EL PRESENTE ARTÍCULO es el resultado de una inmersión en un conjunto de textos de César E. Arroyo (Quito, 18861-Cádiz, 1937), uno de los cronistas más sobresalientes y quizá uno de los menos estudiados en la historia de la literatura ecuatoriana.2
La búsqueda se concentró en la Biblioteca Aurelio Espinosa Pólit, de Quito. Se revisaron las ediciones de la revista Letras,3 entre los años 1912 y 1919, y se logró reunir un corpus inicial de 12 textos de autoría de Arroyo,4 todos escritos desde España y publicados en Quito.
Esta investigación partió de la siguiente pregunta guía: ¿De qué manera la crónica modernista publicada en la prensa por estos escritores constituye un espacio de reflexión acerca de la modernidad y de qué manera revela su posicionamiento ante ella?
Arroyo viaja por primera vez a España en 1912, como delegado ecuatoriano para la celebración del Centenario de las Cortes de Cádiz, y desde entonces establece una relación profunda con ese país. Allí transcurre la mitad de su vida y allí produce la mayor parte de su narrativa. Durante un cuarto de siglo desempeña funciones diplomáticas en Vigo, Madrid, México, Marsella, Lima, entre otras ciudades, con brevísimos períodos en Quito. Muere en 1937 mientras se desempeña como cónsul del Ecuador en Cádiz.5
Una lectura inicial nos permite afirmar de entrada que en la escritura de Arroyo se evidencia esa búsqueda de nuevas posibilidades narrativas que caracterizó a los modernistas. En los textos analizados se nota una marcada tendencia exploratoria acerca de los géneros: la reseña crítica, la crónica, el perfil, la ficción histórica, la crónica de viajes... Arroyo escribe a partir de una voluntad de conocimiento sobre el mundo que le correspondió vivir, pero también a partir de una voluntad de forma acerca de lo que el lenguaje le permitía hacer.
Los párrafos que siguen son un ejercicio interpretativo de los textos recabados en relación con el tiempo en que fueron escritos, así como la circunstancia personal de su autor. A continuación, propongo un primer ordenamiento temático de las preocupaciones literarias de Arroyo: 1. La apertura al mundo y la conciencia cosmopolita; 2. La búsqueda de otras posibilidades narrativas o la cuestión de los géneros; 3. El rol de la crítica y la conciencia de la época; y 4. Un intento de modernización de la literatura en el Ecuador.
LA APERTURA AL MUNDO Y LA CONCIENCIA COSMOPOLITA
César E. Arroyo escribe desde España, donde desempeña funciones diplomáticas, como ya se ha dicho. Se puede inferir, de entrada, que esa circunstancia lo anima a poner a los lectores ecuatorianos en contacto con la producción intelectual española de la época. Un impulso cosmopolita, bien recibido y celebrado desde el Ecuador.
En "Mirando a España. Literatura" (1913a) construye una suerte de inventario de autores y de obras de relevancia, un recuento de los más destacados escritores españoles a lo largo de la historia. Comienza con los autores cercanos al nacimiento del idioma hasta los de la generación contemporánea de Arroyo: "He aquí una de las literaturas más robustas, brillantes y ricas de cuántas han existido y existen" (289).
Menciona, en orden cronológico, alrededor de 120 escritores, poetas, cronistas, ensayistas. Usa un lenguaje hiperbólico, cargado de adjetivos, para calificar a los autores y sus obras. No hay defectos, solo méritos en esta lista de elegidos que, según el cronista, representan lo más alto de las letras y de la inteligencia no solo española, sino mundial:
En otro plano, muy elevado también, están Salvador Rueda, Francisco Villaespesa y Eduardo Marquina, trinidad altísima de exaltadores y glorificadores de la raza. Ramón del Valle Inclán, mágico prodigioso del idioma que lo ha remozado y embellecido, presentándolo a sus contemporáneos como en los tiempos en que el cielo áureo culminaba. (291)
Se puede entender esta escritura como un intento de abrir una ventana al mundo. Arroyo parece querer decirles a los ecuatorianos: vengan, asómense, contemplen y aprovechen esta galería de gigantes que he logrado conocer y que pongo a su alcance.
Se nota una intención cosmopolita, un deseo de dialogar con el mundo más allá de los límites nacionales. No obstante, la alusión al concepto de "raza" -"Fué (sic) entonces cuando el Ingenioso Hidalgo Don Miguel de Cervantes Saavedra, plasmó en ella la más prodigiosa estatua de la raza"- deja entrever que, pese a la vocación modernista, Arroyo no se desprende del todo de unas concepciones culturales preexistentes y que, para las primeras décadas del XX, todavía ocupaban un lugar firme en los imaginarios.
La intención cosmopolita también se manifiesta en su crónica "Mirando a España. Peregrino en Santiago" (1914c), acerca de la famosa peregrinación a Santiago de Compostela. Aquí desarrolla un tipo de narrativa que ya tenía una larga historia para la época: la crónica de viajes.
Desde los tiempos de Heródoto en la Antigüedad, hasta los viajes de Marco Polo en la Edad Media, el relato de los viajeros ha sido un modo de comprender el mundo, narrándolo. Desde los cronistas de Indias del siglo XVI hasta los periodistas contemporáneos, la escritura ha permitido hacer del mundo algo menos incierto. El saber narrativo se manifiesta, entre otras cosas, en el relato del viaje, ya sea como desplazamiento físico o como experiencia sensorial.
