ENTRE LOS MÚLTIPLES modos que encara la narrativa de Manuel Scorza (1997, 12) para dar testimonio allí donde urge "proteger a los justos de la justicia", las voces de los muertos se levantan como versión fidedigna de la masacre producida en una comunidad de altura a la que conviene la hipérbole "techo del mundo". La "crónica exasperantemente real" (11), según la noticia preliminar a Redoble por Raneas (1970), participa por igual de la voluntad denuncialista y de la entonación de responso que se impregnan con la atrocidad de los hechos. El atropello, cuya consecuencia más evidente abusa de la asimetría expoliadora de la multinacional minera Cerro de Pasco para redundar en proliferación lapidaria que apenas si encuentra parangón en otros exterminios de la misma historia peruana, exige que lo ocurrido sea relatado por los ocupantes de esos rectángulos de tierra previstos para la inmovilidad definitiva de los cuerpos acostados. Visión de los vencidos/voces de los sepultados es la equivalencia escalofriante para la cohorte de desamparados continentales.
Scorza, nacido en Lima en 1928, inició su labor en la escritura a través de la poesía en el decenio de 1950 (Las imprecaciones, 1954 y Los adioses, 1958), prosiguió como editor de los Populibros en los años 60 y entró en la década de los 70 dispuesto a desbaratar la versión hegemónica sobre el sector serrano de Perú, establecida sólidamente desde la conquista de América y estudiada con lucidez rigurosa por José Carlos Mariátegui en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928).1 La opción de marxismo americano practicada por el fundador de la revista Amauta estableció que mientras la sierra siguiera siendo el dominio de los gamonales, cuya conducta no distaba de la de sus antepasados hispanos e incluso se solazaba en exacerbar métodos rastreros como el de emborrachar a los indios aprovechando sus debilidades para así perfeccionar la explotación, no había solución para el Perú. El "problema del indio" que indagó era para él menos un asunto racial -estrategia folklórica que apenas si puede prosperar por holgazanería analítica, espoleando la diferencia como un baldón para distraer de razones comprobables- que una cuestión económica. La militancia política en la que se enrola Scorza, quien no vacila en marcar las limitaciones de la propuesta mariateguiana ni en condenar la desconexión del APRA respecto de la situación de las comunidades campesinas,2 se cuela en los paratextos de algunas novelas de la pentalogía La guerra silenciosa para terminar inundando con manifiestos reproducidos en la prensa las páginas de la narración final, La tumba del relámpago (1979), poco antes de presentarse como candidato a la vicepresidencia en las elecciones peruanas de 1980 por el Frente Obrero Campesino Estudiantil y Popular.
La guerra silenciosa se compone de cinco textos, publicados en los límites estrictos de los años 70, aunque los hechos se sitúan fundamentalmente entre la clausura de la presidencia del general Manuel Odría (1955) y el inicio de la de Fernando Belaúnde Terry (1962) para centrarse en el período de Manuel Prado Ugarteche (1956-1962). A los fines de este artículo, cuyo propósito recompone las condiciones, las alternativas y las exigencias de un relato sostenido por los difuntos -aquellos indígenas sometidos a la represión despiadada del ejército al cabo de tentativas aisladas y casi artesanales de resistencia ante el atropello, que ni siquiera por su optimismo de la voluntad ameritan el nombre de "revolución"-, los aspectos referenciales serán contemplados en función de las estrategias retóricas dispuestas para que la narración de la derrota se despoje de la letanía tortuosa hasta adquirir el carácter desafiante de la ironía. De todas las novelas que comprende el conjunto me concentraré en la primera y remitiré a la última solamente a los fines de marcar una continuidad pautada por la concepción circular de la historia a la que se pliega la morfología de la saga. No pretendo demostrar que la serie comporta "uno de los proyectos más ambiciosos e interesantes de nuestra prosa de ficción" (Escajadillo 2012, 240); tampoco establecer la relación de este ejercicio con el neoindigenismo peruano ni sostener discusión alguna sobre el peso del referente en la definición del objeto (Cornejo Polar 1984, 550). Prefiero, en cambio, despejar el equívoco según el cual carecemos de instrumentos para escuchar ciertas voces -en primer lugar, las de los subalternos (Cornejo Polar 2011, 184)- y afinar el oído para que el relato de los muertos no se disuelva en la polvareda del osario, pero tampoco amedrente con el carácter terrorífico de los espectros.
