KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 49 (Enero-Junio, 2021), 71-92. ISSN: 1390-0102


Rapiña y (des)politización de cuerpos marginalizados y feminizados en tres relatos del realismo social ecuatoriano*


Plunder and (De)politicization of Marginalized and Feminized Bodies in Three Stories of Ecuadorian Social Realism


DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2021.49.5


Fecha de recepción: 25 de abril de 2020 Fecha de aceptación: 29 de mayo de 2020







Santiago Cevallos González

Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador Quito, Ecuador


RESUMEN

Esta investigación sobre tres relatos del realismo social ecuatoriano, a saber, “Barranca Grande” de Jorge Icaza, Los Sangurimas de José de la Cuadra y “El guaraguao” de Joaquín Gallegos Lara, da cuenta de la manera en que se manejan los restos mortales de sus personajes vulnerables y vulnerados, y su relación con la política. El análisis e interpretación de estos textos literarios paradigmáticos se centra en mirar la relación que tienen los cuerpos indígena, afrodescendiente y femenino, con la figura del gallinazo y la idea de rapiña entendida en un sentido amplio como depredación. A partir de esta relación se plantea repensar la propuesta política literaria de este segmento de la literatura ecuatoriana, pues si bien hay una preocupación por visibilizar la violencia sobre estos cuerpos marginados, se descubre un límite fundamental al considerar el destino de los restos mortales de los cuerpos femeninos y feminizados.

Palabras clave: Ecuador, rapiña, violencia, violación, mandato masculino, politización del cuerpo, realismo social.


ABSTRACT

This investigation into three stories of Ecuadorian social realism, namely, Barranca Grande by Jorge Icaza, Los Sangurimas by José de la Cuadra and El Guaraguao by Joaquín Gallegos Lara, reveals the way in which the mortal remains of their vulnerable and vulnerized characters, and its relation to politics. The analysis and interpretation of these paradigmatic literary texts focuses on looking at the relationship between indigenous, Afro-descendant and female bodies, with the figure of the vulture and the idea of plunder understood in its broadest sense as predation. Based on this relationship, this paper seeks to rethink the literary political proposal of this segment of Ecuadorian literature, for although there is a concern to make visible the violence inflicted on these marginalized bodies, a fundamental limit is discovered when considering the fate of the mortal remains of feminine and feminized bodies.

Keywords: Ecuador, plunder, violence, rape, masculine mandate, politicization of the body, social realism.





INTRODUCCIÓN


Jorge Icaza, José de la Cuadra y Joaquín Gallegos Lara son tres escritores fundamentales del realismo social ecuatoriano. Icaza es el representante más importante del indigenismo ecuatoriano. En obras como Huasipungo y Barro de la Sierra denuncia la violencia que los poderes político, económico y religioso ejercen sobre el indígena de la sierra ecuatoriana. Él incorpora además en su literatura el habla de la sierra ecuatoriana. De la Cuadra y Gallegos Lara, que pertenecen al Grupo de Guayaquil, desarrollan un proyecto literario similar al de Icaza, pero para denunciar la discriminación en el litoral ecuatoriano. Ellos denuncian en su literatura la marginalización del cholo, el montuvio y el afrodescendiente, e incorporan también en sus relatos el habla “propia” de estos grupos. ¿Qué pasa sin embargo si pensamos en la representación de estos cuerpos marginalizados de manera diferenciada? ¿Qué pasa con los cuerpos femeninos y feminizados en los relatos del realismo social ecuatoriano?

Los relatos escogidos son sumamente políticos, sobre todo por la denuncia de la violencia sobre estos personajes marginalizados y la estructura de poder que la sostiene. Uno de los grandes aportes a la literatura ecuatoriana ha sido sin duda la incorporación de otros cuerpos y otras voces en los relatos. Sin dejar de reconocer este valor de su propuesta literaria, cabe indagar acerca de la politización y la despolitización de los cuerpos representados y su relación con la figura del gallinazo.

El ave de rapiña me parece una figura fundamental en gran cantidad de relatos —incluso patrios— y una clave de lectura que puede arrojar luces insospechadas sobre el valor político de estos textos. Efectivamente, no olvidemos que incluso el propio escudo nacional lleva un ave de rapiña como elemento fundamental. ¿Qué significa esto en relación con unos proyectos nacionales que se revelan cada vez más como depredadores? Es decir, que un símbolo patrio que parece incuestionable puede ser interrogado desde un lado insospechado. De la misma manera, una literatura realista ecuatoriana que en un inicio significó una ruptura radical con la literatura anterior, que ha devenido con el paso de los años en símbolo nacional, cabe interrogarle desde una figura aparentemente menor. En este caso desde la figura del ave de rapiña, la depredación y la violencia sobre el cuerpo de la mujer.


RAPIÑA Y (DES)POLITIZACIÓN DEL CUERPO RESTO DE LA POLÍTICA Y RAPIÑA


En la literatura ecuatoriana de la primera mitad del siglo XX hay una serie de imágenes de aves de rapiña. Por ejemplo, en el cuento “Barranca Grande” (1952) de Jorge Icaza, José Simbaña mira que “[m]ás de una veintena de gallinazos, pesados, retintos, hediondos, se movían y llenaban el patio del huasipungo, frente a la choza. Entre sus patas, entre el aleteo de su disputa había alguien. ¡Alguieeen...! Algunos —los hartos— reposaban plácidamente por los rincones. Otros, los más voraces e insaciables picoteaban en un ser —montón de vísceras humanas—” (Icaza 2006, 258).

En Los Sangurimas (1934) de José de la Cuadra, Ventura y el padre Terencio, personajes de este relato, buscan a una de “las tres Marías” raptada por sus primos “los Rugeles”. Recorren la hacienda “La Hondura”, hasta que “[a]l fin, cerca del sitio abierto de Palma Sola divisaron una mancha de gallinazos...” (De la Cuadra 2003, 59). Más adelante leemos que “[a] Ventura el corazón se le oprimía. Se le dificultaba la respiración. La cabalgata se aproximó al sitio donde estaban los gallinazos, espantando las aves. Cuando la negra nube de alas se levantó dejó al descubierto un cuerpo desnudo de mujer. Junto al cadáver estaban ropas enlodadas, manchadas de sangre” (60).

