NO HAY QUIEN pueda discutir el señero puesto conquistado por Jorge Velasco Mackenzie en el panorama de las letras ecuatorianas de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Polígrafo, inacabable contador de historias, habitante de incontables libros porque multiplicó entre sus conocidos el valor de la lectura, vivió -como se dice- en olor de literatura. Su circuito vital -cortado lamentablemente cuando se dedicaba a una ambiciosa novela histórica- rindió numerosos frutos humanos y literarios, porque fue hombre de muchos amigos y de prolífica obra.
Conocí y traté a Jorge -supongo- en los pasillos de la Casa de la Cultura, Núcleo del Guayas, cuando yo, recién graduada de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil, sentía que tenía que estar presente en todo lo que pasaba en ese centro de acción cultural. Eran los tiempos de la presidencia del poeta Rafael Díaz Ycaza, emprendedor de esa hazaña editorial que tituló "Letras del Ecuador" y que publicaba un libro cada quince días bajo el costo de 10 sucres. El número 4 de esa colección fue De vuelta al paraíso (1975), el primer libro de cuentos de Jorge Velasco Mackenzie. Ya para entonces se escuchaba su nombre -tenía 25 años y terminaba la carrera de literatura en la Universidad de Guayaquil-, porque publicaba artículos y cuentos en periódicos ecuatorianos y colombianos. La revista La bufanda del sol, de la capital, lo había incluido.
En la misma colección, pero dos años después, con el número 52 circuló Como gato en tempestad (1977), nombre extraído de un símil que utiliza Gallegos Lara en Las cruces sobre el agua (1946). Ya empezaba su andadura pedagógica porque tuvo alguna experiencia como profesor colegial y pronto ingresó al magisterio universitario en la ciudad de Babahoyo, donde cumplió siquiera tres décadas de colaboración. De allí que su tercer cuentario, Raymundo y la creación del mundo, de 1979, es una publicación patrocinada por esa universidad.
Con tres libros de cuentos que hacen un total de 29 historias cortas, bien vale preguntarse sobre lo que escribía Velasco en sus inicios como narrador.
En ese primer ciclo, fue desgranando historias de lo pequeño queriendo significar lo grande, es decir, se puso en la actitud de los narradores expertos que saben que de lo particular brota lo universal: sus personajes emergen de la entraña de Guayaquil, como en el cuento muy recogido en antologías "Aeropuerto" (releído hoy vemos que todo calza en el sitio que llamábamos campo de aviación de la ciudad, de cómo eran las cosas en esos años, prueba de un realismo vocacional), que recrea el drama de la joven migrante que aspira al sueño americano. O el de la anciana que vive en el cerro Santa Ana (el nombre del personaje se repitió en El rincón de los justos). Vistos desde hoy, los tres libros permiten la constatación de aspectos que podrían haberse olvidado, pero también la observación de rasgos nuevos. Por ejemplo, la toma de la Casona universitaria en los hechos que produjeron la anulación de los exámenes de ingreso a la universidad pública. Como frente a la Casona estaba situado un hospital de niños, allí va a parar el protagonista de 13 años del cuento "La operación", que siente las señales de la refriega -ruidos de disparos, humo de gases lacrimógenos en medio de su delirio posoperatorio. Pero, igualmente, en un cuento de enorme importancia de Raymundo y la creación del mundo -importante porque es un germen de su novela El rincón de los justos- que se llama "Caballos por el fondo de los ojos", el mismo hecho es el trasfondo donde se mueven un Sebas, una Martillo Morán, un Fuvio Reyes, personajes destacados de la primera novela de Velasco.
En De vuelta al paraíso me reencuentro con "Una visita a la viuda", un cuento que es un homenaje a Pablo Palacio en la figura de Carmita Palacios, su compañera de vida, sufriendo el desahucio de su vivienda por la precaria situación en la que quedó a la muerte de su marido, y que lamenta los bulos que se han levantado sobre la memoria del gran escritor. Con enorme ternura, el autor recoge la angustia de la mujer desvalida, y hasta la presencia de una hijita discapacitada que tuvieron y a quien la historia del genial lojano, casi nunca menciona.
