRI y con el político Carlos Madrazo, dirigente nacional de ese partido en aquella época. En un artículo titulado "El complot de los cobardes" (publicado el 17 de agosto de 1968 en la Revista de América), Garro culpó a los intelectuales de manipular a los estudiantes, a quienes llamó "terroristas". Tras los acontecimientos de Tlatelolco, Paz y Garro desempeñaron roles antagónicos: el poeta se asumió como el paladín de los artistas e intelectuales, renunciando a la embajada de México en la India; Garro fue acusada por sus pares de ser una denunciante y se le vio y trató como a una apestada.
En 2006, varios documentos oficiales desclasificados por el IFAI (Instituto Federal de Acceso a la Información) reavivaron la polémica. Algunos críticos, como Christopher Domínguez Michael, afirmaron que Garro fue informante para la Dirección Federal de Seguridad (DFS) durante ese álgido año.6 El resto es historia conocida: un relato de persecuciones y espionaje (más ficticio que real) que culminó con un largo autoexilio en Europa (a partir de 1972) y el regreso definitivo a México en 1993.
Tales fueron las circunstancias que envolvieron la aparición y recepción primera de la novela. Su gestación también parece un relato de aventuras. La genealogía de Los recuerdos del porvenir es casi mitológica. Los derroteros del manuscrito darían material para una novela. Según el propio testimonio de la autora, la obra fue escrita en Berna, Suiza, en 1953 (otras versiones la datan en 1951, en París), guardada en un baúl, extraviada en un hotel de Nueva York, recuperada por su hermana Estrella y publicada, gracias a la gestión de Octavio Paz, por Joaquín Mortiz. En una carta enviada al crítico Emmanuel Carballo (2003, 485) (e incorporada por este en una de las múltiples reediciones de su libro Protagonistas de la literatura mexicana) desde París, en 1980, le confesaba:
En 1953, estando enferma en Berna y después de un tratamiento de cortisona, escribí Los recuerdos del porvenir como un homenaje a Iguala, a mi infancia y a aquellos personajes a los que admiré tanto y a los que tantas jugarretas hice. Guardé la novela en un baúl, junto con algunos poemas que le escribí a Adolfo Bioy Casares, el amor loco de mi vida y por el cual casi muero, aunque ahora reconozco que todo fue un mal sueño que duró muchos años [...] En 1960, Estrella mi hermana recogió un baúl en el hotel Middletown de Nueva York y me lo trajo a Francia. La novela estaba medio quemada. Yo la puse en la estufa en México y Helenita Paz y mi sobrino Paco la sacaron del fuego. De manera que tuve que remendarla.
Elena Poniatowska (1998) describe la obra como "un diario de infancia", es decir, como la transcripción de los recuerdos de Elena Garro en Igua la, Guerrero. Algo parecido opina Carballo (2003, 488), quien la lee como "transmutación de la Iguala infantil de la autora". Pero el pasado de la escritora está transfigurado aquí a través de la ficción. Mito e historia se fusionan en la prosa.7 A la linealidad de la historia oficial se opone la circularidad del mito: el eslabón es la memoria y esta funciona como dispositivo narrativo.
El trabajo de Garro con el registro de los géneros referenciales es variado. En la ficción, lo biográfico aparece como un detonante de la escritura; esto otorga a sus obras una dimensión testimonial: es el registro de cómo la historia y la política han impactado en la vida (y en el cuerpo) de la autora, o de sus seres cercanos. Pero también la ficción opera en la memoria: Garro fue una "mitómana" (en el buen y mal sentido de la palabra): contó, una y otra vez, su vida en un modo discursivo que iba de la épica a la paranoia. Muchas de sus críticas, como Lucía Melgar y Margo Glantz, dividen su obra en dos grandes períodos y describen al segundo (que parte de los acontecimientos del 68 y de su cinematográfica huida de México en 1972) como condicionada por la idea (o, mejor dicho, la obsesión) de la persecución y del escape. (En este corpus entrarían obras como Andamos huyendo, Lola [1980], Testimonios sobre Mariana [1981] y Reencuentro de personajes [1982]). En la primera etapa, por contraste, prevalecerían la imaginación y la "fantasía", aunque en ningún momento su escritura está exenta de realismo y violencia.
