KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 52 (Julio-Diciembre, 2022), 159-163. ISSN: 1390-0102


RESEÑA


Efraín Jara Idrovo, Una soledad volcánica. Cartas desde Galápagos, Quito, Mecánica Giratoria, 2021.


Juan Carlos Astudillo Sarmiento - Universidad de Cuenca Cuenca, Ecuador



Vamos por el mundo aspirando
tiempo y exhalando
domingos hasta que un día
nos quedamos hasta sábado
para siempre...

Efraín Jara Idrovo (73).

Empiezo sobre la certeza del lugar común: la obra de Efraín Jara Idrovo guarda un capítulo en la historia de la literatura ecuatoriana ya que, como él mismo sentenciara en una entrevista a Cecilia Mafia (2013), son tres los grandes nombres de su generación: él, Jorgenrique Adoum y César Dávila Andrade.

El poeta de la estructura, como lo han llamado, ha escrito algunas de las páginas más brillantes y profundas de la poesía que nos cobija y ha sido estudiada por las voces más claras de la crítica en el país: María Augusta Vintimilla, Mercedes Mafia, Bruno Sáenz, Oswaldo Encalada, Marco Tello y Bernardita Maldonado (dueña del lúcido estudio introductorio de la obra a la que nos referiremos), entre otras.

Sin embargo, lo que nos convoca en esta reseña descansa en una sorpresa editorial que vio la luz en los meses de agosto y septiembre (en Quito y Cuenca, respectivamente) y que llega para bifurcar la producción del autor cuencano. Pero, ¿qué nos trae esta publicación póstuma? ¿Qué sucede con esa palabra que llega para hilar distancias y oleajes en tensión? Pues y para asombro de muchos y confirmación de otros, Una soledad volcánica. Cartas desde Galápagos, nos convida una selección de cartas escritas por el poeta entre 1955-1958 y 1995-1996 y desde el espacio que sería el eje fundacional de su forma de comprender, de su construir y habitar el mundo, la vida, el lenguaje y lo que el ser humano hace entre ellos:

Luego de permanecer varios años en Galápagos, el poeta se había preguntado por el sentido de la vida y por la función de la poesía; el mundo se le revelaba como la configuración de la conciencia [...] Restituir el equilibrio entre la conciencia y el mundo supone también procurarle duración a lo instantáneo. Si la visión del mundo y de la vida derivaban en la primera etapa de contemplación del universo exterior, ahora proviene del conocimiento interior (Tello 2021, 368).

No voy a hablar de la poesía de Efraín Jara Idrovo, pero diré que la he vivido profundamente, y que su lectura me ha acompañado a comprender que la lírica, en su más elevada expresión, es un canto del espíritu al descubrir los preciados secretos de su existencia. Y diré, además, que Efraín Jara Idrovo escribió algunas de las formas más profundas y hermosas de la literatura que conozco y que es desde esa frecuencia desde donde la lectura de sus cartas hace eco de un oleaje de diálogos que se ofrecen como diáspora. Y lo digo porque las cartas tienen, por un lado, esa capacidad de enfrentar, de confrontar y sostener al escritor frente al espacio en blanco en donde resuelve el trajín del pensamiento ante el lenguaje y su ejercicio, o como Bernardita Maldonado clarifica:

son tratados, ensayos en todos los sentidos de la palabra, en donde el escritor toma la distancia y el tiempo necesarios para evaluar su propia práctica y vivencia del tiempo;

y, por otro, el de procurar una comunicación que se pierde en las formas que encontramos para eternizar los diálogos que nacen en lo impalpable o, en palabras del poeta,

el género epistolar implica una relación, una comunidad de ideas y afecciones en torno a un círculo de intereses que afectan a las personas entre las cuales las cartas urden su ligamen fecundo, sutil, impalpable. Se trata de dos mundos abiertos a recíprocas influencias, como las flores que se fertilizan por intermedio del viento (Jara Idrovo 2021, 115).

