KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 49 (Enero-Junio, 2021), 183-199. ISSN: 1390-0102


RESEÑA


Leonardo Valencia, La escalera de Bramante, Bogotá, Seix Barral, 2019, 616 p.


Vladimiro Rivas Iturralde Universidad Autónoma Metropolitana Ciudad de México, México



Si la escritura de una novela posee una historia, también su lectura la tiene. Y yo quisiera empezar resumiendo la de mi lectura de La escalera de Bramante.

Estuve en Quito en septiembre de 2019 para presentar mi libro Relatos reunidos. La novela de Leonardo Valencia había aparecido meses antes, en abril, publicada por Seix Barral, y era ya el acontecimiento literario más comentado del año, además de su calidad indiscutible, por su abultado volumen de 616 páginas, excepcional en la literatura ecuatoriana.

Aunque fue lanzada oficialmente en mayo de 2019 en la FIL de Bogotá, Leonardo también la presentó de manera informal en su Facebook, explicando la razón del título. Se refería a la escalera en círculos concéntricos de la iglesia de San Francisco en Quito, un proyecto no realizado por Bramante, el gran arquitecto italiano del siglo XV. De inmediato construí en mi imaginación una novela que no existía: debía empezar con una gran obertura: una descripción sinfónica de la escalera y el trazo de vasos comunicantes narrativos con el Renacimiento italiano, donde nos encontraríamos con Bramante y quizá con Miguel Ángel. La explicación de Valencia en Facebook y sus personales raíces italianas me habían invitado a esa prefabricación mental. No encontrar nada de esto en las primeras cien páginas dio lugar a un desengaño. Por otra parte, mi cabeza estaba ocupada en la presentación de Relatos reunidos y, para colmo, enfermé con una gripe que estuvo a punto de hacerme cancelar la presentación. Mi lectura parcial del libro (las primeras cien páginas) había sido un fracaso. Regresé a México para una cirugía que coincidió con el inicio de la pandemia y la asignación de un curso de crítica literaria en la universidad, que me obligó a postergar la lectura de La escalera. Meses después la volví a empezar, a partir de cero, libre de prejuicios y aceptándola como es.

Con pocas novelas me he peleado tanto como con esta, pero diré que La escalera de Bramante me venció, y acepté con alegría esta derrota. Me habían incomodado básicamente dos cosas: la ausencia, ab initio, de un conflicto, de un drama o de un enigma visible por resolver; y que toda la novela se situara en el pasado. Una novela del pretérito, como A la recherche du temps perdu, traslada sus acciones al presente y el lector las vive como presentes. Pero en la novela de Valencia todo era deliberadamente pretérito, los hechos habían ocurrido ya. Si todo había ocurrido ya, entonces se iba a hacer literatura contra la anécdota: “Lo que realmente quiere el deseo es el pasado”, escribe uno de los personajes en uno de sus informes, y más adelante: “Por eso nuestro presente es fantasmal y clandestino: nadie ve lo que somos, sino lo que fuimos, lo que deseábamos llegar a ser”. Valencia parece hacer un credo de estas palabras.

En vez del planteamiento de un conflicto, asistía a un prolongado y fatigoso diálogo que se convertía en monólogo, en muchos sentidos baladí, entre los dos personajes ecuatorianos de clase media que siempre dialogaban desde el pasado y hacia el pasado, el uno insistiendo misteriosamente en que el otro recordara. Pero esta confesión, esta insistencia, antes de la tardía revelación de su sentido, solo se me aparecía como un recurso retórico de la narración, no como un ingrediente central de la historia. Sin embargo, pocas novelas latinoamericanas me han invitado con tal insistente cortesía a la reflexión.

Haciendo gala de un virtuosismo técnico adquirido en muchos años de experiencia literaria, Leonardo Valencia ofrece en La escalera de Bramante una novela polifónica y poliédrica que combina básicamente dos historias que se alternan, en algún momomento convergen y de algún modo se interpelan: la del pintor alemán Kurt Landor, y la relación amistosa entre dos jóvenes ecuatorianos de la clase media, Alvaro Abugatás (Abu, el Cónsul) y Raúl Coloma (Raulito), a cuyo rededor se tejen múltiples historias, incluida la de una guerrilla, inspirada muy de cerca por la del “Alfaro vive, carajo” (1983-1991).