Lucía Melgar sostiene, por ejemplo, que en la obra de la escritora "pueden distinguirse dos vetas principales: lo fantástico, con matices luminosos, y la representación de la violencia" (Garro 2006, 12). Historia y mito se fusionan en su escritura, cambiando (o, mejor dicho, alterando) la percepción temporal. Melgar apunta también que, en su obra, destacan tres referentes históricos concretos: "La Revolución mexicana, la guerra cristera y la guerra civil española... (11). En Los recuerdos del porvenir la revolución es el pasado inmediato: el estallido de la transformación y el detonante de la alteración principal de Ixtepec: "La Revolución estalló una mañana y las puertas del tiempo se abrieron para nosotros" (Garro 1992, 34). La guerra cristera es, al mismo tiempo, una prolongación y una variación de este "fenómeno temporal". Si con la revolución el tiempo se abre para Ixtepec, con la guerra cristera se reconfigura, transformándose en un eterno presente (el momento de la narración).8 El tiempo cíclico del mundo rural e indígena se ve ahora intervenido por la verticalidad de las fuerzas del "progreso". Y ese "desajuste" solo puede ser narrado a través de una polifonía particular...
"EL PORVENIR ERA LA REPETICIÓN DEL PASADO" O LOS MUERTOS TOMAN LA PALABRA...
El inicio de la novela (uno de los comienzos más célebres de la literatura mexicana moderna: "Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente. Solo mi memoria sabe lo que encierra" [9]) presenta al mismo tiempo la disposición de un modelo narrativo: Ixtepec hablará de sí mismo pero, para hacerlo, tendrá que encarnar en sus habitantes y evocar un período excepcional: la toma militar a cargo del general Francisco Rosas: "Cuando el general Francisco Rosas llegó a poner orden me vi invadido por el miedo y olvidé el arte de las fiestas" (12).
¿Cómo describir esa "alteración vital"? A través de un coro de voces y de una familia en concreto: los Moncada; ellos representan tanto lo externo como lo interno del pueblo. Martín, el padre, vive en un permanente cruce temporal (en cierta forma, su conducta es la cristalización del modelo narrativo de la novela): fuera del presente, atado al pasado y con nostalgia del futuro. Su casa es el epicentro (tanto del pueblo como de la narración): "En esta calle hay una casa grande, de piedra, con un corredor en forma de escuadra y un jardín lleno de plantas y de polvo. Allí no corre el tiempo: el aire quedó inmóvil después de tantas lágrimas" (10). Una de las preguntas recurrentes que se formula Martín Moncada ante el sinsentido de su existencia es: "¿Qué es el porvenir?" (19). Su criado, Félix, representa la conexión con el mundo exterior, a través de él se introducen los acontecimientos que alteran la vida de la familia (y del pueblo): "¿Qué sería de él [de Martín Moncada] sin Félix? Félix era su memoria de todos los días" (21).
