Tu cuerpo ya ha realizado muchos cambios, pero eso es solo el comienzo. El comienzo de la nueva carne. Ahora tienes que ir hasta el final: la transformación completa.
BRAIDOTTI (2005, 42) sostiene que las mujeres tienen que "enunciar lo femenino, deben pensarlo y representarlo en sus propios términos". Aquí no quisiera interferir en un proceso de mujeres y para mujeres, pero creo que es tarea de la diferencia enunciarse a sí misma, en general, aunque es innegable el sitio que ocupan las mujeres al ser el espéculo del sujeto masculino abstracto universal. Ciertamente Gabriela Ponce conoce y se engancha en una tradición femenina, no solo contemporánea, por lo que quisiera argumentar aquí que la figuración que ella propone en Sanguínea (2019) podría ser un bello ataque contra el reino de la representación, el dominio del pensamiento falogocéntrico, blanco, binario, heteronormativo. Este ataque viene de la risa necesaria para la escritura del cuerpo y de la diferencia que desarrollaré en la última sección. Propongo una reflexión sobre el cuerpo como el "hueco" por donde se desfundamenta la representación del sujeto masculino universal. La escritura del cuerpo es una potente reapropiación positiva de ese vacío irrepresentable como lo llamaba Irigaray y del cuerpo como el lugar de lo bajo frente a la inteligencia o espíritu o lo alto. Es la potencia de afirmar los orificios del cuerpo -poros, boca, ano, ojos, pero sobre todo la vagina frente al falo- como lugares llenos de vitalidad afirmativamente grotesca. Lo que quiero desarrollar es una línea de reflexión y de escritura contestataria del sujeto racional limpio y cerrado. El cuerpo ya no es el abismo al que el sujeto moderno se asomaba con temor. Un temor que produjo muchísimas representaciones peyorativamente monstruosas de la diferencia, tal y como lo fueron los mitos de caída, sobre todo el cristiano y el platónico. Ahora, desde hace varias décadas, mejor dicho, se trata de la carne que contraataca a las canónicas representaciones del sujeto.
Nuestro contexto, por otro lado, hace necesaria la crítica profunda que impida la formulación de la diferencia en términos de consumo. La escritura de mujeres ecuatorianas últimamente ha ganado bastante terreno en España y constituye una serie de cartografías encarnadas muy importantes. Sin embargo, corre el peligro de ser tragada por la máquina capitalista en la que las diferencias se comercializan y empaquetan como bienes de consumo (216), se venden como espectáculos que no se observan detenidamente. En tanto que sujeto queer siento muy profundo el gesto tan desastroso de atrapar e inmovilizar las subjetividades disidentes del modelo patriarcal heteronormativo a través del gran aparato del mercado. De esta incomodidad surge la crítica que realizo. Pienso que se debe mirar con cuidado estas escrituras sin caer en el nihilismo de la crítica al consumo que desestima el valor de estas literaturas solo porque el comercio global se apropió de ellas. No es, no del todo, una escritura actual, tiene una larga genealogía que la sostiene y con la que dialoga, lo que hay que considerar antes de suponerla una estrategia de mercado en lugar de una apuesta profunda y necesaria.
A pesar de estas razones, sobre todo de la última, no alcanzaría yo a plantear esta genealogía, tampoco creo que sea mi lugar. El que sí es mi lugar es el de pensar, a la luz de estos trabajos, mi propia localización, ayudarme de ellos para trazar mi propia cartografía en el poder y en el mundo. El objetivo que me propongo tiene que ver con la crítica que aún se sigue haciendo de los modelos tradicionales de la literatura, del pensamiento y de la cultura. Me inscribo en la vasta línea de pensadoras/es que necesitan crear valores, pues la crítica es creación y no búsqueda de sentidos ocultos, para ver con mayor claridad lo que se está produciendo en la literatura. Junto a Deleuze (2021) pienso que esta es una potente máquina para cuestionar y contestar, hasta desbaratar, el pensamiento y cualquier esfera de la cultura tradicional. Es por eso que extraigo la figuración del "hueco" de la novela de Ponce para pensar el cuerpo ya no solo como la base del pensamiento, como opina Braidotti, sino también como la potencia afirmadora que devasta los ideales fundamentalistas, esencialistas y excluyentes porque conlleva una poderosa conexión con la risa. Mucha crítica bienintencionada desvía la mirada de la diferencia posicionando categorías indiferenciadas donde se pierde cualquier singularidad, funcionan como un saco donde va a caer todo lo diferente, sea lo que sea, totalizando las propuestas activas como las de las mujeres, los homosexuales, las lesbianas, subjetividades trans, negras, indígenas y otras que no alcanzaría a nombrar. Así mismo, existe una segunda rama crítica que mantiene el prejuicio sobre la carne y observa apenas su lado negativo en el asco que producen los fluidos del cuerpo. No ven esto como un gesto de burla y goce como aquí pretendo demostrar. Lejos de ser esto un gesto relativista, evita la monstruosidad binaria de pensar un Mismo opuesto a una figura igual de monopólica y monolítica que agrupa a muchas/os otras/os. Además, quisiera sugerir un camino distinto para pensar el cuerpo en la escritura de la diferencia.