Ante el tren en marcha desaforada, el paisaje iba desarrollando una interminable y mágica serie de motivos en plata y negro -luna y sombras- que huían apenas desflorados con la mirada y sobre los cuales el espíritu dejaba un beso de nostálgico adiós. El alma seguía musitando, en el silencio, mil historias milenarias bordadas de poesía... El tren raudo, rompiendo brutalmente el encanto dormido del paisaje, parecía un monstruo enorme y absurdo que, en carrera frenética, nos conducía en sus entrañas a un mundo de quimeras. El alma iba quedándose fundida con el alma del paisaje lírico... ¿Cuánto tiempo fuimos así?... (1914, 267)
No obstante, en este caso, la mirada del cronista no es la del explorador que se interna en lo desconocido, sino la del paseante que se asombra de lo ya conocido y famoso. Una mirada que idealiza el lugar que visita. Una mirada que expresa no solo lo que ve, sino también lo que con el tiempo y los relatos anteriores ha aprendido a ver. Arroyo escribe, pero parece que, de vez en cuando, se detiene, reflexiona y pone el objeto de su relato en contacto con un sistema de referencias amplísimo, entre lo histórico, lo religioso y lo mítico:
Habíamos llegado a la estación de Corne, término de la vía férrea. Santiago aún quedaba a uno o dos kilómetros de distancia, y desde ahí se divisaban sus torres, emergiendo, como fantasmas, del fondo de la ciudad bañada de luna. Diríase que la urbe, esforzado paladín medioeval, no quiso que el monstruo de hierro y fuego se apoderara de ella y, después de haberlo vencido, lo tiene humillado con su lanza, bajo las plantas de su caballo, como San Jorge al dragón en la leyenda inglesa. (268)
En muchos sentidos, el narrador manifiesta en esta crónica una actitud entre turística y religiosa. Hay allí un descubrimiento planificado. Una suerte de trashumancia intencional. Quizá allí se manifiesta un rasgo moderno del escritor. Arroyo asume, de cierto modo, la actitud del paseante, el famoso flaneur que Walter Benjamin convertirá, dos décadas después, en objeto de estudio. Arroyo no camina entre pasajes y almacenes urbanos, sino entre la arquitectura medieval de Santiago, destino de una peregrinación mítica, símbolo de la cristiandad.
Nuestros pasos resuenan lúgubremente en las tortuosas y mal alumbradas ruás, a lo largo de las cuales corren los anchos soportales de las arcaicas casas, cuyos frontis ungidos de pátina ostentan ya retablos primitivos entre los cuales agoniza una lámpara votiva, ya hornacinas en la pétrea imagen de algún santo, ya escudos nobiliarios orlados de hiedra, ya ventanas de rejas florecidas. Vamos en busca de la Catedral. Las calles están dormidas y casi desiertas. Al paso, encontramos una rondalla de estudiantes que, con guitarras y bandolinas, entona una serenata al pie de unos balcones. (268)
Aunque comparte las características de la crónica de viajes tradicional -descripción de paisajes y territorios-, la crónica de Arroyo contiene elementos tanto de la crónica modernista como de la crónica actual -nombres y lugares concretos, personajes, diálogos, descripción, introspección...-. Además de un ejercicio narrativo, es un ejercicio de pensamiento.
BÚSQUEDA DE OTRAS NARRATIVAS O LA CUESTIÓN DE LOS GÉNEROS
En su texto "Mirando a España. Los restos de los hermanos Béc-quer. Recuerdos del divino poeta" (1913b), Arroyo pone de manifiesto, nuevamente, esa búsqueda de posibilidades narrativas sobre los hechos vividos, una actitud que caracterizó a los escritores modernistas que veían en la diversificación de los relatos una posibilidad de perdurar en un ambiente de grandes cambios culturales y tecnológicos.
El texto encaja dentro de las características de la crónica periodística, que tuvo que pasar, durante el período modernista, un arduo proceso de permanencia y de legitimación, puesto que el desarrollo de la industria informativa había colocado en primer plano a la noticia.
Los cronistas de entonces hacían grandes esfuerzos para defender un tipo de escritura que, sin renunciar al recuento de los hechos, pudiera ofrecer una mirada y una interpretación personal acerca de estos. Es decir, trataban de juntar en un mismo plano narrativo un máximo de referencia-lidad con un máximo de simbolismo.
Arroyo inicia con una voz narrativa en tercera persona, que describe un hecho sobrecogedor: el traslado de los restos de los hermanos Bécquer (Gustavo Adolfo y Valeriano) desde el cementerio madrileño de Atocha hasta la estación de trenes del mismo sector para ser trasladados inmediatamente a Sevilla:
La otra tarde se dirigía a la Estación del Sur un modesto entierro que había salido del cementerio de Atocha. En un carro mortuorio de tercera clase, iba un pequeño cajón cubierto de paños negros; seguía detrás una comitiva compuesta de literatos y artistas; pero tan poco numerosa, que no pasarían de treinta los concurrentes. Aparentemente, nada de extraordinario tenía aquel cortejo que, por unas calles apartadas de Madrid, pasaba en una tarde lluviosa y frígida de fin de invierno; y tan vulgar y corriente era su paso por ahí que a nadie llamó la atención... (368)
Aunque Arroyo habla en tercera persona, también se coloca a sí mismo como un personaje más del relato y se autodenomina "el cronista". Un narrador testigo, según la teoría literaria elemental. Establece así un puente entre una mirada interna y externa al mismo tiempo acerca del hecho narrado. No obstante, el cronista no acompaña el viaje en tren de los restos ilustres. Se queda en Madrid y, desde ahí, evoca una de sus visitas a Sevilla en la que conoció el monumento que unos amigos escritores levantaron en homenaje a Becquer.
En el centro de una pequeña plazoleta formada por jardines, un sauce centenario alza el dosel amoroso de sus ramas, su recio tronco se ha revestido hasta la mitad con el mármol del monumento, de suerte que, por manera rara y feliz, el árbol y la obra de arte forman un solo todo, ofreciéndose aquel como un elemento de este, que aparece velado a la sombra misericorde de ese palio de verdura. Sobre un sencillo basamento de gradería se alza el pedestal bello y elegante, que entre motivos ornamentales del más puro gusto ostenta esta sola inscripción: Becquer-1836-1870, y sostiene el busto del poeta (1913, 370).
Continúa el relato con un elogio a la poesía de Bécquer. Intenta establecer un diálogo y una correspondencia entre la descripción minuciosa del monumento al poeta con el contenido de algunos de sus poemas. Es evidente aquí el deseo de juntar todo lo que se pueda decir en el plano referencial y tangible con todo lo que se pueda decir en el plano simbólico y poético. Esa búsqueda de cercanía entre el mundo de las cosas y el mundo de las ideas es una de las características de la crónica modernista que perdura hasta la crónica contemporánea.
Finalmente, introduce un diálogo que recoge las voces de una pareja de gitanos, quienes se preguntan, con su modo particular de hablar, quién es ese tío (en referencia a uno de los visitantes del monumento a Bécquer) y se van, ignorantes de lo que allí pasa.
- Pero, mardita sea ¿quién es este tío? ¿Y estas tres resalaas qué hacen aquí? Y este gachí a quien han dao mala puñalá por la esparda?...
Los diálogos, elemento clásico de la literatura y la dramaturgia, entran al servicio de la crónica. Vistos desde las necesidades periodísticas actuales, los diálogos tienen tres funciones principales, aunque no son las únicas: ayudar al narrador principal a llevar la carga del relato; poner en escena la diversidad de voces; y revelar la psiquis de los personajes.
