KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 50 (Julio-Diciembre, 2021), 81-102. ISSN: 1390-0102
DOI: 10.32719/13900102.2021.50.4
Fecha de recepción: 2 de abril de 2021 Fecha de aceptación: 29 de mayo de 2021
RESUMEN
El artículo busca dar cuenta del proyecto indigenista del escritor ecuatoriano Jorge Icaza (Quito, 1906-1978) a partir de la exploración de una obra menor y relativamente poco conocida del autor: la pieza teatral Flagelo. Escrita presuntamente en 1932 y publicada por primera vez en 1936, Flagelo bien puede tomarse como la puerta de acceso al indigenismo icaciano, entendido este como una delimitación específica al interior del llamado "realismo social ecuatoriano". Se procura hacer una lectura que exponga los procedimientos y conflictos que dan origen a la obra en cuestión, a la vez que permita establecer su carácter ideologizado y político, sin por ello hacer menoscabo de su trabazón artística y sus particulares aciertos como producto escénico.
Palabras clave: Jorge Icaza, indigenismo, Flagelo, realismo social, denuncia, teatro.
ABSTRACT
This article seeks to account for the indigenist project of Ecuadorian writer Jorge Icaza (Quito, 1906-1978) by exploring a minor and relatively little known work of the author: the play Flagelo. Presumably written in 1932 and published for the first time in 1936, Flagelo may well be taken as the gateway to Icaza’s indigenism, understood as a specific delimitation within “Ecuadorian social realism”. An attempt is made to provide a reading that exposes the procedures and conflicts that give rise to the work in question, while allowing to establish its ideologized and political character, without undermining its artistic workmanship and its particular successes as a scenic product.
Keywords: Jorge Icaza, indigenism, Flagelo, social realism, denunciation, theater.
EL CANON DE la literatura indigenista ecuatoriana está centrado en -y podría decirse que casi "reducido a"- el nombre del quiteño Jorge Icaza (1906-1978). Si bien esta afirmación inicial puede parecer sin duda exagerada y superficial, no parece ser discutible el hecho de que es Icaza y no otro, tanto a nivel nacional como internacional, el adalid mayor del indigenismo literario ecuatoriano. No puede decirse que la obra literaria de Icaza haya centrado su atención solamente en la problemática del mundo indígena -de ello son prueba evidente textos destacables como Cholos (1937), Media vida deslumbrados (1942), o su obra mayor El chulla Romero y Flores (1958)-, pero tampoco puede negarse que su figuración más prominente en el imaginario literario nacional está relacionada con su obra de temática india -algunos textos de Barro de la sierra (1933), las novelas En las calles (1935) y Huairapamushcas (1948), los cuentos "Barranca grande" y "Mama Pacha" (del libro Seis relatos, 1952)- y sobre todo que su nombre es reconocido como parte destacable de su generación casi siempre a partir de su primera y más famosa novela, Huasipungo (1934), uno de los hitos del indigenismo a nivel continental. 1
Reducir Icaza al indigenismo es, claro, una limitación interpretativa evidente, y por ello hemos iniciado con estas observaciones para dar cuenta del riesgo que tomamos. Con ellas esperamos dejar en claro que no es nuestra intención en estas notas la de cubrir la empresa -por demás amplia y compleja- de observar a cabalidad el universo literario generado en la obra del autor, sino solamente dar cuenta de algunos rasgos de su perspectiva al interior del indigenismo, valiéndonos de una obra menor y poco conocida: la pieza teatral Flagelo (1932-1936). Para hacerlo, procuraremos primero una valoración del indigenismo en términos generales, así como una delimitación más específica al interior del llamado "realismo social ecuatoriano", proyecto generacional al que adscribió Icaza por lo menos en buena parte de su obra. Hecho esto, la posterior observación de Flagelo nos servirá para tipificar dicho proyecto y comprenderlo mejor a la luz de ciertos conflictos y procedimientos que le dieron origen.
Arrancamos, pues, con una afirmación que consideramos categórica: el indigenismo de Icaza no puede entenderse al margen de las consideraciones estéticas, teóricas y políticas que desplegaron, en sus obras y acciones, el resto de los intelectuales del realismo social ecuatoriano (los cuales, sin embargo, en su gran mayoría no pueden ser calificados de indigenistas). Para entender los alcances de esta idea, es necesario considerar que aun las propuestas más alejadas del discurso literario hegemónico del realismo social que preponderó en nuestras letras desde alrededor de 1930 -piénsese, por ejemplo, en las obras supuestamente "excéntricas" de Pablo Palacio, Humberto Salvador o Hugo Mayo- participaron de un "mismo impulso de crítica y renovación que, en el contexto de las primeras décadas del siglo XX, cobró aliento en el Ecuador, como en todo el continente" (Ortega y Serrano 2013, 10). En ese sentido, no cabe establecer, como quizá se ha hecho comúnmente, una oposición radical entre una "vanguardia histórica", apegada a "la liberación subjetiva (rechazo de la mímesis, importancia de la forma, el arte como creación autónoma, [...] de ambiente urbano y de carácter 'expositivo')" (Robles 2013, 12; citado por Ortega), y una vertiente expresiva de preocupación social (de carácter más localista y eminentemente política), en tanto ambas son reacciones que pretenden interpretar, desde una perspectiva local o regional, los embates de una modernidad que amplió considerablemente su predominancia a partir de las transformaciones sociopolítico-económicas que trajo consigo el liberalismo y la extensión de la frontera productiva en las sociedades latinoamericanas de inicios de siglo.