El gallinazo es un buitre negro americano que se alimenta de carroña, carne podrida, pero también de otro tipo de deshechos. Por esta razón su figura se relaciona con la muerte. Sin embargo, en los relatos referidos esta ave se carga de una significación adicional, pues devora unos cuerpos vulnerables, unas vidas precarias en los confines del territorio nacional. En un sentido similar a lo que plantea Gabriel Giorgi en Formas comunes (2014), acerca de que el animal funciona de manera figurativa en la mayoría de textos de la tradición latinoamericana, el gallinazo es en estos dos cuentos una metáfora del abandono y la violencia sobre unos cuerpos femeninos. Así, el gallinazo representa el destino de esos cuerpos precarizados, vidas abandonadas, en términos de Giorgio Agamben, por el Estado. Estos cuerpos femeninos y feminizados, vulnerables y vulnerados tampoco tienen la protección de una comunidad. Solo les queda la muerte en estos dos relatos.

Rita Segato (2016, 91) en La guerra contra las mujeres utiliza el término minorización para dar cuenta de la manera cómo la sociedad aborda los asuntos relacionados con las mujeres. “El término minorización hace referencia a la representación y a la posición de las mujeres en el pensamiento social; minorizar alude aquí a tratar a la mujer como ‘menor’ y también arrinconar sus temas al ámbito de lo íntimo, de lo privado, y, en especial, de lo particular, como ‘tema de minorías’ y, en consecuencia, como tema ‘minoritario’”. Lo afirmado por Segato con respecto a la minorización se relaciona con lo que anotan Agamben y Giorgi con respecto a las vidas abandonadas, no protegidas, que pueden ser rapiñadas en los confines de los territorios. Estos cuerpos vulnerables están marcados también racialmente, como en “Barranca Grande”. Pero por lo general son cuerpos femeninos o feminizados, como en Los Sangurimas.

En este sentido, es necesario mencionar que las relaciones de género serían, según la propia Segato, el escenario fundamental donde se despliegan las relaciones de poder:

Ese cristal jerárquico y explosivo se transpone y manifiesta en la primera escena de nuestra vida bajo las formas hoy maleables del patriarcado familiar, y luego se transpone a otras relaciones que organiza a imagen y semejanza: las raciales, las coloniales, las de las metrópolis con sus periferias, entre otras. En ese sentido, la primera lección de poder y subordinación es el teatro familiar de las relaciones de género, pero, como estructura, la relación entre sus posiciones se replica ad infinitum, y se revisita y ensaya en las más diversas escenas en que un diferencial de poder y valor se encuentren presentes. (92)

¿Qué pasa entonces con esos cuerpos vulnerables y vulnerados marcados por su origen étnico y su diferencia de género en los dos cuentos? ¿Qué significa que esos cuerpos no se protejan y terminen siendo comidos por los gallinazos en la barranca y el campo abierto?

Para responder a estas preguntas es necesario recordar lo que anota Segato (95) acerca de que “la historia y constitución de la esfera pública participa y se entrama con la historia del propio patriarcado”. En este sentido, “esa esfera pública, heredera del espacio político de los hombres en la comunidad, será, por marca de origen y genealogía: 1. masculino; 2. hijo de la captura colonial y, por lo tanto, a) blanco o blanqueado; b) propietario; c) letrado; y d) pater-familias (describirlo como “heterosexual” no es adecuado, ya que de la sexualidad propiamente dicha del patriarca sabemos muy poco)”.

Frente a este espacio masculino de la esfera pública encontramos el espacio doméstico o, más bien, domesticado. Se trata de un espacio “defenestrado y colocado en el papel residual de otro de la esfera pública: desprovisto de politicidad, incapaz de enunciados de valor universal e interés general. Margen, verdadero resto de la vida pública, es inmediatamente comprendido como privado o íntimo” (95).

Justamente de este espacio desprovisto de politicidad se aprovechan los distintos sujetos para rapiñar bajo total impunidad. “De esta forma se pasa por alto que todas esas violencias a ‘minorías’ no son otra cosa que el disciplinamiento que las fuerzas patriarcales nos imponen a todos los que habitamos ese margen de la política” (96). Así, la rapiña se vuelve un tipo de disciplinamiento, de ejercicio de violencia, y de desprotección y despolitización de los cuerpos vulnerables y vulnerados, como los de Trinidad en “Barranca Grande” y María Victoria en Los Sangurimas.

Como leemos un poco más adelante en La guerra contra las mujeres, “[e]n esta fase extrema y apocalíptica en el cual rapiñar, desplazar, desarraigar y explotar al máximo son el camino de la acumulación, esto es, la meta que orienta el proyecto histórico del capital, es crucialmente instrumental reducir la empatía humana y entrenar a las personas para que consigan ejecutar, tolerar y convivir con actos de crueldad cotidianos” (98). Se trata así de disciplinar unos cuerpos bajo el ejercicio de la violencia extrema y también de disciplinar en la convivencia con la crueldad. Como anota Segato, con el proceso de conquista y colonización, “el espacio de las mujeres, todo lo relacionado con la escena doméstica, se vacía de su politicidad y vínculos corporados de que gozaban en la vida comunal y se transforma en margen y resto de la política” (20).

Dentro de este contexto de minorización, marginalización y reducción al espacio doméstico es que se debe entender la vulnerabilidad de los cuerpos femeninos: “El espacio doméstico adquiere así los predicados de íntimo y privado, que antes no tenía, y es a partir de esa mutación que la vida de las mujeres asume la fragilidad que le conocemos, su vulnerabilidad y letalidad se establecen y pasan a incrementarse hasta el presente” (20). La violencia hacia la mujer y hacia lo femenino como figura dentro de las relaciones de poder se expresa de manera evidente en el territorio de lo sexual: “El acceso sexual se ve contaminado por el universo del daño y la crueldad —no solo apropiación de los cuerpos, su anexión qua territorios, sino su damnación—. Conquista, rapiña y violación como damnificación se asocian y así permanecen como ideas correlativas atravesando el período de la instalación de las repúblicas y hasta el presente” (21).