NO HAY CÍRCULOS VIRTUOSOS
El indigenismo adolece de la condición heterogénea que afecta a todo producto identificado con el sufijo "_ismo". Sin suponer que la literatura indígena enarbola una pureza inconcebible, el indigenismo proclama en su misma designación la distancia entre el autor y el referente y replica "la contradicción básica de los países andinos" (Cornejo Polar 1984, 550). El neoindigenismo, que sobreviene tras el fenómeno sesentista del boom latinoamericano, no consigue eliminar el conflicto sino apenas modularlo: por un lado, al incorporar ciertos refinamientos técnicos atenúa la verosimilitud estrechamente referencial de su antecedente; por otro, en vez de enfocarse sobre los rasgos étnicos apunta hacia los aspectos políticos. La circunstancia de que la rebelión en los Andes centrales sea un hilvanado de levantamientos destinados al fracaso y una sucesión de escaramuzas (sería excesivo llamarlas "batallas") perdidas de antemano responde a varias causas que el texto de Scorza mantiene en oscilación indecisa antes que en balanceo equilibrado.
La primera causa atañe a la concepción circular de la historia. Propia de la formulación conservadora, la idea de que la historia se repite no solamente ostenta una tradición secular que le resta toda originalidad local sino que presume que la acción humana carece de cualquier efecto sobre lo inmediato. Si el orden del mundo está pautado y responde a retornos cíclicos, los únicos ajustes posibles son aquellos que atinan a eludir el mero calco para preservarse de anacronismos. Scorza acude a numerosas estrategias para dar cuenta de la circularidad de la historia. La más evidente es la metáfora del Cerco construido por la empresa Cerro de Pasco, que encierra a los habitantes de las poblaciones desperdigadas en los Andes centrales peruanos a las que "engulle" en su trazado vertiginoso. Mientras los personajes comienzan a cosificarse en su inicial pasividad, afectados por la inercia con la que parecen someterse en primera instancia, el Cerco adquiere rasgos animados (repta, camina) y acaba personificado. Una reversión tan escandalosa que pone en cuestión la condición genérica activa la alarma respecto de la deshumanización que se depara a los comuneros; en las adyacencias de tal recurso despunta la decrepitud que los conduce a la inexistencia.
Otra manifestación de la circularidad radica en la arquitectura depravada que despliega Simeón el Olvidadizo, quien "nunca recordaba ni las ofensas ni los planos" (Scorza 1997, 43), lo que lo lleva a extraviar ventanas y producir escaleras inconducentes, como las que Doña Añada teje en los ponchos que devuelven el relato al soporte textil/textual que enerva la desolación en La tumba del relámpago. Mientras la antigua sirvienta del juez Montenegro responde a la tradición mitológica que hace de los ciegos los paradójicos videntes de un porvenir aterrador (que, a fuer de analfabeta, deja fijado en una urdimbre precisa en sus formas y confusa en su significado),3 los espacios sin salida fomentados por la práctica anárquica del constructor desvariado subrayan la ausencia de alternativa, sofocan con el encierro previsible en la circunferencia privada de aristas y de puntos de fuga. Acaso por eso no existen los círculos virtuosos: condenados a la autorreproducción, enfrascados en la partenogénesis que promete "calco y copia" -lejos de la "creación heroica" que Mariátegui exigía del socialismo vernáculo al lanzar la revista Amauta-, dentro de los límites del círculo no prospera más que la invariabilidad. ¿Cuánto demora lo idéntico en volverse vicio ante la imposibilidad de introducir un elemento novedoso, reparador?
Una tercera aproximación narrativa a la historia circular reside en el orden de los sueños. Si los de Agapito Robles, personero de Yanacocha, son premonitorios y encienden una alerta, los de Héctor Chacón son pesadillas que se empecinan en augurarle una muerte semejante a la sufrida por los incas, lo que restituye la continuidad estricta entre el siglo XV y el XX y ratifica la condición feudal que subsiste en la sierra peruana, aunque esta sea al mismo tiempo condición para el avance desaforado del capitalismo angurriento de la empresa minera. La saga dependiente de la circularidad ominosa debe iniciar y terminar en el mismo lugar: en el cementerio que cumple el destino de lo orgánico de devolver polvo al polvo. La conclusión de Redoble por Rancas adelanta la clausura de la pentalogía y, en tanto relato que se mueve en redondo, enlaza con otros ejercicios del indigenismo clásico como Yawar fiesta, donde el sector andino se erige en ruedo de toros para la celebración sangrienta en que se sumerge la narración.