En este caso, Arroyo lleva a cabo una doble operación narrativa: primero, textualiza el habla de los gitanos -trabajo de registro- y después oraliza el texto -trabajo literario- que dota al texto de mayor fidelidad respecto de la diversidad lingüística de sus protagonistas.
Se trata entonces de reproducir lo más fielmente posible unos hechos, unos personajes, un tiempo y un espacio concretos: "A lo lejos se oía el eco de las roncas canciones del Guadalquivir; la ciudad inmensa encendía sus mil luces, y se adormecía a ese rumor de serenata" (372).
Ese empeño narrativo se manifiesta también en "Mirando a España. Francisco Villaespesa" (1914a). Este texto tiene las características de lo que actualmente conocemos como un perfil.
Comienza por describir la casa del poeta Francisco Villaespesa: su ubicación en la ciudad, su contexto material, su modo de vida:
Como su corazón, la casa del Poeta siempre está abierta para todos. Es el tercer piso de una amplia casa del barrio de Argüelles, cerca de ese delicioso parque de la Moncloa, y desde cuyos balcones se domina un campo de foot-ball, los recientes edificios de esa moderna y ancha barriada y gran parte de la ingente urbe madrileña que cierra el horizonte con su enorme silueta gris. (170)
Después pasa a describir las obras de arte que lo rodean, sus libros, sus cuadros, su mundo simbólico, su dimensión espiritual:
Sigue un despacho artístico: armarios atestados de libros, una magnífica mesa escritorio, donde, entre montones de cuartillas, llama la atención la figurilla simiesca de un buda de plata, especie de dios penate, que el Poeta, supersticioso como buen andaluz, lleva a todas partes. (170)
Todo ello lo lleva a un tercer elemento relacionado con el escritor: su carácter, sus ideas, sus visiones, su mundo interior.
¡Cuántas veces, en el discreto ambiente de la intimidad, el gran autor de Judith ha mostrado al que esto escribe lo inmenso de su alma luminosa, constelada de universos como el cielo; ha devanado las escenas siempre interesantes aunque no siempre felices de su vida, y le ha hablado de sus anhelos, de sus proyectos, de todo lo que forma su porvenir grandioso, en el que se presiente el advenimiento de un magno sol de inmortalidad! (171)
El perfil, desde una definición contemporánea, es un relato acerca de un personaje cuyo modo de ser y estar en la vida ayuda a entender al mismo tiempo un aspecto de la realidad. Como todo personaje, el protagonista de un perfil está compuesto de una dimensión física y una dimensión psíquica. Arroyo procura juntar ambas cosas en la figura de Villaespesa:
Francisco Villaespesa, cuyo espíritu inmenso se ha dado, y hasta podríamos decir se ha prodigado, a millones de espíritus que piensan y hablan en español, es un hombre joven, de treinta y cinco años, aún cuando sus ojos negros y brillantes, su rostro cuidadoso y completamente rasurado, su mentón fino, demuestre muchos menos. (171)
Un elemento clave del perfil, tal como lo conocemos ahora, es la autorrepresentación, la idea que cada quien tiene de sí mismo. Dicho de otro modo, el Yo idealizado. Arroyo no busca esa autorrepresentación del poeta en un diálogo con él, sino que acude a su "Autorretrato", uno de los textos en los que este ya ha dejado clara la noción de sí mismo:
Conozco los secretos del alma del paisaje, y sé lo que entristece y sé lo que consuela, y el viento traicionero y el bárbaro oleaje, cocen la invencible firmeza de mi vela. (171)
Uno de los rasgos de Villaespesa que Arroyo procura destacar es su interés por América. Reconoce allí una fuente de humanismo generoso, una virtud que hay que reconocer, una expresión de afecto en medio de tanto desdén. Se explaya en explicar los proyectos del poeta en una futura visita a tierras americanas, así como su profunda admiración por Simón Bolívar. Prácticamente traza un itinerario de las obras que Villaespesa presentará en diversas capitales latinoamericanas.
Hay un entusiasmo sincero -quizá también una excesiva complacencia- por el personaje:
Visitará preferente y quizá exclusivamente, las naciones libertadas por Bolívar, que es a las que más ama y admira Villaespesa, porque aquellas naciones son las más generosas, las más interesantes, las que cultivan intacto el espíritu español. Hará, pues, por la confraternidad hispanoamericana más, muchísimo más que tantos señorones que toman el ideal latino como pretexto para halagar sus vanidades o satisfacer su afán de lucro. (175)
En ese mismo tono, enaltece el cronista la generosidad del poeta con la revista Letras y destaca la deferencia que ha tenido en entregar uno de sus textos para que sea publicado y leído en Quito. Hay allí una búsqueda de cosmopolitismo, un deseo de conectar Quito con el mundo y al revés. Arroyo, sin decirlo, se presenta como un puente entre una cultura andina más cercana a la aldea y una cultura española más cercana al mundo.
Y del perfil pasa a un género poco desarrollado para la época: la ficción histórica. En el texto "Mirando a España. Recuerdos de la época romántica" (1914b) propone un modo de narrar la historia a partir no solo de lo que fue -o de lo que los documentos dicen que fue- sino también de lo que pudo haber sido.
Arroyo pasea desprevenido y relajado por una zona céntrica de Madrid y, de pronto, sin saber por qué sus pasos lo conducen frente a la casa donde vivió y murió Mariano José de Larra (Fígaro). Es la residencia número 3 de la antigua calle de Santa Clara:
Miramos la fachada y descubrimos al punto una lápida de mármol con relieves de bronce, en la que contemplamos, en un medallón, la silueta romántica de un hombre joven y leímos estas palabras, orladas de laureles: "Aquí vivió y murió Mariano José de Larra (Fígaro) 1809-1837". Y como si esta lápida hubiera tenido el mago poder evocatriz de un conjuro, por ella penetró hasta el fondo de nosotros el alma del romanticismo, y no vinieron a nuestra mente, envueltas en cendales de recuerdos, sino que aseguraríamos haber visto con nuestro propios ojos, cobrando el firme relieve de lo vivido, unas escenas de aquella sugestiva y evocadora época de la primera mitad del siglo XIX. (193)
Es imposible saber si el hallazgo es accidental o premeditado. Tampoco se puede saber si la sorpresa del cronista es real o solo un artificio retórico para el ejercicio de la imaginación que desarrollará después. No obstante, hay una declaración explícita: "Imposible recordar cuánto tiempo estuvimos clavados en aquel sitio; solo conservamos en la memoria algo de lo que vió (sic) nuestro espíritu" (193).