En un intento de definición, diré que la novela es muchas cosas:

1. Es la historia de la búsqueda artística de Landor, instalado en Barcelona después de haber recorrido medio mundo, incluido Ecuador. Es un artista atravesado por la historia europea, desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, pasando por la Guerra Fría y el muro de Berlín, de manera que todas sus vivencias lo enriquecen, lo construyen y lo vuelven un personaje y un artista sumamente interesante. A la vez prófugo y migrante, se cruza con otros de condición parecida, tan interesantes como Dora Lerner, Dieter, Milos o Magdalena, su esposa argentina. Todos tienen historia, drama y conflicto, relieve y profundidad. Tienen algo que decir, hacer, contar y vivir. Al referir la historia de Landor, Valencia logra, sobre todo al comienzo, una intensidad poética de una sutileza admirable, sometiendo al paradigma del papel —la materia sobre la que se dibuja y se escribe— a una serie de mutaciones sintagmáticas. Los actores de esta cadena de connotaciones son: su padre, dueño de una fábrica de papel en Alemania; el bosque (fuente primigenia del papel), donde el pequeño Landor será testigo de la violación de una joven alemana por un soldado ruso (uno de los grandes momentos narrativos del libro); la destrucción por el fuego aéreo de la fábrica de papel; el amor perdurable de Landor por el árbol y la tela en blanco, donde habrá de plasmar sus dibujos y pinturas; su obsesión por pintar la carne sanguinolenta utilizando seis colores que excluyen el rojo; los árboles que constituirán su testamento pictórico llamado Waldig (“boscoso”, en alemán, título tomado del poema homónimo de Paul Celan); el museo Waldig, destinado a su obra pictórica: en suma, asistimos a un sutil desplazamiento de paradigmas que desembocan en el del papel mismo del libro que estamos leyendo. La figura del árbol es un tema totémico en la vida de Landor. La bellísima escena del primer beso entre Landor y Magdalena ocurre bajo los tilos en el bosque simétrico del Palais Royal. Escritor eminentemente visual, Valencia ve a través de los ojos de Landor, y no solo lo que concierne a su historia, sino a la de todos sus personajes. Y por eso, también, la novela es lenta, morosa, contemplativa, trabajada con una paciencia de orfebre renacentista.

2. Es la historia de una entrañable amistad entre dos jóvenes ecuatorianos de clase media, Álvaro (Abu) y Raulito, carácter entrañable que solo muy avanzada la novela se descubre. Mientras tanto, hay que soportar muchas páginas frívolas, a personajes cuyos diálogos oscilan entre una pedantería culposa y una reiteración que impacientan. “La verdad es que perdíamos el tiempo en tonterías, Raulito”, reconoce Álvaro, y más adelante: “como un par de viejitos recordando sus años en Europa, qué pérdida de tiempo”. Como en Conversación en La Catedral, los diálogos de los dos personajes se entretejen rompiendo la cronología y también el espacio. Ya muy avanzada la novela nos enteramos del sentido de esas palabras rememoradas por la voz de Álvaro. Pasadas las quinientas páginas, nos enteramos de que había estado esforzándose por despertar la memoria del amnésico Raúl, convirtiendo así a la narración en un conmovedor rito de sanación, en una operación terapéutica y también en un rito de exorcismo. Por qué no lo dijiste antes, pensé y pienso. Reveladas con anterioridad, tanto la enfermedad de Raulito como la respuesta solidaria de su amigo, las palabras que las designan habrían ganado en significación; las cosas baladíes que tanto se dicen habrían adquirido sentido e intensidad. Pero la revelación es tardía y Valencia es abundante: una novela de 616 páginas estaba condenada a ser también ripiosa.

Valencia no resuelve una paradoja: la de escamotearnos con frecuencia la anécdota, por hacer literatura. Cae en una trampa, en un falso dilema: o la anécdota o la literatura. Por ejemplo, se supone que los Informes de Taltibio —ese espía que juega doble— deberían ser políticos, estratégicos, guiados por la urgencia de la acción, pero se convierten en fragmentos ensimismados, meditativos, analíticos, volcados sobre el yo de quien los redacta, en piezas descriptivas, literarias, que pierden su funcionalidad dentro de la anécdota. En vez de cumplir con su deber de espía, Taltibio filosofa, se autoanaliza, reflexiona, entre muchas otras cosas, sobre el significado de enmascararse en otro. Por ello también, me atrevería a afirmar que Valencia hace con frecuencia literatura contra la anécdota y elude el desafío de desarrollar la novela de espionaje, una de las posibilidades que él mismo plantea. Pero no se puede mantener la paradoja hasta el fin. Hay que atar los hilos sueltos y resolver los enigmas. En los capítulos finales, las acciones se precipitan y la novela parece acumular todos los verbos de acción que se habían omitido en demasiadas páginas de una visión contemplativa. Los últimos capítulos poseen una acción casi trepidante en comparación con todo lo anterior. Es una novela magnífica, pero creo que le sobran páginas.

