Formada en la Antropología, poeta y viajera de vocación, la materia de este libro parece que estaba esperando a María Aveiga en las salas y archivos del Museo Nacional de Antropología de México, una de las infraestructuras museísticas más importantes del mundo. Allí, María descubrió a su personaje, Ocho Venado, Garra de Jaguar, el gobernante y conquistador mixteca que vivió entre 1063 y 1115 D. C., y que:
En su primer viaje extrajo latidos de mujeres poderosas, hombres guerreros y animales silenciosos. Ofrendas que los dioses transformaron en dones.
Así empieza este poemario, empieza dislocando la voz del hablante lírico. Es decir, con la incrustación de estas frases que alteran la sintaxis de la prosa para ceder su lugar a la imagen poética con toda su volatilidad significativa y su singularidad fónica, donde la tipografía ordinaria es reemplazada por la caligrafía, por la gestualidad plástica de la escritura, evocando la idea del manuscrito propio del códice, pero ese gesto es también autorreferencial, nos remite al acto mismo del habla y de la escritura. Diríamos que el orden de la frase es quebrantado desde dentro mismo del texto introduciendo estos sintagmas que vienen de fuera como si de repente la poeta escuchara voces, las voces extraviadas en esos barrocos "pliegues del tiempo", en los recodos de la Historia. Se trata siempre de la voz del otro; voces que proceden, además, de otras escrituras (propias del engranaje intertextual del poema), pero también de otras latitudes, del otro lado del tiempo y la geografía; voces migrantes, transmigrantes, fronterizas, que, como los antiguos coros griegos, actualizan la verdad porque traen la sabiduría del tiempo, un saber vinculado a la memoria de la tribu, a la memoria colectiva. Esa pluralidad de voces que cruzan el texto configura el tapiz polifónico de su tejido, de su hechura; como el "torrente de máscaras" anuncia esa disolución y multiplicación de las identidades diseminadas por sus páginas. En las primeras líneas de Códice de voces ya está condensado, in nuce, todo el libro.
Ocho Venado -continúa diciendo el emisor lírico- llegó a los cinco puntos del mundo: El Movimiento. En cada punto el Árbol que vive allí miró sus ofrendas y escuchó sus oraciones: La Colina del Tablero o El Cerro Oscuro, en el norte. La Colina del Sol, en el este. El Templo del Cráneo o La Casa Ancha, en el sur. El Río de Ceniza, en el oeste. Y en el centro, El Templo del Cielo, el quinto punto.
Solo en una relectura del libro me percaté que esas estaciones rituales o mágicas que atraviesa el espíritu del personaje, son las que estructuran el texto, conformado precisamente por cinco apartados con esos nombres, con esos topónimos hechizados que son en sí una incitación mágica. A partir del itinerario ultraterreno de Ocho Venado, María Aveiga construye una poderosa ficción poética que es al mismo tiempo un canto cósmico, una celebración de los movimientos atmosféricos, de la magia y el milagro los fenómenos meteorológicos y astronómicos, de las secretas metamorfosis de la naturaleza, de los ciclos íntimos del cuerpo femenino y su metabolismo deseante, pero también una inquietante visión de los cuerpos vulnerables de las niñas, esos cuerpos precarizadas, violentados y asesinados por las dinámicas del orden patriarcal, y las reglas sórdidas del mercado, y un informe tan personal como estremecedor del ecocidio que vivimos a escala planetaria, especialmente de ese espectáculo del horror que constituye la caza de ballenas y otras especies marinas.
Los territorios que cruza este libro, su tono moral y emotivo, nos recuerdan algunos pasajes ilustres de la cultura y la literatura. Para empezar la poesía náhuatl (una de las fuente matrices del texto), pero también ese otro códice célebre que es De rerum natura, la epopeya científica de Lucrecio escrita en el siglo I de nuestra era; la voz profética de William Blake (fuente confesa de Aveiga), particularmente ese poema icónico que es "The tiger"; algunas páginas de El corazón de las tinieblas de Conrad, muchos episodios de Cormac Mac Car-thy (otro autor que la poeta reconoce entre sus referencias), de sus novelas transcurridas en la violenta frontera mexicana-americana (epicentro de nuestro poemario); la palabra abisal de Gangotena y Dávila Andrade, y resulta inevitable recordar el Moby Dick de Melville. Me atrevo a decir que ese inmenso y desgarrador poema que es "Lo útil", y todo ese ciclo que compone el capítulo "El templo del cráneo", traduce la aventura psíquica y metafísica del capitán Ahab a una tragedia contemporánea en clave ecológica. Incluso, aunque parezca desproporcionada la analogía, diría que, si Dante relató el infierno de los hombres, y Melville el infierno de un hombre asediado por su obsesión demencial ("la gran novela paranoica norteamericana" la llamó Deleuze); Aveiga nos ofrece una visión estremecedora del infierno animal, provocado por la depredación y depravación humana. No se piense, por supuesto, que la autora embellece el hecho tan violentamente cruel como cruento que entraña la caza de ballenas, sino que hace una relación meticulosa y sensible de los acontecimientos, insertando incluso una dosis de ironía que termina por comprometer al lector de un modo integral, en su afección y corporalidad. Confieso que hace mucho tempo no experimentaba un grado tan parejo de intensidad y conmoción ante la lectura de un poema.
