KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 49 (Enero-Junio, 2021), 7-22. ISSN: 1390-0102


Ernesto Cardenal: “La poesía es ‘el camino’”


Ernesto Cardenal: “Poetry is ‘the way’”


DOI: //doi.org/10.32719/13900102.2021.49.1


Fecha de recepción: 24 de abril de 2020 Fecha de aceptación: 25 de mayo de 2020







María del Pilar Ríos

Instituto de Educación y Conocimiento, Universidad Nacional de Tierra del Fuego (IEC-UNTDF) Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos Universidad Nacional de Tucumán Tucumán, Argentina


RESUMEN

Ernesto Cardenal, una de las figuras más destacadas de la poesía latinoamericana del último siglo, ha fallecido a sus noventa y cinco años. Este texto que conjuga lecturas, espacios, encuentros y experiencias es un reconocimiento al poeta, escultor, sacerdote y revolucionario nicaragüense.

Palabras clave: Ernesto Cardenal, Nicaragua, Solentiname, homenaje, poesía, América Latina.


ABSTRACT

Ernesto Cardenal is one of the most outstanding figures of Latin American poetry of the last century who has passed away at the age of ninety-five. This text, which combines readings, spaces, encounters and experiences, is a recognition of the Nicaraguan poet, sculptor, priest and revolutionary.

Keywords: Ernesto Cardenal, Nicaragua, Solentiname, homage, poetry, Latin America.




Me atrae mucho [la garza] debido a que tiene infinitas formas,
continuamente está cambiando de posición, parece otro cuerpo
y entonces es seguro que puede ser una variante
. Ernesto Cardenal

Yo sí te escucho y comprendo mi tenaz zorzal cantor,
nunca sabrás cuán profundo cala en mi alma tu pregón.
A las notas que desgarras yo le sumo mi guitarra,
algo me empuja a enredarme en tu canción
.
Ernesto Day. “El canto del zorzal”

Nicaragua, pequeño país centroamericano tan violentamente dulce, como lo llamó Julio Cortázar, es tierra de lagos, volcanes y poetas; imaginarios que se originan en la geografía, la historia y la cultura y que atraviesan la obra de uno de los mayores escritores que esa patria vio nacer. La figura de Rubén Darío es sin dudas central en la construcción de esa fábula, pero hay uno a quien se conoce como “El Poeta”: Ernesto Cardenal. Esta manera de llamarlo, en palabras de Irene Agudelo Buildes, significa un reconocimiento a su principal oficio, pero también es otorgarle el lugar de “el poeta nacional” (2018, 23). Podría agregarse que la pérdida del nombre propio es el símbolo de una vida y una obra que lo han convertido en un ícono de la poesía en América Latina.

Cardenal fue un hombre que fueron muchos: sacerdote, político, revolucionario, poeta, escultor. En su larga vida, con sus noventa y cinco años, fue reconocido en cada uno de los ámbitos en los que se desenvolvió. Poder dar cuenta de los diversos aspectos de su vida sin caer en simplificaciones que anulen la complejidad de los cruces y tensiones entre cada uno de ellos, es una tarea que necesitaría de todas las posibilidades del lenguaje para hacerlos confluir en imágenes concretas y objetivas, pero cargadas de potencialidades y diálogos diversos, como solo El Poeta es capaz de hacerlo.

El autor fue exiliado, sancionado, perseguido políticamente y, en los últimos años, también judicialmente, pero nunca abandonó su lucha. Incluso, a pesar de su muerte, Ernesto Cardenal continúa siendo símbolo de la lucha por la libertad en Nicaragua, hecho que se demostró claramente durante la misa de cuerpo presente en la Catedral de Managua bajo la bandera azul y blanca y que fue escenario de múltiples violencias físicas, verbales y ultrajes que rayaron la profanación por parte de partidarios del actual gobierno nicaragüense. Su vida, su país y los avatares de la historia de ambos son las fuentes en las que abreva el artista, ya sea como escultor o poeta. Ambas formas de expresión en él confluyen, pues el acto poético en él ocurre en el ojo; su poesía es plástica y la plástica poética (Valle Castillo). Él mismo no era capaz de separarlos, como recupera Julio Valle Castillo:

Mi escultura y poesía, ambas con estos 3 elementos
Lo moderno
Lo indígena.
Lo popular.
También: ambas son simples y sencillas.
También: ambas realistas y comprensibles.
Consideración personal mía: mi poesía y mi escultura son fáciles.