Es desde esta perspectiva que puede entenderse el proyecto general establecido por las vanguardias latinoamericanas, y, en el caso específico del Ecuador, por el llamado "realismo social", que en conjunto pretendió explorar, reconocer y evaluar la configuración del entorno socioeconómico de la realidad ecuatoriana, y, a partir de la mostración de sus aspectos sórdidos, plantear la necesidad imperiosa de transformación. Dichos "aspectos sórdidos", como es sabido, tuvieron su base en la revelación de la realidad conflictiva e injusta en la que vivían ciertos grupos sociales alejados o deliberadamente excluidos de las ventajas que ofrecía el proyecto modernizador -indios, negros, cholos, montuvios, etc.-. El fundamento básico de la pretensión realista, entonces, al menos en su versión ecuatoriana, fue crear una literatura que sea capaz de influir de una manera práctica en el mundo, de actuar sobre él a través de una particular denuncia y su consecuente creación de una conciencia en sí misma promotora de acciones. A través de una obra de amplia envergadura, con diversos ejes temáticos y un considerable número de voces, el realismo social ecuatoriano -cuya articulación más orgánica fue el conjunto de cinco escritores conocido como "Grupo de Guayaquil"- fue esencialmente tendencioso, es decir, buscó por principio protestar y evidenciar una determinada situación que percibió en su momento como injusta e inaceptable. Al hacerlo, era partícipe de una misma actitud crítica y provocadora que fue la marca primordial de lo que hoy en día conocemos como vanguardias. 2
En este marco de renovación formal y beligerancia política, el indigenismo de Jorge Icaza se muestra como parte del proyecto al que se abocó la estética predominante de la escena literaria ecuatoriana. Lo indígena, por tanto, aparece como tema dentro de una preocupación ideológica más amplia: la de problematizar, a través del arte, las condiciones de una realidad que no se percibía como aceptable. De ahí aquella afirmación, que nos parece acertada, de que en el indigenismo de Icaza "el tema principal no es el indio, sino la explotación del indio" (Corrales Pascual 2007, 175). 3 Lo mismo podría decirse de la obra icaciana en general, cuya temática central no es la indígena: no se trata tanto de recrear los caracteres propios o particulares de un mundo referido, sino de problematizar, para una audiencia no indígena, aspectos concretos de la realidad social de la época a partir de la mostración cruda de ciertos elementos negativos, especialmente visibles en la experiencia de los grupos marginales. El proyecto, por tanto, es fundamentalmente político, y está dirigido a la reformulación de la configuración social ostentada y defendida por y desde las clases dominantes, ante las cuales -al menos desde la perspectiva de Icaza y el resto de los escritores del realismo social- los colectivos subordinados debían ser visibilizados a partir de la dimensión trágica de su misma subordinación.
Lo dicho pone al indigenismo de Icaza en relación no solamente con la propuesta ideológica del realismo social ecuatoriano, sino también con los caracteres generales que evidenció el movimiento indigenista a nivel continental. Al aproximarse al indio como temática central de su propuesta beligerante, Icaza tuvo necesariamente que buscar -o por lo menos pretender- un conocimiento de lo indígena desde su misma condición interna, acción que, acaso paradójicamente, habría de desplazar su mirada a una insalvable exterioridad, siendo él, como era, un mestizo urbano de clase media. 4 Icaza, pues, cumple a cabalidad aquella premisa sabiamente formulada por Cornejo Polar de que "en el fondo del indigenismo subyace una contradicción insalvable: su cada vez más vehemente decisión de representar con autenticidad ('desde dentro') al universo indígena se cruza conflictivamente con su forzosa exterioridad" (Cornejo Polar 1978, x). 5 Un poco más adelante en el mismo texto, Cornejo Polar sentencia que "la literatura indigenista supone la movilización de los atributos de una cultura y de los condicionamientos de una sociedad para revelar la especificidad de otra cultura y de otra sociedad", 6 lo que da buena cuenta del proceso visible en Icaza y, por extensión, de todo el proyecto artificiosamente reivindicativo del realismo social en el Ecuador.
La notable popularidad continental que adquirió la primera novela de Icaza en su momento, y su concomitante institucionalización como discurso hegemónico del indigenismo militante, han hecho prácticamente inevitable la referencia a Huasipungo como obra central y definitoria. Pero, aunque es cierto que la novela de 1934 fue la primera obra del quiteño que recibiera un reconocimiento generalizado, ya antes había producido el autor suficiente material para permitirnos una mirada de conjunto que tome en cuenta su evolución bajo el marco general que hemos establecido para el proyecto generacional en el que se incluyó su producción literaria. No nos referimos solamente a su conjunto de relatos Barro de la sierra, de 1933, sino especialmente a su no escasa obra dramática, de la que se conocen siete títulos, cuatro de ellos conservados hasta nuestros días. Toda esa producción es anterior a 1933 y, por tanto, figura como la génesis de la literatura icaciana. 7
Icaza, antes que narrador, fue un hombre de teatro. Ese teatro suyo, además, a excepción de su último título, se desarrolló por una vertiente temática muy lejana al indigenismo, y aun podría decirse que lejana de las temáticas habituales del realismo social. La bibliografía existente conserva tres títulos que no fueron publicados en su momento y de los que apenas se guarda memoria: El intruso (1928), Comedia sin nombre (1929) y Por el viejo (1929). De ellos sabemos que fueron puestos en escena por la Compañía Dramática Nacional y que fueron temáticamente cercanos al dramón amoroso, la crítica moral y la crisis de las tradiciones conservadoras, si bien no quedan más que referencias indirectas (Vallejo Aristizábal 2013, 180-2). Debe tomarse en cuenta que para ese entonces ya existían en circulación piezas innovadoras en relación a la estética modernista que predominó en las letras ecuatorianas de los años 1900-1920, como la novela proto-indigenista Plata y bronce (1927), de Fernando Chaves, los relatos vanguardistas de Un hombre muerto a puntapiés (1927) de Pablo Palacio, y, bastante anterior a ambos, el significativo relato "El desertor" (1923), de José de la Cuadra, acaso la primera pieza ecuatoriana inserta de lleno en la estética del realismo social (Landázuri 2011, 63-4).
