KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 52 (Julio-Diciembre, 2022), 151-166. ISSN: 1390-0102


RESEÑA


Cristóbal Zapata, Lecciones de abismo, Cuenca, La Caída Editorial, 2019, 136 p.


Guillermo Gomezjurado Quezada - Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador Quito, Ecuador



Para muchos, Cristóbal Zapata (Cuenca, 1968) es el autor de una obra pulcra, más bien parca, sobre la que merodean como atributos la rigurosidad, la orfebrería, una supuesta voluntad transgresora y una señalada afición por el esteticismo. A estas características, que quizás sean ciertas, se les podría sumar un particular modo de alumbrar el cuerpo, la infancia o el oficio de la escritura desde un mirador de provincia: en el altillo de Zapata, como en el de un tío algo excéntrico y sofisticado, reposan las filminas, las translaciones, los recortes de un artista adolescente que aprendió a leer rodeado por una compacta sortija de montañas, para usar una imagen de Efraín Jara.

No es extraño, en ese sentido, que dos de los trabajos críticos que haya emprendido Zapata ("Roy Sigüenza: el poeta en su castillo" y "Monarca del cielo: a la busca de Ernesto López Diez") fijen la vida y la obra de sus poetas a través de curiosos emplazamientos que dan a la "nada" ("el castillo", en el caso de Sigüenza; el "palacio de cristal", en el de López Diez): imágenes que nos recuerdan que, en la verdadera periferia, ahí donde coinciden la invisibilidad (de la obra y del autor) y la intemperie (concebida como ausencia de una tradición literaria que permita guarecerse y conversar), el castillo del fin del mundo que tan escurridizo se le hiciera al doctor Pasavento (el personaje de Vila-Matas que anhela tanto su desaparición en cuanto sujeto, como el arribo a la costa última de la escritura, la del desastre), siempre estuvo a la vuelta de la esquina, a veces en forma de provincianas torres de marfil, a veces como precarias tejavanas, pero siempre como buhardillas propias, útiles para precautelar el aprovisionamiento de los pensamientos claros, que diría Bachelard, y no dejarse morir de inanición como el artista del hambre de Kafka.

Y es que, a diferencia del estilita checo, los estilistas que prefiere Zapata están menos concentrados en ser vistos que en ver, son menos "puros" y más "avispados"... Compruébese, si no, la admiración que el escritor cuencano profesa al fotógrafo y cuasi dandi Emmanuel Honorato Vázquez, ese enfant terrible, 'genio poliédrico, pródigo en saberes y ardides" (Zapata 2012, 40) que sacudió el ámbito conventual de la Cuenca de los años veinte del siglo pasado y "entendió como ninguno el tempo dilatado y barroco de su ciudad" (41).

No es difícil, de hecho, hallar la obra de Zapata en sintonía con ese "arte de hacer jugadas en el campo del otro" (De Certeau 2000, 46), de alimentarse del texto del otro. Para comprobarlo, basta con abrir alguno de sus poemarios, donde la lectura y la escritura se confunden en una misma práctica de recolección, rearmado y orfebrería.

Donde mejor se evidencia esa práctica, sin embargo, tal vez sea en su último libro de relatos, Lecciones de abismo (2019). Es más, tres de las cinco piezas que lo componen ("La prenda", el relato cuyo título da nombre al libro y "El retorno"), tienen como protagonistas a tres chicos nacidos a finales de la década del sesenta del siglo XX, muy probablemente en 1968, y ponen en el centro del relato sus aprendizajes y astucias, sus prácticas y escamoteos para moverse con solvencia en Convención, esa Cuenca perdida en los Andes.