POLITIZACIÓN Y PROTECCIÓN DEL CUERPO


Por otro lado, al mismo tiempo, la propia literatura realista de aquella época parece plantear un tipo de función distinta del animal, lo político y pensar en otra comunidad para la protección de los cuerpos precarizados. En “El guaraguao” (1930) de Joaquín Gallegos Lara, las figuras principales son: una especie de hombre y un guaraguao, un gallinazo.

Era una especie de hombre. Huraño, solo. No solo: con una escopeta de cargar por la boca y un guaraguao.
Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.
Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir el enjambre.
Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de la escopeta de nuestra especie de hombre. Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde media poza las traía en las garras como un gerifalte. (Gallegos Lara 1996, 73)

Como se lee en esta cita, el personaje del relato es definido como “una especie de hombre”. ¿Está esta “especie de hombre” en una suerte de frontera entre lo humano y lo animal, producto de vivir solo, y con un gallinazo como compañero? ¿Qué tipo de relación entre lo humano y lo animal plantea el cuento? ¿La figura del gallinazo funciona efectivamente de una manera distinta de lo que vimos más arriba en los otros dos relatos?

La literatura del realismo social ecuatoriano de los años treinta del siglo XX, cuyo ideólogo fue Gallegos Lara, autor de este cuento, se caracteriza por incorporar en sus relatos figuras de seres marginalizados y minorizados, como el cholo, el negro, el montuvio, y sus lenguajes particulares. ¿Qué pasa en este cuento sin embargo en el que la figura principal no es siquiera esta “especie de hombre”, suerte de vida alejada de lo humano, sino un gallinazo? ¿Cómo pensar en este cuento del realismo social desde un lugar intermedio entre lo humano y lo animal?

Quiero insistir primero en la denominación del personaje como “una especie de hombre, huraño y solo. Más adelante en el cuento nos enteramos que a él “le decían ‘chancho-rengo’” (73).

“Hacerse el chancho rengo” es una expresión popular que aparece incluso en un fragmento de Martín Fierro de José Hernández y que significa hacerse el distraído para evadir una responsabilidad. Esta expresión nacería supuestamente de la idea de que el chancho arrastra la pata para no ser llevado al matadero, es decir, que fingiría u opondría resistencia para así evitar un destino fatal.

En todo caso, lo que tenemos aquí es “una especie de hombre” al que le dicen “chancho-rengo” y al guaraguao, al capitán de los gallinazos, que “volaba y desde media poza traía en las garras [las garzas, S.C.] como un gerifalte” (73).

Gerifalte es, por un lado, un ave de cetrería, un halcón. En este sentido, el guaraguao devendría también otro animal, ya no animal de rapiña, sino de cetrería. Por otro lado, gerifalte significa también persona que destaca o sobresale en alguna actividad, especialmente si ocupa un cargo de poder o autoridad. En los dos sentidos de “gerifalte” el guaraguao deviene otra cosa en el relato. En el un caso, otro ser dentro de su propia especie. En el otro, rompe la frontera de su género y se acerca al territorio de lo humano, lo que se relaciona con lo que se lee en el texto de que el nombre del guaraguao es “Arfonso” y sobre todo con el desenlace del cuento, como veremos más adelante.

Tanto en la figura de “chancho-rengo” como de “Arfonso” nos enfrentamos a unas identidades inestables que saldrían de los límites de su propio género y devendrían, en su interacción, otra cosa. Entraríamos en esta relación planteada en el cuento entre el hombre y el animal, a una zona del contagio y la alianza.

Como se lee en Mil mesetas de Deleuze y Guattari, que me sirve para pensar en las identidades de estos personajes del cuento y su relación, “[e]l devenir es del orden de la alianza”. Según estos autores, el “[d]evenir no es ciertamente imitar, ni identificarse; tampoco es regresar-progresar; tampoco es corresponder, instaurar relaciones correspondientes; tampoco es producir, producir una filiación, producir por filiación” (Deleuze y Guattarri 2000, 245).

¿Qué nos plantearía en este sentido el cuento, cuál es el lugar de lo animal y lo humano en el mismo? ¿Cuál es la relación entre el hombre y el animal en este posible devenir y alianza de ambos? Si doy un paso adicional, me preguntaría incluso si hay una idea de otro tipo de política, comunidad y de lo común en este texto, y si la figura del animal en este cuento cumple una función radicalmente distinta en comparación, por ejemplo, de lo que leemos en los cuentos referidos al inicio de Jorge Icaza y José de la Cuadra, en los cuales los cuerpos femeninos y feminizados están abandonados y son devorados por las aves de rapiña. El Estado fracasa en la protección de estos cuerpos en ambos relatos. Tampoco se perfila una comunidad que proteja los cuerpos vulnerables de Trinidad y María Victoria:

En el contexto de tradiciones culturales en América Latina que habían hecho del animal un revés sistemático y otro absoluto de lo humano; tradiciones en las que las imágenes de la vida animal trazaban el confín móvil de donde provenían el salvaje, el bárbaro y el indisciplinado, y donde lo animal nombraba un fondo amenazante de los cuerpos que las frágiles civilidades de la región apenas podían —cuando podían— contener; tradiciones, en fin, que habían asociado al animal con una falla constitutiva (cultural, racial, histórica) que atravesaba las naciones poscoloniales y que demarcaba el perímetro de su pobre civilización, siempre tan asediada; en ese contexto una serie de materiales estéticos producidos en América Latina empiezan a explorar, a partir de los años sesenta, una contigüidad y una proximidad nueva con la vida animal. (Giorgi 2017, 11)

Esto anota Gabriel Giorgi para dar cuenta de la manera en la que el animal habría funcionado como una figura que organiza históricamente el campo cultural en América Latina. Si bien esta reflexión de Giorgi es sumamente interesante como punto de partida, cabe ponerla en tensión con el cuento “El guaraguao”. En este cuento la relación de lo animal y lo humano en términos de alianza está ya presente en los años 30 del siglo pasado con un signo político sumamente fuerte. El animal ya no funciona allí como un signo negativo asociado a lo bárbaro, al otro racializado o feminizado, a lo irracional. A diferencia de “Barranca Grande” y Los Sangurimas, se perfila en este cuento otra alianza y otra comunidad posibles.

