La ESTRUCTURA CIRCULAR de La amortajada propone la suspensión del instante de la muerte de la protagonista en dos tiempos, el de "la muerte de los vivos" y el de "la segunda muerte, la muerte de los muertos". Durante ese intervalo que supone aproximadamente doce horas, se despliega la revisión de la existencia de Ana María que culmina con la paulatina disolución de su cuerpo hacia lo más profundo de la materia y lo telúrico para integrarse, finalmente, en "una constante palpitación del universo". Todo esto irá siendo informado en una alternancia de tiempos verbales presentes y pasados, por intermedio de voces polifónicas: la de la propia difunta, en estilo directo e indirecto libre, y la de algunos de los seres que la están velando, en vista de que la situación narrativa básica (la del presente de la muerte) es tratada siempre con el distanciamiento del discurso indirecto libre, mientras que las instancias del pasado se presentifican a través de monólogos (Rodríguez Pasqués 1983). Un movimiento mediante el cual el foco se distancia del cuerpo inerte y se aproxima a las escenas evocadas por la memoria, como emulando el proceso de esa consciencia despegada del cuerpo físico que emprende un viaje de relectura y comprensión de toda una trayectoria vital.
Ya de por sí, la decisión formal de María Luisa Bombal significaba un tour de force impresionante que implicaba, más allá de la confianza en las posibilidades de la imaginación, un enorme dominio y destreza para no desembocar en un gótico anacrónico o un esoterismo.1 Una de las estrategias fue mantener una relación de absoluta naturalidad, carente de cualquier patetismo, marcada incluso por manifestaciones de profunda alegría en el tratamiento de ese estado de entrelugar, a medio camino entre la vida y la muerte. En las primeras líneas de la novela el lector es convidado a aceptar el pacto de credulidad y dar por sentado que es allí, en ese lugar-tiempo imposible, donde se sitúa el punto de vista principal del relato. A pesar de su absoluta inmovilidad física, Ana María ve, escucha y razona con pleno dominio de sus facultades mentales.2 Puede observar, por ejemplo, sus manos y sus pies, y se queja de que hayan olvidado recogerle el cabello, como se quejará también hacia el final de que tras su fallecimiento hayan desplazado de lugar la alfombra azul de la casa.
Digamos que, enmarcado por esa escena sobrenatural que también irá a cerrar la novela, todo lo demás sigue un flujo de absoluta naturalidad. De alguna manera, Bombal estaba quebrando paradigmas genéricos al mezclar en la misma olla un ingrediente de cuño casi paranormal con la marcha de un impresionismo subjetivo del mundo a su alrededor, un poco al sabor de la memoria involuntaria proustiana.
El relato mantiene de esa forma un tono leve con rasgos de cierta puerilidad que descartan el patetismo y proponen un singular acercamiento familiar a la experiencia de la muerte, esa "muerte dulce, sin terror, casi amiga" (Merino, en Guerra 1996, 405). Se suman los varios momentos de sensaciones de libertad y de alegría que se van apoderando de la difunta, haciéndola sentirse "sin una arruga, pálida y bella como nunca" e invadida por "una inmensa alegría" (Bombal 1996, 97).3 El dolor y los padecimientos de la enfermedad quedan resumidos a una etapa superada por este estado de serenidad y de placidez que todo lo va abarcando.
No deja de impresionar la edad que María Luisa Bombal tenía al escribir estas líneas. Es cierto que, con apenas veintisiete años, la muerte ya había sido para ella una experiencia vivenciada con la pérdida del padre y una tentativa frustrada de suicidio que, por lo demás, queda registrada en esta novela. Pero, aun así, llaman la atención la naturalización del evento y la conciencia de que en ese instante final es cuando los acontecimientos de una vida, exentos ya de las pasiones que los circundaron, cobran otra dimensión, la de una historia con comienzo, medio y fin. En este sentido, la narrativa establece un vivo contrapunto entre la manera cómo las experiencias fueron vivenciadas en su momento y el modo cómo van siendo redimensionadas por la perspectiva temporal distanciada que les otorga otro valor dentro de la nueva gramática general del acontecer.