La genealogía de Ixtepec, sus trasformaciones, cambios de asentamiento, todo eso queda en un pasado difuso (un tiempo sin tiempo): el presente (ese futuro lleno de recuerdos y de memoria) abarca ese breve período marcado por la circunstancia histórica que, al narrarse, se vuelve como una espiral que se mueve, pero no avanza. Por ello ese presente se agiganta en ciertos personajes -Julia e Isabel- pero también en Rosas, pues, como asegura Carballo, ellos "dejan atrás el pasado y se desentienden del futuro, viven en un presente infinito y en ocasiones perfecto ('Todo es presente', ha dicho Octavio Paz, (488) cuyo influjo es visible en esta obra)".9
Dentro de ese presente infinito, la historia se desdibuja y deja ver sus cuarteaduras. La revolución ya no es la revolución, sino su contracara: la traición... El narrador, Ixtepec, habla desde la memoria de sus habitantes, pero también desde la perspectiva historiográfica:
Hubo un tiempo, cuando Venustiano Carranza traicionó a la Revolución triunfante y tomó el poder, en que las clases adineradas tuvieron un alivio. Después, con el asesinato de Emiliano Zapata, de Francisco Villa y de Felipe Ángeles, se sintieron seguras. Pero los generales traidores a la Revolución instalaron un gobierno tiránico y voraz que solo compartía las riquezas y los privilegios con sus antiguos enemigos y cómplices en la traición: los terratenientes del porfirismo". (70)
La revolución traicionada es uno de los grandes trasfondos de la narrativa garriana. La creación y el rescate de personajes marginados es otro. El vaso comunicante entre un trasfondo y otro es el modo de narrar. El universo literario de la autora presenta, así, un gran repertorio de voces y sujetos como mujeres, indígenas y niños, para quienes, como afirma Lucía Melgar, la percepción temporal suele ser distinta. Narrar la historia de los olvidados por la historia, desde los mismos márgenes históricos, fuera de los alcances del poder. Para el caso de la historia mexicana del siglo XX, ese proyecto narrativo se enfrenta, invariablemente, con las contradicciones del discurso posrevolucionario. En ese sentido, Los recuerdos del porvenir es la crónica del inevitable des encuentro entre el proyecto (y la imposición) del Estado-nación y la realidad heterogénea del país. Pero, por supuesto, el libro va mucho más allá del plano de la denuncia. Tal como apunta Carballo (488):
Se ha afirmado que la novela es una obra zapatista, que muestra simpatía por la rebelión de los cristeros, que es un examen del fracaso de la Revolución, que incide en lo que se llama ordinariamente visión del mundo reaccionaria. Los críticos que así opinan no entienden el propósito de Elena Garro al escribir esta novela, propósito que se despreocupa, por lo menos fundamentalmente, de la historia patria, las creencias y las ideologías.
Coincido con Carballo en que resultaría un error de miras reducir la obra o adjetivarla como una novela de la revolución, o como un texto zapatista; en contraste, disiento de él en lo referente al "propósito" de la autora (que no me parece tan relevante: evidentemente, Los recuerdos del porvenir va más allá de las intenciones de Garro, hayan sido estas estéticas, políticas o ideológicas). Tampoco creo que la "despreocupación" haya sido tan grande. Historia y ficción comparten importancia en las páginas del texto. Concuerdo, por lo mismo, con Lucía Melgar (2006, 13) cuando señala que "en la obra de Garro lo sobrenatural, lo irracional, lo oculto, lo reprimido y lo olvidado resurgen en la superficie del ámbito ficticio y de la escritura para cuestionar desde dentro la visión hegemónica, patriarcal, blanca o criolla, racional y razonable, del mundo y del sujeto". Pero añado algo fundamental: para que este procedimiento narrativo surta efecto, resulta de vital importancia la contextualización histórica. No digo con esto que su escritura dependa de ese marco de referencia, solo destaco que el equilibrio entre lo histórico y lo ficcional es requisito para la concreción de la voz narrativa, sobre todo en Los recuerdos del porvenir.
Y creo que es, precisamente, en el tratamiento del lenguaje donde radica la fuerza y la "originalidad" de la obra. No estoy afirmando nada nuevo, lo sé bien. Solo intento remarcar el aspecto central de esta novela. Concentrarnos en el lenguaje implica la formulación de la pregunta inevitable: ¿quién es el narrador? La respuesta inmediata sería: Ixtepec. Es verdad: ese pueblo ficticio, inspirado en Iguala, Guerrero, es el encargado de verbalizar el relato. Esta respuesta resulta, por supuesto, insuficiente. El proceso es más complejo. Para definir esa complejidad, bien cabrían aquí, mutatis mutandis, las palabras que Mijail Bajtín (1986, 16-7) dedicó a la poética de Dostoievski:
En sus obras no se desenvuelve la pluralidad de caracteres y destinos dentro de un único mundo objetivo a la luz de la unitaria conciencia del autor, sino que se combina precisamente la pluralidad de las conciencias autónomas con sus mundos correspondientes, formando la unidad de un determinado acontecimiento y conservando su carácter inconfundible.