Las siguientes obras dramáticas, cuyos textos se conservan hasta ahora, fueron ¿Cuál es? (1931), Como ellos quieren (1931), Sin sentido (1932) y Flagelo (1932-1936). De ellas, solamente la última aborda un formato indigenista, siendo las otras más bien una exploración de los conflictos familiares-sociales de la burguesía urbana abordados desde una perspectiva psicologista y aun desde el enfoque freudiano específico del psicoanálisis, lo que las ubica en un ámbito de renovación que ha sido pauta para vincular a ese teatro de Icaza con el de otros dramaturgos vanguardistas latinoamericanos -los argentinos Samuel Eichenbaum y Alfonsina Storni, el chileno Armando Moock, el mexicano Celestino Gorostiza, etc.- (Fernández 2013, 116-9). Lo relevante para nosotros, sin embargo, radica en el carácter inconformista de ese teatro que tenía como fundamento la crítica simbólica de ciertos comportamientos sociales de la sociedad urbana de la época: la violencia patriarcal en ¿Cuál es?, la represión de los deseos como norma de la moral burguesa en Como ellos quieren, la educación como mecanismo de control social en Sin sentido, etc. 8 Visto así, y como bien lo ha notado Teodosio Fernández, las piezas de este teatro psicoa-nalítico de Icaza no estarían tan lejos ni estética ni temáticamente de los relatos de Barro de la sierra, con los que el quiteño incursionaría en la escena narrativa y en los que aparece ya la temática propiamente indigenista que sería el centro de buena parte de la obra del autor hasta por lo menos finales de la siguiente década (Fernández 2013, 120-2). 9
En este contexto debemos ubicar la única obra dramática indigenista de Jorge Icaza. Según se observa, Flagelo aparece como una pieza en principio atípica de la dramaturgia del autor, siendo la primera que presenta el tema de la explotación del indio como núcleo argumental y deja de lado la preocupación de la psicología urbano-burguesa que había sido la tónica central hasta ese momento. Su peculiar importancia, sin embargo, radica no solo en este giro que se observa "al interior" del universo de la dramaturgia icaciana, sino en su ubicación específica en el conjunto de toda su obra: si bien es común anotar el año de Flagelo como 1936 -de esa fecha es el folleto que se conserva con la pieza publicada junto a un largo estudio introductorio del crítico español Francisco Ferrándiz Alborz-, existe el dato muy poco tomado en cuenta de que la obra fue elaborada bastante antes, en 1932, lo cual la posiciona justamente en el punto de giro de la estética icaciana, al final mismo de su producción teatral y exactamente antes de la aparición de Icaza como narrador con el libro de relatos de 1933. 10
Este dato importantísimo ubica a Flagelo, y no a Barro de la sierra, como la primera tentativa literaria de corte indigenista del escritor quiteño.
Flagelo, "drama en un acto" -como la subtitulara el propio Icaza-, es una obra relativamente breve en la que aparece el indio en brutal realidad, hostigado permanentemente por una fuerza que lo controla y enloquece, y subsumido de principio a fin en una suerte de explotación absoluta ante la que no le es posible acción alguna. La mirada de conciencia está introducida por la figura de un pregonero, que es el que media entre el público y la escenificación del drama, imponiendo cierta distancia entre la representación y su público inmediato, pero a la vez introduciendo una perspectiva en claro tono de imputación. Los cuadros en los que aparece el indio están atravesados por el sonido incesante de un látigo que se mantiene de principio a fin en la acción dramática, recurso distintivo que sumerge al drama en una atmósfera desesperante y sin posibilidad de alivio.
El pregonero, que es la primera figura en aparecer ante el público, se muestra como un "charlatán de plaza" que introduce al auditorio en la escena y lo obliga a contemplar la realidad. La función de exponente/ acusador de este personaje central es su marca particular más notable y se evidencia desde sus primeros parlamentos: "¡Vean... Vean! ¡Vean, señores! ¡Aquí no hay engaño...! [...] Lo que dejará en desconcierto al respetable público es la estampa india... ¡Vean ustedes!". 11 La labor del pregonero, por tanto, es la de mostrar al público una realidad que se anuncia desde el principio como suficiente para dejarlo perplejo. El carácter revelador de su funcionalidad escénica queda latente desde el principio, cuando encuentra cierta resistencia a la presentación de la obra -resistencia que proviene del mismo escenario, ya que "un murmullo de protesta" sale de la concha y los laterales cuando él intenta abrir el telón que esconde el drama indio-, pero insiste airadamente para dar paso al cuadro oculto: "Es tarde ya... Si en la vida han representado tan bien el papel, por qué temblar de la escena. Adelante... (al público). ¡Estampa a la cual encontré olvidada entre los problemas erigidos en tabú por conveniencia de la clase explotadora! ¡No asustarse!"
Hay, pues, una labor fundamental que le ha sido asignada al pregonero, labor que es la misma que se atribuyó a sí misma la literatura del realismo social: la de mostrar a las clases dominantes el drama de la explotación y la injusticia. Hay una suerte de "forzamiento" ejercido por el pregonero, tanto ante el público -que es impelido a ver- como ante el mismo aparato escénico que parecería resistirse a su propia mostración, oculto como está tras el telón y las bambalinas. "La estampa de indios americanos tarada con siglos de espera", que es lo que anuncia el pregonero como escena oculta tras el telón que insiste en levantar, tiene que ser forzada a la vista de los espectadores. Y tiene que serlo porque, aunque siempre haya estado ahí a la vista, estos no han sido capaces de verla:
Anteriormente no nos habíamos acercado a su realidad porque no nos enseñaron a ir a ella, mas la urgencia que trae la crisis junto con la fuerza de las nacionalidades consumiéndose en los agros nos lleva a alimentar esperanzas y anhelos con el pan de la verdad, que es la única y mejor forma de alimentarse. ¡Alimentarse, señores!
Según se entiende de estas líneas iniciales del pregonero, más que mirar, Flagelo se propone revelar: tal condición es la que asume de hecho toda la literatura indigenista de Icaza.