A partir de entonces, Arroyo se autoriza a sí mismo a evocar el pasado y a reconstruirlo libremente. Se traslada a 1837, año de la muerte del poeta. Su evocación es apenas referencial al inicio, cuando marca la fecha del suceso. El resto es creación ficcional. Imagina una escena de amor trágico. Una mujer que sube a la habitación de Larra para romper sentimentalmente con él. Un poeta demolido emocionalmente por la decisión de su amante. Un diálogo corto y lapidario entre los dos. El alejamiento de la mujer sin otra posibilidad. El brillo de una pistola a la luz de la luna que entra por la ventana. El poeta frente al espejo con el cañón del arma en la sien...
Era un lunes, 13 de Febrero; hora, el anochecer. Empezaban a parpadear las lucecillas de los míseros reverberos que hacían más tétrica la lobreguez de la desierta calle de Santa Clara, en la cual entró de pronto, con rápidos y menudos pasos de sedas frufruantes, una mujer esbelta y soberana que ocultaba casi por completo su rostro en las sutiles mallas de una mantilla negra de blondas. Detúvose un momento en el portal de la casa n.° 3 y penetró en el interior, resuelta, subiendo precipitadamente las escaleras del primer piso. Llegado que hubo a éste, no tuvo que llamar. Un caballero, que antes habíamos visto asomarse nerviosa y repetidamente al balcón, tenía ya abierta la puerta a la dama. (194)
Hay allí una recreación libre y arbitraria de la historia, pero de ningún modo inconsciente. Un anticipo de lo que después se desarrollaría en otros ámbitos como ficción histórica. Lo que importa no solo es lo que sucedió, sino también las diversas maneras de lo que sucedió o de lo que pudo haber sucedido. Se podría tomar esta actitud creativa como un gesto modernista. Un experimentalismo atrevido para la época.
Al final del relato, cuando los enterradores lanzan las últimas paladas de tierra sobre el ataúd, en el cementerio de Fuencarral, aparece un joven "alto, pálido, enfundado en un levitón negro" (196) y comienza a recitar las estrofas de una "bellísima elegía". Como el papel que sostenía estaba escrito con letras rojas, muchos pensaron que lo había escrito con sangre. En medio del silencio expectante que siguió a sus palabras, alguien lo reconoció: "Se llama José Zorrilla".
Cuenta Arroyo -o más bien imagina Arroyo- que "en ese mismo instante, inolvidable al borde de la tumba del más grande prosista, quedó consagrado el más grande poeta castellano del siglo XIX, surgió el sol romántico de España" (196).
EL ROL DE LA CRÍTICA Y LA CONCIENCIA DE LA ÉPOCA
El conjunto de textos analizados hasta ahora muestran, de manera general, a un César Arroyo preocupado por encontrar soluciones narrativas para la realidad de su tiempo. Sin embargo, sus esfuerzos también giran en torno al mundo subjetivo, como consta en "Mirando a España. El teatro en Madrid. Resumen de la última temporada" (1914d), en el que vuelca su atención hacia el arte escénico.
Se trata de una reseña crítica de las obras presentadas en la capital española durante los últimos diez meses, entre finales de 1913 y principios de 1914. Su evaluación es más bien pesimista. Se salvan de la hoguera dos obras: La Malquerida, de Jacinto Benavente, y Celia en los infiernos, de Benito Pérez Galdós.
Nos detiene y nos asusta el contemplar el caudal realmente extraordinario de producciones que han nacido a la vida de la escena. Pero nuestro temor se disipa de pronto al considerar que la mayor parte de las piezas estrenadas, han muerto al nacer, las más; han tenido una vida efímera, muchas, y solo unas pocas, muy pocas, por desgracia, han quedado y quedarán en pie, triunfantes, como expresión y muestra de lo que es el teatro español en el momento actual. (322)
En Historia y crítica de la opinión pública, el filósofo alemán Jürgen Habermas (1994) plantea el concepto de "publicidad literaria" para referirse a un estado del desarrollo de la opinión pública en la Europa posrenacentista. Se refiere a la necesidad creada por un público ilustrado -entre otros aspectos, gracias al desarrollo de los métodos de impresión y de circulación de textos- de emitir juicios y valoraciones acerca de la producción intelectual. En otras palabras, la publicidad literaria consiste en superar los límites del debate con respecto a las condiciones materiales de vida y llevar la discusión hacia el campo de la producción intelectual, hacia el mundo de las ideas. Se trata, en suma, de poner en debate las subjetividades.
Y eso es lo que hace Arroyo respecto a La Malquerida, de Jacinto Benavente:
Después de dos años de terco silencio, Jacinto Benavente ha desconcertado al público y a la crítica con una manifestación sino nueva, poco conocida, de su flexible y multiforme temperamento. La Malquerida es una tragedia rural, de pasiones, sin precedentes en el teatro benaventino, si antes no nos hubiera dado en Señora Ama la plena emoción campestre y en La noche del sábado y Los ojos de los muertos no hubiera acariciado nuestra médula, con su mano felina, el horror trágico. (322)
Cuando le toca el turno a Celia en los infiernos, de Benito Pérez Galdós, dice:
Celia en los infiernos es una obra henchida de idealismo, una de esas obras amplias, apostólicas y sociales como las del abuelo Tolstoy; una prédica inspirada en bien de los desvalidos, una escapatoria al país de la quimera; un bello sueño de igualdad en el que los de arriba y los de abajo se unan por el amor fundiéndose al sol de la justicia. Con pinceladas magistrales, valientes y sobrias, pinta Galdós los dos campos antagónicos en que se divide la sociedad actual, y, siguiendo el simbolismo religioso, llama cielo al de los desafortunados, al de los ricos, al de los poderosos, e infierno, al de los desvalidos, de los pobres, de los desdichados. (325)
Las demás obras reseñadas por Arroyo resultan, a su criterio, mediocres. No renuevan, no demuestran técnica, no conmueven, no despiertan alegría ni tristeza, no aportan algo significativo por fuera de lo predecible, dice el cronista. De este recuento pesimista se salvan, aparte de las mencionadas de Benavente y Galdós, un par de obras más por las que expresa un entusiasmo medido.