Resulta, asimismo, asombrosa la madurez y la libertad con la cual la joven escritora enfrentó los temas de un embarazo, de un aborto natural y de las complejas relaciones amorosas antes, dentro y después del matrimonio. Sumado a todo ello está el mencionado expediente polifónico de la entrega que da cuenta de un universo de sentimientos desencontrados, frágiles y contradictorios, tanto en el plano material como en el plano espiritual. Si bien las frecuentes oscilaciones sentimentales de la protagonista pueden tener alguna inspiración en modelos literarios decimonónicos de histeria femenina (Manzi 2015, 202), la novela también se liga a una percepción psicológica -concretamente vinculada al siglo XX- de los vaivenes emocionales adolescentes y juveniles. Eso se observa, por ejemplo, en las intensas e inestables relaciones amorosas que la protagonista establece en su fase juvenil, en particular con el primer amor y luego con el marido. Ninguno de los dos personajes adquiere voz propia en el relato,4 lo cual no permite organizar el cuadro completo. Es ella quien, por medio de un discurso indirecto libre, ahonda en la subjetividad de su pasado y ofrece su versión de los importantes papeles que ambos jugaron en su vida; es ella quien nos cuenta el repentino y doloroso abandono del "casi primo", después de tres veranos siendo "suya"; es ella quien recuerda que, recién casada con otro y sin lograr olvidarlo, dejó entonces al joven marido, a su vez locamente enamorado de ella. Nunca, recuerda ella, había visto a nadie palidecer de esa forma, como cuando le informó que quería irse.
Los vaivenes emocionales seguirán pautando gran parte del devenir de esa joven mujer. Tras largos meses separada, se va dando cuenta de que "no se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado" (148-9) y de que se ha enamorado de su marido, Antonio, que "no era el tirano ni el ser anodino que hubiera deseado por marido. Era el hombre enamorado, pero enérgico y discreto a quien no podía despreciar" (147). Decide entonces volver, aunque él, cuyo sufrimiento solo podemos imaginar, reclama "tiempo para curar su herida" (150). La pareja retoma eventualmente su convivencia, pero él ha dejado de quererla como antes y la relación, con altibajos, se irá agrietando hasta terminar en indiferencia y odio. Será entonces ella quien va a sufrir.
Es evidente el tenor melodramático y estereotipado de estas escenas como las del resto de la producción bombaliana, pero esto no debe asumirse como defecto a priori, sino como elemento constitutivo de una mirada contradictoria sobre el mundo moderno, plasmada en una escritura que se apoya en vivencias propias de su tiempo y de su clase, así como en lecturas más bien conservadoras del archivo. Pero en Bombal, y a pesar de ella misma, hay más.
El esquema: [Ana María ama a Ricardo que la abandona -Antonio ama a Ana Maria que se casa con él sin amarlo- Ana María descubre que ama a Antonio que no la ama más] es una fórmula que ostenta en su centro un tópico novelesco de raíces antiquísimas. La poesía pastoril hizo de ese esquema de amores desencontrados su motor; sor Juana Inés de la Cruz le otorgó formas barrocas en sus sonetos; el realismo decimonónico lo desarrolló desde todas sus posibilidades; y con la ópera (el melodrama por excelencia) adquirió hasta un nombre, la donna è mobile.
Si nos acercamos al espectro de lecturas de la propia Bombal, aquí el paralelo con la novela superventas de Margaret Mitchell Lo que el viento se llevó surge casi naturalmente, sobre todo cuando leemos lo que José Bianco recordaba en un homenaje a Bombal, en 1984:
Sería hacia 1937. María Luisa había publicado La última niebla y estaba escribiendo La amortajada. Yo escribía artículos literarios y estudiaba Derecho. [...] A la noche, para conciliar el sueño, después de tanto código y tantas tazas de café -eso era antes de rendir el examen, desde luego- leía Gone with the wind, y al día siguiente, ya entrada la mañana, comentábamos por teléfono con María Luisa las aventuras de Rhett Butler y de Scarlet O'Hara. "Esa sí es una novela formidable -decía María Luisa- y no las leseras que yo escribo. Sin embargo, no tengo menos talento que Margaret Mitchell. Pero qué le vamos a hacer, tengo un talento de otra clase. Soy un poeta en prosa". (Bianco 2008, 19)
Las idas y vueltas sentimentales de la protagonista en La amortajada son, de hecho, muy similares a las de Scarlet O'Hara, dividida entre la ilusión por Ashley Wilkes y su pasión por Rhett Butler. Pero como Bombal reconoce ("tengo un talento de otra clase"), el tratamiento que ella les confiere es de otra naturaleza. El tema rastreable en la tradición literaria más lejana y más cercana está ahí, pero lo que importa es cómo Bombal se vale de inmersiones dentro del foco subjetivo de una determinada feminidad para internalizarlo, cómo opera con los vaivenes temporales que minan el tiempo cronológico, cómo despliega las escenas al sabor de la memoria involuntaria creando efectos cubistas, cómo emplea el uso de repeticiones de frases, de anáforas que operan a modo de faroles poéticos que apuntan hacia una organización extremadamente lógica y cerebral del lenguaje, aunque muchas veces tengamos que admitir que cae en sentimentalismos y lugares comunes.
