DESPIERTA SUDOROSO A una hora imprecisa. Podría simplemente encender la lámpara sobre el velador y auscultar el reloj, pero no lo hace y prefiere permanecer así, envuelto en la oscuridad mientras, poco a poco, a manera de espectros, comienzan a delinearse, difusos, los muebles y en una esquina, con un resplandor vicario, apenas perceptible, el espejo. Por unos segundos imagina que el espejo pudiera ser la entrada a otra habitación imposible, abierta de pronto, excavada en el laberinto de la casa. La sola posibilidad de un milagro como ese le sobrecoge, en tanto que las últimas imágenes de aquello que ha estado soñando, se van dispersando, restos que, sin embargo, si regresaran, testimoniarían el advenimiento del miedo, de aquello que, insólito y amenazante, lo ha obligado a despertar y continúa agitándolo, esquilmándolo.
Se incorpora y el dolor que desde hace días se ha acrecentado en partes dispersas del cuerpo lo obligan a volver a la posición yacente en la que la enfermedad lo mantiene desde hace días. La esposa, los hijos, deben estar durmiendo en los cuartos contiguos. Debido a la naturaleza de su dolencia debe estar solo, en el lecho, mas no en el entorno y no comprende porque no hay nadie junto a él, ni siquiera Elisa, ni la enfermera que han contratado para cuidarle y suministrarle las medicinas. Todo ello fluye en su mente con la velocidad de un relámpago. Está solo y un sentimiento de culpa le invade. ¿Por qué debo exigir que estén siempre a mi lado?, se dice. No han descansado en toda la semana y yo, egoísta, exigiendo, aun cuando sea en silencio, su presencia.
Pero tal vez tenga razón. Lo que he soñado legitima mi reclamo. No solo el dolor, la inminencia de cualquier desenlace no deseado, sino también, ahora, lo que parece sobrevenir, eso que ha vivido mientras dormía. Hasta cierto punto la pesadilla ha transcurrido más bien amable -recapacita con ironía-, en tanto regresa en su memoria, todavía nítida puesto que ha sucedido hace minutos o un poco más, acaso, es tan difícil mensurar el tiempo que media entre lo soñado y la vigilia, este despertar abrupto y, tal vez, necesario.
El recuerdo reitera implacable, en plena lucidez, la experiencia. Es algo que va más allá de lo que él quisiera, por encima de su voluntad, imperioso. El escenario era, en principio, irreconocible y, sin embargo, podía ser usual, un pueblo no visto con anterioridad en los costados de la cordillera, pero, a la vez, como tantos otros y, por ello, no necesariamente desconocido. Un emplazamiento no lejano, tal era su percepción, aledaño a la ciudad, casi familiar en su trajín: aquel fragor, los transeúntes, el aire. Había ido con la familia en son de paseo, según recordaba, si bien no podía precisarlo: ¿quiénes iban con él? Seguramente Elisa, y su hijo mayor, también. Pero no era más que una impresión en trance de desvanecerse, de alejarse. Rememoraba el entorno: unas casas, un parque, gentes, un bullicio de esos que son usuales en las estaciones de verano, el autobús en que habían llegado, la claridad del día y nada más.
La verdadera trama del sueño comenzó al bajarse del bus. Al otro lado de la calle, sentado en una banca junto a algunas personas, unos niños quizás, estaba él. Detrás, confusa, la extensión de un parque, algo como una vegetación, el trasiego indefinible de la mañana, pues era incontrastablemente de día.
Tenía la misma expresión con que solía recordarlo y, como si hubiera estado esperándole, le sonrió y alzó su mano, en ademán de llamarle, o así al menos pensó Raúl, saludándole y levantando su brazo a la vez. Cruzó la calle mientras los pasajeros y, entre ellos, Elisa, posiblemente era ella, su hijo, alguien más no precisable, se alejaban, en grupo.
La escena bruscamente cambia. Se encuentra ya frente a Mario, con seguridad han intercambiado ya algunas palabras. No recuerda cómo ha llegado hasta allí. Mario, sentado en la banca, que es de aquellas propias de las paradas de los autobuses, habla calmadamente, contestando ya alguna pregunta suya. En torno hay algo como niños moviéndose en derredor. Mario, su amigo de tantos años, jefe suyo en la empresa, está allí, frente a él, y ni uno ni otro parecen sorprendidos.