Es notable que el pregonero justifique la mostración de la "verdad" por "la urgencia que trae la crisis", pues esto coloca el proyecto de su acción en el nivel visible de la acción política, y ubica a Flagelo en vínculo directo e inconfundible con el programa de beligerancia artística instaurado y llevado a cabo por la literatura del realismo social ecuatoriano. Más adelante en ese parlamento primero, el pregonero señala de manera palmaria el trasfondo ideológico que sostiene esa necesidad de verdad anunciada en la estampa india -lo cual, con los matices que exija cada caso concreto, bien podría extenderse a la consideración de toda la literatura de Icaza-. Sobre la escena que se va a contemplar, dice:
Podéis hacer de ella plataforma de gritos y puños en alto, podéis encontrar en ella el material para nuevos problemas de avance, podéis distinguir siete, veinte o más aparatos utilizables en la lucha clasista: bandera, grito, trinchera, principio de beligerancia, hasta puede llegar a la pugna con ideas contradictorias para encausar una síntesis de reivindicaciones en un día no muy remoto, pero nunca debe servir de papel de copia que estanque un proceso de suyo ascensional. ¡Acudid todos a mirar! Palpando se convencerán. A pesar de que esta realidad ha sido larga experiencia para nuestros ojos, pero como el histérico que no ve, no porque está ciego sino porque no quiere ver, así hemos dejado pasar la tragedia milenaria clavados en una obstinación individualmente productiva... ¡Mirad!
Ese "mirad" insistente de esta primera parte acaso se prolonga con la articulación sonora del látigo que atormenta a los caracteres indios sobre la escena. De hecho, una vez que el pregonero ha dejado de hablar y que el segundo telón se levanta para revelar al público las primeras acciones de la estampa, aparece también el inagotable y desesperante sonido del látigo -"Chal... Chal... Chal... Chal..."-, el cual se mantendrá casi sin pausa hasta el final de la representación, creando una sensación de desespero que está destinada a extenderse hacia fuera de las tablas e inundar la totalidad del teatro. Así, el sonido del látigo funciona no solamente como marca del tormento implacable al que están sometidos los personajes en escena, sino también como atizador de las conciencias espectadoras que son obligadas a acompañar la desesperación sin poder librarse -al igual que los indios en el tablado- del molestoso tormento causado por esa presencia constante. Es especialmente notable, además, que este látigo se mantenga como elemento latente más que presente, pues no es sino hasta la clausura de la obra en que el espectador se entera de dónde proviene el sonido inagotable: "Chal... Chal... Fuuiiit...", "Chal... Chal... Fuuiiit...".
Lo que ocurre en escena, al compás de este ritmo macabro, acaso puede considerarse arquetípico de la figuración indigenista: se trata del indio subsumido en una condición cercana a la bestialidad, incapaz de reaccionar ante los diversos condicionamientos que lo tienen agobiado y casi cosificado en una condición que se muestra como inapelable. Lo primero que vemos -según señala la acotación escénica- es un paisaje rural de la serranía ecuatoriana donde un grupo de indios, "intoxicados de guarapo", con "rostros tumefactos, de rojo encendido hasta el violeta", "adormecen con borrachera". De entre ellos se distingue una mujer que tararea una melodía "deshilvanada", "rota", "con alegría del que desvía el llanto". Ahí, acompañando su música, ese "chasquido saturado de espanto", "chasquido que se divierte en hacer pedazos todas las conciencias, [... ] que pone en guardia al pregonero y que fastidia al público por ser un flagelo que parece no tener fin". 12
La primera escena con personajes indios que se escenifica es una suerte de coreografía rítmica entre el sonido tan insistente como agobiante del látigo y el canto de dos mujeres -"dos longas cantoras"- que interactúan creando una suerte de melodía macabra. Las indias se quejan "como si sintieran en carne viva el fuetazo", y sus lamentos van configurando una cierta armonía con los chasquidos. Mientras ellas, "con canto quejoso, tararean un Sanjuanito", el látigo se sincroniza, "y así sigue el diálogo, entre flagelo y música, ahora perfectamente rimado". Esta construcción simbólica del sonido parece buscar la totalización -en escena- de la condición abyecta en la que el indio va a ser mostrado. Tal efecto se confirma con las palabras del pregonero que terminan de sellar el proyecto latente en Flagelo: "¡Oigan...! ¡Oigan ustedes aquella orquestación de chasquidos...! Ha sido hasta ahora una música incantable por las rotativas, por las películas, por el arte en general; nos han dejado la tarea a los charlatanes de calles y plazas".
Con esto queda definitivamente explicitada la labor que ha de cumplir el pregonero con la exposición del cuadro trágico. De aquí en adelante no volveremos a encontrar, ni en las acotaciones ni en los parlamentos directos de los personajes, una carga tan evidente de denuncia explícita. El pregonero deja de increpar al público y pasa a ejecutar directamente su rol de "mostrador" o "expositor", participando cada vez menos de la escena y dejando simplemente que las acciones pongan en la vista del auditorio la brutalidad de lo que pretende denunciarse. En ese sentido, el pregonero cumple al interior de la dramatización escénica el papel que cumple el propio Icaza en el panorama social de su momento: se trata de un agente que posibilita la visualización de una realidad inaceptable, y para hacerlo se ve obligado a interpelar directamente a sus contemporáneos -su "público"-. Es su obra misma la que ejecuta socialmente esa interpelación; y una vez que cumple ese objetivo de 'llamar la atención sobre un hecho', su labor se circunscribe más directamente a mostrar la 'realidad', a evidenciarla, dejando el acto verbal de la denuncia explícita como contenido latente del hecho mismo de mostrar.
Aparecen indios campesinos que vuelven de sus labores agrícolas y entran a escena "trayendo al hombro las herramientas de labranza". Aunque en principio parecerían dirigirse a sus chozas, de nuevo irrumpe el flagelo del látigo para llevarlos "inconscientemente a la guarapería". Sus acciones se presentan como ejecutadas por autómatas que apenas piensan lo que hacen. Sus parlamentos en esta primera parte -y esto ocurre a menudo durante toda la obra, con pocas excepciones- son producto de un habla casi animalizada, sin construcciones lógicas relevantes y reducidas a la mera expresión de una impresión directa: "Guañucta está fríu", "Achachay... achachay... achachay'", "Longas tan, en trabajo están", "¡Ñu-canchic guarmis! ¡ Ñucanchic!", etc. Los diálogos entre ellos se componen comúnmente por palabras sueltas y un mínimo de estructuración, lo cual acentúa su condición despojada de lo humano y aumenta el tono efectista que inunda toda la representación.