Nacido en el seno de una tradicional familia de la conservadora Granada, Ernesto era un hombre profundamente espiritual y en constante búsqueda de la divinidad. La posibilidad de llegar a Dios mediante la contemplación fue una de sus grandes convicciones y la razón por la que, en un principio, ingresó al monasterio trapense en Kentucky, pero las rígidas reglas monásticas no eran compatibles con su salud. Allí, en los diálogos sostenidos con su maestro Thomas Merton, surge el germen de lo que, una vez finalizados los estudios sacerdotales, sería la comunidad de Solentiname, a partir de la aceptación de que lo contemplativo no es, ni debe ser, ajeno a los problemas sociales y políticos de su pueblo (Montanaro 2004, 9). Él mismo lo explicita en el primer tomo de sus memorias que concluyen con la salida del monasterio en Cuernavaca hacia el seminario en Colombia: “la vida espiritual no estaba separada de ningún otro interés humano” (Cardenal 2003a, 146). En este sentido asumió los postulados de la Teología de la Liberación de la que fue uno de los principales exponentes. La búsqueda de Dios y la construcción del paraíso en la tierra, en definitiva de la utopía, solo podían hacerse en este mundo y con el otro, en lucha por los desposeídos de nuestra América, “Una utopía también. Y un Reino de los Cielos que es el mismo de nosotros. Toda revolución nos acerca a ese Reino” (Cardenal 2005, 456).

Además, se caracterizó por sus profundas convicciones, tanto en la religión como en la política, indisolublemente ligadas toda su vida al punto de haber sido amonestado por el Papa Juan Pablo II y suspendido de sus labores sacerdotales por negarse a renunciar a su participación como ministro de Cultura en la Revolución sandinista. Respetó esta sanción hasta que, un año antes de su muerte, el Vaticano la suspendió, permitiéndole celebrar una misa desde la cama del hospital, momento que, podemos sospechar, debe haber sido inigualable para él. Su compromiso político lo involucró en la lucha contra la dinastía somocista, dictadura que asoló a Nicaragua por más de 40 años, desde el intento fallido de derrocar al primer Somoza conocido como “la rebelión de abril” en 1954 y, luego, en la larga lucha encabezada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) hasta el triunfo en 1979, para formar parte del gobierno revolucionario como ministro de Cultura durante diez años. Perdidas las elecciones en 1990, se alejó de la función política, sin embargo, una vez producido el cisma en el interior del FSLN, fue un feroz crítico del partido dirigido por Daniel Ortega.

Ernesto Cardenal, poeta, sacerdote y revolucionario nicaragüense son las primeras palabras que leí de y sobre “El Poeta” en la contratapa de un libro hace algunos años atrás. En ese momento, no solo desconocía al autor y su obra, sino que apenas podía esbozar en mi mente en qué parte de la cartografía centroamericana se encontraba el pequeño país. En ese entonces, la única referencia que poseía era que allí había nacido Rubén Darío y eso lo convertía inmediatamente en un país que asociaba con la poesía; tampoco tenía mucho registro de lo que había significado la Revolución sandinista y la participación del autor en ella. Aquel primer encuentro1 con la poesía de Cardenal, Nicaragua y su Revolución funcionó como una brújula, marcó un norte que me llevó por diversos recorridos intelectuales y espaciales. La Nicaragua conjeturada a través de su literatura se volvió palpable. Experimentar un lugar, vivirlo, mirarlo, sentirlo, maravillarse con su naturaleza y, al mismo tiempo, compartir con su gente y escuchar las historias particulares dio cuerpo y espesor a las primeras lecturas, a esas potentes imágenes en las que Ernesto conjugaba una vida, una historia, un continente y una poética.

Aún hoy recuerdo nítidamente esa calurosa tarde en la que una suerte de mandato me obligó a entrar a una librería de viejos y, particularmente, al sector de poesía. Hasta ese momento y a pesar de ser una estudiante avanzada de la carrera de Letras, no me inclinaba por los textos poéticos, no podía leerlos, ni sentirlos, ni interpretarlos. Como entendía que era una situación inaceptable, decidí entrar y obligarme a encontrar aunque sea un libro para leer. Revisaba los estantes, sin suerte, hasta que vi un título extraño, sugerente, Los ovnis de oro. Poemas indios de “un tal Cardenal”, e inmediatamente me pregunté cómo podían vincularse los ovnis, los indios, el oro y, para completar, la poesía. Resultaba por lo menos intrigante, así que lo saqué y leí la contratapa en vano, pero ya el título y el desconocimiento de su autor, su país y su revolución habían despertado demasiados interrogantes, así que lo llevé.