Recuerda nítidamente sus palabras:
-Sí -le decía-, no tengo nada que hacer, leer los periódicos, miro los noticiarios...
Y ensayaba un amago de risa, como burlándose de sí mismo. Algo muy típico de Mario, mientras vivía.
La misma voz, iguales gestos de la mano elevándose contra su pecho, ese inicio de risa truncándose a medio empezar, como siempre.
Despierto, Raúl vuelve a sobrecogerse y se incorpora una vez más en el lecho, El dolor sigue ahí, implacable, impertérrito. Un sobresalto que viene de esa primera escena, aquella en que Mario gesticula, habla serenamente y casi simultáneamente de la otra, ulterior, la segunda imagen en movimiento, que advendría después, enseguida, velando el rostro de Mario y de todo lo precedente: el rumor pueblerino, Elisa y el hijo perdiéndose en una cierta distancia, el hombre que fue su amigo, la sensación del mediodía, su claridad.
Superponiéndose a la visión de Mario, quien seguiría hablando de su vida de ahora, aunque de un modo ininteligible, como una banda sonora en el fondo, se despliega, imprevista, la nueva imagen, esa secuencia impensada que en medio del sueño ciega la otra, la de Mario y su gesticulación inútil, su voz apenas perceptible, una transmisión defectuosa en el fondo.
Una suerte de cuesta abrupta, desierta, gris. Abajo, algo como un arre-molinamiento, la percepción no confirmada de un lago, o de un río. Abajo. Más arriba, un hombre embozado mirando hacia otro lado. Él, Raúl, ascendiendo penosamente. Mientras sube se ve a sí mismo hablando, describiendo lo que emerge ante él. Esa cuesta, la impresión de unas rocas. Pero la real sensación lo excluye, no es él quien habla realmente, sino alguien a través suyo. Solo en los sueños es posible ese efecto, reflexiona. O en el cine.
Era la hora en que apuntaba el día, se oyó decir. Algo en lo alto de la pendiente llamaba poderosamente su atención, y le obligaba a retroceder. Pero seguía musitando palabras que no eran de él. Mientras retrocedía, escuchó nuevamente: se presentó a mi vista uno, que por su prolongado silencio parecía mudo.
En aquel instante, la secuencia que apenas empezaba, esta de ascender por la cuesta escarpada y la aparición arriba del desconocido, acusó una extraña transfiguración, conjugándose con la anterior: Mario sentado en la banca, gesticulando agónico, y una voz que parecía venir de la otra, aquel advenimiento del desconocido. Una voz que solo acertaba a decir, demasiado cerca: Mario ha venido a darte la bienvenida. Fue en ese momento en que se despertó, sobrecogido.
Pero reconoció las antiguas prestigiosas palabras, las pronunciadas antes de que esa voz advenediza le hablara de Mario. Las había leído en distintas versiones. Primero fue en prosa, la traducción de Enrique de Montalbán en la cuidada edición de José Ballesta, con las magníficas ilustraciones de Gustavo Doré. Luego, vinieron otras. Pero recordaba especialmente la de Bartolomé Mitre, quien, según se ha dicho, meditó durante cuarenta años antes de traducir aquella obra inmortal, la Divina Comedia.
Alighieri estaba iniciando su descenso al Infierno y no le era dable saber si regresaría o no.
En tanto Raúl reconocía aquellas palabras insertas en el Canto Primero de aquella obra insigne, quiso llamar pero su voz no alcanzó a salir de su dolorida garganta.
En la oscuridad de la habitación podía aún reconocer los perfiles inciertos de los muebles, el retrato de Elisa y él en la pared, el filo de la ventana, aquel resplandor del espejo que simulaba conducirlo a otra habitación no conocida, la entrada talvez a otro mundo.
De un modo más bien moroso la escena comenzó a borrarse, a difuminarse.
En su retina persistiría aún, por algunos minutos, o quizás horas, el collage inimaginable: Mario llamándole desde la banca al otro lado de la calle, aquella figura hierática en lo alto del promontorio. Raúl creyó escuchar en lontananza otras palabras que venían de muy atrás, de muy lejos: "¿Eres tú aquel Virgilio...?".
Luego fue solo el silencio, mientras la luz del alba, como una visitación inaudible comenzaba a instalarse en lo que ya no sería ni el hogar ni su ámbito.