KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 50 (Julio-Diciembre, 2021), 189-194. ISSN: 1390-0102
Alicia Ortega Caicedo Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, Quito, Ecuador
Al abrir el libro, ¿qué aparece?, ¿qué nos sorprende? Una imagen en tonalidades azules, un cianotipo que revela formas y texturas vegetales que parecen flotar en un medio acuoso. Formas que se tocan y conjugan figuraciones imprevistas, que se duplican bajo un efecto especular. Lo que está arriba y lo que está abajo no se diferencia. Lo que podamos descubrir depende de la dirección de nuestra mirada, de la postura de nuestro cuerpo. El movimiento de nuestra mano al pasar la página provoca un cambio en el sentido de la direccionalidad que asume esa misma imagen reproducida. Luego de las primeras páginas que contienen la información bibliográfica correspondiente, experimentamos un nuevo encuentro. Se trata de otra imagen: la de una explosión vegetal, exultante, glamorosa. Una escena que parece proponerse exaltar la vida vegetal que se nos muestra, que aparece ante nuestros ojos, que está allí. Hojas, muchas hojas, helechos que ocupan un primer plano y se confunden con otras frondosidades. Hojas tocadas por la luz, en contacto con algo como una piedra, y al fondo nos recibe la espesura de un bosque. Lo único que podemos decir acerca de esas hojas, acerca de esas plantas, es que están allí, adheridas a su entorno, expandidas, espaciando. Luego de unas pocas páginas encontramos una tercera imagen: un óvalo que contiene en su interior una aglomeración de hojas inclinadas hacia las aguas de un manantial que reposa a los pies de esa masa vegetal. Hojas en señal de reverencia. Notamos la calma fluidez de aguas diáfanas, transparentes, cristalinas, en cuya lámina se proyectan las formas vegetales en todo su esplendor. Son las hojas las que ganan en protagonismo, belleza, abundancia. Allí solo hay lugar para la vida en su explosiva expresión de alegría, de turgencia, de brillo. Advertimos una promesa de vida instalada sobre la faz de la tierra. La siguiente imagen, también ovalada, anuncia un camino secreto en un claro de bosque: abundante vegetación en apretada distribución ocupa el primer plano frente a un fondo de luz que promete esperarnos de la mano de dos largos troncos que se elevan hacia lo alto. Se despliegan la luz, las hojas, los troncos, la maleza, "todo eso", en su conjunto como hacia arriba. Allí, la sombra visible no es ausencia de luz ni de vida, sino apelmazamiento de materia en abundancia.
Observa el filósofo Emanuele Coccia (2017), en La vida de las plantas, que estas "no tienen manos para manipular el mundo y por lo tanto sería difícil encontrar agentes más hábiles en la construcción de formas. [...] La ausencia de manos no es un signo de falta sino más bien la consecuencia de una inmersión sin resto en la materia misma que ellas forman sin cesar" (25). Y es la búsqueda de esta inmersión - la del sujeto viviente en su entorno hecho de materia sólida y vibrante- el asunto que preocupa a Pascal en sus escritos. Las plantas están compenetradas con su medio: ellas "nos permiten ver la forma más radical del estar-en-el-mundo. Ellas se le adhieren enteramente, sin pasividad. Al contrario, ejercen sobre el mundo, que todos nosotros vivimos por nuestro simple acto de estar, la influencia más intensa y rica en consecuencias" (48). Para el humano, en cambio, esta inmersión es búsqueda, anhelo, riesgo, camino, movimiento. Es sobre esta búsqueda de la que escribe Pascal, y a la que responde Flora con las imágenes en el sentido expresado: dos miradas que dialogan frente al universo viviente.
En una de las primeras páginas del libro, el título inicial, Todo eso, se complejiza con la presencia de dos frases: "Reflejos de una búsqueda ontológica", "Palabras sencillas para nombrar cosas importantes". Son dos líneas que, en su refracción semántica, abren significativas claves de lectura. Me interesa detenerme en la palabra "escritos", porque los textos de Pascal se escapan a toda posible reducción clasificatoria. Sin duda, invitan a ser leídos como textos poéticos por la honda y copiosa proyección sensorial que ensayan sus imágenes, la disposición gráfica y el potente despliegue de sentidos que posibilita cada uno de sus versos. A la vez, importa destacar la elocuente resonancia aforística de estos escritos, en la expresión de un pensamiento que recoge una serie de preocupaciones acerca de lo humano y de eso que Pascal denomina el "deseo de vida", "la vida en camino". Desde un inicio podemos reconocer en la escritura de este libro un trabajo de profunda reflexión, que explora en el decir de una experiencia de Imaginación filosófica. Una experiencia que no es sino el testimonio de la voz poética acerca de su estar en el mundo, y las preguntas que le sobrevienen a partir de esa toma de conciencia a propósito de su propio estar en relación consigo mismo y con los otros, inmersos en el dominio físico de la materia viviente. La búsqueda ontológica que emprende Pascal en estos escritos es un ejercicio personal e íntimo y, a la vez, compartido y plural, al momento en que dicha exploración encuentra asidero y materia de su hacerse en una escritura que hoy se hace pública, se hace nuestra: "¿Podemos relacionarnos, encontrarnos sin proyecto, mirarnos sin 'dirigir hacia'?" (1, 13). Siempre vuelve la pregunta acerca de esa posibilidad de encuentro con el otro, que permita "evitar el abismo", "llenar el vacío".