En este contexto, de vez en cuando interviene el pregonero para contextualizar la acción o simplemente exponer algún dato que contribuya a hacer énfasis en los aspectos sórdidos de la existencia del indio, como cuando los personajes finalmente ingresan a la cantina:
El guarapo, bebida con la cual se ven obligados a emborracharse los indios, y digo obligados, por ser la más barata. Para darnos una ligera idea de lo que puede ser aquello, nos basta saber que en el examen químico, hecho hace unos pocos años por el Municipio, se encontró gran cantidad de urea. Para acelerar la fermentación del brebaje, las guaraperas le echan toda clase de materias en putrefacción: cadáveres de ratas, zapatos viejos, orines, etc.
Nada más revelador que este parlamento citado para probar el carácter expositivo de la función del pregonero, atento incluso al dato pseudo-científico para sostener sus argumentos y, por tanto, sostener la supuesta veracidad de su exposición.
La escena que sigue aporta la novedad de aludir de palabra a una de las causas del sufrimiento del indio: el abuso por parte del amo. Argumentalmente, se trata del encuentro de una india madre con su hijo de ocho años que viene escapando de la casa del amo y quiere permanecer con su madre. La reacción de ella se debate entre su apertura amorosa para recibirlo y el miedo a ser reprendida por hacerlo, por lo que finalmente le dice que se vuelva. Entonces aparece la alusión al amo, en la voz del niño: "Ele aura ca, cómo pes... No vis qui taita amitu ca dando con el palo no más está, ama niña grande tan, niños chiquitus tan... ¡No quiero mama...! ¡No quiero! ¡No quiero irme!" Ante la desesperación creciente del pequeño, la madre lo acoge con ánimo protector, pero entonces aparece nuevamente el látigo implacable, que la hace reaccionar: "Andá no más. Ya vis, a guagua Cunshi tan tiene niña grande trabajando en hacienda, en lavado ropa, en barrer chiquero, en todo pes. Esha tan es mi guagua, esha tan es m'ija. Esha es guarmi y no shora, vos ca cari... Andate... Tenís que trabajar". El dramatismo aumenta cuando el niño se abalanza a los pies de la madre y esta se ve impelida a golpearlo para que la suelte. Hasta que el hijo finalmente se aleja, no para la insistencia del látigo arrojando su "chal... chal... chal... " sobre la escena, dejando a la madre en un notable y amargo desconsuelo.
Lo interesante de esta última sección descrita radica en que evidencia la conciencia de la india con relación a su sumisión ante el amo, lo cual plantea una ampliación de la figura de la dominación hasta ese momento representada únicamente por el sonido del látigo. El amo, aunque todavía solo se muestra como entidad abstracta, delinea ya una configuración más completa de la situación social del indio según la está planteando Icaza en su propuesta de escenificación. Se trata, por tanto, de una alusión que anticipa el final de la obra, como se verá más adelante.
La última escena que compone Flagelo -la más extensa de la obra- gira en torno a un indio borracho que sale de la guarapería apenas la madre del anterior cuadro se ha ido a esconder su llanto al interior de su choza. El sonido del látigo que la atormentaba a ella sigue de manera continua en esta escena atormentándolo a él y se mantiene hasta prácticamente el final, cuando el pregonero interrumpe la acción y expone sus revelaciones ulteriores. Lo que ocurre a nivel argumental no es complicado: el indio borracho intenta huir del flagelo psicológico que supone el látigo acechante, reaccionando con violencia, lanzando golpes a los aires, cayendo y resbalando constantemente, agazapándose y lanzándose al vacío mientras se sume en jadeo y llanto. Es, se diría, un animal acorralado, abocado a un esfuerzo inútil que lo desespera. En su estado casi delirante, arremete contra otro indio que sale del chozón, pensando que en él se origina el tormento. Se trata de su amigo Melchor, que trata de calmarlo, pero el látigo incesante lo impele y en la confusión se desata una pelea violenta tras la que Melchor termina semiinconsciente por los suelos mientras el indio borracho lamenta sus actos.
Las "longas cantoras" del inicio aparecen de entre "el retablo de ebrios" que se ha mantenido como telón de fondo durante toda la obra. Su canto vuelve a entrar en sincronía con los chasquidos del látigo, y el indio borracho, aturdido, empieza a bailar siguiendo el ritmo que sostiene la melodía. Por unos minutos, el cuadro está lleno de esta danza grotesca en la que el indio parecería poseído. No termina ahí su drama: calmado el baile, llama a su mujer a gritos para que esta salga de una choza contigua a recibirlo. El encuentro no es grato: ella le reclama su borrachera y él, aguzado por el látigo -sigue ahí, siempre presente, el "chal... chal... chal..." del látigo-, la zarandea y empieza a golpearla. En la escena aparece un último indio, el "indio defensor", que intenta detener la brutalidad del borracho, pero es repelido tanto por este como por la propia esposa que justifica el maltrato por ser el indio su marido. Tras una refriega confusa, el indio defensor sale de cuadro y los esposos entran a la choza, donde, en palabras del pregonero, "jadeando de dolor, con despecho amargo y ansiedad desesperante, se tenderán junto al fogón". El telón cae. Aplausos.