De todos modos, la reseña crítica de Arroyo presenta un rasgo que bien puede ser reconocido como propio de la escritura modernista: la conciencia de una creciente heterogeneidad en el arte. Procura con ellos superar -aunque es difícil establecer en qué medida lo logra- los límites de la simple valoración positiva o negativa de la obra, que tiende a agotarse en los binarismos bueno-malo; bonito-feo; virtuoso-defectuoso; y busca una explicación racional a toda esa disparidad:
Exigir a todos los autores un arte exclusivo, revolucionario y trascendente sería mutilar el arte y mutilar la vida. Si una obra es inspirada, personal y emotiva, ya ha realizado su fin. Dentro del arte caben todos los temperamentos, todas las maneras, como en el universo coexisten todas las fases infinitas y multiformes de la existencia. (328)
Después, va un paso más allá. Afirma que todo lo que en Europa se considera malo, se manda a América para que sea recibido con aplausos. Hay una intención recriminadora hacia el público americano. Un llamado a despertar y no aceptar lo que él llama "enormes carros de deshechos". Aquí la crítica adquiere otro tono: "Allá se lleva todo en materia de teatro, y lo que aquí se patea, se nos da allá como la octava maravilla, y siempre, o casi siempre, con nuestro aplauso y benevolencia" (330).
La minuciosidad de este texto, en el que trata de consignar, aunque sea en pocas líneas, un criterio para cada una de las obras, lo convierte en uno de los más extensos (11 páginas) de los que envía Arroyo desde Madrid para la revista Letras en Quito.
El propio autor aclara que, si se propusiera abarcar y evaluar el conjunto de la temporada, la crónica alcanzaría dimensiones enormes. En todo caso, una de sus grandes preocupaciones -como se verá también en el texto que envía el año siguiente sobre la temporada 1914-1915- es encontrar un lenguaje para discutir las ideas, para poner en discusión las sensibilidades y las subjetividades de su época.
Dentro de la misma preocupación de Arroyo por las ideas modernas se inscribe "Al margen de la epopeya. El fracaso. La religión" (1914e), un texto que supera las expectativas de la crónica y se puede leer más como un ensayo filosófico sobre la relación entre religión, arte, historia y política.
Comienza con un recuento histórico acerca de la capacidad unificadora de la religión por sobre las originales diferencias étnicas. Si algo ha producido el cristianismo en Occidente, dice el autor, es una conciencia de unicidad, una noción de comunidad, ante la cual incluso los monarcas más poderosos alguna vez han tenido que deponer sus intereses particulares:
Triunfantes los invasores, exterminada la Roma decadente, templada la barbarie norteña con el refinamiento latino, mezclada la sangre hirviente de las tribus con la sangre sensual del mediodía, fundida la mentalidad rudimentaria de los bárbaros con la elevada mentalidad de los latinos, amasado el primitivo barro étnico con la arcilla delicada que vivía en las estatuas clásicas, surgió una sociedad homogénea, matizada por naturales diferencias, sobre las cuales, atenuándolas, se erguía una creación espiritual: el Cristianismo, fuerte lazo de unión que, a despecho de las diferencias raciales y políticas de ese entonces, mantenía unidos los pueblos en un solo haz. (65)
La muestra tangible de aquello, afirma Arroyo, es la arquitectura religiosa. Las grandes catedrales europeas, construidas piedra sobre piedra por los creyentes, que depositan en ese esfuerzo no solo su razón de vivir, sino también su deseo de trascendencia más allá de la vida, representan la materialización de ese espíritu unificador.
Aquellos hombres rivales, enemigos encarnizados entre sí, se unían en torno a la concepción divina que iban a realizar; cavaban los cimientos, y luego, cada uno ponía una piedra, y esa piedra era su pensamiento, era su sentimiento y era la razón de su existencia. Ellos sabían que no verían terminada su obra; pero, mirando al porvenir, ponían en la obra sus manos febriles y exaltadas. Así surgieron aquellos prodigios de idealidad y de fortaleza, de fe y de amor, de belleza y de ciencia que se llaman las catedrales cristianas. Y ellas, flores milagrosas de piedra y de alma son además la manifestación de la solidaridad colectiva, de la hermandad de los pueblos y de la eternidad del destino humano que se fraguaban en aquel milenio. (65)
Así, lo que podría convertirse en un discurso idealizado de la religión cristiana -de hecho, Arroyo no oculta ni en este ni en otros textos su vocación religiosa- toma otro camino cuando el escritor traslada sus reflexiones hacia los presupuestos de una conciencia liberal y laica. Reconoce, en primer lugar, la fuerza del pensamiento racionalista moderno como la posibilidad de mirar la otra cara del mundo.
Tanto las ciencias exactas, continúa, como las ciencias naturales, ponen en crisis muchísimas de las antiguas certezas de la mente humana. Desde los diversos sectores del pensamiento racional, se establece una relación, la mayoría de las veces, conflictiva con la religión. No obstante, mientras en unos casos la ciencia se revela contra la religión, en otros la ayuda a construir y sostener su legado inconmensurable, propone Arroyo.
Entre los representantes de esta última opción están los arquitectos, que hacen posible el mantenimiento de los grandes monumentos religiosos: las basílicas y catedrales. Pensamiento religioso y pensamiento laico se juntan en un mismo plano del relato delimitado por la historia y el arte:
En este grupo estaban los estudiosos a quienes la ciencia había demostrado la materialidad de todo, los poetas, los artistas para quienes la Religión era el recuerdo de la madre y de la infancia; una idea de grandeza, un sentimiento de inmortalidad que se revelaban bajo los sacros ventanales de una iglesia gótica, entre nubes de incienso, cantos litúrgicos y lamentos de órgano clamoroso. Además, para los amantes de la belleza, la Religión era considerada como una tradición artística. La Iglesia y el Arte habían marchado de la mano. Aquella había inspirado a éste obras prodigiosas; había salvado de las destrucciones medioevales los tesoros artísticos y, sobre todo, había levantado las grandes catedrales, de las que había hecho preciosísimos museos. Para defender estos tesoros artísticos, que no eran patrimonio de ninguna secta, de ningún pueblo, de ninguna raza sino de la humanidad, estaban unidos todos los hombres civilizados, dogmáticos y librepensadores, confesionales y descreídos, laicos y clericales, católicos y luteranos, ortodoxos y heterodoxos. Diríase que, por una admirable selección de valores espirituales las ideas religiosas habían cedido al sentimiento artístico, el cual uniendo a los hombres de todos los credos, adquiría el significado de una religión supletoria, que acaso fuera la sola religión del porvenir. (67)
Desde esa visión, Arroyo lamenta el derrumbe de la iglesia como referente ético de la humanidad, que no ha podido evitar el estallido de la Primera Guerra Mundial. Su crítica es hacia la Iglesia católica, vale recordar, más que hacia la religión como tal. Arroyo deplora la inacción de los jerarcas de la iglesia, su complicidad con los señores de la guerra, su velada aprobación de los horrores.