Como había anotado arriba, chancho-rengo vendía las plumas de las garzas que cazaba. Un día, esta especie de hombre, supuestamente de la provincia de Esmeraldas, marcado sí racialmente, este “negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco”, que “[v]estía andrajos” y “[v]agaba en el monte”, es asaltado por los Sánchez, dos hermanos “[m] edio peones de un rico, medio sus esbirros y ‘guardaespaldas’”. “Los machetes cayeron sobre él de todos lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el guaraguao” (74). Luego el guaraguao defiende con sus alas y pico a chancho-rengo moribundo, y hace huir a los asesinos.

En el final del cuento, encuentran, después de ocho días, el cadáver de chancho-rengo “[p]odrido y con un guaraguao terriblemente flaco —hueso y pluma— muerto a su lado. Estaba comido de gusanos y de hormigas y no tenía la huella de un solo picotazo” (75). El guaraguao protege el cuerpo de chancho-rengo para que no sea devorado por otros miembros de su especie. Pelea con otros gallinazos que lo toman por un adelantado. Luego pelea “encarnizadamente” contra otro guaraguao: “Alfonso perdió el ojo derecho pero mató a su enemigo de un espolazo en el cráneo. Y prosiguió espantando a sus congéneres” (75).

El guaraguao protege el cuerpo de chancho-rengo, el cuerpo de un afroesmeraldeño que vive en los márgenes del sistema capitalista, un cuerpo improductivo e indisciplinado. El destino de chancho-rengo es la muerte, nadie viene a salvarlo en ocho días, pero su cuerpo no será devorado por los congéneres de Alfonso. Este cuerpo precario, vulnerable no tendrá el mismo destino de los cuerpos femeninos destrozados de “Barranca Grande” y Los Sangurimas.

El cuerpo inerte de chancho-rengo no es rapiñado por los gallinazos; es más bien protegido por uno de ellos. Se crea una continuidad, alianza entre lo humano y lo animal que prefigura la politización del cuerpo afrodescendiente. El contacto entre estos dos cuerpos, el del gallinazo y el afrodescendiente, permite la irrupción de una entidad distinta, inesperada, una suerte de nuevo lenguaje y gramática indefinidos, que se puede entender a partir del diálogo entre chancho-rengo y Arfonso: “—Ajá, ¿eresvos, Arfonso? No...No...mecomas...un...hijo...no...muesde...ar...padre... loj...otros...” (74). Este lenguaje viene de una especie de hombre llamado chancho-rengo que se encuentra en la frontera entre lo humano y lo animal, entre la vida y la muerte. Este lenguaje fronterizo animal-humano de la boca de un afrodescendiente es el legado que entrega al guaraguao, que ha roto la alianza con sus congéneres para proteger y politizar un cuerpo precarizado, un cuerpo en la intemperie. Así, este lenguaje que irrumpe en el texto de Joaquín Gallegos Lara, ideólogo del Grupo de Guayaquil y su búsqueda de justicia social a través de la literatura, no es únicamente el lenguaje de un afroesmeraldeño, es un lenguaje entre lo humano y lo animal que se politiza y prefigura otro tipo de comunidad. La política en este texto no se despliega en dar la voz a los grupos marginados y excluidos, sino en la construcción de una gramática y un lenguaje distintos, de otras relaciones posibles, otro tipo de vincularidad, al deconstruir los binarismos y las jerarquías.

Paolo Virno (2011, 186) en Ambivalencia de la multitud anota, al reflexionar acerca de los planteamientos de Gilbert Simondon, que “el “sujeto” sobrepasa los límites del “individuo”, ya que comprende en sí, como su componente ineliminable, una cuota de realidad preindividual, rica de potencialidades, inestable”. La inestabilidad de las identidades de chancho-rengo y el guaraguao puede ser pensada en este sentido político que plantea Virno. En el contacto entre estos dos cuerpos se construye otra política —de los afectos— y otra comunidad entre especies. “El “entre” designa el ámbito de la cooperación productiva y del conflicto político. En el “entre” lo Común muestra su segunda cara: además de pre-individual, lo Común es transindividual; no solo fondo indiferenciado, sino también esfera pública de la multitud” (187).

Gabriel Giorgi en Formas comunes anota, al referirse a Foucault, algo que apunta en la misma dirección de lo afirmado por Virno con respecto a otro tipo de comunidad, en este caso, incluso, entre especies. Esto nos permite pensar de manera directa acerca de la relación entre chancho- rengo y el guaraguao:

Las retóricas y políticas de lo animal y lo viviente que me interesan apuntan hacia otros vocabularios y otras semánticas en los que lo viviente no es un fundamento objetivable, funcional y mensurable sino el campo —para citar una vez más a Foucault— del error, del experimento abierto y contingente, del devenir; lo viviente menos como propiedad del humano y como sede de autonomía, que como línea de agenciamiento diverso, siempre ya en relación a otro cuerpo, siempre ya colectivo, umbral de multiplicidad: como virtualidad y como falla experimental. Lo viviente, el bios, pues, menos como objeto de apropiación, de privatización del que surge el individuo, que como umbral de creación de modos de lo común entre cuerpos y entre especies. (2014, 42)

Esto que anota Giorgi acerca de la creación de modos de lo común entre cuerpos y entre especies es sumamente importante para la lectura de “El guaraguao”, pues permite darle un giro a aquello que retoma Georges Didi-Huberman (2018, 23) de Hannah Arendt con respecto al espacio político “como la red de intervalos” entre los hombres, como relación entre sujetos, es decir, la política como un espacio intermedio y exterior al hombre.

Lo contrario del intervalo, la vincularidad, la comunidad y la politización de los cuerpos, sería la intemperie, como veíamos más arriba. Justamente al reflexionar sobre la precariedad, Segato (2016, 100) se refiere a “precariedad de la vida vincular, destrucción de la solidez y estabilidad de las relaciones que arraigan, localizan y sedimentan afectos y cotidianos”.