Según hemos visto, toda la escena indígena ha sucedido de manera vertiginosa. Tras ella, queda de nuevo solo el pregonero frente al público, agradeciéndole "en nombre de los muñecos indios a los cuales ha aplaudido en su dolor". Lo que sigue es una suerte de clausura, no por extravagante carente del mismo efectismo buscado durante toda la puesta en escena. Primero se convoca al látigo, que ha vuelto a sonar aun con el telón corrido, "como buen cómico [que] reclama su aplauso". Quien sale a escena portándolo es un hacendado que se muestra satisfecho por su labor, aunque no sabe bien cómo comportarse en escena. Es, se diría, un hacendado típico -"alto, vientre hinchado, color moreno, calza botas, luce vestido de montar, sombrero de anchas alas"-, que disfraza su tosquedad fingiendo "gestos y maneras de caballero de salón europeo", sin conseguirlo. En seguida, también llamado por el pregonero, aparece el traspunte de la obra, "un militar, a paso de gran parada, con alas y condecoraciones", el cual es descrito como "individuo poseedor de toda la fuerza necesaria para ir arrojando a la escena de la explotación el mayor número de elemento humano". Por último, también por obra del pregonero, se descubre en la concha del teatro al "humilde apuntador": "todo bondad, todo sacrificio, todo abnegación". No es otro que un fraile, el cual, una vez descubierto, se cuadra frente al auditorio y sentencia el in de la obra con su sentencia lapidaria: "En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén".
Estos tres personajes finales con cuya aparición se cierra Flagelo terminan de cerrar el cuadro de denuncia que el pregonero había anticipado desde las primeras líneas. A la vez, hacen evidente el factor de desenmascaramiento, pues su presencia en el escenario hace visibles las tramas supuestamente ocultas sobre las que se sostiene la estructura de dominación. Los puntos clave de estos personajes radican tanto en su carácter de indispensabilidad para que la obra montada haya sucedido (el uno ha sido cómico, "trabajador de teatro", mientras que los otros dos han hecho de traspunte y apuntador), como en la caricaturización con la que han sido presentados: el hacendado como hombre simplón y de apariencias ("oculta su turbación [...] con la torpeza fingida del caballero criollo"), el militar como agente brutal y desentendido ("de aquellos generales que mueren en la cama"), y el fraile como una suerte de autor intelectual del drama, y quien lo justifica ("el embaucador espiritual de esta comedia"). Así, por lo tanto, se busca parcializar a la audiencia en contra de los tres personajes que se han hecho visibles, y horrorizarla ante la impunidad con que actúan en el desarrollo del drama espantoso que se ha contemplado. La labor del pregonero como maestro de ceremonias ha consistido en asumir una máscara acusadora para ideologizar la realidad y mostrarla así con una finalidad que es, a la vez, aterradora y movilizadora.
Por su calidad de montaje escénico, Flagelo constituye una suerte de ejempliicación viva de lo que el proyecto indigenista, en el marco de la tendencia beligerante de nuestro realismo social, buscó construir para sí mismo como fundamento y como meta. La acción del pregonero termina de revelarse como la exhibición de una ferocidad de doble rostro: por un lado, la abyecta tragedia del pueblo indio, brutalizado y subsumido irremediablemente; por otro, la prepotente opresión de una triada que simboliza el poder social volcado sobre ese pueblo. Así queda patente, por tanto, la intencionalidad política que habíamos anunciado como cifra de fondo: hay aquí, desde la perspectiva del pregonero, una suerte de prueba irrefutable de quién es el que oprime y quién es el oprimido, de las causas de la injusticia en la que tal relación está inmersa, de la imposibilidad aparente que tiene uno de los polos -el indio- para liberarse por sí mismo de esa condición, etc. En la brutalidad del cuadro desplegado, no hay posibilidad para matices de ningún tipo: ha quedado furibundamente claro quiénes son los culpables y quiénes las víctimas. De aquí a afirmar que el cambio es una necesidad imperiosa no queda ni un paso. Icaza cumple con su pretensión de construir una posición combativa a partir de la expresión concreta de una obra escénica -que es, por lo demás, artística-. Y este primer indigenismo de Icaza, por tanto, aparece como una radicalización política que forma parte de las transformaciones que el realismo social, en lo que tiene de vanguardia, adoptó para el arte.
En Flagelo, ni los indios ni los opresores -hacendado, militar y clérigo- tienen en realidad una voz que se pretenda propia. Ya hemos visto cómo el indio aparece maniatado y brutalizado por la subyugación inevitable a la que lo conduce el látigo, con lo cual su presencia está condicionada a elementos exteriores a él, borrando de plano toda posibilidad de una interioridad propia y sujetando al individuo a un automatismo determinado por las fuerzas que lo controlan. Por su parte, los tres opresores solamente se muestran físicamente para corporalizar esa idea abstracta creada por el sonido del flagelo y poner un rostro a aquel "amo" aludido en el interior de las escenas. Ninguna de las dos partes, sin embargo, presenta una visión individualizada que pueda o pretenda pensar el mundo desde la interioridad. Ante ambas prevalece la "crítica" externa que les impone la acción del pregonero, cuyo discurso aparece cargado de verdad. Hay una evidente construcción de realidad que se muestra a todas luces tendenciosa. La verosimilitud que despliega la escena está fundamentada especialmente en la función del pregonero y su despliegue pedagógico de mostración, no propiamente en una aproximación directa a una realidad concreta, aunque el pregonero pretenda convencer al público de que así es.
Esto que acabamos de decir es de radical importancia para comprender el proyecto indigenista de Icaza, el cual se inaugura oficialmente con Flagelo y se desarrolla a partir de él siguiendo una pauta que no presenta mayores variaciones, al menos si pensamos en los textos "centrales" de Barro de la sierra y Huasipungo. Es necesario pensar, por tanto, que esta literatura es de por sí una conflictiva toma de posición -la asunción de una particular máscara-, y que no está pensada para dar cuenta de una realidad sino en términos de elaborar una conciencia bien definida dentro de un panorama ideológico bastante evidente. Su pretendido "realismo" -es decir, su pretendida verosimilitud con relación a un aspecto concreto de la realidad social, política y material de su momento- se justifica solamente como artificio constructivo que en su momento permitiera una reacción efectiva en el público. En ese sentido, como hemos dicho ya anteriormente, Flagelo bien puede simbolizar la actitud entera del indigenismo icaciano, en el que el propio Icaza cumpliría las funciones del pregonero de la obra (al asumir para sí la máscara denunciadora), y el público se constituiría como la representación de la sociedad mestiza urbana que se mostraba "ciega" ante las condiciones reales que el autor pretendía evidenciar.