La segunda causa del fracaso es el peso desmedido que registra el mito como articulador de la resistencia. Si en las primeras novelas reviste un carácter algo difuso, en La tumba del relámpago se especifica como el mito de Inkarri, en cuyas múltiples versiones subsiste la voluntad de identificación entre la sangrienta muerte asignada al rey inca imaginario y el tormento padecido por Atawallpa (replicado luego en Túpac Amaru). Supliciado por los conquistadores hasta el desmembramiento, cada segmento corporal del monarca fue esparcido en un punto cardinal diferente mientras la cabeza quedó en el Cusco.4 La ansiada reintegración pendiente de Inkarri se superpone con la revolución, ya que además de unificar el territorio trastornará el orden establecido en la sierra peruana e impondrá el desagravio sobre las comunidades oprimidas. El legendario redentor que se manifiesta a partir de prodigios (vientos contradictorios, cordilleras en cataclismo) exhibe su ímpetu para auspiciar a los muertos que narran desde la profecía del resucitado que actúa.
El mito es el motor del socialismo peruano en el planteo mariateguiano, que traduce la propuesta del mito de la huelga general levantado por Georges Sorel en Reflexiones sobre la violencia en el mito de la comunidad indígena o ayllu como certificado de comunismo incaico (Paris 1981). Inversión de signo respecto de Sorel -cuyo escrito fue punto de partida del fascismo (Sternhell, Sznaider y Asheri 1994)-, la postulación de Mariátegui presupone también la circularidad de la historia, si bien con un aditamento revulsivo: no se trata de sucesos que se repiten del mismo modo sino de una vuelta al pasado para modificar el presente. En lugar de la identidad perversa se esboza entonces una iluminación esperanzada que da sentido a las voces de los muertos para que no sean un espantajo que reclama venganza por una conspiración circunscripta (como el padre de Hamlet) sino una sombra que protege hasta llegar al alivio. El infierno de castigos y padecimientos suspende la amenaza religiosa a futuro para persistir en tanto experiencia concluida en el pasado, que apenas si debe retornar para garantizar la liberación.
El riesgo del mito tal como aparece en la novelística de Scorza arrastra el aplanamiento ideológico que redunda en tácticas de débiles como la de lanzar cerdos en las tierras cercadas, de modo de arruinar con recursos elementales el negocio extractivista. La acción concreta y articulada queda así soslayada en la celebración de un ingenio ocasional y restringido. Con la suspicacia que le despiertan los excesos metafóricos, Mabel Moraña (1983, 188) descree de la eficiencia de la operación narrativa de Scorza. Más aun, llega a acusar al autor de reproducir el modelo remanido del intelectual como vanguardia de la revolución, "posición legitimada por su identificación moral con el conflicto y por su superioridad cultural".
Tercera causa del fracaso, entonces, que extiende la sofocación de toda protesta al carácter de la narración que procura dar cuenta de la perversidad de los hechos. La heterogeneidad que Cornejo Polar (2011) identifica en los relatos con referente indígena se convierte aquí en "traducción literaria" de la concepción del intelectual iluminado. Esta alternativa, dominante en la última novela de La guerra silenciosa, alberga la voluntad de atenuar las adhesiones mitologizantes, no de liquidarlas como piensa Moraña (1983, 186) cuando registra "un súbito advenimiento de la conciencia histórica en contraposición a la conciencia mítica". El abogado Genaro Ledesma, a quien es tentador identificar como alter ego del autor, es tan devoto de ciertos principios marxistas como del canon indigenista, del cual selecciona el prólogo de Mariátegui a El amauta Atusparia (1929), de Ernesto Reyna:
relato de la desesperada insurrección campesina que ensangrentó la Sierra Norte a fines del siglo diecinueve [...] proclamó la insurrección del Imperio Incaico, combatió desesperadamente [...] Fue vencido (Scorza 1981, 13; las itálicas me pertenecen).