Elegir como narrador a un pueblo (real o imaginario) es una apuesta riesgosa, que puede derrumbarse en cualquier momento. Cuando el libro apareció, este aspecto fue el flanco más débil para los ataques de la crítica. En un artículo que daba cuenta de las novelas de 1963, la ensayista María Elvira Bermúdez (1964, 9) cuestionaba esta estrategia narrativa (dar voz a una cosa inanimada): "Tan ambicioso propósito no se logra del todo, no solo porque Ixtepec se vea obligado a las veces a hablar de sí mismo en tercera persona, sino porque la novela se desliza por un cauce netamente objetivo, solo de cuando en cuando interrumpido por la intromisión de Ixtepec". Carballo (2003, 498) no esquiva tampoco este asunto, pero trata de darle la vuelta: "Referida en primera persona, Los recuerdos del porvenir llega a los lectores a través de un personaje-narrador inanimado: el propio pueblo de Ixtepec. Pueblo para el cual 'el porvenir era la repetición del pasado', recuerda sus pagados días y sus horas en que el milagro revive esperanzas que parecían ya desilusiones".
Un poco más adelante volveré sobre este punto, por ahora remarco que la voz narrativa se asume como la conciencia de Ixtepec: "Yo solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga" (Garro 1992, 9). Memoria como condena donde la muerte no es el olvido, sino el detonante del ejercicio narrativo: Los recuerdos del porvenir hace de la memoria una forma de experimentación temporal (hablar desde la muerte, es decir, desde una temporalidad distinta al presente, pero atada a este) y de delimitación geográfica (establecer un espacio simbólico donde, precisamente, la muerte es la repetición de las palabras): "Y como la memoria contiene todos los tiempos y su orden es imprevisible, ahora estoy frente a la geometría de luces que inventó a esta ilusoria colina como una premonición de mi nacimiento" (12). Fuera de los límites de Ixtepec, la historia transcurre de manera lineal; al interior, todo avanza en círculos, hacia el pasado y hacia el futuro. Cada página contiene a las anteriores. Como señalé más arriba, Martín Moncada parece estar consciente de este modo de narrar (y de ser la propia encarnación del mismo): "Él sabía que el porvenir era un retroceder veloz hacia la muerte y la muerte el estado perfecto, el momento precioso en que el hombre recupera plenamente la memoria" (33).
La circularidad es la condición de ese microcosmos, una inmovilidad que solo es sacudida por la violencia: "Como en las tragedias, vivíamos dentro de un tiempo quieto y los personajes sucumbían presos en ese instante detenido. Era vano que hicieran gestos cada vez más sangrientos. Habíamos abolido al tiempo" (63). Felipe Hurtado, el extranjero, ingresa al pueblo y rompe por momentos su circularidad; ¿quién es él?, y ¿cuál es su relación con Julia? La tentativa de respuesta a estas preguntas nos otorga una sola certeza: él es el extranjero, y su condición resulta otro de los detonantes para la alteración temporal y narrativa de Ixtepec: "No cabía duda, se trataba de un extranjero. Ni yo ni el más viejo de Ixtepec recordábamos haberlo visto antes" (88). El pueblo es a la vez un ciudadano más, habitante de su propio espacio. ¿Es posible narrar y ser al mismo tiempo el espacio narrado? El desdoblamiento es fundamental para hacer avanzar al relato. La escritura otorga un cierto orden a esa maraña de recuerdos e imágenes: realiza descripciones, introduce diálogos, emite juicios, entrega prolepsis y analepsis según convenga a la historia, pero al mismo tiempo señala sus limitaciones y sabe que está muy lejos de ser el narrador tradicional que controla y contiene toda la historia. Su condición intradiegética lo obliga a mostrar su subjetividad. A veces, las emociones le nublan el juicio y las descripciones se cargan de negatividad; las predilecciones se muestran sin ningún empacho. Incluso lo que muestra de sí mismo, de Ixtepec, es parcial y selectivo.
Por ello, Ixtepec es un narrador confuso. La primera persona del singular humaniza ese espacio inanimado y lo convierte en un personaje, pero, sobre todo, en soporte de otras voces. Ixtepec no es ya un pueblo, sino un cementerio de piedra, lugar de enunciación polifónico y espiral atemporal. Como señala Margo Glantz (1999, 684): "La escritura se instala deliberadamente en la ambigüedad y permite una metaforización del tiempo, transformando en materia novelesca, es decir, lo que ha podido inscribirse en piedra y actuar como memoria, o más bien, la escritura ha hecho que la piedra sea el lugar de inscripción de una memoria perdurable".