No entender este fundamento ideológico que sostiene la obra de Icaza -o por lo menos gran parte de ella- hará que la percibamos como maniquea y caduca, en tanto el mundo que presenta ha quedado desprovisto de realidad: agotado el efectismo coyuntural que se sostenía en la actitud política, queda revelado el artificio caricatural de la mirada que construye sus denuncias y pierde acción concreta el engranaje acusatorio que da sentido a la construcción entera. En Icaza, la máscara se pone en evidencia porque esa precisamente ha sido la finalidad con la que se la ha traído a escena desde el principio. La obra, así, no se sostiene si queremos ver en ella una problematización -en términos estéticos- de una experiencia humana en el mundo, pero sí se sostiene si la consideramos un producto cabal de las intenciones ideológicas que ella misma propone revelar. Para comprender a Icaza, pues, es necesario entender que dichas intenciones ideológicas -las cuales habitaron nuestra literatura durante una etapa considerable del siglo pasado- constituyen por sí mismas la expresión concreta de una particular experiencia histórica de su momento.
La valoración de esta obra particular del indigenismo icaciano debe evitar el error cometido por el crítico que prologó la primera edición de Flagelo en 1936, cuando señalaba que "el realismo de Huasipungo es un realismo vital, y el indio es tal como aparece en esta novela" (Ferrándiz Alborz 1972, 58). Al contrario, hemos procurado demostrar que el realismo que subyace en la obra indigenista de Icaza -lo hemos visto en Flagelo, pero bien podría extenderse a Huasipungo y a muchos otros de sus títulos- debe entenderse como una articulación ideológica que buscaba moldear la realidad, firmemente anclada en su decir externo al mundo indio y plenamente consciente de su intencionalidad política. La afirmación del crítico, desde la mirada que hemos procurado construir en estas páginas, debería acaso reelaborarse como sigue: el realismo indigenista de Icaza es un realismo artificial, y el indio aparece en él tal como se pensó de él en términos políticos, para llevar adelante la revolución desde el arte.
1. Un panorama completo es imposible en estas líneas. Baste señalar que, desde la novela indianista de Juan León Mera, Cumandá (1879) —e incluso su anterior relato "Historieta" (1866)—, pasando por los hitos fundacionales del otavaleño Fernando Chaves, La embrujada (1923) y Plata y bronce (1927), la obra de Icaza aparece como obra mayor de la corriente indigenista, y quizá también como único alto valor solitario que ha perdurado como tal hasta nuestros días. Pero no es lo único. El otro narrador prominente de los años 30 que incluyó temática indigenista en su obra —si bien periféricamente— fue José de la Cuadra, de quien habría que señalar los relatos —algunos de ellos excepcionales— "El sacristán" (de Repisas, 1931), "Barraquera", "Merienda de perro", "Ayoras falsos" (de Horno, 1932), "Sangre expiatoria" y "Shishi la chiva" (publicados juntamente con Los Sangurimas, en 1934). Otros títulos que pueden mencionarse como destacados son algunos relatos de la colección Llegada de todos los trenes del mundo (1932) y la novela Los hijos (1962), de Alfonso Cuesta y Cuesta; Novelas del páramo y la cordillera (relatos, 1934) y Tierra de lobos (relatos, 1939), de Sergio Núñez Santamaría; Agua (novela, 1937), de Jorge Fernández; Humo de las eras (relatos, 1939), de Eduardo Mora Moreno; Sumag Allpa (novela, 1940) y Sanagüín (novela, 1942), ambas de Humberto Mata; Conscripción (teatro, 1941), de Luis Moscoso Vega; Salomé de Santacruz. Cuento de los Andes (novela, 1957), de Gerardo Gallegos; La tierra de cristal oscurecida (epopeya, 1956) y El dios terrestre (novela, 1959), de Atanasio Viteri; y Los guandos (novela, 1982), iniciada en los años 30 por Joaquín Gallegos Lara y culminada varias décadas después por Nela Martínez. De una postura posterior, que podría catalogarse como neoindigenista, son las novelas Mi tío Atahualpa (1972), de Paulo de Carvalho-Neto; ¿Por qué se fueron las garzas? (1979), de Gustavo Alfredo Jácome —así como sus cuentos de Barro dolorido (1960)—, y la reciente Memorias de Andrés Chiliquinga (2013), de Carlos Arcos Cabrera. Si bien de autor brasileño y publicada en México, incluimos la novela de Carvalho-Neto por ser fruto de su experiencia en el Ecuador y, además, haberse escrito en castellano. Por último, aunque no se trate de un texto propiamente narrativo, no puede dejar de mencionarse el extenso poema de César Dávila Andrade Boletín y elegía de las mitas (1956). Para algunos de estos datos, ver Proaño Arandi (2007, 121-67); y Ortega Caicedo (2011, 121-74).
2. No pretendemos aquí ubicar al realismo social ecuatoriano únicamente dentro de la esfera de las vanguardias, ni menos aún desvincularlo de su filiación naturalista a todas luces evidente. Lo que nos interesa es señalar que, si bien su vertiente temático-formal pudo haber marcado una distancia notable con lo que hoy podría considerarse una "estética vanguardista", el realismo social compartió buena parte de las preocupaciones y requerimientos ideológicos que enfrentaron las vanguardias del período, y, por tanto, su proceso en muchos puntos lo ubica como parte de ellas. El indigenismo, dentro de este esquema, pertenece a ese ámbito de reacción visto como proceso histórico general. Hemos presentado y desarrollado estas ideas de manera mucho más extensa y completa en Landázuri (2011, 25-48).
3. Continúa Corrales: "El asunto no es pues de índole antropológica ni poética, sino eminentemente social: en una sociedad multirracial, estigmatizada por agudísimos conflictos de clase, los grupos dominantes utilizan los diversos estratos dominados (cholos, indios) como instrumentos para conseguir provechos económicos y políticos principalmente" (175). Los resaltados aparecen en el original.