El vocero de los arrasados por la historia, si bien distingue entre su discurso y el de los protagonistas de sublevaciones aplastadas -el primero, esparcido en manifiestos y notas de prensa, además de los paratextos que flanquean los volúmenes; el otro, marcado por cierta ingenuidad que no se contenta con la expresión sencilla, sino que hace de cada intervención verbal una catarata florida-, termina dejando en dominio de los comuneros la versión irreductible de lo ocurrido. En vez de insistir en arrebatar la locución, el narrador concede voz a los vencidos.
Moraña (1983, 191) repele los excesos de fantasía que dilapida Scorza; en parte, porque fomentan una "falsa conciencia" que estima que contribuye al fracaso, en parte porque supone que habilitan "una representación compensatoria de la realidad" (192) homóloga del ideologema (Jameson 1981) que trasunta la resolución puramente imaginaria de contradicciones reales. A semejante adscripción corresponde atribuir los aspectos sobrenaturales que adornan a los sujetos: el Nictálope puede ver en la oscuridad; el Abigeo conoce el lenguaje de los animales y de ese modo sus hurtos de ganado devienen situación dialéctica y no circunstancia delictiva; Garabombo adquirió condición invisible al asumir en su propio cuerpo la ignorancia con que los poderosos obsequiaban su presencia. Parece evidente el paso del realismo mágico por las páginas de La guerra silenciosa, cuyo impacto supera el plano estético para extenderse hacia la denuncia que se perfila en los textos, que ya no se encara contra los criollos abusadores que campeaban en el indigenismo clásico, sino contra la impersonalidad de las multinacionales. La acumulación capitalista avanza con velocidad de rayo y potencia sobrehumana mientras las capacidades extraordinarias de los indígenas son pobrísima ventaja para oponer a semejante atropello:
Nueve cerros, cincuenta pastizales, cinco lagunas, catorce puquios, once cuevas, tres ríos tan caudalosos que no se hielan ni en invierno, cinco pueblos, cinco camposantos engulló el Cerco en quince días [...] el alambrado devoró la pampa [... ] Los viajeros, forzados a pernoctar en Rancas, murmuraban que el Cerco no era obra de humanos. (Scorza 1997, 75)
Como aparente contrapartida de los recursos del realismo mágico, aunque en verdad se trata de una ratificación de los mismos por otros medios, Redoble por Rancas inaugura la serie con una vocación arcaizante que no vacila en recurrir a aspectos renacentistas como los títulos explicativos de los capítulos, o incluso medievales como la vocación de epíteto épico que relumbra en la identificación "Héctor Chacón, el Nictálope" o, una vez avanzada la novela y dramatizada su persecución, "el Negado". Sin embargo, en el vaivén entre una modernización narrativa que en el momento de la escritura del texto era demasiado tentadora y lo suficientemente próxima como para fomentar los trasvases (el boom estaba todavía activo)5 y la recaída obsoleta que relampaguea en enunciados de epopeya, sobreviene un matiz que desbarata cualquier fijación posible: el que impone la ironía. La retórica de la historia, indagada con fascinación catalogadora por Hayden White (1992), es el dominio en que la Tuxé trágica queda sosegada con el tono insidioso, de modo que el destino prefijado que azota a los personajes resulta desafiado por la astucia epigramática. La historia circular trastabilla entonces en sus previsiones ufanas y aquello que debía ser pura repetición adquiere la inestabilidad que le confiere el enunciado incisivo: "los dioses ciegan a quienes quieren perder" (Scorza 1997, 35).
LA IRONÍA DE SER MORTAL
La operatoria de la ironía en Redoble por Rancas abarca varios planos y se ocupa de desestabilizar las orondas distinciones discursivas entre ficción y no ficción, novela y crónica, relato referencial y fantasía desaforada. El texto incorpora las variantes verbales y las coloca en pugna, de modo que "aquí se confunden las versiones. Ciertos cronistas afirman [...] Otros memorialistas discrepan" (86; las itálicas me pertenecen). El escrutinio sobre tales formulaciones remata en el discurso del cura, que trueca el sermón por la arenga e interviene en los hechos previos a 1962 con el tono decidido de quien aplica la lectura revolucionaria del Evangelio promulgada a partir de esa fecha por la Teología de la Liberación: el Cerco "no es obra de Dios, hijitos. Es obra de los americanos. No basta rezar. Hay que pelear [...] Con la ayuda de Dios todo se puede" (110). Si bien podría objetarse la función excesiva otorgada a la fe -próxima a la veneración ya observada en torno al mito-, es forzoso admitir que las palabras del Padrecito Chasán, sacerdote revestido de las debilidades que suspenden el voto de castidad para cobijar a las cristianas en su alcoba, imponen una escisión con el discurso monolítico de la Iglesia oficial.