Hay una preferencia por la narración en primera persona, a veces desde la más fluyente oralidad, otras desde voces más reflexivas, que muestran la pobreza y la marginalidad desde dentro. No puede ser más dolorosa esa Eréndira ecuatoriana que revela más de lo que ella misma entiende en el cuento "Ojo que guarda": niña exhibida para pasto de voyeristas y que una madam cría para entregar su virginidad a un sacerdote. La situación infame reprime la crudeza porque la chica-narradora da vueltas indirectas sobre el crimen al que la someten. Algunos personajes son escritores noveles -"Hacia la noche", "El sabor a nada del agua"- que perseveran en su labor en medio de reducciones. "Gustador de la juventud, Velasco como sus compañeros de generación, prefiere los personajes jóvenes, adolescentes, y los presenta desde su propia conciencia alborotada" (Ansaldo 1983, 64).
Como es casi natural, Velasco Mackenzie es heredero de la Generación del 30. En una saga de varios cuentos de Raymundo y la creación del mundo, que se desarrolla en el pueblo costeño Lomas de Sargentillo, él asume esa herencia: lo rural aflora, los personajes de pasiones montuvias aparecen y hasta un toque de realismo mágico sazona esa elección. Lo demás va haciendo firme un rasgo de construcción: la narración envolvente, el torbellino de los hechos con un giro inesperado al final.
NOVELAS
Me tocó en suerte presentar a la comunidad guayaquileña la primera novela de Velasco, El rincón de los justos, en octubre de 1983. Asumí que era una ingente responsabilidad dar una primera valoración sobre una pieza literaria que de inmediato percibí enorme. En esos tiempos implicaba un total pronunciamiento sobre la obra, porque no había más voz que la del crítico y, al final del acto, unas palabras de agradecimiento del autor. Sobre ese acto recordé las siguientes líneas, en una columna de agosto de 2021, cuando alentaba a mi amigo a levantarse de su lecho de enfermo:
La noche de la presentación la sala mayor de la Casa estaba abarrotada, y yo me sorprendí de que el escritor fuera tan popular. Tal vez ya era profesor y sus alumnos -gente siempre fiel al buen maestro- estaban allí. Yo me apliqué en un análisis que tengo entre mis trabajos más queridos, saludando en esa novela el ímpetu cervantino de ser una "escritura desatada". Atesoro el ejemplar autografiado donde me incita a beber una cerveza en la cantina imaginaria que da título a su novela (Ansaldo 2021, 10).
Podría pensarse que todo está dicho sobre El rincón de los justos, que las palabras de Miguel Donoso, Alicia Ortega, Raúl Vallejo, Michael Handelsman y demás estudiosos, la han revisado a plenitud. Por eso me acojo a unas ideas que redacté en 1983, con el flamante ejemplar entre mis manos -bella edición con un cuadro del maestro Andrade Faíni en la portada- y sostuve en ese acto:
El rincón de los justos es novela colectivista y espacial. Colectivista en el sentido de que es un barrio, un conjunto de personas, el gran actuante de la historia. Espacial porque es un ambiente el que predomina, dándole a sus habitantes un sello común, desgarrador, destructor, en el cual cada personaje es víctima y verdugo de la empresa que le impone el medio: matar la vida. De allí que Matavilela sea el nombre con que también haya quedado en la memoria (Ansaldo 1984, 2).
Más adelante se puede leer: "Matavilela tiene varias caras. Así como muestra su faz sudorosa de día de fiesta, entre colores, ruido atropellado y música, también tiene una cara lavada, en los amaneceres de quietud cuando las ventanas y puertas cerradas clausuran la vida y una procesión de Niño Dios, con banda de música, rueda por las calles" (2).