Así pues, aunque traten sobre personajes distintos, puestos en línea, estos tres relatos bien podrían leerse como una misma búsqueda del origen, un viaje a la semilla emprendido por el autor, a partir de diferentes perspectivas refractantes. De esta manera, "La prenda" se concentra en un diletante casi treintañero, audaz y fascinado por la poesía norteamericana, que comprende a través de una aventura amorosa con su prima que "los mejores poemas se escriben con las palabras que sabemos utilizar mejor en nuestra vida. Y [que] no traducimos bien si no podemos participar plenamente de lo que buscamos traducir" -tal cual reza la frase de Bonnefoy usada como epígrafe al relato-. "Lecciones de abismo", por su parte, es la narración de un vértigo borgeano que le acontece a un niño curioso de doce años, fascinado por las novelas de Verne y la serie televisiva El túnel del tiempo, que comprende que los mayores prodigios pueden suceder a la vuelta de la esquina, y que las vistas que transmite el aleph difieren, según el lugar donde uno se encuentre, según la posición y el aliento que uno deba tomar para acceder a su transmisión. Finalmente, "El retorno" sigue de cerca a un Augusto de seis años, que deja su Fortuna idílica y rural para ir a vivir en la patosa Convención. Este último relato -a mi modo de ver el menos logrado de esta tríada, pese a ser un hábil juego con el tipo de narradores-, se concentra en un continuo proceso de gestación, por el cual el voyerismo, el hurto fetichista y el empeño aplicado por ritualizar estas acciones, irán adquiriendo distintas formas hasta definirse finalmente en las fuerzas secretas de una vocación: En el futuro [se dice el personaje, al recordarse] serás un niño, un joven y un adulto fascinado por los fragmentos del mundo material, por ciertos retazos del mundo sensible, por los indicios y rastros del cuerpo femenino. Serás, a tu modo, un voyeur, un erotómano, un estilista (123).

Así pues, estos tres relatos dibujan de alguna manera un modus operandi centrado en la liviandad, el escamoteo y la translación; en la capacidad de abismarse, de descender con los ojos bien puestos en lo otro y con el pecho apegado a la tierra; con el gusto por la emulación, la relaboración y el bricolaje.

Ahora bien, enmarcados por estos tres relatos, y como si se trataran de la cosecha de esta lección de vértigo, descenso y rigor, se encuentran las mejores narraciones del libro. Los textos en cuestión son "El Hada de Azúcar" y "La invención de Maud Talbot", dos trabajos envidiables, en los que Zapata abreva del método sentado por Schwob en sus Vidas imaginarias -y desarrollado luego por Borges y Michon- para reescribir sutilmente el álbum fotográfico de su aldea. Los dos cuentos, en ese sentido, se presentan como la reconstrucción de los indicios y rastros de dos cuerpos femeninos extranjeros que caen, pero son, ante todo, recreaciones de unas cuantas postales halladas en los arcones históricos de Cuenca, ejercicios ejemplares con el tempo y las exquisiteces de la vida de provincia. Así, "El Hada de Azúcar" retoma imaginariamente tanto los días de esplendor en el escenario como los de resguardo en casa de la bailarina Lucía del Pilar (trasunto de Osmara de León), a través de la mirada de un admirador secreto; mientras "La invención de Maud Talbot", infiere ficticiamente el enamoramiento y la soledad de una emigrante irlandesa que, con sus caminatas, trazará extraños círculos en la ciudad antes de hundirse en el río Matadero.

Finalmente, quisiera recordar el sobrecogimiento que señala Zapata al valorar una de las fotografías de Emmanuel Honorato Vázquez, en la que aparece la esposa y la hermana del fotógrafo "sobre una precaria balsa de madera, transportando ni más ni menos que una máquina de escribir y un fonógrafo, en las inmediaciones de La Josefina" (41), pues creo que aquello que dice entonces el poeta cuencano ("maravilla y conmueve ver a estas dos mujeres jóvenes llevando la tecnología cultural hasta los confines del páramo") (41) indica muy bien el sobrecogimiento que tenemos cuando hurgamos realmente en las arcas del pasado y que, creo que, en sus mejores momentos, Lecciones de abismo logra transmitir muy bien.

Guillermo Gomezjurado Quezada
Universidad Andina Simón Bolívar,
Sede Ecuador
Quito, Ecuador


Lista de referencias


De Certeau, M. 2000. La invención de lo cotidiano. Artes de hacer. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana.

Zapata, C. 2012. "Monarca del cielo: a busca de Ernesto López Diez". En Ernesto López Diez, El palacio de cristal. Cuenca: Ediciones de La Lira.