Pero ese "vacío" no deviene nunca en una pausa reflexiva des-esperanzadora. En verdad, en los escritos de Pascal no hay cabida para pensamientos binarios o ejes de significados en oposición o contrarios. Así, vida y muerte no constituyen estaciones antagónicas: a propósito de ese lugar "donde en general a nadie le gusta ir", dice Pascal lo siguiente: "Este vacío es trepidante de vida, como materia en fusión/ [...] Se renueva constantemente en su ausencia de tiempo/ Es altamente luminoso en su ausencia de luz/ Es altamente sonoro en su silencio de plomo/ Su ausencia de sonido fundamental chirría como millones de armónicos inmóviles" (2, 15). En estos versos chirría la plenitud del movimiento que lo atraviesa todo, allí en donde vida y muerte no dejan de acontecer en cada instante. Todo eso está escrito desde una meditada conciencia corporal, escrito con el cuerpo en estado de alerta consigo mismo y con su entorno, escrito con el corazón dolorido, como si su autor "fuera a morir", porque este escrito porta propositivamente las huellas de "los pormenores del cuerpo" (5, 25), de la "vivencia encarnada". Se trata del cuerpo que escribe, que se piensa, que presta atención a su estar y a la presencia de los otros, que atiende el "justo ahora", que se abandona al movimiento involuntario, que preserva en sus tejidos la huella del impacto de un asteroide percutiendo la tierra, del cuerpo en estado de apertura en relación al espacio que lo sostiene: "En este movimiento fuera del tiempo siento mi corazón que late hasta dolerme, como una presión a la medida de su salvaje expansión" (11, 41). Todo eso tiene también la tesitura propia de una escritura testimonial, que porta las marcas de lo que la voz poética llama "la vibración de mi materia" (6, 27). Una vibración en resonancia con la materia viviente que no admite distinción entre continente y contenido, entre "sí mismo" y "mundo periférico": "Lo más extraño es que a partir de mi materia vibrante puedo sentir la materia del otro/ Y es una emoción profunda un misterio común/ Que dos hagan uno/ Que el sonido resultante haga cantar el mundo" (6, 27). Una serie de cianotipos de Flora, en páginas intercaladas y de diferentes tamaños, amplifican la textura epidérmica de las hojas, de fragmentos de hojas que revelan insólitas apariencias a la cercanía del ojo que las mira desprendidas de su entorno. En otros momentos, los cianotipos sugieren medios acuosos en cuyo interior simulan flotar formas que resultan difíciles de discernir si se trata de raíces o de vidas animales. En todo caso, esas formas enroscadas aparecen captadas en un instante cualquiera de algún movimiento convertido en quietud. En otros casos, figura una superficie quizás de hoja que ocupa la totalidad de la imagen. Una superficie en la que se adivinan las texturas, las casi imperceptibles cavidades, los surcos, las líneas que dibujan trazos no figurativos. Y luego vuelven las imágenes semejantes a las inicialmente descritas: aquellas que fotografían paisajes de un entorno que comunica la idea de completud, de lugar sagrado, de espacio abastecido, allí en donde el mundo vegetal, más exactamente el aglomeramiento de hojas, aparece inmerso en su entorno, unimismado con las piedras y con el agua. Otros cianotipos revelan superficies erosionadas, compuestas de pequeños vacíos como una masa intervenida por espacios horadados. Texturas, materia, formas, movimientos: elementos del mundo físico en su cercanía, complicidad, revelación.
Puedo reconocer que Pascal practica un ejercicio de abandono en la escritura, una que deviene soporte, horizonte, escenario, materia, herramienta de este pensar poético-filosófico. Un abandono que permite la entrada, en esta misma escritura, de una "extrema sensibilidad" que dispone los sentidos de quien escribe a la posibilidad de acoger diversas manifestaciones de lo viviente: extrañas, antiguas, sanguinarias, inofensivas, violentas, sagradas. Manifestaciones percibidas por el cuerpo de quien escribe, cuerpo fundido con el mundo en el acto mismo de la escritura: "Hasta cuándo mi cuerpo soportará/ hasta cuándo el cuerpo humanidad aguantará/ hasta cuándo, hasta cuándo" (3, 19), se pregunta el yo poético. Ejercicio de apertura hacia el entorno físico, de indagación en la escritura alrededor de esos espacios -urbanos o rurales- en donde el cuerpo / los cuerpos habitan y se habitan, se abandonan, caminan, se alcanzan, están, a partir de un "fluido ininterrumpido de personas", uno capaz de generar lo que Pascal denomina "tacto-presencia" (4, 21): "'tacto-presencia' para habitarse a sí mismo" (necesario para recibir "todo eso" que está afuera y dentro del humano al mismo tiempo). Estar es un verbo que concentra una particular fuerza de sentido en los escritos de Pascal: "estar ahí", saber estar ahí parece ser el proceso de un largo y meditado aprendizaje. Saber estar consigo mismo y con los otros, en alianza con el entorno, en estado de inmersión. El estar, entonces, no es asumido como algo dado, puesto que para saber estar se necesita de una particular disposición del cuerpo y de los pensamientos. Se trata de una escritura que piensa el "estar", la práctica del habitar, de la posibilidad de saber distinguir un lugar para habitarlo y volverlo sagrado. Un ejercicio pleno de inmersión que borra la distinción entre nosotros y el resto del mundo, un ejercicio en el que pensar y sentir, contemplar y actuar, respirar y obrar, recibir y percibir devienen actos inseparables, como se abrazan la presencia y la ausencia, la memoria temporal y el no tiempo.