En ocasiones, la ironía acompaña a un personaje para descalabrar la presunta identidad asignada a su figura: así ocurre con Migdonio de la Torre, el hacendado cuya descripción coincide con la fisonomía de los conquistadores españoles, que ostenta aliterativamente su "altanera atalaya de músculos rematada en una cabeza española quemada por barbas imperiales" (Scorza 1997, 93) y dispone del derecho de pernada que le reservan "todas las hijas de su peonada" (93). Bajo esta apostura omnipotente consuma el crimen de envenenar a los campesinos a los que ha convidado con un trago fatal. Sin embargo, cuando arriba a Yanahuanca exonerado de su delito por intervención del juez Montenegro, sus rasgos hispanos quedan matizados y hasta invertidos en una confusa asociación independentista: "sus rojizas patillas a lo Mariscal Sucre y su escultórica barba de cobre acabaron por enajenar al pueblo" (120).
La relación Europa/América tiene así una primera manifestación irónica de las tres que registra el texto, todas ellas contaminadas por el asesinato alevoso. La que sigue a este retrato de hispanidad rotunda es la equivalencia entre la charla secreta del hacendado y el juez que emula el diálogo entre Napoleón y Alejandro I en la balsa (tras referir brevemente el misterio de la entrevista de Guayaquil), lo que deja al hecho "definitivamente domiciliado en el universo de los enigmas históricos" (117). La última corresponde a la "revelación científica" que otorga a una humilde provincia serrana el privilegio de asistir al primer "infarto colectivo" (118), primicia de la que se ven privadas las grandes capitales mundiales. La ironía del contraste recae por momentos en el ridículo de la imitación aberrante, como ocurre en la antesala de la Prefectura, cuyo mobiliario tributa tanto a los sofás imitación Luis XVI como a las sillas de paja.
Encerrados por el Cerco, asesinados por el patrón, perseguidos por una justicia que actúa en forma de sinécdoque (el juez es "el traje negro"), acosados por una religión (con la excepción del cura enardecido) cuyos lazos con el poder se confirman en la conversión de Santa Rosa en patrona de la Policía, los comuneros de los Andes centrales peruanos protagonizan un relato en el que los ramalazos de humor no logran atemperar el recordatorio constante de que están cargados de muerte. Los rumores que circunvalan los hechos difuminan esa primera persona narrativa que alterna entre el singular ("Yo todavía no conocía el Cerco", 63), el plural que asume la voz comunal ("No debimos reírnos", 38; "mientras discutíamos, el Cerco avanzaba", 50) y esas voces inespecíficas de los ancianos que, como un coro trágico y resignado, anticipan el diálogo final en el cementerio:
-Mejor que se lleven todo. Ojalá que el muro entre al pueblo. Ojalá muramos todos. Muertos no pediremos ni agua.
- ¡Ya se viene el día tremendo! El Cerco solo es una señal. Ya verán: no solo huirán los animales: pronto se escaparán los muertos.
Redoble por Rancas alterna el vocerío desvencijado de las víctimas con la musicalidad que se impone desde el título. El redoble es precisamente un toque de tambor que reclama reunión, convocatoria sonora que inaugura un ritual grave. La "balada" del subtítulo6 se exime de novela, crónica y documento -etiquetas que la crítica se afanó en aplicarle a este ejercicio narrativo sostenido en el espanto seguro de estar mañana muertos- para ratificar en la estructura medieval del género la circularidad que engulle,7 ya no como representación de la historia que se repite, sino con el propósito mnemotécnico que conjura cualquier desliz del recuerdo. Entre el repiqueteo del tambor en el título y el diálogo de camposanto que clausura el relato, el texto se entrega a rehabilitar al pueblo andino superpuesto a la necrópolis, la que determina un límite geográfico arbitrario en una región de amplitudes inabarcables y altitudes inconcebibles: "Yanacancha comienza donde acaba Cerro de Pasco: en el cementerio" (64). Versión serrana de El Dorado, que según la mitología codiciosa albergaba "la veta fabulosa" (64), soporta las palabras de los difuntos que trocaron la voluntad auspiciosa del hallazgo en reposo irritado por el fracaso y persisten "metidos en sus catafalcos, mascullando contra la nevada" (64).