Creo inclusive que es posible hablar de una nueva forma de terror asociada a lo que he llamado aquí “intemperie” y que no sería otra cosa que un limbo de legalidad, una expansión no controlable de las formas paraestatales del control de la vida apoderándose de porciones cada vez mayores de la población, en especial de aquellos en condición de vulnerabilidad, viviendo en nichos de exclusión. [...] Ya no un terror de Estado, sino un entrenamiento para llevar la existencia sin sensibilidad con relación al sufrimiento ajeno, sin empatía, sin compasión, mediante el gozo encapsulado del consumidor, en medio del individualismo productivista y competitivo de sociedades definitivamente ya no vinculares. Algo que remite a la diferencia apuntada por Hannah Arendt entre soledad y aislamiento, este último precondición del estado totalitario. (101)

Frente a esta intemperie que se apropia “de porciones cada vez mayores de la población”, sobre todo, “de aquellos en condición de vulnerabilidad”, me interesa pensar en la protección de esas parcelas de humanidades a las que se refiere Didi-Huberman (2018, 22) y a partir de ahí pensar en su aparecer político. “¿Cómo hay que entender entonces ese aparecer político, ese aparecer de los pueblos?”.


LA FEMINIZACIÓN DE LOS CUERPOS


Como veíamos al inicio de esta reflexión, en el cuento de Icaza “Barranca Grande”, José Simbaña, al regresar a la choza que compartía con Trinidad Callaguazo, en los confines del Huasipungo, en la barranca grande, antesala de los infiernos, a donde habían huido para poder vivir amancebados, distinguió “las piernas, los brazos, una cara sin ojos. Era... Era ella que había sido arrastrada por los demonios desde el jergón hasta la puerta, hasta el patio” (2006, 259). Los demonios en este cuento son los gallinazos que habitan cerca de la barranca, convertida en antesala del infierno para los pecadores por el cura del pueblo. Los gallinazos son “demonios alados” para el narrador del cuento, son los cómplices del poder del cura, de la rapiña del cura que ha pretendido cobrar a Trinidad y José por un matrimonio no buscado y los ha expulsado a los infiernos:

La mímica litúrgica del simbólico sacrificio, el oropel deslumbrante de los atavíos del cura, el olor de las nubes del incienso, al entrar en la corriente emotiva y fervorosa de los campesinos se impregnaba de un supersticioso sabor a brujería familiar. Pero cuando el señor cura, antes de la bendición, hablaba contra la unión maldita del amaño, contra los violadores de las leyes sagradas, contra los remisos a los sacramentos de la santa madre iglesia, José y Trinidad se encogían de terror, de un terror infantil que los obligaba a observarse de soslayo —en defensa ansiosa, en mutua acusación—. Una humedad viscosa —la misma que sin duda paralizó a sus antepasados más remotos a la vista de arcabuces, espadas, armaduras y caballos— les hundía en la evidencia de su condenación eterna. (2006, 240)

Jorge Icaza da cuenta en este texto del dominio de la iglesia de los cuerpos indígenas. Se trata de la minorización y feminización de estos cuerpos a partir de la rapiña del cura. José y Trinidad no tienen dinero para formalizar su amaño, para pagar al cura por el matrimonio, lo que provoca su expulsión a los confines del territorio, a la Barranca Grande; así están expuestos a la intemperie más absoluta, en términos de Segato:

Todos escucharon también alguna vez el aleteo fantasmal de murciélagos, lechuzas y pajarracos que llegaban desde el seno de aquel abismo al anochecer.
Ante la evocación apocalíptica del sacerdote, la masa de indios y cholos campesinos que llenaba las tres cuartas partes de la iglesia, estremecíase en quejas, ruegos, temblores irrefrenables —reedición de algún retablo de barro de ídolos en actitudes de atormentado subconsciente—. Desde el púlpito, el señor cura —manos crispadas en santa cólera, ojo retador de aguilucho— dominaba en esos momentos su obra con verdadera imponencia. ¡Su obra! Su obra empedrada de rostros tatuados por morbosos y ancestrales arrepentimientos, de manos puestas en súplica humillante y envilecida ansia de perdón [...]. Un vagido como de animales acorralados por la tormenta, saturado de malos olores, se elevaba entonces al ritmo de un impulso —oleaje de súplica inarticulada— que sacudía una y otra vez a la muchedumbre de pecadores. (241; énfasis añadido)

Es posible distinguir en la cita dos elementos fundamentales para la reflexión. Por un lado, tenemos la dominación del cura de sus feligreses indígenas, que en términos de Segato podemos concebir como minorización y feminización. Lo que se conecta además con su noción de intemperie que propongo utilizarla como una categoría fundamental para entender la desprotección y la despolitización de los cuerpos femeninos y feminizados en las literaturas realistas ecuatorianas.

Si bien es cierto, Segato concibe la noción de intemperie al pensar la conformación de una estructura paraestatal de violencia, que constituye una Segunda Realidad (2016, 100), considero que este “limbo de legalidad”, de formas violentas de control de la vida y gestión de los cuerpos minorizados y feminizados es justamente lo que tenemos en “Barranca Grande” y Los Sangurimas. Además, como veremos más adelante, los dos territorios representados en estos relatos configuran también una suerte de segunda realidad paraestatal, obviamente distinta a la que se refiere Segato en el siglo XXI.

Por otro lado, llama la atención en la cita la función del animal, ya no como signo político, como veíamos en “El guaraguao”, sino que funciona como una doble metáfora negativa: en primer lugar, como metáfora de la rapiña del cura, al ser representado con sus “manos crispadas”, como garras, y su “ojo retador de aguilucho”. En un ser en el límite de lo animal y lo humano, pero que no crea un contacto entre cuerpos, sino que los domina y minoriza desde el púlpito; este aguilucho está listo para caer sobre sus presas, sobre aquellos “animales acorralados”. La segunda metáfora negativa de lo animal, estrechamente relacionada con la primera, es precisamente la sustitución de la masa de indios por la imagen de los animales acorralados. En esta escena tenemos la voracidad y la rapiña del aguilucho, y la masa de indios animalizada, minorizada, dominada, feminizada.