4. Esto contribuiría a explicar la suerte de "caricaturización" o "impostura" que a menudo se le ha atribuido a la obra indigenista de Jorge Icaza, que acaso no fue capaz de permear su marco de enunciación desde el que se configura su obra para ampliarlo hacia la posible inclusión de ciertas posturas más cercanas a lo propiamente indígena. Esa limitación podría atribuírsele a todo el realismo social ecuatoriano, aunque con diferencias notables en obras que centraron su atención en componentes sociales acaso más accesibles o que bien estuvieron más atentas a recoger en su programa elementos provenientes del mundo referido. Es el caso de José de la Cuadra con el montuvio o de Pablo Palacio con los marginales urbanos, por ejemplo.
5. Según Cornejo Polar, es a esta "exterioridad" a la que se refería José Carlos Mariátegui cuando hacía una distinción definitiva entre los conceptos de literatura indígena y literatura indigenista, en su célebre sentencia: "La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena" (Mariátegui, citado por Cornejo Polar 1978, x). Si bien la influencia de Mariátegui en Icaza y otros miembros de su generación es indudable, cabe señalar que el Ecuador tuvo un notable antecesor en la discusión sobre el indigenismo con el ensayo sociológico El indio ecuatoriano (1922), del liberal lojano Pío Jaramillo Alvarado, obra que ya planteaba el "problema del indio" en torno al "problema de la tierra", vinculado este al asunto económico, lo cual sería una de las ideas fuertes de Mariátegui en su texto de 1928. Son palabras de Jaramillo Alvarado (2009, 170), por ejemplo: "He aquí los tres caminos que la época actual señala para resolver la cuestión agraria del indio: que la Legislatura acuerde una ley justa, que garantice al indio en su persona y bienes, contra las exacciones de los explotadores, dentro de un orden legal clásico; que se proceda a plantear la cuestión agraria por el Estado dentro de un régimen socialista; o que el pueblo delibere con el fusil en la mano los programas medio y máximo al reparto de las tierras, y resuelva en la revolución la cuestión social". La postura de Jaramillo Alvarado de ninguna manera pasó desapercibida en su momento, lo prueba la conocida polémica que desató con el conservador quiteño Luis Felipe Borja (la cual se recoge en la edición que hemos seguido), y el hecho de que su ensayo fue reeditado ya en 1925. El mismo Jaramillo Alvarado (113) habla de un texto antecesor al suyo: El concertaje de indios, de Abelardo Moncayo, que habría sido "publicado en vísperas de la revolución de 1895" (Paladines 1990, 171).
6. Esto último es lo que Cornejo Polar llama "el carácter sustantivamente heterogéneo del indigenismo", concepto ampliamente explicado en otro texto del crítico peruano (Cornejo Polar 1980, 3-27).
7. Nos guiamos aquí por seis estudios sobre la obra teatral de Icaza, a saber: Teodosio Fernández, "Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia" (Ortega y Serrano 2013, 113-31); Gerardo Luzuriaga (Dávila Vázquez 2007, 197-204); Hernán Rodríguez Castelo, "Teatro ecuatoriano III. Desde los años 30 hasta los años 50 y teatro social", prólogo (s. f. [1972], 18-20); Vallejo Aristizábal (s. f. [2010], 197-216); del mismo autor: "El teatro de Jorge Icaza" (Ortega y Serrano 2013, 179-89); y Ricardo Descalzi (1968, 788-821).
8. Resúmenes completos de los argumentos de estas obras pueden encontrarse en Vallejo Aristizábal (2013, 182-6). Existe una edición reciente que recoge toda la obra teatral conservada de Icaza (ver bibliografía).
9. Barro de la sierra es un conjunto de relatos compuesto por los títulos "Cachorros", "Sed", "Éxodo", "Desorientación", "Interpretación" y "Mala pata". De estos, solo podrían considerarse relatos propiamente indigenistas los tres primeros, siendo los otros tres mucho más cercanos a la temática ya antes explorada por el teatro que hemos comentado brevemente. Un resumen de los argumentos de estos relatos y de todo el resto de la obra de Icaza puede hallarse en Ferrero Bonzón (1975, 199-233). Lo dicho ubicaría a Barro de la sierra como un espacio de exploración o aun de transición en el que las temáticas del indigenismo aparecen no como ruptura con la obra icaciana precedente, sino como ampliación y delimitación de intereses temáticos al interior de un proyecto reformista mayor: aquel propio de la crítica elaborada por el realismo social.
10. El dato de la fecha original de Flagelo lo presenta Rodríguez Castelo en "Teatro ecuatoriano III..." (19), quien afirma que es esta obra la que "inaugura su etapa indigenista", y que, además, supone "en nuestra literatura el primer ensayo válido de teatro indigenista". Rodríguez Castelo (1970), cuyo rigor académico ha demostrado ser incuestionable, parece basar su argumentación en entrevistas personales realizadas por él mismo con Icaza en los años 70. En ese sentido, la publicación de Flagelo de 1936 sería el resultado de la "canonización" del autor quiteño como adalid del indigenismo que resultó del éxito de Huasipungo, mas no respondería a su fecha de elaboración. Se sabe, por lo demás —y este dato no lo recoge solamente Rodríguez Castelo—, que Flagelo fue presentada por primera vez en 1940, en el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta, en Buenos Aires.
11. Para todas las referencias al texto de Flagelo, nos remitimos a la edición contenida en Teatro social ecuatoriano (s. f. [1972], 65-87).
12. La larga acotación que sigue al primer parlamento del pregonero es la única en toda la obra que presenta un carácter tan claramente extradramático y aun die-gético (literario), en tanto parece encaminada a ubicar claramente, no solo ante los lectores sino ante un posible director dramático, tanto la condición humillante en la que deben mostrarse los indios escenificados como el trasfondo de angustia furibunda que debe acompañar al sonido del látigo. Con eso establecido, el resto de las acotaciones se limitarán a exponer un contenido mucho más restringido a lo propiamente dramático (es decir, al argumento y su escenificación), dejando de lado el contenido de denuncia, por lo demás evidente en los parlamentos del pregonero, como veremos en su momento.