Quiero explicarme: si aceptamos que la lengua en su función primordial es lo que del mundo alcanzamos o, siguiendo a Oswaldo Encalada V. (2019), es la que da forma al mundo (que es imposible sin ella); es decir que, si la lengua es la forma que encontramos para manifestar el pensamiento y lo que somos en él y con él, las cartas escritas por un poeta que las trabaja desde un nivel de conciencia absoluto de su uso, y lo hace para expresar su experiencia en el exilio que es la soledad de quien la merece porque la buscó,1 en medio de paisajes fundacionales en donde es la contemplación la que acompasa la nueva lectura del tiempo, la vida, el ser, el devenir y, en fin, lo que sea que por la mente en rictus del poeta se cruza en la experiencia infinita de las Galápagos prístinas y el tejido que sucedió en ese encuentro, pues para quienes soñamos con la poesía, con el silencio, con el paisaje visto por primera vez y la formas que se tientan para procurar comunicarlo, este libro es un hallazgo incendiario.

La palabra clave para acceder a este maravilloso libro es contemplación, entendida o asumida como uno de los actos más puros dispuestos para el ser humano en tanto la capacidad de anulación de la linealidad temporal y la urgencia incómoda que significa el perderse en los recovecos del pasado, nombrando angustias o añoranzas o, por otro lado, en los espejos multiformes del futuro, tentando hilos de espuma, imposibles e irreales; la anulación de ese vaivén significa el encuentro del presente como tiempo único e irrepetible y que eso, precisamente, es la contemplación que permite el exceso del detalle, el habitarlo hasta la apropiación y el encuentro de quien lo vislumbra y lo que encuentra en ese estar presente, en silencio... y que Efraín se sostiene a través de esa experiencia en su exilio voluntario en las islas y lo expresa en esta obra, en un diálogo que se sabe abierto, atemporal, reflejo

de un silencio solemne que se acrecentaba con el de mi alma, abierta a la revelación de las leyes de su desenvolvimiento; de un silencio que crecía, se aligeraba y desprendía de las rocas confusas, del agua, de mi alma, y cobraba altura, remontándose hasta confundirse con el que parecían soportar ya muy difícilmente las constelaciones (111).

El poeta, en estado contemplativo, describe su experiencia a partir de la crisis, del deshacimiento de las circunstancias:

tomamos fragmentos de realidad y titubeamos ante esta como quien, anhelante de hurtar una flor, solo acierta a estrujarla y arrancar unos cuántos pétalos por temor y precipitación (59);

y luego, al dar cuenta de su soledad de isla, dice: "nada había en el pensamiento y en la vista. Todo golpeaba al oído, se introducía por su conducto y resonaba dentro, como un viento furioso en el pecho de un animal" (59). La ausencia del pensamiento que permite acceder a esferas más profundas del devenir humano/animal/ espacial, desde donde la acción del mundo rebasa la construcción lógica, cartesiana, y se establece en un estadio prerracional que le permite afirmar: "Permanecí por algún tiempo en esta suerte de abandono sensorial [... ] y esta certeza no era una forma de conocimiento sino más bien un estado, algo parecido al agobio, o al abandono" (60). El abandono que rebasa al conocimiento cuantificable, la certeza de haber trascendido la soledad volcánica hacia un no-estar desde donde pregunta, afirmando:

¿no son estos los puntos de intersección del tiempo con nuestro destino, en los cuales sentimos la existencia no como continuidad rítmica sino como simultaneidad en la que pasado y porvenir se actualizan y, confundidos con las cosas, apenas como un pausado rumor, circulamos en el espacio, que deja de ser límite inerte para convertirse en resonancia de nuestro corazón? (60).