Me gusta utilizar la imagen de la telaraña para ilustrar lo que son las cartografías, aunque esta imagen resulte paradójica. La telaraña es en realidad el libro, lo que la/el cartógrafa/o hace es observar la dirección, el cruce y la forma de los hilos para luego intentar dar su imagen. El resultado es otra telaraña, si bien cercana, aun así distinta a la primera. Creo también, para seguir jugando con la imagen, que una/o escribe siempre dentro de una telaraña que, con cuidado y entusiasmo, ha ido tejiendo. Cada hilo es un libro, un/a autor/a, una imagen, una frase o lo que sea. Mi objetivo en este trabajo no es otro que el de tensar uno de esos hilos. En todo caso, ninguna telaraña es aleatoria, más bien es una máquina precisa, cada una tiene un mecanismo especial, como en este caso que se trata de una serie de asociaciones inauditas organizadas en tres caídas. La primera, rodea la imagen de la caída y el abismo desde la antropología filosófica de Ricoeur para luego observar la imagen del hueco y del vacío de la teoría feminista. La segunda caída relaciona estas imágenes con las del hueco en la novela de Ponce. Y, por último, la tercera abre la reflexión hacia el cuerpo relacionándolo con la tradición del grotesco renacentista.
El hilo que tenso en esta telaraña es el del cuerpo grotesco y la risa como potentes desestabilizadores de las esencias e identidades. En este sentido contrapongo el cuerpo como hueco carnoso y viscoso a cualquier visión descarnada de la experiencia. El devenir, tal como lo entiendo, sucede necesariamente en el cuerpo, es antes que nada experiencia pura. Como aquí expongo, lo veo como una gozosa caída a través del cuerpo. Siento que en el horizonte contemporáneo flota una línea nihilista que se desentiende de la experiencia y de la subjetividad como, por ejemplo, la que defiende Florencia Garramuño (2009). A pesar de sus importantes aportes, entiende el devenir como "desubjetivación" y postula una muerte de la experiencia. Quisiera, al contrario, observar el devenir como experiencia de subjetivación, como posibilidad de derribar las subjetividades únicas y estables para fluir a través de los muchos seres vegetales y animales que nos conectan y transforman. Por eso he escogido la novela de Gabriela Ponce. Además de haber agotado la primera edición en poco tiempo y obtener una segunda edición en Ecuador meses antes de ser publicada en España por la editorial Candaya, creo que contiene bellas imágenes que dan una visión afirmativa del cuerpo, recuperan el goce de la abyección, ilustran la experiencia de nuestras subjetividades contemporáneas y se abren al devenir.
Antes de comenzar, quisiera expresar mi profundo agradecimiento por los lúcidos comentarios a Julia Rendón, a Issa Aguilar Jara y a Alicia Ortega.
PRIMERA CAÍDA
Las repetidas y hermosas imágenes del hueco y de la caída en la novela de Ponce, junto con la del parto, me remiten al mito de la creación, a un poco después de la creación, a la caída. Lo que me interesa es ver cómo la caída consiste en la conciencia de la desnudez, que no es otra cosa que adquirir conciencia del cuerpo, como si Adán y Eva cayeran en el cuerpo luego del pecado. La sentencia de Dios condena al hombre al trabajo con esfuerzo y a la mujer, además de someterse a este, deberá parir con dolor. Este rasgo de dolor pone a la mujer en una condición de culpabilidad, el alumbramiento como el castigo que las mujeres cargan por la humanidad entera. Pero ¿qué pasaría si es que siguiéramos desestructurando la culpa para descargarnos de ella, destruirla, deshacerla? Como apunta Ricoeur (2011, 388), el mito de la pareja originaria, judaico en nuestro caso, pero mucho más antiguo de hecho, es el mito del patriarca fundador. Se trata de la fundamentación del bien y del mal. Como argumentaré más adelante, el hueco es una imagen potente para pensar la desfundamentación, y la caída es "a la vez caída del hombre y caída de la 'ley'". La prohibición del conocimiento, que muy bien conocemos, para Ricoeur significa la prohibición de "una condición autónoma que convertiría al hombre en el creador de la distinción entre el bien y el mal" (393), en la que se ocultaría también un "resentimiento muy masculino" que carga en la mujer la culpa y la debilidad de la carne ante la posibilidad del mal (394).