En el año del Bicentenario de Guayaquil, en otra de mis columnas sostuve:
Si con Gallegos [la dedicación] fue al barrio del Astillero, con Velasco es la zona roja de las calles Colón y Pedro Moncayo, la famosa cachinería de la ciudad. En El rincón de los justos (1983) variadas figuras "matan la vida" apretadas entre delincuencia menor, alcohol y rivalidades que exigen de habilidad para sobrevivir entre el ruido y los esfuerzos cotidianos. El hecho medular es una demolición que empuja a los habitantes del barrio a invadir terrenos del Guasmo. Historia y ficción se dan la mano y configuran, como pasa en las buenas novelas, hitos de acontecer que sirven para que las sociedades se conozcan a sí mismas. (5)
Marcelo Báez y Raúl Vallejo, en sus respectivas evocaciones del escritor publicadas en la Revista Rocinante, de Quito, en octubre de 2021, han insistido en el trabajo narrativo de Velasco con la historia. Y tienen razón. Sería pecar de reduccionistas quedarnos con el Velasco de Matavilela y de los personajes marginales. Casi siempre una vida literaria es un proyecto hacia adelante, una autoexigencia de renovación, una catarata de imaginación múltiple. Por todo esto, Velasco giró hacia una fantasía histórica y mágica que se llama Tambores para una canción perdida (1987). Muchos han recordado la modestia de nuestro autor; él, que venía de impactar con su primera novela, se sentó entre los talleristas de Miguel Donoso Pareja y mostró en ese espacio páginas de su nueva novela. Algo había pasado en Editorial El Conejo que no pudo igualar la edición de cuatro años antes porque la de Tambores fue tosca en papel y en portada. Pero albergaba el recorrido de una centella: José Margarito, el Cantador, corre desde "la Provincia", es decir, desde Esmeraldas por la costa del Ecuador a lo largo de cien años y va viviendo hechos históricos que todo lector ecuatoriano debe ir identificando: el naufragio de un barco negrero en las costas norteñas, las luchas en la Elvira, la figura del general Otamendi, el rostro del Guayaquil de la colonia, la devoción al santo de Yaguachi.
Plantado en el talante del rigor, ya no se trataba de fabular simplemente, sino de hacerlo dentro de coordenadas de identidad que lo remitían a geografía identificable, a personajes cuyos nombres están situados en contextos y fechas. Desde las crónicas de Indias (hay un pasaje de Cabello de Balboa), hasta los cantos de los decimeros, las deidades yorubas, la hidrografía ecuatoriana (me remito al capítulo en el que se entrecruzan ríos costeños en un precioso tejido visual). Puedo recordar que saltó en ese año una incomprensión respecto de la labor del escritor de ficciones: se llegó a juzgar plagio lo que fue descuido al no anotar al final de la novela las fuentes que se habían consultado. Este hecho llegó a enturbiar el premio que consiguió en un concurso de la Casa de la Cultura, Núcleo del Guayas, y hasta a disgustar a Alfredo Pareja Diezcanseco, miembro del jurado.
EL CASO DE EN BUSCA DE UN AMOR IMAGINARIO (1996)
Esta novela es un caso mayor. Solamente la advertencia que Velasco pone en la primera página sugiere su rumbo: "Quien decida tomar los nombres y sucesos de esta novela como una verdad cometerá un error, igual a quien los toma por una fábula", es decir, revela los juegos que la narrativa puede hacer con la historia. Curado de espanto por las acusaciones que sufriera con Tambores para una canción perdida, la lista de las fuentes y agradecimientos que incluye esta es larga, revelando la enjundia de su trabajo investigativo previo a la escritura. La protagonista, Isabel Godin, antes Gramesón, sobreviviente de un ataque pirata a Guayaquil, inicia una andadura que la hará encontrarse con el sobrino del científico francés que llegó a medir la línea imaginaria, vivir un torrentoso amor y cruzar el territorio de la entonces Real Audiencia de Quito y llegar a Francia.
En esta novela lo hay todo: precisión para mostrar vestuario y muebles, paisajes agrestes que van a los portuarios a los amazónicos, argucias políticas y pasión ardiente. El siglo XVIII tiene rostro fiel, pero la pluma del autor vuela más allá del dato al crear una historia con muchos rostros y con gran incidencia en formas de interacción propias del tiempo elegido.
Valen las palabras de Raúl Vallejo (2021, 24): "La novela es un collage documental: crónicas, diarios, actas, etc., que se entretejen en medio del viaje de los amantes como metáfora de las vicisitudes de una nación que aún necesita armarse frente al espejo y luchar contra la cruz colonial encima".
LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DE LA MADUREZ
Como a todo autor maduro, el tema de la finitud y de la muerte no le fue ajeno. Esa novela que, según él, había sido poco tomada en cuenta, Río de sombras (2003) había enredado su imaginación en simbologías de fin y destrucción. Encontré ese mismo tono en los cuentos de La mejor edad para morirse (2006), que yo también presenté en ese año, en los cuales luego de tratar la condición masculina de sus protagonistas y la actitud de búsqueda que varias veces exploró bajo el apotegma de Picasso "Yo no busco, encuentro", se sumerge en el tema de la muerte.