El contraste entre la vida de Landor y la de los dos jóvenes me hizo reflexionar en lo que significa narrar acerca de un europeo y acerca de un ecuatoriano. Landor, como señalé, está atravesado por la Historia, mientras que los jóvenes ecuatorianos de clase media carecen de ella o, al menos, de una Historia significativa y trascendente que soporte sus vidas. No tienen más que sus personales, casi mezquinas, experiencias vitales, recortadas sobre un telón de fondo histórico donde casi no ocurre nada. En compensación a ese vacío, Alvaro vive la experiencia del flâneur, la de sus vagabundeos por Europa, cargando la obsesión pictórica de plasmar el rojo en sus lienzos (legado de una conferencia de Landor en la que había planteado su teoría cromática); Raulito, cargando la obsesión de injertar oro, minerales y piedras preciosas en pedruscos volcánicos labrados por el agua. Algo de Henry James hay en esta visión del ecuaecuatoriano flâneur que busca conocer una Europa plagada de historia y de museos y conocerse a sí mismo en ese peregrinaje, y, en contraparte, en la del europeo Landor nutriéndose del paisaje y el color latinoamericanos para enriquecer su obra plástica. Algo hay, incluso, de la morosidad estilística de James, en la novela de Valencia. Frases y períodos largos, vastos párrafos explicativos y analíticos. Por otra parte, al mostrar la obsesión genuinamente artística de los dos personajes, pero también su costado ridículo, Valencia se revela también, al igual que su maestro James, como un maestro de la ambigüedad y la ironía. Por eso hay, en las obsesiones artísticas de Abu y Raulito, algo de la locura de Bouvard y Pécuchet, esos entrañables locos de Flaubert. Valencia describe con una seriedad casi inmutable la aventura espiritual de sus jóvenes personajes, pero en el subsuelo de la novela circulan las aguas insidiosas de una gran ironía, apenas revelada: Valencia no ignora que son también un par de locos con proyectos rocambolescos: Abu, con su locura monocromática, de pasarse la vida pintando en rojo; Raulito, de andar por la vida cargando y rellenando piedras. Mientras el europeo Landor es un artista de verdad, Abu y Raulito, sus discípulos latinoamericanos, son su caricatura. No es gran cosa lo que se puede contar sobre la clase media ecuatoriana, a no ser que se ironice sobre ella o se la caricaturice.

3. Como es tan poco lo que los jóvenes ecuatorianos de la clase media pueden decir del mundo y de sí mismos, tienen que reinventar la historia del país y remover sus aguas de “es tanque inefable”: por qué no fundar entonces un movimiento guerrillero. Otra aventura rocambolesca. La novela es también la crónica de un fracaso revolucionario, condenado desde su origen, y su consecuencia literaria: una novela de espionaje. Esta parte, inspirada en la guerrilla “Alfaro vive, carajo”, concentra la acción externa de la novela: es la parte más viva. Aunque “hermano menor” (en esto también menor, como Abu y Raulito respecto de Landor) del movimiento tupamaro y montonero o del Baader Meinhof alemán, el “Alfaro vive” removió las aguas del “estanque inefable” y Valencia es severamente crítico con su ideología y métodos, pero no como ideólogo, sino como debe serlo un novelista: a través y desde sus personajes. El escritor sabe solamente lo que los personajes saben y dicen y lo que se dice acerca de ellos. Asistimos en la novela a un movimiento terrorista impulsado por ciertos jóvenes de la clase media y media alta que parecen rebelarse contra su propio vacío. Dispersos en toda la novela, los episodios dedicados a la guerrilla se concentran básicamente en tres partes: primera, la intitulada “Las troyanas”, narrativamente uno de los puntos más altos de la novela, sobre las acciones de seis guerrilleras que son una sola, Karla: la múltiple y única mujer, Karla, la hermosa guerrillera capturada en Colombia. (Me disculpo por señalar entre paréntesis un detalle de numerología que me parece esencial: seis son las partes de la novela, seis los colores para obtener el rojo sanguinolento; seis los árboles que constituyen el testamento pictórico de Landor; seis los lados del museo Waldig; seis los nombres de las troyanas, seis los informes de Taltibio: todos estos detalles conforman una clave y una estructura hexagonal de la novela. Dejo a otros el estudio de esta clave numerológica).