Pero no resulta productivo hacerse la pregunta sobre lo que Bombal no hizo. Sobre todo, si pensamos que los procesos de ruptura implican necesariamente ciertas continuidades. Si en vez de medirla con el archivo europeo o norteamericano la colocamos en perspectiva con la prosa latinoamericana, por ejemplo, la de un Alberto Blest Gana (que ella nunca mencionó), Bombal muestra un tratamiento completamente nuevo de unas complicaciones románticas que son, en última instancia, bastante similares. Pensemos en las idas y vueltas sentimentales entre Leonor y Martín (Martín Rivas, 1862), entre Luisa y Abel (Durante la reconquista, 1909).5 Las tensiones y movimientos circunstanciales en torno a las protagonistas de Blest Gana ceden lugar ahora a tratamientos nuevos, con complejidades psicológicas, tiempos subjetivados, internalización de los puntos de vista y recursos estilísticos y formales como los mencionados más arriba. Ya he esbozado en otra oportunidad que Gladys Fairfield, la última novela de Blest Gana, fracasaba justamente allí donde Bombal iba a acertar veintitantos años más tarde (Hosiasson 2020, 190). El sentimiento de un mundo de significados inabarcables en su totalidad y de toda una episteme en crisis sería aquí tamizado por una nueva forma, a partir de una perspectiva subjetiva y femenina.
En 1968, La amortajada había cumplido ya treinta años cuando Bombal decidió agregarle diez nuevas páginas al original, como ha quedado registrado en una entrevista de 1967 con Carmen Merino (Gligo 1984, 135). A partir de esa cuarta edición en adelante, todas las publicaciones posteriores incorporaron esa modificación, con excepción de una edición mexicana realizada por la UNAM en 2004, que mantuvo el formato original de 1938. Lo sorprendente, como resalta Blanca Mondragón (2010, 164), es que esas opciones entre el original y la versión aumentada no fueran nunca debidamente registradas. Yo misma, como traductora de la novela al portugués (Bombal 2013), debo admitir que tampoco consideré ese hecho. Queda aquí reafirmado el dato, nada irrelevante, que deberá ser consignado en futuras ediciones, sobre todo porque tiene implicaciones en la armazón general de la novela. El agregado de 1968 incorpora el largo monólogo del padre Carlos cuando asiste a su oveja descarriada a la hora de la muerte y recuerda con detalles las varias formas de contravenciones religiosas que Ana María perpetró desde su infancia. Releyendo el original (que se mantiene en la segunda edición de 1941), esa inclusión tardía del fragmento parece quebrar el ritmo de la novela, al retomar un tema que había sido ya suficientemente abordado en el diálogo con la hermana beata, Alicia, y al introducir, a último momento, personajes despegados del resto del universo narrativo, como el peón llamado Doro. Mondragón lee e interpreta a partir de esa segunda versión y centraliza su lectura en la verificación detallada de las contravenciones religiosas de la protagonista, a despecho de una educación religiosa en el convento y de su participación, aunque displicente, en los diferentes rituales de la liturgia católica. Hasta el momento final, la protagonista no capitula sobre su distancia fundamental con relación a los dogmas, apostando siempre en dirección a una forma de religiosidad introspectiva, la de "un Dios más secreto y más comprensivo" (121).