Como anota Gabriel Giorgi (2014, 11), “las imágenes de la vida animal trazaban el confín móvil de donde provenían el salvaje, el bárbaro y el indisciplinado”, en “tradiciones, en fin, que habían asociado al animal con una falla constitutiva (cultural, racial, histórica) que atravesaba las naciones poscoloniales y que demarcaba el perímetro de su pobre civilización”. En este sentido, según el propio Giorgi (13), “[e]se animal que había funcionado como el signo de una alteridad heterogénea, la marca de un afuera inasimilable para el orden social —y sobre el que se habían proyectado jerarquías y exclusiones raciales, de clase, sexuales, de género, culturales—, ese animal se vuelve interior, próximo, contiguo”, que es justamente lo que habíamos visto en “El guaraguao”, cómo esos dos cuerpos entran en otro tipo de contacto, creando “una cercanía para la que no hay “lugar” preciso y que disloca mecanismos ordenadores de cuerpos y sentidos”.

En cambio, en “Barranca Grande”, si bien el animal tiene un signo claramente negativo, no se trata únicamente del cuerpo indisciplinado e improductivo al que se refiere Giorgi, pues es la rapiña del cura la que convierte al indio en presa; la rapiña del cura se sitúa y sitúa a la masa de indios en la intemperie, en el limbo de la legalidad, en la Barranca Grande.

Recordemos que después de buscar ayuda en toda su comunidad sin éxito, pues justamente asistimos a una escena de desvincularidad total en el cuento, José Simbaña regresa a su choza en el confín del territorio, en el límite de la legalidad, de lo humano y la vida.

El final del cuento es por esta razón terrible. El indio José se precipita hacia el filo de la barranca, presa del delirio, al intentar rescatar los restos de Trinidad: “Van hacia el infiernu que dice taita cura, carajuu... Cun mi guarmi en el buche...” (261). El destino de Trinidad y José es la muerte, y los gallinazos se revelan como cómplices impensados del poder. La rapiña del cura y los gallinazos se complementan.


RAPIÑA, RAPE


Rita Segato (2016, 52) al referirse a los feminicidios de Ciudad Juárez anota que “[l]a depredación y la rapiña del ambiente y de la mano de obra se dan la mano con la violación sistemática y corporativa” y recuerda “que rapiña, en español, comparte su raíz con rape, violación en inglés”.

Segato reflexiona acerca de la depredación de territorios cada vez más vastos del mundo, y la pone en relación con la rapiña de los cuerpos femeninos y feminizados en el contexto actual del capitalismo y la conformación cada vez mayor de organizaciones paraestatales:

La rapiña que se desata sobre lo femenino se manifiesta tanto en formas de destrucción corporal, sin precedentes, como en las formas de trata y comercialización de lo que estos cuerpos pueden ofrecer, hasta el último límite. A pesar de todas las victorias en el campo del Estado y de la multiplicación de leyes y políticas públicas de protección para las mujeres, su vulnerabilidad frente a la violencia ha aumentado, especialmente la ocupación depredadora de los cuerpos femeninos o feminizados en el contexto de las nuevas guerras. (58)

Como anota la propia Segato (2018, 11) en Contra-pedagogías de la crueldad, con este término se refiere a “la captura de algo que fluía errante e imprevisible, como es la vida, para instalar allí la inercia y la esterilidad de la cosa, mensurable, vendible, comprable y obsolescente, como conviene al consumo en esta fase apocalíptica del capital”. En este sentido, las contra-pedagogías de la crueldad tienen que ver ciertamente con la rapiña y la violación, pues “[e]l ataque sexual y la explotación sexual de las mujeres son hoy actos de rapiña y consumación del cuerpo que constituyen el lenguaje más preciso con que la cosificación de la vida se expresa. Sus deyectos no van a cementerios, van a basurales” (11).

Segato plantea que la violencia sobre el cuerpo de la mujer es una suerte de acto comunicativo, pues “toda violencia tiene una dimensión instrumental y otra expresiva. En la violencia sexual, la expresiva es predominante”. Además, “[e]sos cuerpos vulnerables en el nuevo escenario bélico no están siendo forzados para la entrega de un servicio, sino que hay una estrategia dirigida a algo mucho más central, una pedagogía de la crueldad en torno a la cual gravita todo el edificio del poder” (2016, 79):

Pero la violación pública y la tortura de las mujeres hasta la muerte de las guerras contemporáneas es una acción de tipo distinto y con distinto significado. Es la destrucción del enemigo en el cuerpo de la mujer, y el cuerpo femenino o feminizado es, como he afirmado en innumerables ocasiones, el propio campo de batalla en el que se clavan las insignias de la victoria y se significa en él, se inscribe en él, la devastación física y moral del pueblo, tribu, comunidad, vecindario, localidad, familia, barriada o pandilla que ese cuerpo femenino, por un proceso de significación propio de un imaginario ancestral, encarna. No es ya su conquista apropiadora sino su destrucción física y moral lo que se ejecuta hoy, destrucción que se hace extensiva a sus figuras tutelares y que me parece mantener afinidades semánticas y expresar también una nueva relación de rapiña con la naturaleza, hasta dejar solo restos. (81)

Rapiña, depredación, violación de los cuerpos femeninos y feminizados, su utilización como fuerza expresiva, y destrucción de la comunidad y la vincularidad es lo que tendríamos en esta fase apocalíptica del capitalismo, pero que se expresaría de distintas maneras en cada una de sus fases. Justamente la constitución de un limbo de legalidad, la cosificación y utilización del cuerpo femenino para dar un mensaje de poder, y consolidar la corporación masculina es lo que se revela en el relato de 1930 Los Sangurimas. Rapiña y violación —rape— se revelan en este relato como un solo poder, comparten ciertamente un significado.


EL CUERPO VIOLADO COMO ESPECTÁCULO


En Los Sangurimas, el gallinazo también es cómplice del poder, el deseo voraz y la rapiña masculinos. Como anotaba más arriba, el padre de la muchacha secuestrada y el tío que es cura de la iglesia, encuentran el cuerpo “cuando la negra nube de alas” levanta el vuelo. Allí yace el cuerpo sin vida de María Victoria destrozado por sus secuestradores y violadores, y comido por las aves de rapiña: “A la muchacha le habían clavado en el sexo una rama puntona de palo-prieto, en cuya parte superior, para colmo de burla, habían atado un travesaño formando una cruz. La cruz de su tumba” (60).