La segunda parte de los episodios dedicados a la guerrilla se concentra en los “Informes de Taltibio”, el espía doble, que, como dije, vierte sus informes, no acerca de las urgentes dimensiones políticas y estratégicas de su trabajo, sino sobre sí mismo, haciéndolo más enigmático. Pero el personaje que capta toda nuestra atención de lectores es Rogelio, el hermano mayor de Álvaro, lanzado al ruedo de la novela como un enigma, como el prófugo de la policía que se esconde de todos, de su familia, de sí mismo y hasta de la narración. Todos quienes han tenido algún contacto con él lo buscan y cuanto más quieren saber, menos se sabe de él. Es un personaje vivo, mientras que Taltibio es una abstracción. Finalmente, están esos entrañables personajes femeninos que son Karla, Laura y su hija, Tania, desde cuya mirada inocente se narran algunos de los más bellos acontecimientos de la novela. Los episodios sobre Laura y Tania, escondidas en la selva amazónica, poseen un gran vigor narrativo.

Valencia recupera de Hécuba y Las troyanas de Eurípides, no solo el nombre de Taltibio sino su papel de informante. En las dos tragedias, caída Troya e incendiada, Taltibio es el heraldo griego encargado de informar a las mujeres troyanas su reducción a esclavitud y los resultados de los sorteos con los que los capitanes griegos han decidido su suerte. Pero en la novela, el nombre de “troyanas” atribuido por Taltibio a su red de guerrilleras y espías es más azaroso. Nombre elegido entre “amazonas”, “erinias” y otros, las “troyanas” es un solo nombre que se desdobla en seis, que de algún modo son también identidades. En la novela, “las troyanas” son las guerrilleras a las órdenes del espía doble, Taltibio, cuya identidad se revelará en los capítulos finales. Ajustada o independiente de la tragedia de Eurípides, tanto “las troyanas” como Taltibio dan lugar a algunos de los momentos más misteriosamente interesantes de la novela. Estos momentos tienen que ver con los desenmascaramientos y revelación de identidades, en una novela de espionaje que solo a medias lo es. Valencia ya había renunciado a ella desde el momento en que Taltibio reduce sus “informes” a una larga introspección por etapas.

Pero no solo el movimiento revolucionario fracasa: Rogelio, Karla, Laura, Strudel y todos. La novela es la crónica de un múltiple fracaso: Álvaro deja de pintar o, más exactamente, de exponer; Raulito pierde la memoria y destruye sus piedras y devuelve sus restos al volcán. Mientras, Landor triunfará aun sobre la muerte: tendrá el museo hexagonal dedicado a su obra y su memoria.

Abundan los momentos privilegiados, en los cuales el arte de narrar de Valencia exhibe toda su potencialidad: los admirables episodios infantiles de Landor; la narración introspectiva de Álvaro paseando por una playa de Barcelona, que recuerda a Bloom en una playa de Dublín; todo el magno capítulo de “Las troyanas”, cumbre narrativa de la novela; la vivisita de Landor con Magdalena al Palais Royal, que culmina en ese primer beso, que tiene la trascendencia del beso en el cuento de Chéjov; Laura y Tania en la selva, episodio de una plasticidad narrativa exquisita; la visita de Álvaro y Kazbek a Magdalena y los acontecimientos posteriores, que desatan nudos de la trama de espionaje; la maravillosa narración de la travesía por el río Guayas hacia la isla Puná, rica en descripciones, como la mezcla de las aguas lodosas del Guayas con las transparentes del océano Pacífico y la consecuente modificación de la fauna marina, episodio narrado esplendorosamente, con una sensualidad verbal digna de Carpentier. Si el paisaje humano es rico y variado, el otro posee también una existencia palpitante y es contemplado con precisión de pintor: las ciudades, los bosques, el altiplano, las playas, los ríos, los montes, la selva.

Pese a sus repeticiones ripiosas, excesos y carencias, La escalera de Bramante es, en fin de cuentas, una obra maestra de la paciencia narrativa, de la planificación arquitectónica, una estupenda novela poliédrica y visual, una muestra de elegancia, ambigüedad, cultura y sofisticación narrativas, un prolongado acto de fe en el arte de novelar, un inteligente homenaje a la novela como género literario. Y, sobre todo, una novela que plantea preguntas y problemas. Que sea problemática es algo que los lectores agradecemos.

Vladimiro Rivas Iturralde
Universidad Autónoma Metropolitana
Ciudad de México, México