Quiero detenerme un poco aquí en un tema que se relaciona directamente con ese aspecto tratado por Mondragón y que va también en dirección de una interpretación libertaria de la trayectoria de la protagonista. Ya ha sido comentado desde las oblicuas anotaciones de Amado Alonso en 1936, pasando por las constataciones de Lucía Guerra (2012, 166) que, en la literatura hispanoamericana, con La última niebla estamos frente al primer abordaje directo del orgasmo femenino desde un punto de vista femenino. Pero me parece que en esta, su segunda novela, no se ha resaltado aún suficientemente la fuerza erótica libertaria con que también su protagonista se enfrenta a su destino, así como lo hace ante las doctrinas católicas.
Como ya lo advertimos al inicio, la experiencia de la muerte nada tiene de patético en La amortajada. Al contrario, es fuente de sensaciones placenteras de la difunta que va vivenciando, ya libre de constricciones de cualquier especie, una transacción sensual y erótica con la naturaleza a su alrededor. Salpicadas a lo largo del texto, como estableciendo un bajo continuo, surgirán voces que la van llamando hacia su destino telúrico final. Ella va y vuelve de esos diálogos, resistiendo para recordar, pero cediendo poco a poco, seducida por ese último viaje de su cuerpo. El control de la conciencia va desapareciendo paulatinamente y la voz en discurso indirecto libre se va transformando en discurso indirecto que va siendo asumido por otro narrador, aquel que afirma en el último párrafo: "Lo juro. No tentó a la amortajada el menor deseo de incorporarse" (176).
Los recuerdos de Ana María están impregnados con ese mismo espíritu jovial, sensual y de un panerotismo que todo lo impregna. Así van surgiendo las escenas, infantiles primero y juveniles después, del despertar de la sensualidad. Todavía niña, en el convento donde se educó junto a su hermana, recuerda que, en vez de rezar el rosario por la noche antes de dormir, se levantaba a espiar por la ventana a los "recién casados de la quinta vecina" (120). En actitud voyeurista, recorre las diferentes escenas en la planta baja y el primer piso para detenerse en la dinámica un tanto insípida de una pareja: "El marido tendido en el diván. Ella sentada frente al espejo, absorta en la contemplación de su propia imagen [...], cepillando su espesa cabellera" (120). No está demás resaltar que esa escena funcionará en Bombal recurrentemente, desde La última niebla hasta el relato "María Griselda", de 1948.
Ya en la fase adolescente de Ana María son traídas a la memoria escenas en el campo, durante la siega, dibujadas como un cuadro de Jean François Millet, en medio de las faenas, en que todo es pura luz y donde se va gestando el deseo sensual primero y en dirección del sexo:
La época de la siega nos procuraba días de gozo, días que nos pasábamos jugando a escalar las enormes montañas de heno acumuladas tras la era y saltando de una a otra, inconscientes de todo peligro y como borrachas de sol (Bombal 1996, 101).
Además de la luz que encandila, están el "gozo", la sensación de ebriedad ("borrachas de sol") y expresiones que se irán sumando, como el "coraje inaudito", la "intensa emoción". En los párrafos siguientes se dibuja el nacimiento del deseo femenino, deseo de ese "dulce, tibio contacto de tu piel" (102). La primera y única descripción física masculina en la novela destila sensualidad: "Traías el torso semidesnudo, los cabellos revueltos y los pómulos encendidos por dos chapas rojizas" (104).
Los estereotipos viriles tomados del folletín sentimental decimonónico ayudan a construir la imagen deseada: "desdeñoso, fuiste al aparador y groseramente empinaste la jarra de vidrio, sin buscar tan siquiera un vaso" (104; las itálicas me pertenecen). Nótese, sin embargo, que es Ana María quien toma la iniciativa en el juego de seducción al cual se han entregado ambos:
Me arrimé a ti. Todo tu cuerpo despedía calor, era una brasa. Guiada por un singular deseo acerqué a tu brazo la extremidad de mis dedos siempre helados. Tú dejaste súbitamente de beber, y, asiendo mis dos manos, me obligaste a aplastarlas contra tu pecho. Tu carne quemaba. (104)
El extraño contraste del frío de sus manos y el calor del pecho de Ricardo tendrá implicaciones hacia el final de la relación, cuando la imagen del frío ("Tú me hallabas fría", 107) vendrá a retomar la misma idea. En esta composición se trata de aquello que Fabián Mosquera (2021) define como una "geometría libidinal de correspondencias" en Bombal, concepto acuñado a partir de un mantra que la escritora perseguía, citando a Pascal: "Geometría-Pasión-Poesía" (Guerra 1996, 9), aludiendo con ello a escenas en las que hay una latencia sensual, "libidinal", no explícita, destinada a funcionar como impulsor de las secuencias del deseo.