El otro mito de caída, el del alma platónica, sería la otra mitad de este. Entre los dos se ha forjado la materia prima del pensamiento misógino que heredamos hasta nuestros días. 1 Así como en el adámico introduce el mal a través de la carne, simbolizada esta vez por el caballo, que es la otra mitad del carruaje, símbolo este del alma descarnada (McGibbon 1964, 56). No se trata aquí de entrar en un estudio de la mitología del origen del mal, lo que me interesa es que el cuerpo en ambos mitos tiende a él, conlleva algo de demoníaco y de infernal. Más aún si es que seguimos la idea de lo animal como otredad de la razón, es decir, el límite de lo humano en tanto naturaleza salvaje y concupiscente no exento de asociarse a la mujer animalizada inferior al hombre (Adams y Donovan 1995). Así, habría que interpretar estos mitos como mitos de "la caída en un cuerpo terrenal" (Ricoeur 2011, 30). Es la naturaleza mala del caballo lo que causa la caída. Es decir, la impureza, la pesadez del cuerpo, opuestas a la pureza y liviandad de las almas. Platón introduce ahí la distinción (McGibbon 1964, 62) entre las naturalezas buenas y malas, lo que me lleva al problema central: distinguir es escoger linajes, hacer triunfar lo bueno sobre lo malo, los originales sobre los simulacros (Deleuze 2011, 299). Fundamentar, en otras palabras, la naturaleza buena -lo puro, lo racional, lo verdadero y el alma- en contra de la naturaleza mala -el cuerpo, lo aparente, lo sensible y lo impuro-. Lo mismo encuentra Ricoeur (2011, 397) cuando pone en relación a la mujer, Eva, "la Vida", con la serpiente, que él llama Pseudos o simulacro. Ambos mitos terminan oponiendo el cuerpo como lo bajo terrenal y el alma como lo alto celestial.
El simulacro, que aquí se ha convertido en hueco, es el desfundamento, el abismo. Es el "hundimiento universal" (Deleuze 2011, 306). Lo que quiero decir, siguiendo a Braidotti y sirviéndome de Gabriela Ponce, es que en la mujer se encuentra toda la potencia del simulacro. A través de ella entra el mal porque tiene una conexión con el poder demoníaco del simulacro, lo que resultará en la falsedad opuesta a la verdad del alma. Sin embargo, antes de cargar con la culpa, veo que las mujeres cada vez más se quitan ese pesado velo que Adán puso sobre ellas, y comienzan a reír y bailar repletas de poder para desbaratar toda imagen fundadora. Con esa luz cegadora, que es también la oscuridad del hueco, de la caverna, me es imposible evitar preguntarme qué es lo que sucede también conmigo, qué hago con la potencia que me infunden. Ese es el corazón palpitante de este trabajo, porque la caída no termina en el cuerpo, nunca terminará ya: el alma, en el cuerpo que es un hueco, seguirá cayendo. Antes de llegar a Gabriela Ponce, parece que me he impuesto de la forma más azarosa un camino cronológico, debo pasar por Descartes. Él, fundador de la modernidad, funda con el "cogito" nuestra matriz de exclusión donde la mujer es un vacío irrepresentable (Braidotti 2005, 42). Es "el momento fundador en la filosofía moderna del sujeto", poniendo el cogito, otra versión del alma, como "foco de todo conocimiento: es claridad de pensamiento, pensamiento transparente a sí mismo, que legitima todas las ciencias" (Braidotti 1991, 23).
No podemos discutir que "este sujeto ha sido conceptualizado como inherentemente masculino y ha sido un factor significativo para mantener el estatus inferior de las mujeres" (Hekman 1991, 45). Pero intentar fundamentar un sujeto femenino, incluso la fundamentación de un sujeto queer, sería un artilugio desatinado, pues pretendería adoptar un modus operandi de exclusión y opresión en lugar de buscar vías alternativas. Es por esto que, cercano a la poesía más que a cualquier otra cosa, y por lo mismo cercano al más potente de los pensamientos, quisiera abogar por lo que Deleuze llama "desfundamentación". El simulacro, que en otro lado describía como multiplicidad de copias sin originales (Bustamante 2020, 138) adquiere así la característica, que ya aparecía sugerida por Deleuze (2011), de hueco, de multiplicidad de huecos, como caída infinita, un vértigo gozoso de hacer desaparecer cualquier matriz que pretenda instalar una esencia o naturaleza, a la vez que nos brinda la capacidad para crear nuestros propios valores. No caigo, de ninguna manera, sería imposible, en un nihilismo, pues el hueco es la carne, el cuerpo y sus fluidos, y el vértigo es la consecuente alegría de vivir con él y en él.