Esta es la venganza de sus primos “los Rugeles”, sobre todo de Facundo, quien al no haber recibido el consentimiento de su tío para casarse con su prima, la secuestra, la viola, la entrega a sus hermanos para que también la violen, y juntos la matan y abandonan el cuerpo de María Victoria para que sea devorado por los gallinazos. Así, no queda siquiera huella del posible estrangulamiento de María Victoria, pues los gallinazos son cómplices ahora de la rapiña y la violencia de “los Rugeles”: “Entre la descomposición y los picotazos de las aves había desaparecido toda huella. Solo quedaba ahí la sarcástica enseña de la cruz en el sexo podrido y miserable...” (60). La violencia viene en este relato del ámbito de lo familiar. Son los primos los que violan, matan y convierten el cuerpo de María Victoria en una tumba. En este relato no hay comunidad alternativa que la pueda salvar de la rapiña de sus primos y los gallinazos.

En “El guaraguao” la violencia también viene en un sentido figurado del ámbito de lo familiar. Los hermanos Sánchez asesinan a chancho- rengo. El cuerpo de él permanece abandonado por ocho días. El cuerpo de este afroesmeraldeño es un cuerpo que no importa, improductivo. Los gallinazos sin embargo no pueden terminar de aniquilar este cuerpo expulsado y asesinado. El guaraguao defiende este cuerpo con su propia vida, no permite que sus congéneres le den un solo picotazo.

En este relato se perfila así otro tipo de relación entre lo humano y lo animal, se rompe con la continuidad entre la rapiña del poder, el deseo desmedido y la rapiña del gallinazo. El cuento “El guaraguao” anunciaría en este sentido una alianza entre lo humano y lo animal, otro tipo de comunidad posible; elaboraría una crítica del capitalismo, del poder del Estado y su rapiña, desde unas identidades y unos lugares inestables entre lo humano y lo animal.

Más allá de lo anotado, este cuento se descubre como una escena originaria de la politización del cuerpo del afroesmeraldeño: cuerpo indisciplinado que habita y es asesinado en los confines del territorio. Sin embargo, este cuerpo es protegido por el guaraguao, quien estaría destinado a rapiñar estos cuerpos abandonados. Justamente esta ave de rapiña protege el cuerpo y anuncia así la politización del mismo. Es decir, que la visibilidad de los sujetos marginados del proyecto nacional y su politización tienen que ver ante todo con la protección del cuerpo, sus restos mortales.

En Los Sangurimas vemos, en cambio, la total desprotección del cuerpo femenino, su intemperie y violación como espectáculo.

Rita Segato (2010, 13) en Las estructuras elementales de la violencia anota que “la violación, como exacción forzada y naturalizada de un tributo sexual, juega un papel necesario en la reproducción de la economía simbólica del poder cuya marca es el género —o la edad u otros sustitutos del género en condiciones que así lo inducen, como, por ejemplo, en instituciones totales—. Se trata de un acto necesario en los ciclos regulares de restauración de ese poder”.

Por supuesto, no se trata en lo absoluto de naturalizar la violación, de mirarla como “consecuencia de patologías individuales”, o “resultado automático de la dominación masculina ejercida por los hombres”, sino de entender la violación dentro de una estructura, de concebirla como un mandato: “La idea del mandato hace referencia aquí al imperativo y a la condición necesaria para la reproducción del género como estructura de relaciones entre posiciones marcadas por un diferencial jerárquico e instancia paradigmática de todos los otros órdenes de estatus —racial, de clase, entre naciones o regiones—”. En este sentido, Segato anota que existen por lo menos tres formas de entender la violación: “Como castigo o venganza contra una mujer genérica que salió de su lugar, esto es, de su posición subordinada y ostensiblemente tutelada en un sistema de estatus” (31). En segundo lugar, “[c]omo agresión o afrenta contra otro hombre también genérico, cuyo poder es desafiado y su patrimonio usurpado mediante la apropiación de un cuerpo femenino o en un movimiento de restauración de un poder perdido para él” (32). En tercer lugar, “[c]omo una demostración de fuerza y virilidad ante una comunidad de pares, con el objetivo de garantizar o preservar un lugar entre ellos probándoles que uno tiene competencia sexual y fuerza física” (33):

Y el acto de agresión encuentra su sentido más pleno en estos interlocutores en la sombra y no, como podría creerse, en un supuesto deseo de satisfacción sexual o de robo de un servicio sexual que, de acuerdo con la norma, debería contratarse en la forma de una relación matrimonial o en el mercado de la prostitución. Se trata más de la exhibición de la sexualidad como capacidad viril y violenta que de la búsqueda de placer sexual. (33)

La crueldad en la violación y asesinato de María Victoria por parte de Facundo y sus hermanos da cuenta justamente de que nos encontramos frente a un mandato de violación, y una exhibición de poder e impunidad. A su vez, sin embargo, la violación apuntaría siempre “a una experiencia de masculinidad fragilizada” (37).

El estatus masculino, como lo demuestran en un tiempo filogenético los rituales de iniciación de los hombres y las formas tradicionales de acceso a él, debe conquistarse por medio de pruebas y la superación de desafíos que, muchas veces, exigen incluso contemplar la posibilidad de la muerte. Como este estatus se adquiere, se conquista, existe el riesgo constante de perderlo y, por lo tanto, es preciso asegurarlo y restaurarlo diariamente. Si el lenguaje de la feminidad es un lenguaje performativo, dramático, el de la masculinidad es un lenguaje violento de conquista y preservación activa de un valor. La violación debe comprenderse en el marco de esta diferencia y como movimiento de restauración de un estatus siempre a punto de perderse e instaurado, a su vez, a expensas y en desmedro de otro, femenino, de cuya subordinación se vuelve dependiente. (38)

Es justamente una posición débil la de Facundo que debe ser restaurada. Sus pretensiones de matrimonio con María Victoria han sido rechazadas por el padre, entonces su crimen es una venganza y una restauración, y, sobre todo, un mensaje violento.