La mención, que parece puramente episódica, reviste dos efectos narrativos. Por un lado, justifica el aislamiento fúnebre que identifica a la región: "Hacia 1900 las vetas se agotaron. Cerro de Pasco, tan orgullosa de sus doce viceconsulados, falleció [...] Poco a poco, Cerro volvió al páramo" (101). Por otra parte, alimenta una escena en la que el Abigeo preanuncia al exégeta de ponchos, el alucinado Remigio Villena de La tumba del relámpago; a su vez, adelanta el sueño final de la masacre cuyo rastro oprobioso son "los cadáveres [que] miraban al cielo con los ojos vacíos" (150):
El Abigeo se acercó y envejeció: era él mismo [...] El Abigeo se acercó y trató de leer: solo descifró palabras confusas: "carnaval..., laguna..., corre, corre..., el panadero de los muertos...". (85)
Los cateadores que mascullan su desilusión desde la tumba, como las ovejas que continúan rumiando aun degolladas, son indicios de una muerte obcecada que se desboca en el empeño de Fortunato de provocar al capataz empresarial Egoavil, a riesgo de convertirse en un Jesucristo regional, el Señor de Rancas. En su resistencia desesperada y anárquica se vuelve patética la asimetría entre la minera y el campesino solitario. Cuando la dialéctica entre tales extremos se afianza en lógica irreductible quedan establecidas las condiciones para la resignación. El relato de los muertos declina entonces las presunciones de la crónica y las exigencias del testimonio para erigirse en pura ética: una resistencia que corresponde mantener, por inútil que sea, sin expectativa alguna, con resultados cancelados de antemano; lo único injustificable es no hacer nada ante la amenaza.
La impregnación mortuoria se advierte también en los símbolos desvaídos: la desteñida bandera peruana con que Sulpicia saluda a su hijo el Nictálope, la disolución de los sujetos reducidos a represores con "rostros deshabitados" (150) son formas de desacreditar la eficacia a través del prefijo privativo. Conclusión evidente de tales desencantos es que "[n]ada debilita más al ser humano que las mentiras de la esperanza" (171). La resistencia claudica por impericia (aunque también por delación del círculo íntimo, como ocurre con Chacón); quienes se sumergen en los túneles de la compañía extractivista se entierran y ni siquiera acceden a una sepultura individual sino a ese "camposanto subterráneo" (185) de la mina, destinados al anonimato absoluto de carecer de lápida.
Justamente a través de la ironía que instala con fuerza de apotegma que "el Perú íntegro es una primera piedra" (194), en tanto Cerro de Pasco eleva a antonomasia la hipérbole de la lasitud nacional, se trama la dialéctica entre piedra fundacional y lápida, entre exaltación pétrea de un comienzo promisorio y clausura lítica de una vida tronchada. Piedra inicial y final toleran en la narración la misma abstención de continuidad, un destino similar de performatividad claudicante, idéntica sujeción al arrasamiento del tiempo. Vulnerant omnes, ultima necat.