Mis reflexiones sobre el simulacro me han llevado a pensar que este es una potencia de vida y juventud cercano a la infancia (Muckelbauer 2001, 236). Si esta conexión es cierta, debe haber una conexión más profunda, como la que ha rozado Ricoeur, de la Mujer con el simulacro. Más adelante profundizaré sobre lo grotesco, pero esta asociación inaudita, como muchas en este texto, tiene mucho que ver con la gestación y el parto. Sin caer en un esencialismo, ese cuerpo femenino que avivaba el discurso positivo y alegre del grotesco renacentista, pero no por eso menos patriarcal, parece que las escritoras lo han ido recuperando y redefiniendo. No puedo evitar, con mucha osadía, imaginar que estas escritoras, desde muchas localizaciones, desde muchas subjetividades, y desde muchísimos cuerpos, se preguntan: ¿Por qué no pensar en la abertura vaginal, que tantas veces se ha visto asociada con la herida, con algo más gozoso, con la abertura del abismo, con el abismo entero por donde nos hacemos carne y caemos al mundo donde vamos a seguir cayendo? 2 Esto me lleva a preguntarme: ¿con la energía vital que me queda luego de leer estas experiencias del cuerpo, qué hago, cómo sigo disfrutando de mi caída? Estas imágenes del hueco y la caída me las ha brindado con mucha generosidad la novela de Gabriela Ponce, la que ya analizaré en más detalle. He puesto la anterior reflexión sobre el mito porque creo que el cuerpo, la reapropiación risueña de la carne, ya sin culpa, sin pesadez, es un valor literario que se debe considerar en toda su potencia. Esa potencia la encuentro en lo grotesco que abordaré al final de este trabajo, pues la burla y la risa que encontraba como las propiedades del simulacro (Bustamante 2020) se hacen carne, se renuevan, viven, gracias a lo grotesco del cuerpo.
El cuerpo visto entonces no como el destino de la caída, sino la caída misma, el eterno desfundamento, es decir, como simulacro. Ese es el Pseudos del que hablaba antes en estrecha relación con la Mujer, la serpiente tentadora del mito adámico. Ricoeur (2011, 401) la identifica como símbolo del caos y, sobre todo, es el símbolo de la fuerza de renovación, el cambio de piel, la fecundidad, la ambivalencia de la muerte y de la vida (Frazer 1993, 30). Ahí el lazo entre la Mujer y la serpiente considerado lejos de la culpa: la tentación -que podría ser otra palabra para designar la alegría- de caer, de traer el vértigo que destituye al Hombre y su Ley. Como dije anteriormente, la prohibición es para nosotras/os de ser creadoras/es de lo valores, que no es otra cosa que el poder de superar lo humano: "ese abismo no es algo impersonal ni un Universal abstracto, que está más allá de la individuación" (Deleuze 2017, 384). La caída por el abismo en su máximo esplendor es la superación de ese universal abstracto de lo "humano", la degradación productora, el hueco por donde va a morir la representación y la abertura que libera la diferencia. En el mismo abismo el alma cae por su peso, por su tristeza, mientras que la carne, en cambio, siente la caída infinita como si flotara o volara. Que el cuerpo femenino sea caracterizado por Ponce, y en la escritura femenina, de una manera grotesca como aquí pretendo señalar, con todos sus fluidos como la sangre, la saliva, el semen y demás, también con sus intersticios carnosos, sus zonas erógenas, sus poros, no es más que el empoderamiento de lo sucio e impuro de la carne que en los mitos se condenaban y se asociaban directamente al mal, por lo que tenían que ser limpiados y purificados. Como apunta Braidotti (2005, 142), "en la fluidez y la mecánica de los fluidos, en la mucosidad y en la humedad intersticial como la placenta, la sangre y otros fluidos corporales expresan la creación de figuraciones alternativas del yo y de la necesidad de encontrar expresiones adecuadas para ellas".