Así mismo, critica el uso oportunista que los diversos jefes de Estado hacen de la religión cuando señalan, entre sus principales argumentos, para enviar sus ejércitos a la guerra, el cumplimiento de una misión que tiene el beneplácito de Dios: "La Religión ha fracasado ruidosa y esta vez, ya definitivamente, como lazo de unión entre los pueblos de una misma cultura y como elemento de paz, de concordia y de fraternidad entre los hombres" (71). La reflexión del escritor se torna humanista, moderna, ecuménica, sin dejar de ser religiosa.
Una de tantas pruebas materiales de este fracaso, dice, es la destrucción de la catedral de Reims, víctima de los bombardeos. "una de las más excelsas creaciones del Arte y de la Fe. La inefable catedral de Reims, una de las realizaciones más gloriosas del ensueño gótico, ha sido brutalmente bombardeada y destruida" (71).
Arroyo defiende una noción de dios todopoderoso, símbolo de la bondad, la justicia, la rectitud; y condena la conducta de la iglesia como observadora indolente de la guerra, el expansionismo, la mezquindad con la que los pueblos más poderosos ejercen la violencia. Esto no puede ser otra cosa, dice, que el fracaso de la religión.
Y señala como la gran paradoja de esta tragedia, que los cañonazos que derrumbaron las torres medievales de Reims hayan salido de los ejércitos que dicen defender a una nación cuyas figuras más notorias en el campo del arte y del pensamiento se llaman Goethe, Nietszche, Wagner, Beethoven, Shiller, Heine...
Como queda expuesto en la crónica anterior, la escritura de Arroyo adquiere una gran intensidad crítica, que se explica por la gran intensidad política que vive Europa en la segunda década del siglo XX. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) es la desgarradura histórica que estimula la reflexión del escritor ecuatoriano. Sus preocupaciones por el arte y la religión se trasladan ahora hacia la filosofía, la política y la guerra. En "Al margen de la epopeya. El socialismo. Su evolución y fracaso" (1915a), da cuenta de un continente que se deshace en pedazos por causa de una guerra absurda, sin que el gran referente filosófico, ético y político de la época, el socialismo, pueda evitarlo.
Arroyo pone en discusión las ideas positivistas -cuyo desarrollo se expresa en descubrimientos científicos, y cuya producción se manifiesta en inventos materiales- que se encuentran en la base de las doctrinas socialistas. La búsqueda de progreso material, dice el cronista, en lugar de satisfacer las necesidades humanas, ha creado artificialmente otras y ha conducido a la humanidad a una carrera desenfrenada de acumulación.
¿Cómo se explica que habiendo la Ciencia libertado, en gran parte, al hombre del gran yugo de la naturaleza, siguiera la humanidad tanto o más abrumada que antes? ¿Cómo se explica que el hombre estuviera más adolorido que nunca, habiendo la industria mejorado las condiciones generales de la vida, hasta el punto de que, sin caer en exajeración (sic) se puede afirmar que un modesto burgués de los tiempos presentes disfruta de más comodidades que, en la Edad Media, un gran señor de horca y cuchillo? (133).
Desde esa constatación, Arroyo inicia una revisión crítica del socialismo tanto en su concepción filosófica como en su pragmatismo político. Identifica dos vertientes principales: el socialismo de cátedra -reflexivo y conceptual- y el socialismo de calle -revolucionario y armado-. Señala a Marx y Lassalle como los representantes de la primera y la segunda, respectivamente. No obstante, también identifica una tercera vertiente a la que denomina socialismo cristiano -solidario y justo-, encaminado a lograr la "hermandad entre los hombres" y el "mejoramiento de la clase obrera", aunque no llega a desarrollar mayormente estas ideas.
Toma partido por el socialismo filosófico, pues considera que esa vertiente original "ponía el supremo interés humano sobre todos los intereses y conveniencias nacionales" (133). No obstante, está muy lejos de hablar como un militante. Por el contrario, su mirada crítica se enfoca en la dificultad de unir los principios humanistas de la filosofía socialista con una práctica política que sea consecuente con esos principios.
Se estaba, pues, minando a la sociedad actual en su base, esgrimiendo, a modo de instrumentos demoledores, los mismos principios de la Economía Política, que constituyen, con razón, una de las piedras angulares sobre que descansa el orden social. Al parecer, no podían ser más fascinadores los argumentos socialistas: el alma acerada de la Lógica parecía informar sus concepciones; las generosidades y los humanismos, como un haz luminoso de resplandores, prestaban brillantez a su forma; el clamor de los oprimidos lo sublimizaba; todo parecía afianzarle; pero, el supuesto fundamental era falso, y la realización del empeño socialista, completamente utópica. (135)
En este punto el texto adquiere una sólida base documental. En este trabajo Arroyo junta, quizá de manera más extensa que en otros, los elementos referenciales con los elementos simbólicos. Es un texto relativamente largo para una revista (16 páginas), lo que se puede explicar, en gran parte, por el minucioso trabajo de archivo. Hace un recuento basado en documentos -cartas, notas periodísticas, discursos, libros... - de los procesos organizativos de la denominada Internacional Socialista.
Se detiene en cada uno de los congresos y otros eventos significativos -Londres, 1864; Ginebra, 1866; Lausana, 1867; La Haya, 1872; París, 1889; Bruselas, 1891... - En este aspecto, desarrolla una práctica eminentemente periodística de búsqueda y registro. Un caudal de datos, que luego serán unidos por su propia línea reflexiva. Se puede ver en ese procedimiento un rasgo moderno o, en este caso, modernista, del oficio de la escritura. Esto le permite, por otra parte, identificar las contradicciones internas de la doctrina socialista, conforme avanza su proceso organizativo y su participación en las instituciones formales de los Estados europeos. Anticipa con ello las causas de su futuro debilitamiento.