Para Segato (42), “la violación, aun cuando incluye sin lugar a dudas la conjunción carnal, nunca es en realidad un acto consumado sino la escenificación de una consumación, inevitablemente atrapada en la esfera de la fantasía”. En este sentido, “[l]a violación siempre es una metáfora, una representación de una escena anterior, ya producida y a la cual se intenta infructuosamente regresar. Es una tentativa de retorno nunca consumada”. Además, la violencia sexual sobre el cuerpo femenino tendría que ver con un mensaje dentro de una estructura corporativa mafiosa. De ahí la espectacularización de la violación, como la cruz clavada en los genitales de María Victoria en el relato de José de la Cuadra:

En el presente volumen, permanecen mis formulaciones iniciales sobre género y violencia (Segato 2003): 1. la expresión “violencia sexual” confunde, pues aunque la agresión se ejecute por medios sexuales, la finalidad de la misma no es del orden de lo sexual sino del orden del poder; 2. no se trata de agresiones originadas en la pulsión libidinal traducida en deseo de satisfacción sexual, sino que la libido se orienta aquí al poder y a un mandato de pares o cofrades masculinos que exige una prueba de pertenencia al grupo; 3. lo que refrenda la pertenencia al grupo es un tributo que, mediante exacción, fluye de la posición femenina a la masculina, construyéndola como resultado de ese proceso; 4. la estructura funcional jerárquicamente dispuesta que el mandato de masculinidad origina es análoga al orden mafioso; 5. mediante este tipo de violencia el poder se expresa, se exhibe y se consolida de forma truculenta ante la mirada pública, por lo tanto representando un tipo de violencia expresiva y no instrumental. (18)

Justamente estos dos últimos puntos, a saber, que el orden que el mandato de masculinidad exige es análogo al del Estado mafioso y que la violación representa un tipo de violencia expresiva, dan cuenta de la espectacularización de la violencia en la rapiña sexual o rape. Las “exigencias y formas de exhibicionismo son características del régimen patriarcal en un estado mafioso” (41; énfasis añadido):

Si al abrigo del espacio doméstico el hombre abusa de las mujeres que se encuentran bajo su dependencia porque puede hacerlo, es decir, porque estas ya forman parte del territorio que controla, el agresor que se apropia del cuerpo femenino en un espacio abierto, público, lo hace porque debe hacerlo para demostrar que puede. En un caso, se trata de una constatación de un dominio ya existente; en el otro, de una exhibición de capacidad de dominio que debe ser reeditada con cierta regularidad y puede ser asociada a los gestos rituales de renovación de los votos de virilidad. El poder está, aquí, condicionado a una muestra pública dramatizada a menudo en un acto predatorio del cuerpo femenino. Pero la producción y la manutención de la impunidad mediante el sello de un pacto de silencio en realidad no se distinguen de lo que se podría describir como la exhibición de la impunidad. La estrategia clásica del poder soberano para reproducirse como tal es divulgar e incluso espectacularizar el hecho de que se encuentra más allá de la ley. (43; énfasis añadido)

La violación de María Victoria significa precisamente la espectacularización de la impunidad. Facundo viola, mata y es protegido por su abuelo Nicasio Sangurima. El cuerpo de Facundo es protegido y resguardado, mientras el cuerpo de María Victoria es lanzado a la intemperie:

¿Y quién sería que mató a la muchacha? Porque lo que es “los Rugeles” no han sido seguro. Ellos son alocados, pero buenos muchachos. Yo digo de que la chica se habrá extraviado de ellos y ha caído en quién sabe qué manos. Serían tal vez los mismos que se comieron a mi hijo Francisco. Sea como sea, hay que dejar la cosa quedita. Que no se enteren las malas lenguas, sobre todo. (De la Cuadra 2003, 61)

Así, el patriarca Sangurima quiere sellar el pacto de la corporación masculina; quiere proteger el cuerpo de sus nietos y abandonar el de su nieta María Victoria. Sus restos son comidos por los gallinazos.


(DES)POLITIZACIÓN DEL CUERPO (FEMENINO)


El cuerpo de Trinidad Callaguazo, devorado y llevado a la barranca grande por los gallinazos, significaría su despolitización. Esta escena podría ser entendida como el manejo del cuerpo de la mujer como el resto de la política.

De la misma manera, el cuerpo de María Victoria violado, asesinado y devorado por los gallinazos en Los Sangurimas representaría una escena originaria de despolitización del cuerpo femenino. En este relato “los Rugeles” ejercen una violencia extrema sobre el cuerpo de María Victoria hasta convertir su cuerpo literalmente en una tumba. Siguiendo a Rita Segato se puede afirmar que “los Rugeles” cumplen el mandato masculino de afirmación de su poder sobre el cuerpo de María Victoria; profanan el cuerpo de María Victoria violándolo y clavando una estaca en forma de cruz sobre su sexo. Se trata del ejercicio de la crueldad, de la exhibición de la violencia y la impunidad masculinas, de la rapiña masculina que despolitiza el cuerpo de la mujer al ejercer violencia y abandonarlo para que sea devorado por los gallinazos.

Se trata así en estos dos relatos de escenas de desaparición del cuerpo femenino por parte de los gallinazos, del manejo de sus restos mortales como el resto de la política, como lo que queda fuera de la política. Frente a esta suerte de rapiñización del cuerpo de la mujer, tenemos en “El guaraguao” la protección del cuerpo masculino por parte del capitán de los gallinazos. Da su propia vida para proteger el cuerpo indisciplinado y marginal de este afroesmeraldeño.

Así, en estas escenas se revela una parte fundamental del realismo social ecuatoriano, sus límites con respecto a la politización de los cuerpos marginados y vulnerables en el confín del territorio. Esta literatura fue capaz de visibilizar y politizar los cuerpos masculinos de indios, cholos, montuvios y negros, pero no pudo hacer lo mismo con los cuerpos femeninos. Estos cuerpos mueren y desaparecen producto de la violencia del poder masculino del Estado, la iglesia y la familia. Por un lado, el animal protege el cuerpo masculino marginalizado y abre la posibilidad de un proyecto político por venir. En el segundo caso, el animal devora ese cuerpo y clausura esa misma posibilidad.




NOTAS


* Este texto es parte de un proyecto de investigación auspiciado por el Comité de Investigaciones de la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, en 2019.


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