Esta asociación entre Mujer-hueco-simulacro no la realizo en el vacío, la creatividad no me alcanza para tanto y la osadía menos. Sería un error de mi parte intentar hablar por las mujeres; lo que hago no es más que pensar el simulacro, tan valioso para mí, a la luz de estas escritoras y pensadoras para dotarle de mayor potencia y de la mayor riqueza conceptual posible. Aquí propongo, sencillamente, la agrupación apresurada de una serie de elementos que he hallado en la teoría feminista y que vienen a bailar junto a las imágenes de Ponce. Por un lado, es muy conocido que, junto al cuerpo, "lo femenino es representado como una ausencia simbólica" (Braidotti 2000, 94). Como ella mismo lo dice, "el corazón discursivo de la cuestión corporal está muerto, vacío" (92). Luego, vuelve a encontrar el vacío o hueco de lo femenino en "las representaciones clásicas del sujeto, como lo ejemplifica el racionalismo del siglo XVII" (Braidotti 1991, 1). El pensamiento feminista se ha apropiado de esa ausencia, de ese hueco en la representación de la subjetividad, para crear las más valiosas y variadas representaciones de lo femenino. El cuerpo no es "sino un juego de fuerzas, una superficie de intensidades, puros simulacros sin originales" (Braidotti 2005, 37).
Aunque aquí cruzo la línea y me permito ciertas libertades, creo firmemente en la idea de Braidotti (2000, 93) de que la crítica del sujeto universal debe aprovechar su "crisis", crisis que ya lleva algunas décadas, aunque siga sorprendiendo a veces con espasmos esporádicos, y transformarla "en la posibilidad de crear nuevos valores, nuevos paradigmas críticos". Es decir, apropiarnos y gozar de nuestras diferencias, de nuestra carne. En este sentido me parece notable la creatividad de Ponce al recorrer con su escritura el hueco, no solo vaginal, sino la porosidad y esfinteridad del cuerpo. Entiendo que esta vía se ha venido explotando ya algún tiempo a través de una redefinición profunda de la negación de la que surge el sujeto universal masculino falogocéntrico. Ya no queda nostalgia por el paraíso perdido de ese sujeto, sino el regocijo en la infernal carne grotesca. El hueco, el abismo, se tragó todo ese reino de la subjetividad cartesiana, por eso es tan rico para la imaginación. El gesto de esta imaginación es el de poner frente a la ausencia la presencia plena. Abismarse al vacío. Es un gesto complejo y ambiguo que merece la reflexión de otras/os más capaces y más sensibles que yo. Por eso propongo aquí una "desfundamentación" teórica de mis fuentes para hablar del cuerpo grotesco como el abismo del simulacro, el "no-lugar" y el "no-tiempo" de la carne que devastará cualquier intento de apropiarse de ella discursivamente, de normativizarla y normalizarla (86).
SEGUNDA CAÍDA
Este "no-tiempo" de la carne lo observo en el pulso, el latido del corazón, que es el ritmo de la vida, contrario al tiempo artificioso de la razón que se impone sobre la naturaleza. Por un lado, la descomposición de la fruta, su propio ritmo vital, por otro, la burocracia del reloj y el calendario. El tiempo narrativo de la novela se conecta con el primero, que palpita en la vagina; es "el latido del cuerpo" (Ponce 2019, 115), marcado por esas gotitas de sangre entre cada fragmento. Sin embargo, hay varios momentos en que la narradora pierde corporalidad, pierde esa consistencia de sus fluidos, sobre todo la sangre, que estructuran la novela, y desaparece, se hace espíritu podría decir. Aun así, se abisma en el tiempo vital, se sumerge en la vertiginosidad, en el "caos de cuerpo" (43), con su contrapunto de las fechas del diario final.
La novela se abre con un hueco, el hueco más grande, el de la noche. Se sucede a una amplia descripción de la pareja penetrando en la cueva: "fue empujándome hacia un interior húmedo y caliente en el que yo resbalaba plácida" (12). Y más tarde la narradora atravesará un pasillo dentro de la cueva para llegar al cuarto de una niña, un espacio blanco en medio de ella (37-9). "Detrás de cada caverna hay otra que se abre aún más profunda" (Deleuze 2011, 306). Ahí el abismo, ahí el desfundamento. Desde la entrada el libro-hueco nos conduce al sin fondo de su propia caverna. Hemos entrado de lleno en el cuerpo, será imposible volver. Esa veta afectiva que está presente en toda la novela va cartografiando el cuerpo desde el útero, muy similar a La Pasión según G. H. (1964) de Lispector, que lamentablemente es imposible ponerlas a dialogar aquí. Lo que hay que considerar es que esa sensibilidad va llenando la caverna. Ya no es la de Platón que es un útero carcelario propio de la visión masculina; ya no es visto como el lugar maldito, sino como anulación de las jerarquías, espacio "positivo y gozoso" (Deleuze 2011, 306).