La escena del primer encuentro sexual entre Ana María y Ricardo (amigos/vecinos/"casi primos") ocurre en el contexto adverso y sexualmente represivo de los años 306 y, sin embargo, la protagonista no hace referencia a ningún sentimiento de culpa o de miedo. Al contrario, se entrega por completo a su deseo en un paisaje tempestuoso en el que ella y él avanzan a todo galope sobre los alazanes, contra ráfagas de viento y bajo "nubes enloquecidas" que tienen, por lo demás, mucho de novelesco.7 Eros va tomando las riendas de las imágenes en una espiral de sensaciones que parecen irse acumulando al ritmo de la tempestad. El abrazo fuerte del joven en su cintura vuelve una y otra vez: "me sentí asida por el talle" (105), "sentí, de golpe, en la cintura, la presión de un brazo fuerte", "Pero yo solo estaba atenta a ese abrazo tuyo que me aprisionaba sin desmayo" (106) hasta que, finalmente:
mientras me sujetabas por la cintura para ayudarme a bajar del caballo, comprendí que desde ese momento en que me echaste el brazo al talle me asaltó el temor que ahora sentía, el temor de que dejara de oprimirme tu brazo. [...] Esa noche me entregué a ti, nada más que por sentirte ciñéndome la cintura. (107)
Asimismo, rítmicamente, se repite la frase de las trenzas sueltas al viento (tenemos ahí el leit motiv bombaliano del cabello): "Mis trenzas aleteaban deshechas, se te enredaban en el cuello" (106) y "Mis trenzas aletearon deshechas, se te enroscaron en el cuello" (107).
El sueño de la protagonista en La última niebla se ha vuelto aquí un episodio concreto en el cual ella es sujeto activo: además de los cabellos que enlazan al muchacho, es ella quien se deja llevar por esa "absurda tentación", por sus "ganas de besar", y se aferra al pecho del joven (106), "murmurando 'Ven', gimiendo 'No me dejes'..." (107).
Tras el "brusco, cobarde" abandono que ella nunca supo entender, siguen el dolor, la tentativa frustrada de suicidio (episodio evidentemente autobiográfico) y las escenas del embarazo. Un embarazo sin culpas, vergüenzas ni temores, puro goce erótico:
Ni un momento pensé en las consecuencias de todo aquello. No pensaba sino en gozar de esa presencia tuya en mis entrañas [...]; el paisaje, las cosas, todo se me volvía motivo de distracción, goce plácidamente sensual. (109-10)
Cuando alguien (la nana Zoila...) le advierte "¡Si lo llega a saber tu padre!", ella responde una y otra vez: "Mañana buscaré esas yerbas [...] Bah, mañana, mañana... [...] Mañana, mañana decía..." (111).8 A la fragilidad psíquica del estado de preñez viene a sumarse la tortura de esa primera desilusión y, en la secuencia, el aborto espontáneo, cuya descripción cruda y escueta llama también la atención.
Si en La última niebla se nos describía por primera vez el orgasmo femenino, aquí se vuelve sobre el tema haciendo contrastar la actitud pasiva de la mujer, al inicio de su vida conyugal, con la de "cierta noche", cuando ella se da cuenta de lo que es el placer "¡Conque eso era el placer!":
Fue como si del centro de sus entrañas naciera un hirviente y lento escalofrío que junto con cada caricia empezara a subir, a crecer, a envolverla en anillos hasta la raíz de los cabellos, hasta empuñarla por la garganta, cortarle la respiración y sacudirla para arrojarla finalmente, exhausta y desembriagada, contra el lecho revuelto. (143)
No solamente el goce sexual es descrito mediante un sistema metafórico directo, sino que también la mujer evalúa los pesos y medidas de cada relación. Si con el primero conoció la pasión, faltaba allí "el frenesí": "Tú me hallabas fría porque nunca lograste que compartiera tu frenesí. Porque me colmaba el olor a oscuro clavel silvestre de tu beso" (107); con el segundo, en cambio, conoce el orgasmo, "ese estremecimiento, ese inmenso aletazo" que, sin embargo, ella siente con vergüenza porque lo siente con quien no ama... todavía.