Esa traslación narrativa no pasó inadvertida para Carballo (489), quien destacó los riesgos y resaltó las habilidades técnicas: "Este truco narrativo condiciona la arquitectura de la novela. En ocasiones el pueblo parece una persona, en otras un coro que aprueba y desaprueba; en ocasiones Ixtepec narra, en otras juzga. A veces parece que participa en la acción y a veces que es un espectador displicente" (489).
Sin que la autora y el lector se den cuenta, y en forma tácita, el punto de vista narrativo se desplaza del pueblo a los personajes individuales. Así se evita la rigidez fatigante de ese truco que nada tiene de original y sí, mucho, de peligroso. Los riesgos que ofrece. La monotonía, la inverosimilitud de personajes y acciones los salva Elena Garro con habilidad y talento. Otro peligro en el que numerosos novelistas naufragan, la prosa de aliento poético, lo salva la autora con limpieza y efectividad. La poesía en Los recuerdos del porvenir es dinámica, va más allá de las palabras, condiciona los actos y modifica a las personas. (489)
Esa prosa poética, que tampoco pasó inadvertida desde las primeras reseñas,10 en rigor era consecuencia de una preocupación formal de primer orden. La relación (y tensión) entre el lenguaje y la realidad es otro de los intereses básicos de la novela. En la primera parte, por ejemplo, el narrador (Ixtepec) le "cede" momentáneamente la voz a Juan Cariño, el loco del pueblo, pero antes lo describe como un amante de los diccionarios, pues "las palabras eran peligrosas porque existían por ellas mismas y la defensa de los diccionarios evitaba catástrofes inimaginables" (59). ¿Pueden las palabras transformar la realidad? La novela expone ese "fracaso" y por ello solo se concentra en la evocación, en recordar ese porvenir que ya pasó y quedó rebasado en el tiempo o, mejor dicho, fuera de él. Los muertos hablan aquí porque su memoria representa un modo de perpetuidad: la imposibilidad de superar los acontecimientos y dejarlos atrás, en el ayer.
Tal vez por ello Margo Glantz (1999, 692) ha afirmado: "No me cabe duda: Los recuerdos es una novela cuyo tema principal es la muerte". Yo diría, más bien, que la muerte se convierte en las páginas de esta obra en una condición para narrar: el lugar de enunciación. Pero el tránsito no es notorio, sino ambiguo. El narrador, Ixtepec, pierde el control de su relato, y este es retomado por los personajes, pero sin identificarse de manera individual. El gran motor para este desplazamiento es la rebelión. La revuelta como acción contra el poder. Y también: la revuelta como la posibilidad de escapar a la omnisciencia de la narración. De ahí que la batalla principal en la novela no sea de los hombres (mucho menos de los militares), sino de los personajes femeninos. Tal como sostiene Fabienne Bradu (1987, 15): "La gran rebelión de la novela es la de Julia, la protagonista que más se acerca al prototipo femenino que reaparece en cada una de las novelas y en algunos cuentos de Elena Garro".
Su revuelta (es decir, su huida) sacude primero al hotel Jardín (donde están instalados el general Rosas y su ejército) y luego a todo el pueblo: su escape deja una huella.
El doblez de Julia, Isabel, se convierte en el centro de gravedad de la segunda parte. Su rebelión, sin embargo, es interior (contra las formas convencionales). "Julia e Isabel son dos caras de la misma moneda: para aquella es dicha; para esta, infortunio" (Carballo 2003, 488). La narración no pierde complejidad, pero sí cambia el tono: "Después volví al silencio" (149), son las primeras palabras de la segunda parte. El silencio se vuelve elocuente y comienza a resignificar a partir de las ausencias.
El desenlace conduce irremediablemente a la imposibilidad de seguir narrando: "A veces los fuereños no entienden mi cansancio ni mi polvo, tal vez porque ya no queda nadie para nombrar a los Moncada. Aquí sigue la piedra, memoria de mis duelos y final de la fiesta de Carmen B. de Arrieta" (294-5). La memoria es un modo narrativo que invariablemente avanza en círculos.