Barbara Creed (2007) ha realizado un hermoso análisis de la figura monstruosa de lo femenino en la representación patriarcal. La única crítica que le haría, en todo caso, es la misma que Deleuze y Guattari hicieron del psicoanálisis, que totaliza bajo moldes rígidos varias expresiones que, si se observaran con más detalle, serían desmontadas con mucha más fuerza y complejidad. En todo caso, es posible analizar, bajo esa luz, las representaciones patriarcales que han sido mimetizadas por las mujeres en un acto creativo para desmoronarlas burlándose de ellas (Braidotti 2005, 42). Como Debbie Harry dice al final de Videodrome de Cronenberg (1983, 76:00): "para convertirte en la nueva carne, debes primero matar la antigua". No hay mejor forma de matar la antigua carne, llena de culpa y pecado, que reapropiándose de la forma más irónica de la condena y la abyección donde se la encerró. Este camino que, como quiero argumentar en la conclusión, se trata del cuerpo grotesco, ha venido andando ya mucho tiempo y es un gesto que también recorre la novela de Ponce, un gesto que se apropia de la herida, del hueco y le dota de fecundidad, se apropia del pecado para darle otros sentidos inimaginados.
Creed (2007, 27) habla de la figura de la mujer en el imaginario patriarcal donde se la muestra invertida: su potencia de vida se convierte en potencia de muerte (28), se trata de la madre que traga el cosmos por la vagina. Es una "figura negativa asociada con el temor a la madre generativa vista solo como abismo, el agujero negro que amenaza con reabsorber lo que una vez parió". Esto lo conecto directamente con toda mi reflexión anterior del simulacro que asegura un "hundimiento universal". No quiero justificar el miedo patriarcal sino aumentarlo, a la par que aumenta el placer de la diferencia. La carne no solo cuestiona las matrices y los modelos normativos, los devasta. El abismo, "el vacío que [la mujer] ha sentido cortarle el cuerpo con un cosquilleo que no se parece a nada", de pronto es un "puro hueco abriéndose espacio en el cuerpo", y eso es exactamente "el encanto de estar vivo" (Ponce 2019, 93). La casa que en la novela deviene cueva, en la crítica de Creed (2007, 55) es simbólicamente "el lugar de los comienzos, el útero", pero que generalmente es "de las imágenes más comunes del horror". Ponce (2019, 31), lejos del horror, la reviste de musgo y rocío, es una cueva que sorprende "siempre por una humedad cálida". Ese espacio ya no es ni trampa ni prisión, tampoco el lugar que guarda los horrendos secretos de la familia, sino el espacio original, primitivo, fecundo y carente de miedo. Toma distancia frente a la imaginación masculina que dibujaba "interiores uterinos, húmedos y pegajosos", unos espacios "cerrados llenos de horrores indescriptibles" (Braidotti 2005, 237), para re-habitarlos y re-vivirlos.
No es casual que la novela comience con el útero de la noche, el útero dentro del útero, abriendo una muñeca rusa, una matrioska de úteros, para terminar con el parto. La narradora, al observar un parto anteriormente, siente que ha "caído en un agujero negro" y siente también "arcadas de dicha" (Ponce 2019, 99-100). En otro momento señala una serie de casas de la infancia, como escondites eróticos que se yuxtaponen a la vagina, donde descubre un "misterio gozoso sin igual" (130). Como vengo defendiendo, Ponce traza una serie de tópicos que, como Creed señala, son tópicos del terror masculino, pero que ella los invierte para plagarlos de vida: la narradora "veía cómo los cuerpos iban abriéndose espacio, iban atravesando las paredes y entraban al cuarto piernas y muslos", termina luego excitada "hasta la locura por esa multiplicación" (19). El útero se llena de seres que perturban el orden, pero que no convocan al terror, sino que excitan, estimulan, convocan fuerzas vitales.
En sus palabras, la Mujer ya no es "ningún objeto lanzado al vacío que regresa porque no sabe qué más hacer" (145). Antes bien, sabe muy bien qué hacer, seguir cayendo al vacío, bailar con irreverencia sobre los lugares negativos que le fueron asignados. El cuerpo, dice, se iba llenando "de poros abriéndose por los que [ella] metía las manos hasta tocar la materia acuosa de su interior" (19). Se van abriendo un montón de huecos, "huequitos" (23), por los que desaparece la representación y nace la diferencia. Me preocupa seriamente que esta reflexión se lea con un ojo obsceno que vuelva a cargar de connotaciones peyorativas el hueco y el abismo. Eso solo lo podría hacer quien haya clausurado sus orificios, quien tenga los poros tapados, así como la boca, los ojos y el ano. El vértigo que siente la narradora, ese temor a caer en la escena del avión, ofrece una doble posibilidad. O temer y lamentarse por lo perdido en el abismo o, por el contrario, gozar de la caída, sentirse mariposa o pájaro.