Quien escribe es el "funámbulo sobre la cuerda floja", el filósofo, el músico que se pregunta por el sonido de los orígenes, por la sonoridad de los movimientos y del silencio, por el "sonido que hace abrirse las flores en la noche". Escribe el que sabe estar allí, escuchando y recibiendo los relatos de quienes hacen lo que pueden "para sobrevivir" ante el dolor. Y quien escribe sabe que no puede "no dejarse tocar por tantos sufrimientos". Dice: "no me protejo, lo siento en mi cuerpo dentro de mi carne" (24, 79). En razón de ello, justo por ese dejarse tocar, "el gesto hacia el otro" ocupa un lugar central en las búsquedas de quien escribe. Es esa inflexión corporal del "dejarse tocar" el lugar exacto desde donde se enuncia su escritura: en esa deliberada desprotección del contacto con el otro es cuando "surgen palabras y sonrisas no preparadas, la vida no obstante sigue su camino" (24, 79). Ese gesto es motivo de intensa meditación: "Interpretar lo que recibo del otro: una fechoría/ veo una expresión, una actitud, escucho una palabra/ creo captar una situación, relaciono los hechos los unos con los otros/ y concluyo esto o aquello, defino al otro y me dirijo a este o/ esta, a partir de esta trama que se teje en menos de un instante/ y a partir de este tejido creo conocer al otro y me autorizo a hablar de él, a comparar, a criticar/ Qué audacia, qué violencia contra mi hermano, mi hermana, contra la humanidad" (8, 33). "Cavar" es el verbo que sugiere Pascal como ejercicio de encuentro, "cavar y cavar" para tener tal vez, dice, "la suerte de encontrarnos, de escucharnos en la oscuridad" (8, 33). Porque esa es la apuesta de las meditaciones de Pascal en su trabajo de escritura: pensar el encuentro con los otros "en la gran corriente de la vida", un encuentro que es riesgo y esperanza a la vez: "Es tan arriesgado, mirar escuchar tocar, sobre todo tocar/ se despiertan tantos muertos al menor roce" (14, 49). Y es precisamente la palabra vida el vocablo que argamasa las ideas desplegadas en estos escritos poéticos-filosóficos: la vida que se eleva hacia la luminosidad del cielo, en la ladera de un antiguo volcán, o aquella que se adentra en el mundo subterráneo y donde es posible "escucharnos en la oscuridad". Escucharnos y encontrarnos "sin proyecto", insiste la voz poética:
Leer a Pascal supone un ejercicio que nos coloca frente a la desnudez de las palabras, lo que su autor denomina "palabras sencillas y sagradas" nos coloca frente a la resonancia semántica en todo su rebosante esplendor, como si cada uno de los vocablos desplegara por sí solo una narrativa que nos trasciende, una narrativa que no es sino aquella que va sedimentando el tiempo sobre cada verbo y cada sustantivo, porque, lo sabemos, recibimos un lenguaje que argamasa dicciones colectivas: "Me vienen palabras muy antiguas del tiempo de los primeros/ homínidos, mensajes indecibles de unidad, de no separación" (21, 71). Y es justamente ese sedimento verbal de la "memoria evolutiva de la especie" la materia lingüística con la que trabaja Pascal: una que recoge las palabras que están allí posadas sobre las cosas ínfimas y gigantes que nos rodean en el seno del mundo, como también sobre la aparente nada que se posa en el "entre dos": "Entre dos encuentros, entre dos haceres, desocupado, vacante/Ahí donde me revelo más a mí mismo, sin nada a lo cual aferrarme, desprovisto, sin recursos" (12, 43). De allí el efecto de narratividad que genera la composición poética que ensaya Pascal: el relato de un devenir, de su propio devenir otro, un devenir que acontece en cada instante a partir del abandono, de fusionarse con toda otredad viviente en sus múltiples y diversas formas de manifestación.
Alicia Ortega Caicedo
Universidad Andina Simón Bolívar,
Sede Ecuador, Quito, Ecuador