De allí la celebración del Día de Muertos como festival máximo en que los comuneros pretenden conversar con sus deudos de igual a igual, al punto que el alcalde vacila al momento de establecer si sus gobernados "están vivos o muertos" (197). La necrópolis queda reducida a polis y la montaña se sosiega en pampa a fin de proveer el mejor terreno para las sepulturas ("la pampa era un osario colosal", 204). Si los muertos alcanzan a modificar la geografía con el peso de su disolución, ¿qué hay de extraño en que sean narradores de su propio exterminio, cronistas de su desaparición, testigos de su reintegración en la misma naturaleza que cobija a Inkarrí?:
El 3.° de Infantería ganó solito, en 1924, la guerra contra los indios de Huancané: cuatro mil muertos. Esos esqueletos fundaron la riqueza de Huancané: la isla de Taquile y la isla del Sol se sumergieron medio metro bajo el peso de los cadáveres. (219)
En el accionar de un ejército que pierde todas las guerras contra el extranjero pero triunfa en cualquier batalla contra los ciudadanos del Estado al que representa, el narrador se proclama "cronista" para proceder al recuento histórico aunque la enumeración de contiendas, intercalada con el avance de los campesinos liderados por Fortunato, deja indefinido quién es responsable de lo relatado (aunque no del montaje de escenas). White (1992) sostenía que los hechos no tenían entidad porque solamente se podía acceder a ellos a través de la escritura de lo ocurrido; Scorza, menos ensoberbecido por las esquirlas de teorías pretenciosas que comprometido -palabra de arraigo sartreano que puede sonar como una osadía, o un anacronismo, o ambos- con los derrotados, no se preocupa por establecer la distancia entre el protagonista que cuenta su propia eliminación y el redactor que la deja plasmada en el texto.
Una escena rulfiana sobreviene para dar paso a la voz de los muertos que exhiben así su dominio sobre toda la narración, la cual aparece entonces como una retrospectiva en la que la ironía dominante libera de cualquier recaída apenada:
Intentó agarrarse de las hierbas, de la orilla de la vertiginosa oscuridad, pero sus dedos no obedecieron y rodó, rebotando, hasta el fondo de la tierra. (232)
DA CAPO AL FINE
La historia circular responde a la misma dinámica de la música, sea la de la balada que inscribe el retorno en el estribillo, sea la de la indicación del compositor que pide repetir lo que ya se ejecutó (y el término es rigurosamente preciso en relación con esta novela). Da capo al fine señala una voluntad autoral pero no logra intervenir sobre el modo efectivo de la repetición. Algunos intérpretes entienden que debe aplicarse como réplica idéntica; otros, más libres y a la vez más conscientes de los matices, sostienen que debe haber cierta variación para que lo que fue conocido en el primer momento sea reconocido en el bis. Entre la presentación y la representación de los hechos, entre la "crónica exasperantemente real" y la ficción neoindigenista, entre la historia y la novela, acontece algo semejante.
La historia circular admite que entre la igualdad de estructuras y la equivalencia de personajes se filtra la incertidumbre de la nueva versión de los hechos. En Redoble por Rancas, la repetición histórica trastornada de "los mismos nudos de un quipus, de un hilo de terror inmemorial" (139) insiste en las últimas páginas, cuando Guillermo el Carnicero (cuyo epíteto épico no abriga fantasías de poderes sobrenaturales sino denotación pedestre sobre su habilidad con las armas) mira a Rancas desde el mismo lugar donde Bolívar observó la ciudad junto con Sucre la víspera de la batalla de Junín. La expectativa auspiciosa de los libertadores no admite repetición en la vocación aniquiladora del Carnicero, cuya mirada aguileña es un ejercicio de control y de ninguna manera un proyecto de unidad americana. Más que variación, la partitura de la historia en los Andes centrales se somete a un cambio de clave que pervierte la lectura de las notas: "Bolívar quería Libertad, Igualdad, Fraternidad. ¡Qué gracioso! Nos dieron Infantería, Caballería, Artillería" (226).
El cambio de clave incide también en la historia de la literatura latinoamericana y arrebata a Scorza de ese tironeo ensimismado entre la inflexión indigenista y la retórica de la "nueva novela". El recorrido que cumple el escritor, sin renunciar al antecedente de Arguedas -suicidado en 1969 y con una obra concluida de la que el autor de La guerra silenciosa podría tomar entonces la posta-, se aparta del indigenismo ortodoxo pródigo en ilustraciones culturales y afanes antropológicos para especializarse en temas políticos y asomarse decididamente a la condición humana de los olvidados. De Arguedas a Juan Rulfo, entonces; de las piedras cusqueñas que seducen a Ernesto en Los ríos profundos a Pedro Páramo, que también es una "primera piedra" en la serie literaria continental; su desmoronamiento final "como un montón de piedras" es todavía la huella física, mineral, de una consustanciación que Scorza apunta a restituir a los términos políticos sin evadirse de la inflexión filosófica que ampara la rebelión de los nadies: "Sobramos en el mundo, hermanitos" (237). Los muertos que sostienen el relato confirman que el silencio ya no es una opción para los condenados de la tierra.