TERCERA CAÍDA
Luego de observar esto, si bien la caída y el vértigo permiten pensar el cuerpo, quisiera ahora abrir la reflexión sobre ese hueco carnoso de la novela de Ponce, para hablar de lo grotesco. Mi idea, no menos inaudita que las anteriores, pero sí más ingenua, es que el cuerpo de la escritura femenina y, en general, de la escritura de la diferencia, se conecta con la tradición grotesca del renacimiento y sus fuentes más antiguas, así como con su desarrollo posterior en el siglo XX. 3 Podría considerarse como una simple inversión de los valores patriarcales falogocéntricos, cuando, en realidad, es mucho más que eso, es una transformación profunda de los afectos retomando el "cuerpo grotesco" que denominaba Bajtín. Una voluntad de rebajar, de dar muerte a los valores tradicionales no deja de ser una voluntad negativa propensa a cuajar en un nihilismo duro. Creo que, al contrario, la voluntad disidente es una voluntad creadora, afirmativa que dando muerte crea vida, que niega los valores negativos para afirmar los suyos positivos. Bajtín (2003, 40-1) apunta que lo grotesco, en su historia, perdió su carácter de gozo corporal, el que abundaba en la edad media y el renacimiento, quedándose solo con su polo negativo, pierde así su fuerza regeneradora y productiva, su fuerza de serpiente, la que no es ninguna otra que la Risa proveniente del carnaval. 4 Además, Rabelais, como el culmen de lo grotesco renacentista, traza su "topografía" desde el vientre -la maternidad- muy similar a Ponce, ese vientre es "el descubrimiento artístico de Rabelais" (115). Propongo que la escritura de la diferencia ha comenzado a dialogar con esa tradición recuperando la fuerza de esa risa perdida que es la de la carne (84). Es muy significativo también que tanto Cixous como Kristeva pongan, junto a la escritura la una y la abyección la otra, la maternidad, que es la condición del cuerpo preferida por el grotesco renacentista.
El humor, la risa grotesca, se dirige "contra la realidad, contra el mundo perfecto y acabado", devasta los órdenes, hace que "el suelo se mueva bajo nuestros pies, y sentimos vértigo porque no vemos nada estable a nuestro alrededor" (44). Considera al cuerpo como una abertura, las imágenes del cuerpo grotesco se conforman de muchos agujeros y fluidos (286). Ese es el ataque del cuerpo contra lo universal, lo totalizante, la representación y el falogocentrismo: mientras que estos consideran un cuerpo limpio, cerrado, el grotesco lo abre y nos "introduce al fondo"; saca las vísceras, los fluidos, la carne y la sangre; es una risa material que, en toda la potencia de su burla, es absolutamente crítica; y la risa loca, sucia y corporal, es positiva y anti-nihilista en tanto que crítica (246). Si seguimos también la idea de que "lo grotesco siente la alegría del cambio y la transformación", de lo inestable y la desfiguración, no podemos evitar afirmar el devenir como necesariamente grotesco. Sin embargo, la historia del grotesco, como le es propio, no sigue ningún orden, se multiplica y en esa multiplicidad deja la posibilidad de filtrar en su corazón una línea negativa y triste. Es así que no todo lo grotesco es una alegría gozosa, como no toda voluntad de rebajar lo alto y universal al cuerpo es una voluntad afirmativa.
