KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 49 (Enero-Junio, 2021), 192-194. ISSN: 1390-0102
Adela Pineda Franco Boston University Boston, Estados Unidos
En el prólogo a la segunda edición (1961) de su novela Los muros de agua (1941), el escritor mexicano José Revueltas nos confiere una singular interpretación de la realidad y de la relación de esta con la literatura. El punto de partida para tal reflexión es el recuerdo de su visita a un leprosario en la ciudad de Guadalajara (1955) y la consecuente intención de narrar tal experiencia. Revueltas concluye que la realidad excede la dimensión documental de los hechos al caracterizarse por un movimiento interno que la literatura debe asir. Recurre a su formación marxista para precisar el método dialéctico de dicho movimiento, pero también apela a una voz del pueblo mexicano al describirlo como el “lado moridor” de la realidad. Uno de sus críticos más certeros, Evodio Escalante, supo interpretar la confluencia de la dialéctica con el lado “moridor” de la realidad en la obra de Revueltas al resaltar su potencial subversivo. Perseguir el movimiento interno de la realidad, escribe Escalante, es descubrir, en las contradicciones extremas del sistema, sus líneas de fuga. El desprendimiento total de los personajes revueltianos, la abyección y las conexiones excrementales constituyen, según Escalante, momentos de un sistemático movimiento de rebasamiento que se manifiesta en el texto literario.1
En la novela El Hogar (Final Abierto 2020), el escritor argentino José Henrique asume el reto de volver a narrar la experiencia de la dictadura de Jorge Rafael Videla. El riesgo de tal empresa no solamente radica en que la realidad de la dictadura siempre será más terrible de lo que pueda narrarse, sino porque un retorno melancólico a este período de la historia argentina bien puede neutralizar su inquietante relevancia política para el presente. Henrique invita a sus lectores a optar por un camino distinto al del realismo documental y al del patetismo memorialista. Se acerca a la realidad desde su lado moridor, como diría Revueltas, al despojar al protagonista Julián de su identidad de militante y situarlo en el inframundo del sin hogarismo, única alternativa para sobrevivir después de abandonar su casa saqueada y sumergirse en la clandestinidad. Por debajo del ambiente turístico del mundial de futbol 1978, año en que se ambienta la trama, se manifiesta no solo el efluvio angustioso de la subjetividad del militante Julián, testigo y blanco del estado de excepción que ha impuesto la dictadura, sino también una dialéctica de la degradación que nosotros, los lectores, recorremos con Julián, de la mano del anti-apostólico Pedro, el mendigo que posibilita un proceso narrativo más allá del bien y del mal:
“El Falcon se está yendo. Yo, en un palier hediondo de la calle Paseo Colón, sentado sobre cartones rancios y humedecidos por mi propia meada, pierdo la voz que pueda sostener todo esto”.
La prosa de Julián registra a más de su voz. también la indiferencia absoluta de Pedro frente a la lepra social. A través de la mirada de Julián que describe los inocuos mandados que Pedro realiza para Julio Somón el Turco, constatamos la disolución de las estructuras sociales. En su lugar aparece un medio clausurado, sin razón ni entendimiento, sin tiempo ni conciencia: las mazmorras del Atlético. Desde la marginalidad radical del sinhogarismo no solo se asiste al grado cero del terror que inflige la junta y sus esbirros, también se constata la mezquindad de toda una sociedad que observa, desde el exterior, la degradación de Pedro y de Julián. Una juventud aburguesada en trance fascista golpea furiosamente los cuerpos- basura de Pedro y Julián. No hay imagen más certera de tal descomposición social.
Por otra parte, El Hogar no puede considerarse una novela de la degradación; una novela pesimista, en la que toda posibilidad de movimiento quede clausurada en un pantano sin fin. Como la narrativa de Revueltas, la novela de Henrique es también insurrecta. En el caso particular de El Hogar, la insurrección viene de su estructura narrativa. Un giro inesperado de la trama complica el género testimonial y autobiográfico, puesto que no es Julián quien nos relata su historia sino Montero, el narrador-lector implícito, que recorre las páginas del diario de Julián. El hallazgo del diario por Montero tiene lugar en el Hogar Raimondi, en Necochea, donde Montero conoció a Julián. Cuando Montero encuentra el diario, Julián no solamente ha dejado la vida de calle, convirtiéndose en residente del Hogar; también se ha transfigurado en un destello de ficción; la ficción ilimitada de la literatura. En la segunda parte de la novela, a Julián lo habrá de transfigurar el ritmo narrativo del policial al otorgarle una misión detectivesca: un ajuste de cuentas con la impunidad de la historia a través de la literatura.
El filósofo Walter Benjamín relacionó el sentido de la vida con la muerte figurada que todo lector experimenta al concluir la lectura de una novela. Al respecto escribió: “lo que atrae al lector a la novela es la esperanza de calentar su vida helada al fuego de una muerte, de la que lee” (“El narrador”). En la novela El Hogar, Julián no muere en las mazmorras de los centros clandestinos de detención ni en los basureros urbanos para dejarnos con el nihilismo de la eterna desdicha; simplemente se va del texto como lo hace Sherlock Holmes, quien se esfuma por un rato, para cumplir otra misión, dejándonos la expectativa siempre vital y esperanzadora de su retorno.
Cuando Montero halla el diario de Julián, se lee la siguiente reflexión: “Nunca me lo dijo [Julián], pero siempre sospeché que, una vez descubierto el escondite, aprovechó para usarlo de carnada y probar al que lo encontró, o sea a mí, y juzgar, buche o compinche. A partir de ese día me sentí personaje, secundario, pero personaje al fin, en la historia de Julián.”
Nosotros, los lectores, también devenimos personajes secundarios en la historia de Julián, puesto que su diario nos introduce a un archivo ecléctico, en el que concurren el sinhogarismo y la dictadura, el testimonio y el género policial; Borges y Chandler; el yugoslavo Pesic y Rodolfo Walsh.
Más allá de este registro experimental, El Hogar constituye, sin duda alguna, una honesta reflexión sobre cómo abordar la densa textualidad de la Historia en una época de sobresaturación discursiva. La novela de Henrique no narra únicamente una historia de vida, convoca la manera de reivindicar esa vida en la lectura, situándola en la confluencia de muchas otras vidas. Al recorrer las páginas del diario de Julián, Montero, el narrador-lector implícito, posibilita la experiencia de la novela en tanto materialización de lecturas, la suya y la nuestra. A través de ese acto singular que convoca el encuentro del texto con sus lectores, Henrique nos invita a retar el tiempo muerto de la Historia. Las fotografías de las icónicas madres de mayo re-encarnan en el espacio-tiempo del vagabundo Julián, pero también en el proceso de rehabilitación que solo el lado insurrecto y político de la literatura puede brindar: esa irrupción del hecho vivido en el presente de la lectura.
Galo Guerrero-Jiménez
Universidad Técnica
Particular de Loja