En unas memorables páginas de El hombre y lo divino (1955), María Zambrano, dice que:
La vida del semejante no es percibida como la del resto de las cosas y las criaturas, tiene lugar en otro plano, más interior. Para ver al semejante -dice Zambrano- nos adentramos, y hay grandes diferencias en ese adentramiento. Si para percibir y conocer lo no semejante realizamos un movimiento de salida, como si quisiéramos llegar hasta los linderos de nuestro ser, asomarnos a nuestros propios límites, para ver y percibir al prójimo, contrariamente, nos hundimos en nosotros mismos y desde este dentro de nuestra vida lo sentimos y percibimos. [...] Frente a mundo exterior creemos vivir dentro de unos límites, nos sentimos defendidos; frente al semejante nos sentimos al descubierto, como inmersos en un medio homogéneo de donde emergemos a la vez.
Cito en extenso a Zambrano, a esta otra María tan venerada, porque esa mirada amorosa, esa mirada que se prodiga sobre lo que ama y que cuida lo que ama está entre lo más conmovedor del libro de María Aveiga. Y por supuesto, el don hospitalario de escuchar y alojar la voz de otro, del otro humano, del otro animal, sus semejantes, nuestros semejantes. Pienso en el hermoso poema que dedica a su hija Sofía, o en ese admirable texto que se titula "Cantos de Ballenas". Aquí un fragmento:
Cuando escuchan la primavera ese sonido al fracturarse el hielo migran por la extensión de los océanos para comer o reproducirse.
Conducidas por hilos de música sus voces cuentan sagas de millones de años ataduras de tiempo. Los ballenatos reciben el habla cuando amamantan.
Y las parejas amalgaman en la cópula los cantos mirándose el rostro alcanzan la superficie y tientan el reverso del cielo.
La verdad es que por donde se abra este libro exuda belleza y sabiduría.
La cruzada terrenal y ultraterrena del guerrero mexica, la danza sublime del polvo y su milagroso itinerario fertilizador desde el desierto del Sahara a la Amazonía; el viaje ultra veloz de la luz a través del espacio estelar, el viaje del cuerpo migrante, expuesto a todos los coyotes de salida y de frontera, el viaje del cuerpo indefenso de la infancia, el viaje submarino de las ballenas en su travesía de acoplamiento, y en su huida desesperada de los pescadores, el viaje de la escritura por los diversos soportes físicos y tecnologías subjetivas, el viaje de la memoria de la propia escriba y su prolongación en el cuerpo de su hija Sofía... Todos esos viajes del conocimiento, del reconocimiento, del autoconocimiento, y los lenguajes que importan, configuran este Códice de voces. Pero el libro es también una celebración de la escritura como ejercicio de cifraje textual, de inscripción cultural, de tatuaje corporal donde la iconicidad del significante brilla en el vértigo de su trazo, de su caligrafía, en las formas concisas del pictograma, de allí que se constituye también en una vindicación poética y política de los signos perdidos, de los signos prohibidos, de lo que Eduardo Subirats, en su magnífico libro sobre el muralismo mexicano ha llamado "el holocausto de los códices". Y por supuesto una restitución simbólica de las lenguas originales, ancestrales. Por eso quizá la pregunta central del libro la formula la voz del otro cuando tras la cláusula "Entrevistan a los niños en las cárceles". Inquiere: "¿en su propio idioma?"
Se me ocurre que este libro no solo va en busca de esa lengua materna extraviada, sino que está escrito en una especie de lengua materna, en el idioma de la madre. No en vano suele ser ella que nos dicta esa lección maestra e inaugural: la lectura.