Mi idea es que el cuerpo grotesco que las mujeres y demás otras/os sienten en la escritura, como el que he ido rodeando y describiendo, a veces indirectamente, de la novela de Ponce, significan un diálogo con el grotesco que deslumbró a Bajtín, al grotesco de la belleza corporal y de vital fuerza regeneradora, a través de su continuación en el siglo XX, retomando la alegría corporal. No es, de ninguna manera, un retorno: es una redefinición femenina, el grotesco es una serie de "destronamientos y renovaciones". Como Lisa Perfetti (2003) hace notar, el grotesco medieval no desestabiliza en absoluto los valores patriarcales, aunque por ahí se filtra una risa femenina como en Las mil y una noches. El cuerpo preferido por lo grotesco es el cuerpo imperfecto, en transición, muy en contacto con sus fluidos sanguinolentos, babosos, viscosos, con las necesidades corporales de comer, beber y excretar, y con su sexualidad (Bajtín 2003, 279), es decir, la vida de la carne. Lo grotesco prefiere, exalta, el cuerpo procreador (292), el cuerpo que lleva otro cuerpo dentro, ese cuerpo, esa carne que se ubica en los "umbrales" de la vida (30-3). En ese contexto, la mujer representa, como Sherezade, "la fuerza de renovación: sus historias creativas y dadoras de vida son paralelas a su maternidad dadora de vida que derroca la violencia y destrucción del patriarcado degenerado" (Perfetti 2003, 215). Al lado de esta idea hay una identificación entre la boca de la mujer y la vagina, sus orificios, también entre "la risa de la mujer y su cuerpo inestable; sus fluidos excesivos, cambiantes y su útero errante la hacen menos capaz de controlar cualquier impulso inapropiado de reír" (6). Por esa razón se considera que "el decoro corporal y la castidad están vinculados con el comportamiento de la boca", la mujer casta debe reír disimuladamente (212). El control sobre la risa de las mujeres es, por tanto, control sobre su sexualidad (9). Pero, ¿qué sucede si es que ellas comienzan o, mejor dicho, si siguen riendo a carcajadas (205) como varias autoras sugieren, y esa risa nos obliga a abrir todos nuestros orificios que durante largo tiempo han estado cerrados conteniendo la putrefacción de nuestra tristeza? La risa del cuerpo en tanto que devenir, y el agujero en tanto que carne, son las marcas de libertad, de potencia para romper las cadenas de la diferencia.
Lo que quiero decir es que, como intuyo, la escritura del cuerpo retoma la tradición del cuerpo grotesco, pero la redefine y se desprende, con el rigor necesario del caso, con los instrumentos precisos, con la risa burlona y afirmativamente destructora, de la misoginia greco-cristiana heredada en la cultura y la literatura carnavalesca (204). Aun así, pervive y agoniza, puesto que siempre ha sido reactivamente enferma, la voluntad de negar, la voluntad de corromper para llevar a la nada, a la tristeza y la enfermedad. La degradación de lo cómico para la glorificación de lo serio es paralela al desprecio del cuerpo, sobre todo femenino, para enaltecer la parca inteligencia masculina (Niebylski 2004, 14). Un camino afirmador del cuerpo conlleva, inherentemente, una risa profunda y sardónica. Sin embargo, la reapropiación de la carne, las cartografías encarnadas, los debates en torno a la diferencia, no acaban en el cuerpo. Como ponía en el epígrafe debemos hacer que nazca en nosotras/os la nueva carne. Me parece fascinante que, en la película de Cronenberg, la guía del personaje masculino -la vieja carne- sea una mujer, y, si admitimos que esa película retoma el motivo del descenso al infierno, es ella quien ocupa el papel, no de ninguna Beatriz, sino que destrona al maestro, ella es Virgilio. 5
El cuerpo es, pues, el hueco, el orificio, la cavidad 6 por donde van a caer no solo los discursos misóginos y patriarcales heteronormativos, sino todo nuestro pensamiento y toda nuestra sensibilidad que se refugian en lo negativo, que son incapaces de hacernos abrir la boca para reír. Es, más que descenso, caída abrupta al infierno, y las mujeres son nuestras guías. En su grotesca ambivalencia como apuntan Bajtín y Perfetti esa caída es gozo, el gozoso vértigo de la diferencia. No estoy diciendo nada nuevo. Varias pensadoras llevan largo tiempo discutiendo esta calidad de los fluidos, de la materia de la carne. Lo que yo quise hacer, y en el camino me topé con varias sorpresas y desviaciones muy divertidas, fue traer al debate sobre el gozo y la carne la risa grotesca, porque para mí no hay poder más destructor de lo opresivo que una estridente carcajada de burla (Bustamante 2020, 138). 7 Además, como hacía notar antes, es parte de la historia de esta risa haberse opacado y desvanecido, y sería tarea de nosotras/os las/os grotescas/os revivir esa risa. Como afirma Kathy Acker (1995, 69), "todo lo que es interior está deviniendo exterior y a esto lo llamo revolución, y aquellos que son huecos son los líderes de la revolución". Creo que la tarea, como lo indican Ponce y Acker, es hacer de nuestro cuerpo un sinfín de poros, de anos, de vaginas, de bocas que ríen, de huecos por los que el cuerpo sale al mundo, un devenir loco y reilón de los huecos que, de tanto reír, no se pueden volver a cerrar.