Leer un libro de poesía sobre indios, ovnis y oro a casi 40° de calor en un transporte público cerrado parece un sinsentido. Pero cuando empecé, ya no pude parar, esperaba que no llegara nunca el destino al que iba, así no tenía que interrumpir la lectura que me trasladaba a las historias y los destinos de nuestros pueblos originarios, pero lo hacía de una manera extraña, novedosa. Leí con curiosidad:

Ahora solo los chicleros solitarios cruzan por el Petén.
Los vampiros anidan en los frisos de estuco.
Los chanchos —de— monte gruñen al anochecer.
El jaguar ruge en las torres —las torres entre raíces—
un coyote lejos, en una plaza, le ladra a la luna,
y el avión de la Pan American vuela sobre la pirámide.
¿Pero volverán algún día los pasados katunes? (Cardenal 2008a, 396)

Me sedujo la sencillez de ese lenguaje, la potencia de las imágenes logradas con palabras ordinarias, de cada día, pero también esa pequeña clave que atravesaba el poema (hoy diría todos ellos) de la presencia del avión de la Pan American en una evocación del pasado indígena que llevaba (o llevan) a preguntarse (o preguntarnos) por las realidades actuales de nuestra América Latina. Decididamente ya no pude abandonar esa lectura y muchas otras del “tal Cardenal”.

Unos años después, sentí que para poder encontrar respuestas a esos interrogantes, las lecturas ya no eran suficientes; el camino imaginario había encontrado un escollo y era necesario emprender el real. Era hora de dejar de imaginar los aromas, los sabores, los sonidos, las voces y las miradas de ese pueblo que ya era parte de mi universo; había llegado la hora de vivirlos, palparlos y sentirlos. Así, pues, iniciaron los viajes al pequeño país imaginado. En uno de ellos, en el Festival Internacional de Poesía de Granada, me encontré nuevamente con ese primer poema, solo que esta vez en la voz de Ernesto. La sensación era extraña, era como si el tiempo hubiera vuelto al inicio, el retorno de los katunes dice el poema, como si la poesía se me hubiera escapado un momento solo para encontrarme nuevamente en el punto de partida, pero desde otro lugar y con una nueva mirada.

El encuentro con “El Poeta” fue en Managua, cuando aún intentaba orientarme en esa caótica ciudad sin nombres en las calles y con referencias inaccesibles para una extranjera. Mientras esperaba en la librería del Centro Nicaragüense de Escritores y, aunque llevaba en mi bolso una entrevista diseñada, preparada, además de la las lecturas, no podía dejar de preguntarme de qué podría hablar con el gran poeta; los nervios me inundaban y sentía un tremendo “torozón en mitad de la garganta”, como dice la canción de Carlos Mejía Godoy. Entré a la oficina, solo para recibir un cordial saludo y un terminante “me fastidian las entrevistas”. Sentía que el mundo se venía abajo cuando Ernesto agregó que después resolveríamos eso de la entrevista y que ahora mejor solo conversábamos.

Conversar es, en este caso, un eufemismo porque, paradójicamente, una de las voces más reconocidas de América Latina era, en realidad, un hombre bastante parco, de pocas palabras, “gruñón” dirían algunos, “tímido”, otros, como bien recuerda su exsecretaria Klaudhia Artola (Sevilla Bolaños 2020). Lo cierto es que era un hombre absolutamente preocupado por el otro, más interesado por lo que tenía para decir quien tenía en frente que en hablar de sí mismo. Eso sí, cuando el tema era la poesía, no podía dejar de hablar, no de la propia, evidentemente, pero sus ojos brillaban y hasta sonreían al mostrarme un libro de poesía escrita por niños con cáncer a los que visitaba en el hospital y animaba a escribir todas las semanas a sus 87 años. La poesía era definitivamente, su vida. Temía y anhelaba encontrarme con “El Poeta”, sin embargo, el encuentro fue con un gran hombre, humilde y sencillo, tal como era su poesía y su apariencia con su eterna cotona blanca, boina negra, jeans y sandalias; tal como era su forma de ver y vivir la vida.