Surge entonces la pregunta esperanzadora:
¿A dónde llegará el Socialismo? Se preguntaba el mundo hasta hace cinco meses ¿Levantará una revolución formidable y nunca vista que dé en tierra con todo el orden establecido? ¿Irá realizando, lentamente, por revoluciones progresivas, sus anhelos igualitarios, sus ansias libertadoras? ¿Se contendrá dentro de lo legal? ¿O como río que se desborda romperá los diques jurídicos, saldrá de sus cauces e inundará el mundo fecundándolo para que sobre los campos humanos germinen más vivas, fuertes y lozanas las plantaciones del futuro? ¿Habrá algo eterno en las actuales creaciones del derecho? (142)
Y la duda premonitoria:
¿O en el fondo inflamable del socialismo estará fraguándose la energía destinada a fulminarlas? ¿Será posible la continuada repetición de la historia? ¿O sobrevendrá algún acontecimiento máximo y definitivo que parta en dos mitades la vida del mundo? ¿Podrán subsistir indefinidamente las actuales creaciones nacionales, las presentes Constituciones políticas, las formas y los procedimientos de gobierno establecidos? ¿Serán, en adelante, posibles las guerras internacionales, por fronteras, por intereses, por venganzas, por antagonismos de raza o de historia? (142)
El estallido de la Segunda Guerra Mundial le permite a Arroyo comenzar a despejar el enigma. Justamente, describe la sesión del Reichstag, del 5 de agosto de 1914. En ella, el diputado socialista Haase, en representación de su partido, declara su adhesión a la guerra bajo el argumento de la necesaria defensa de la patria. En palabras del cronista ecuatoriano: "[Haase] se levanta a hablar y pronuncia su célebre discurso que ha sido reproducido por la prensa del mundo entero, ya que dicha pieza es para el Socialismo como el testamento de un moribundo, o, mejor, como la carta que el suicida escribe al juez antes de acabar con su existencia" (145).
La más grande claudicación, la mayor traición del socialismo a sus ideales fundadores ha sido el apoyo a la guerra, sostiene Arroyo. Se suponía que el socialismo estaba en contra de la guerra, no en contra de esta guerra o de esta otra, sino de la guerra en sí misma: "De esa sesión salió muerto el Socialismo. ¡Triste muerte, pequeña muerte para una existencia de tantos dolores, tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantas glorias, tantos anhelos ilimitados encerraba!" (146).
Arroyo se manifiesta contario a todo argumento que coloque la defensa de la patria por sobre la defensa de la humanidad. Es notorio este rasgo modernista de cuestionamiento a la ideología unificadora del patriotismo. La mayoría de escritores modernistas procura un alejamiento de los proyectos nacionales. Y Arroyo lo expresa así:
¡La patria, siempre la patria! ¿Será el de patria el único sentimiento fuerte y profundo del alma de la humanidad? ¿Será el único que, salvando de la destrucción anual quede en el espíritu colectivo como algo consubstancial y eterno? ¿La estatua de la página será la única que de los troqueles del color universal salga triunfante, recia y perdurable, ofreciendo su broncínea tabla como cariátide egregia para sustentar el monumento de la reorganización total del universo? Si el ideal de patria queda en pie mucho se habrá salvado; pero, al mismo tiempo, cuánto se perderá para el género humano! (148)
El siguiente texto que Arroyo envía para la revista Letras es "Mirando a España. Resumen de la última temporada teatral" (1915b). Un año antes, la misma revista ya había publicado un texto del autor con un título de temática similar. En ambos casos, ofrece una reseña crítica de las principales obras estrenadas en los escenarios españoles. Lo que cambia es el contenido.
Se trata entonces de un texto con antecedentes, lo que conduce a una inevitable comparación. Si en el primero -referido a la temporada 20132014- exponía una crítica pesimista con respecto a la calidad de las obras, en el segundo -temporada 2014-2015-, sin abandonar el tono pesimista, extiende los alcances de su reflexión a las circunstancias históricas de la época. Pasa del interior del texto, de la literalidad de la obra, al conjunto de acontecimientos que conforman su exterioridad, a su valor simbólico.
La Primera Guerra Mundial parece haber tomado el primer lugar de sus preocupaciones y, como consecuencia de ello, el arte ha sido desplazado a un segundo nivel de importancia. Sin embargo, Arroyo procura aferrarse de todas maneras a la idea del arte como un lugar de la imaginación desde el cual pensar la realidad.
Su primera alusión al tema es de un pesimismo declarado:
¿Qué puede importar al público el relato de unas cuantas obras teatrales, más o menos nuevas, más o menos bellas, pero, imaginadas, cuando hoy se está representando una universal y pavorosa tragedia real y viviente que tiene por escenario el mundo y por figurantes a todos los hombres? ¿Qué valor pueden tener las pasiones, los conflictos, los problemas de unos cuantos muñecos de farsa, cuando hoy se debate a sangre, fuego y hierro, nada menos que el porvenir del mundo? ¿Qué interés pueden despertar los destinos individuales, cuando se presiente la transformación total del destino humano? ¿Qué inquietudes nuevas, qué placeres nuevos, qué nuevos dolores nos podrá hacer sentir una obra literaria, estando como está nuestra sensibilidad hipertrofiada con la visión o el relato de tantos horrores, de tantas grandezas? (274)
Este conjunto de interrogantes conduce al cronista a una pregunta superior y sintética: "¿Cómo ha influido la guerra en la producción teatral?" (275) y la respuesta es desoladora: "la literatura escénica en España ha seguido su rumbo, sin que ni en el fondo ni en la forma de las obras se advierta ninguna influencia trágica, ninguna exaltación de la guerra" (275).
Arroyo constata en las obras de teatro a las que asiste una suerte de autismo de la intelectualidad artística española con respecto al resto de Europa y del mundo. A partir de ello plantea una duda razonable acerca de la pertinencia de cierta escritura intelectual en tiempos de barbarie.
La suya es una pregunta disparadora -como suelen ser todas las preguntas que aparecen en los procesos de escritura- de una búsqueda expresiva; una pregunta acerca de los límites y los alcances de los recursos narrativos para dar cuenta de un contexto de guerra; una pregunta acerca de la función misma del escritor, del artista, del intelectual en general respecto a la destrucción del ser humano.
Desde ese estado de desaliento, Arroyo destaca dos obras: "La Garra", de Manuel Linares Rivas, y "Los semidioses", de Federico Oliver.
"La garra", según la reseña del cronista, es un drama que revela el estado obsoleto de la legislación española, subordinada completamente al Derecho Canónico, en materia de divorcio.