En el curso de esos compases y descompases se desarrollan todas las complejas relaciones de Ana María, incluso la que mantiene con el amigo enamorado y confidente, Fernando. Sentimientos desencontrados son la pauta de cada cuadro. Bombal declaraba que lo que más la había impactado en Knut Hamsun -escritor de cabecera para ella- había sido la historia de desencuentro en su novela Victoria (323). Incluso con la hija y los dos hijos de Ana María se dan esos encuentros y desencuentros que marcan también los efímeros, aunque intensos, instantes en que aparecen. Nada se profundiza ni se explica, ya que los contextos son siempre muy etéreos. De ahí, tal vez, la necesidad de apelar a lugares comunes del melodrama, que son los que ayudan a armar el todo a partir de esos múltiples retazos.
Que la composición de esta novela obedece a un riguroso esquema combinatorio de paralelismos y de ecos, no cabe ninguna duda. En este sentido, vale registrar el interesante trabajo de Laura Riesco (1987, 212) que observó, entre otros, el empleo reiterado de la conjunción copulativa y en inicio de frases. Los tiempos que se barajan en un orden no cronológico, pautado por el flujo memorialístico, van enmarcados por voces, expresiones y frases que se repiten aquí y allá, como el imperativo "¡Vamos!", que surge y resurge, llamando hacia la muerte definitiva, sirviendo de contrapunto para el desarrollo de la otra melodía, la del recuento de la vida. Frases enteras vuelven a aparecer, páginas después, con leves modificaciones:
Aquel brusco, aquel cobarde abandono tuyo, ¿respondió a una orden perentoria de tus padres o a alguna rebeldía de tu impetuoso carácter? (107). El brusco, el cobarde abandono de su amante, ¿respondió a alguna orden perentoria o bien a una rebeldía de su impetuoso carácter? (116).
Se repiten, asimismo, como estribillos, algunas formaciones verbales como tener que, tener que... (153), que dialogan con los mantras de la protagonista de La última niebla, resignándose a los papeles domésticos que le están destinados: "Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas" (95). Se repiten también ciertas fórmulas como "¿por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?" (153). Si para María Luisa Bombal esas afirmaciones eran convicciones ideológicas, como lo afirmó en más de una entrevista, para sus protagonistas son indagaciones que funcionan incluso como tácitas protestas y manifestaciones de rebeldía.
Ahora propongo volver a la "organización eficaz" de La amortajada, a la cual aludía Borges en su reseña de 1938 (Bombal 2008, 368). Es sabido que para Bombal la armazón de su escritura tenía una importancia central, como recuerda Lucía Guerra: "cada vez que se refería a su escritura, afirmaba que esta se organizaba sobre un eje lógico y formas simétricas exactas" (9). De ahí que el proyecto aquí "suene" tan rítmico y musical.
A partir de esas matrices musicales de la escritura bombaliana, quisiera esbozar una posibilidad de efecto proyectivo de esta novela. Algunas lecturas críticas han establecido ya el eco posible de La amortajada en La muerte de Artemio Cruz, de 1962, y en Pedro Páramo, de 1955 (Bianco 1984, Guerra 1996, Miramontes 2004, Rivera Garza 2016, entre otros). Ambos paralelos parten de apreciaciones explícitas, tanto de Carlos Fuentes como de Juan Rulfo, sobre la obra de Bombal. Para Fuentes, "Bombal fue la madre de todos los escritores contemporáneos de nuestro continente" (Guerra 1996, 45-6) y Rulfo "quedó para siempre enamorado de la prosa de María Luisa Bombal" (Roffé 2003, 150).
La estructura circular que hace detener el momento de la muerte del personaje para insertar la revisión de los instantes más significativos de una vida, y después retomar el curso de la desintegración del cuerpo y su reintegración en el curso cosmogónico, me lleva a pensar en establecer algunos paralelos con un cuento de Alejo Carpentier, "Viaje a la semilla", publicado en 1944,9 seis años después de La amortajada.
