Tras recorrer las páginas del reciente libro de Alicia Ortega, Estancias (2022), el tema de la memoria y los afectos en la deriva del caos me conducen a pensar que el rememorar no es apenas una acción pasiva cuya finalidad implica volver sobre la retención del pasado, más bien se trata de un movimiento de interrupción que revela flujos y afectos. En un instante de inminente tribulación, atravesado por el duelo, la separación y el confinamiento, Alicia concibe una escritura con la fuerza de evocar los espectros latentes en los intersticios de la memoria, efectuando así un desplazamiento crítico que centra su atención en las huellas del pasado y en las reinscripciones afectivas que constituyen sus estancias, sus formas para resguardarse del presente. Este tránsito infiere una profunda reflexión sobre la escritura como medio para pensar otros espacios de apertura "hacia lo inasible, hacia lo perdido, hacia aquello que ha dejado de ser accesible y abrazable" (24).
Alicia revela un tiempo imbricado capaz de dotar de lenguaje y sentido a lo innombrable, el dolor propio, la fractura, lo indecible del deseo, el caos inherente a la existencia. Como el ángel de la historia de Walter Benjamin (representado en la imagen del Angelus novus de Paul Klee), al contemplar la acumulación de las ruinas del pasado, la autora pone en marcha una escritura que se hace con el cuerpo y rescata las pulsiones de vida latentes en los restos de la presencia, para transformar no solo el porvenir sino también el ahora y el tiempo pasado. "Así me veo: parada, con los ojos desorbitados, la boca abierta, la pulpita latiendo y mis intestinos distendidos en espasmo, mirando de frente la catástrofe única" (42). Estancias muestra cómo el trabajo con la palabra modula una serie de intensidades transitorias de lo residual, que intervienen el tiempo homogéneo al exponer la estela singular de las experiencias vividas.
A partir de la lectura del texto, vuelvo sobre las palabras de Barthes (1994): "el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: precede a una exención sistemática del sentido" (70). El ejercicio escritural de la autora reactualiza la experiencia y sus sentidos, oponiéndose a la inercia, al dejarse arrastrar por los vientos huracanados de la historia. La escritura opera como un dispositivo creador donde Ortega se permite explorar en el lenguaje, en sus palabras, la escritura se convierte en una zona vital: "donde me veo, me recuerdo, me reinvento, me cobijo, me acomodo, me divierto, me reencuentro" (18). A través de la palabra, Alicia construye un espacio donde se resguarda del impacto, apoyada en la presencia lumínica de los seres amados, de los objetos que se manifiestan como amuletos contra el advenimiento de la catástrofe y el eco de los libros que conforman su biblioteca personal.
En Estancias "no hay ficción, hay escritura". La voz autoral no sigue ningún mandato estrictamente literario, su escritura piensa el acontecer singular de la experiencia más allá de los límites de la representación, situándose en los bordes se desplaza entre géneros, registros y texturas narrativas diversas. Estancias es escritura que quiere ser leída como un libro andrógino, como dispositivo que apela por el movimiento fluido, que surca y se dispersa en las cavidades porosas de una existencia. Alicia despliega un lenguaje intensivo para alcanzar esos rescoldos que emanan pulsiones de vida pese a la inminente devastación. Entre estas páginas se tejen estrategias afectivas para aplacar el dolor, la perdida, el confinamiento, mientras se reinventa otras formas de mirar y reelaborar las memorias.
Alicia, con andar trastabillante y mirada estrábica, con un ojo hacía adentro y hacia atrás, mientras el otro se posa sobre lo que preserva y puede palpar, recorre las estancias que habitó, imaginó y no pudieron ser, pero que también la constituyen. Estas estancias componen una escritura autorreferencial donde se muestra que la vida no puede comprimirse en un "Yo", en una sola forma de ver nuestra historia. La autora vuelve sobre sus pasos para recorrer las ciudades donde residió como Guayaquil, Murnau, Göttingen, Múnich, Moscú, Pittsburg y Quito, donde persisten otras Alicias, esos fragmentos que conforman su vida (la niña, la hija, la estudiante-contrabandista, la madre, la mujer amada, la crítica literaria, entre otras). En estas estancias también se reencuentra con su padre José Jorge, su madre Alicia Esther, la niña llama, la amada mujer mono y toro, el niño caballo y la niña arvera, las honeys, las manes, la sociedad, entre otras presencias latentes que adosan las paredes que la envuelven y suturan heridas abiertas.
La escritura presente en estas páginas se concibe con el cuerpo desgarrado que expone sus heridas para encontrar un sentido otro a pesar del contexto de duelo y confinamiento: "Porque el dolor se hace carne. Porque el cuerpo se cansa de sostener el mundo cuando este se nos viene encima". El cuerpo es materia que se deja afectar y que expresa su acontecer singular; los divertículos o la pulpitis muestran el dolor, el cansancio y el temor, así como la pasión y el cariño que se encuentran en el baile para la mujer amada, el abrazo capturado en una fotografía, el juego de las chupillitas, incluso en la materialidad de su oficio como crítica literaria que atraviesa la escritura con sus acciones cotidianas como escuchar, conversar, caminar, recorrer bibliotecas, cargar bolsos con libros y libretas, etc. Estas experiencias del cuerpo se hacen escritura, que construye otras formas de afectación, además posibilita la reelaboración y transformación de sentidos. Escribir con el cuerpo es conectar las pulsiones vitales en la escritura.
La escritura es una estancia donde se urden maniobras para intentar nombrarse y nombrar aquello que acontece en la zona de la desfiguración, en la pérdida de la voz, pero al mismo tiempo del devenir. La obra muestra una densidad temporalidad otra, "tiempo de escritura y lectura permanente" (198), de agenciamientos, afectos y experiencias corpóreas, un tiempo que se opone a la linealidad, a la reducción del presente homogéneo. La temporalidad de esta escritura se presenta a través de un patrón circular que reproduce un principio de permanencia y renovación. Este esquema circular se revela en las figuras del recuerdo: en el andar de los patos de su infancia, en los dibujos que trazaba junto a su padre en el patio, en la nieve de Moscú, en la rotulación de un brazo, en el murmullo de los grillos, etc. El tiempo circular que nos propone Estancias "es una cosa y otra a la vez. Es tiempo vivido, es tiempo del acontecer" (188), de saltos y quiebres, no tiene principio ni fin, en constante expansión. El movimiento circular revela una escritura de retorno intermitente, una marcha irregular, de desvíos y devenires.
Estancias puede leerse de múltiples maneras, como una escritura del duelo, de confinamiento, libro andrógino, cartografía afectiva e incluso como una bitácora personal, en donde se gesta un lenguaje propio para nombrar la experiencia que perturba. La escritura de Alicia es un acto de reapropiación de la palabra, del cuerpo y de la propia historia, que se descubre irreductible e insubordinada. En este espacio "las palabras están preñadas de fuerza paradójica" (65), que desborda una multiplicidad de sentidos. Estancias es un libro que muestra que volver con mirada estrábica y trastabillante sobre nuestras memorias es apelar por una materia inestable de vibraciones y transformaciones, que hilvana desde los afectos nuevas vías para pensarse y concebir el mundo frente al inminente caos.