Como escritor modernista, Arroyo lamenta que en la norma jurídica perviva una noción de matrimonio como una unión que solo puede ser disuelta por la muerte. "Esta verdadera monstruosidad legal, que pugna con todas las legislaciones modernas que consideran al matrimonio como es, como un contrato, y, por tanto, anulable por la voluntad de las partes contratantes, puede originar y, de hecho, origina, en la vida, terribles conflictos, pavorosos dramas que se convierten en tragedias irremediables" (276).
Más que las virtudes artísticas de la puesta en escena, más que la calidad de los parlamentos o de la actuación, lo que destaca Arroyo es la premisa moderna de la obra: la secularización de la vida, la noción civil y laica del matrimonio, la liberación respecto del dogma religioso y la adopción del fundamento legal del Estado moderno. El arte -y estas parecen ser las ideas consoladoras de Arroyo mientras escribe la crítica- sigue siendo una poderosa herramienta para pensar la vida.
Respecto a "Los semidioses", Arroyo destaca su capacidad para: "combatir la desmedida afición a las corridas de toros que, día a día, va tomando los caracteres gravísimos de una triste morbosidad colectiva, que agota cuantiosas energías y envuelve al pueblo en un ambiente de barbarie, miseria e ignorancia" (280).
De nuevo, lo que conmueve a Arroyo de esta obra no son tanto sus virtudes artísticas, sino su capacidad de conmover la conciencia pública a partir de un tema tan fuertemente enraizado en la cultura popular. El rasgo modernista que sale a flote aquí es justamente la voluntad de ruptura con la tradición, el intento de abandono de cierta inconografía, a su juicio, anticuada y chauvinista, como es la del torero y la fiesta brava.
INTENTO DE MODERNIZACIÓN DE LA LITERATURA EN EL ECUADOR
Finalmente -y con esta pieza podemos cerrar un primer nivel de lectura de los textos de César E. Arroyo- tenemos "Recordando España. Epílogo de un novelista célebre" (1917), cuyo tema es el suicidio del escritor Felipe Trigo, el 2 de septiembre de 1916.
Es un relato minucioso de cómo se vivió en Madrid y cómo vivió el propio cronista ese suceso trágico. A la descripción de los estados emocionales derivados de la noticia, Arroyo agrega una descripción impresionista del paisaje urbano madrileño. Comenta el recorrido que hace, junto al también escritor español Francisco Villaespesa y el poeta mexicano Luis G. Urbina,6 desde la calle de Carretas, en el centro de la ciudad, hasta la casa del fallecido, en Ciudad Lineal, uno de los sectores para entonces recientemente urbanizados de la capital española.
Del texto intimista pasa a la crónica urbana:
El aspecto de la ciudad comienza, entonces, a cambiar, paulatinamente. A la suntuosidad, a la magnificencia, suceden la ruindad, la pobreza de las edificaciones; a la limpieza, a la pulcritud de las anchas vías, la suciedad, el desaseo de las calles tortuosas. Esas barriadas extremas, verdadero cinturón de miseria que constriñe al Madrid opulento, presentan todo el aspecto de aduares africanos. Pero, esta visión deprimente, no dura mucho, por felicidad. A poco de andar el tranvía, el lujo, la gracia, la modernidad de los edificios vuelven. Ahora, son palacetes, villas, chalets, esbeltos, armoniosos, elegantes, todos rodeados de parques y jardines, en los que la gracia del agua pone su nota cristalina y parlera en fuentes, surtidores, cascadas y fontanas. Hemos entrado ya en la Ciudad Lineal, que, como su nombre lo indica, no es sino la línea larguísima de una gran avenida ornada de fincas de lujo y de recreo. (14)
Después, la crónica -producto de la inmersión física e intelectual en un acontecimiento, un lugar y un tiempo determinados- cambia a la forma de un perfil -relato centrado en la complejidad personal de un individuo y sus circunstancias.
Mientras los familiares y amigos más cercanos al escritor se reúnen en el salón de la casa y comentan en voz baja la repentina muerte, Arroyo se aparta discretamente hacia una terraza junto al jardín y, desde ahí, como un espectador privilegiado, hace un recuento de la vida de Trigo: sus orígenes provincianos, sus estudios de medicina, su ejercicio profesional como médico militar, sus aventuras heroicas en Filipinas, su conversión al periodismo y a la literatura, su amplia producción literaria, sus desmedidos proyectos editoriales y, entre tantas cosas, un dato fundamental: su neurastenia, la enfermedad depresiva que lo llevaría a la muerte.
Si al inicio del texto Arroyo expone un testimonio personal, cambia después a una crónica urbana, se transforma más adelante en un perfil del escritor, y al final resulta una crítica literaria de su obra. Es, justamente, el estilo del novelista uno de los temas que destaca:
Nada más combatido también que el estilo de este autor. Ha venido a ser ya un lugar común el asegurar que Felipe Trigo no sabía escribir. ¿Es cierto que era un estropeador de la gramática, un desmañado y torpe escritor? No tal. Felipe Trigo sabía escribir, y paginas suyas hay que, por su plasticidad e intensidad, pueden ponerse entre las mejores de los modernos novelistas castellanos. Pero como todo innovador, como todo revolucionario, su fuerte, ardoroso y desenfrenado temperamento parecía hacer gala de romper con todas las reglas de la gramática e introducir en el léxico inusitados elementos. Era, ante todo, como él mismo se llamaba, un novelista pasional, que aspiraba a transmitirnos la emoción intacta de la realidad, por los medios que él consideraba los más expresivos, dislocando, retorciendo la frase, agrupando las palabras, no conforme a las reglas de la construcción gramatical, sino siguiendo el giro caprichoso, desordenado, rápido, febril de ciertos estados de ánimo, cuya expresión se desborda de los cauces serenos y rectilíneos que ha abierto el código del idioma. (19)
Arroyo defiende de esta manera un tipo de escritura no convencional, una exploración en las posibilidades del lenguaje. Como se ha visto a lo largo de este conjunto de textos, la mayoría presenta una convivencia armónica entre diversas formas narrativas: la crónica con el testimonio; el relato de viaje con la disquisición filosófica; la historia del arte con la filosofía política... En suma, los textos de Arroyo ofrecen un nivel más o menos marcado de lo que en adelante las teorías literarias denominarán intertextualidad. Se puede decir, entonces, que este último texto analizado, tanto como los anteriores, representan un intento por parte del cronista y diplomático de ofrecer su aporte a la modernización de la literatura ecuatoriana.