Es cierto que las diferencias entre Bombal y Carpentier son muchas. Sus biografías corrieron caminos completamente diversos, aunque coincidieron en la muerte el mismo año, con un mes de diferencia. No consta que se hayan conocido, nunca ninguno mencionó al otro y se trata de dos proyectos literarios, dos concepciones de escritura muy diferentes. La de Carpentier, de dimensiones totalizadoras en que la historia latinoamericana pulsa a través de cada uno de los barroquismos fraseológicos de su escritura; y la de Bombal, escueta, intimista, subjetiva. Los protagonistas y narradores de Carpentier son siempre masculinos. Además, si la reconstitución del pasado en La amortajada se va realizando a medida que los personajes de la vida de Ana María van desfilando alrededor de su ataúd, en el cuento de Carpentier el narrador es quien despliega una dinámica regresiva, "un tratamiento del tiempo desandado" (Márquez Rodríguez 1970, 90), haciendo que el reloj de la historia vaya retrocediendo hasta el nacimiento que será también la muerte.
Pero, aun así, me parece que en lo que se refiere al movimiento general de ambos relatos y a algunos aspectos fundamentales que mencionaré a continuación, el eco puede tener sentido. Recordemos las dos escenas iniciales:
La amortajada: "Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos [...] A la llama de los cirios, cuantos la velaban se inclinaron" (96).
"Viaje a la semilla": [Tras la recomposición de la casona en demolición] "Don Marcial, marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas; escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida [...] Los cirios crecieron lentamente [...] Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos". (Carpentier 1996, 11)
La escena mortuoria iluminada por los cirios queda detenida mientras se desarrolla el viaje rememorativo, y será retomada al final, cuando recupera su desarrollo en un proceso de integración de la materia con un todo cosmogónico. Esta última etapa también presenta paralelos en ambos, a pesar de las muchas diferencias de tratamiento.
Carpentier declaró en una tardía entrevista con Ramón Chao (1998, 140) que, para este cuento, se había inspirado en una "recurrencia musical". Es conocida la importancia que para Carpentier tiene la música en la concepción de su obra literaria y cómo extrajo de su larga investigación para La música en Cuba (1946) muchos de los materiales que desarrollaría en la gran mayoría de sus narrativas (González Echevarría 1993, 151). En Bombal, la música es también una referencia importante que ella llevaría a su máxima realización en El árbol (1939). Aquí, en La amortajada, situada en la mitad de la novela, tenemos la detenida escena de ella sentada al piano, mientras una amiga de su hija canta Lieder. En "Viaje a la semilla", de las trece secuencias en que se divide el cuento, justamente la sexta, en mitad del cuento, está dedicada a un sarao del siglo XIX con despliegue de instrumentos, canciones, bailes y trajes de época. También es allí, cuando el protagonista tiene una "percepción remota de otras posibilidades" (15). Ritmo de vaivenes que dialoga con la entrega de la novela de Bombal, pautada como vimos por esa percepción de un movimiento contrario al curso que lleva la rememoración.
Es cierto que en Carpentier hay más elementos en la elaboración de cada escena y que Bombal es más etérea y propensa a lo sentimental. Pero en ambos está involucrada la idea fundamental de una nueva comprensión de los episodios que marcaron una trayectoria vital, construida a partir de ese instante de clausura que es la muerte.10 Las escenas que cierran circularmente ambos relatos apuntan, asimismo, a la fórmula con que Georges Bataille (1957, 212) define el erotismo y que está consignada en el epígrafe de este trabajo. La paradoja que enlaza Eros y Thánatos se resuelve, en Bombal y en Carpentier, con la desintegración corporal y material que viene a rehabilitar la continuidad perdida al nacer. Sin embargo, tanto en La amortajada como en "Viaje a la semilla" vemos operar una especie de desafío al concepto batailleano del erotismo que no concibe el pasaje de un estado a otro sin la intermediación de la violencia o del dolor. Estos dos textos imaginan una situación posterior a las circunstancias trágicas del fallecimiento, excluyen de la enunciación las instancias dolorosas vinculadas a las causas de esa muerte y se estructuran a partir de la continuidad ya alcanzada (Bombal) o recuperada (Carpentier) en ese estado post mortem. La alegría de Ana María es tal que ofusca el recuerdo de la enfermedad que la mató; ya don Marcial, por lo que todo indica, parece haberse muerto de viejo y, con eso, se libera de la crisis económica en que estaba atrapado para ir, poco a poco, liberándose también de amarras sociales y de clase hasta llegar a la liberación total de su discontinuidad, de retorno al útero materno.