¿Por qué el cuentario tiene el nombre del cuento "La mejor edad para morir" ? Porque el tercer gran eje temático es la muerte (los dos anteriores habían sido la masculinidad y el sentido de la búsqueda). En esa historia hay un interesante traslado de personajes guayaquileños a Manhattan de Nueva York, la creación de un personaje de picaresca urbana en la figura del Marqués, anciano elegante y sableador que sobrevive de trapacerías y ayudas de amigos, todo en medio de una ambientación de artistas hispanos pobres que dibujan la vida en diseño de forzadas alegrías. La muerte ronda, es aludida con ligereza, pero no deja de imponer su impronta de suceso artero. Y ese "morirse de muerte de morir", como dice el cronista Po, es la médula de un inusitado cuento respecto de la obra anterior de Velasco, "La casa del lago Tiu", historia que tiene que ver con el I Ching, con choques guerreros y con hermosas doncellas complacientes en la China Imperial, todos movilizados por la terrible realidad de la muerte.
En ese libro, Velasco -como no podía ser de otra manera-, escribe desde sí mismo, desde su proximidad a la ciudad de Guayaquil, a los sectores depauperados de nuestra sociedad, a una especie de orbe invisible al habitante privilegiado que se mueve dentro de él sin mirarlo. Es un mundo en el cual las alusiones a "la ciudad de los manglares" son estables, donde la naturaleza siempre es mirada y dicha en signos escuetos, lacónicos pero persistentes en la mayoría de los cuentos, con rasgos de aire antiguo; sin embargo, en el último se avanza a una ciudad "cambiando de aspecto cada día, regenerándose como se leía en las vallas cuadra a cuadra, porque antes estuvo degenerada, había dicho con ironía, aludiendo al proyecto municipal llamado Regeneración urbana".
Para recordar Tatuaje de náufragos (2006), sirven las palabras de Marcelo Báez (2021, 8): "una extensa novela que puede ser leída como una cartografía de la ciudad amada o un ajuste de cuentas con un montón de escritores". Su publicación incomodó a algunos artistas que se vieron reflejados en sus páginas.
LAS OBRAS DE TEATRO
Alguna vez me dijo: "voy a escribir una obra de teatro para practicar la escritura de diálogos". Y después de algún tiempo me entregó las copias de En esta casa de enfermo. Estábamos en 1985 y yo era autoridad universitaria. Con una generosidad típica en él, me permitió que la incluyera en la revista Cuadernos de la Escuela de Literatura de la Universidad Católica de Guayaquil. Allí se publicó, desconozco si luego apareciera en otro medio. Yo la acompañé con un ensayo entusiasmado que reparaba en la fuerza de haber puesto juntos a Gallegos Lara y a Pablo Palacio, asilados en "una casa" que no era otra que la historia porque lleva a decir a un Pablo, agotado: "cada día es más difícil vivir en esta casa de enfermos. Somos productos de las pasiones". Tuve la suerte de ver este drama representado por iniciativa del grupo Luz y sombra, que dirigía el actor Hugo Avilés. Fue de verdad, emocionante.
En este 2021, malhadado año de su fallecimiento, tuve dos encuentros personales con Jorge, en una cafetería de nuestro querido barrio del Astillero -territorio que amábamos-. En el primero, me regaló un ejemplar de Tatuaje para el alma, que a pesar de que fue publicada en 2009, yo no conocía. Esta, su segunda obra de teatro, es larga y compleja y está directamente vinculada a la novela Tatuaje de náufragos, del mismo año, y que yo había hecho leer en mis cursos de narrativa. En alguna entrevista le preguntaron por su fijación en los tatuajes (otros dos libros aluden a esa idea) y él respondió que son "signos fijos, como las palabras".
Hubo un segundo encuentro en el que le entregué los ejemplares para que actuara como miembro del jurado del VII concurso Miguel Donoso Pareja, de la Feria Internacional del Libro de Guayaquil; cuando las estaba leyendo, se enfermó. El trabajo quedó interrumpido. Todavía conservo en mi teléfono unas notas de voz que me envío cuando convalecía y todos esperábamos que saliera de su crisis de salud. Todos sus lectores y amigos hemos sentido hondamente su desaparición.
Y como pasa con cualquier ser humano que nos es arrebatado por la muerte, nos aferramos a sus huellas que, en el caso de un escritor, se trata de su obra, tan valiosa en el caso de Velasco Mackenzie. Ecuador es el heredero de su largo, significativo y trascendente legado literario, que ya debería figurar en un proyecto de publicación nacional.