La alineación de la temporalidad y la danza continua del presente aprehendidos de la ola y la roca, su vaivén interminable: "piedra y mar devienen entidades abstractas a fuerza de eliminar lo accesorio" (80); la danza interminable de lo absoluto manifiesto en la armonía de la naturaleza a la que se ve entregado y desde donde se construye en continua expansión, más allá de lo sensorial: "la complacencia de experimentar cómo mi ser irradia en círculos cada vez más amplia, tan amplia que las estrellas ya no son su límite (51)". Los milagros cotidianos en donde "el tiempo se torna burbuja luminosa" (51) para rebasar los límites del yo finito hacia el tiempo cósmico y la anulación de las dicotomías que escinden la otredad del mundo en un ejercicio de poética que atraviesa la soledad (Vintimilla 1999), en tanto identificación entre lo externo y lo interno, nuevamente a través de la contemplación de la impermanencia.

La experiencia de lo inefable invita al poeta a explorar las formas del lenguaje en esta suerte de diálogos en donde reflexiona con el pretexto de sus interlocutores porque, me parece, las cartas de Jara Idrovo no están destinadas únicamente a las personas a quienes se dirigen, sino a sí mismo, en primera instancia, y al ejercicio adánico que constituyen en su concepción del mundo, la realidad y lo que el ser humano significa en ellos desde la potestad del acto escritural para deshacer la soledad, para compartir la historia en tanto escenario de afectos frente a la aventura y la fragilidad, la palabra contra esa fragilidad:

Jara Idrovo se sumergió en el centro de la tempestad para abrazar ese sonido, su espuma y su azul buscando ese lenguaje que revele todas las geografías interiores y exteriores, anteriores al lenguaje (Maldonado 2021, 32).

Lo dicho no pretende restar importancia a las personas a quienes van dirigidas las cartas, ni a las frecuencias desde donde se construyen: la ternura, la añoranza, la reflexión, la complicidad y el consuelo están en ellas cuando se trata de la madre, la amada, el amigo, el colega aunque -lo digo de nuevo- todas parecieran querer trascender el ejercicio desde la conciencia del poeta que se ocupa o preocupa del tiempo y sus dimensiones que, con certeza, pensaría que sus escritos habitarían un pasado constante y a veces absoluto merced a las dificultades de envío de las cartas, que llegarían meses después de ser escritas, llevando novedades siempre caducas y reflexiones que podrían dejar de ser al tiempo del arribo. El poeta, consciente del tiempo y sus fluctuaciones, confiando sus confesiones al acto mágico de dejarlas escritas a un futuro incierto, anclado siempre al pasado en donde se afincan:

El tiempo tornase extensión homogénea a través de la cual pasamos como por una galería de idénticas, interminables columnas. La vida pierde su sentido, que no es otro que el cambio constante, la presteza para la adaptación a las múltiples situaciones que dominan su desenvolvimiento (50).

Un libro cargado de reflexiones ante el pretexto de la comunicación orgánica y epistolar; un libro poético, en su más enraizada expresión, que nos devela la construcción de un lugar de enunciación del ser individual frente al acontecer cósmico del que se va apropiando para decir, con la claridad de la espuma y la roca: "mientras permanezco en Floreana pierdo la noción del límite entre yo y el mundo y me siento a mí mismo no en y por las cosas, sino desde las cosas" (88).

Juan Carlos Astudillo Sarmiento
Universidad de Cuenca
Cuenca, Ecuador




NOTAS


1 Esta búsqueda consciente de la soledad como experiencia de vida, como reafirmación de yo: "no se es, se llega a ser el solitario [...], lo soy en tanto resultado de un duro y paciente aprendizaje en las islas" (156).


Lista de referencias


Encalada Vásquez, Oswaldo. 2021. En Juan Carlos Astudillo Sarmiento. 2021. Las voces que cuentan. Cuenca: Casa Editora Universidad del Azuay, UDA.

Mafla Bustamante, Cecilia. 2013. "Efraín Jara Idrovo: la eufonía y el sentido en la poesía". Kipus: Revista Andina de Letras y Estudios Culturales (33): 115-23.

Tello, Marco. 2021. Cuenca: dos siglos de poesía. Una mirada crítica. Cuenca: Casa Editorial GAD.

Vintimilla, María Augusta. 1999. El tiempo, la muerte, la memoria. La poética de Jara Idrovo. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador / Corporación Editora Nacional.

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