Por último, la entrada de sus cuerpos hacia la sintonía y la continuidad con el cosmos (siguiendo con Bataille), también los aproxima. Ana María va, paulatinamente, en ritmo acompasado y pautado por ese ¡Vamos!, siendo instada a deshacerse de su conciencia para integrarse, finalmente transformada en pura corporalidad, al mundo orgánico de viscosidades, de huesos, de "seres extraños", de mareas lejanas, de "islas nuevas",11 de un "bullir y estallar de soles y montañas gigantes de arena" (176). El marqués de Capellanías que ha vivido largas décadas del siglo XIX y cuya muerte ocurre en los primordios del XX, ha ido desandando camino hasta reintegrarse "a la condición primera" y juntos, su cuerpo y el de su casa, regresan a un estado prístino en que "[t]odo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa" (25).
Ambas narrativas obedecen a un riguroso esquema técnico muy pautado por dinámicas musicales como el contrapunteo, los ritmos recurrentes, las simetrías y los paralelismos fraseológicos. En "Viaje a la semilla", por ejemplo, la estatua de Ceres aparecerá una y otra vez para dar soporte referencial al permanente desandar narrativo. El marco en que se desarrollan las dos historias funciona como pilar temporal base, al cual se regresa al final para seguir el curso cronológico interrumpido por la recapitulación biográfica de los protagonistas. Pero, como advertimos antes, son muchas las distancias que separan al proyecto de Bombal del de Carpentier, tornando necesario limitar el eco entre ambos a su dimensión estructural. Cada uno demanda estrategias de lectura singulares.
En definitiva, es posible resumir que, así como las protagonistas de Virginia Woolf y de Katherine Mansfield, la amortajada de Bombal también pertenece a una clase en la que el lugar de la mujer era doméstico y ocioso.12 Pero no es solamente la denuncia de esa condición lo que formula el valor de esta novela. Es la puesta en escena de esa problemática mediante una estructura insólita que operacionaliza un destiempo, un entrelugar desde donde cambia la perspectiva sobre los hechos de una vida, que adquieren así nuevas dimensiones. Dentro de esa sofisticada máquina cabe destacar la relevancia que asumen las audacias de esta protagonista en el plano religioso y en el sexual. A través del movimiento rememorativo de Ana María -muerta pero todavía no entrada en la "muerte definitiva"-, se procesa ese redimensionamiento general que muestra, entre otros aspectos, el valor que tuvieron para ella la religión, el dolor, la maternidad, la pasión, el descubrimiento del sexo y la diferencia entre sexo y sentimiento. Esa es la forma cómo Bombal nos permite aproximarnos a esa protagonista impetuosa y quien, a pesar de los límites epocales con los que le tocó convivir, vivió con libertad, asumiendo riesgos y enfrentándose sin pudores a los imperativos de su contexto.
Como apuntaba Susan Sontag en su necesario libro de 1961, contenido y forma deben ser leídos de manera orgánica (1987, 24). La protagonista de La amortajada no es una mujer de carne y hueso sino una concentración ficticia y abstracta que, si bien incorpora una serie de datos empíricos (autobiográficos y contextuales), acoge también modelos literarios y depende profundamente de su interacción con los demás elementos de la composición. La obra de arte -sigo con Sontag- es una experiencia, no es solamente una afirmación o la respuesta a una pregunta para una investigación sobre la historia de las ideas y de las costumbres o el diagnóstico de la cultura y la sociedad contemporáneas (31). Por ello, me he desviado de las lecturas de cuño feminista y políticamente correctas que se han hecho de la obra de Bombal. Así como tampoco he pretendido adentrarme en el juicio de los ideologemas conservadores de cuño político, racial y social que se advierten en su producción. Lo que interesa aquí es el germen de verdad que pulsa en estas obras, una verdad que cuando nos incomoda es cuando más debemos enfrentarla porque eso significa que está calando en lo más profundo de nuestras más temibles convicciones.