Cardenal encontró en el archipiélago de Solentiname el espacio que nucleó todos los ámbitos de su vida, pero existe otro que la abarca completamente: su poesía. Para él la poesía era todo: era Dios, era revolución, era historia y era, también, la vida cotidiana. Todo el mundo podía caber en la poesía. Ernesto es hoy “polvo de estrellas” (Cardenal 1989, 42), como dice en su Cántico cósmico, pero siempre tendremos su poesía. Hoy puedo volver a ser aquella primera lectora que se dejó sorprender por la aparente sencillez de sus textos, seducir con sus potentes imágenes, y apasionarse con y por esa palabra poética. Sus palabras vuelven a interpelarnos, a convocarnos, a permitirnos hacer los interrogantes y a buscar y recorrer numerosos y diversos caminos reales e imaginarios.

Las aves del archipiélago ocupan un lugar predominante en sus esculturas. Particularmente la garza le atraía debido a sus constantes movimientos que el artista entiende como variantes y, por lo tanto, como diversas posibilidades expresivas. Son las aves que han acompañado su vida, que sobrevuelan su lago y a las que el poeta canta en diversos textos, como por ejemplo en los Epigramas (1961) y en el Canto nacional (1972), pero, en este último, el motivo de la naturaleza conjuga sus preocupaciones: es un rasgo de identidad nicaragüense, pero también una riqueza material que la convierte en una de las causas por las que Nicaragua fue sojuzgada. A partir de los procesos naturales explica la revolución en marcha y figura la utopía revolucionaria en la medida en que esa naturaleza inigualable constituye el paraíso que el hombre espera y por el que debe luchar (Ríos 2014). Esta es solo una muestra de los múltiples discursos que dialogan en sus textos y que problematizan esa idea de sencillez o de “poesía fácil” que sostiene el poeta. Si los pájaros fueron objeto de fascinación y expresión para el poeta y el escultor, vuelvo a uno, más cercano, y parafraseo el epígrafe de otro poeta, otro Ernesto, para afirmar que aún escuchamos al zorzal cantor, aunque, quizás nunca sepa cuán profundo cala su pregón y nos empuja a enredarnos en su canción.


“LOS HE ESCRITO SENCILLOS PARA QUE TÚ LOS ENTIENDAS”


Religión, historia, política, ciencia y revolución son motivos y preocupaciones que confluyen en su trayectoria literaria. Algunos críticos las piensan como “planos que se entrecruzan desde el principio, que fluyen y confluyen a través del tiempo formando un todo orgánico, un armazón perfectamente tejido, donde los centros de interés no se estructuran de forma paralela, sino a modo de círculos concéntricos que comparten elementos y enfoques comunes” (Pastor Alonso 1986, 187); otros prefieren hablar de una “fusión deliberada, hábil y persistente” (Aguirre Aragón, 2005). En su poesía recorrió la historia de Nicaragua y América Latina y se preguntó por los misterios del universo en clave mística, pero también científica. Ernesto fue un hombre muy curioso y un gran lector y no cabía en su mente limitar las posibilidades del conocimiento humano a solo una manera. Al mismo tiempo, cantó a su pueblo, desde la vendedora de vigorón, hasta los grandes héroes de la nación como Sandino.

La inclusión de todos estos planos y registros en sus poemas es posible a partir de una concepción particular de la poesía: el exteriorismo. Esta propuesta que fundó junto a José Coronel Urtecho, y de la que fue su principal exponente, parte de la absoluta convicción de que la poesía debe aludir al lector, comunicarse con él, no eludirlo, como dijera el poeta uruguayo Mario Benedetti (1981), alejándose así de la postura egocéntrica y narcisista del poeta vanguardista. Al traducir la poesía norteamericana de Walt Whitman y de los imaginistas, comprendió que la poesía debía hablar de la realidad. En sus propias palabras el exteriorismo es:

La poesía creada con las imágenes del mundo exterior, el mundo que vemos y palpamos, y que es, por lo general, el mundo específico de la poesía. El exteriorismo es la poesía objetiva: narrativa y anecdótica, hecha con los elementos de la vida real y con cosas concretas, con nombres propios y detalles precisos y datos exactos y cifras y hechos y dichos. (Montanaro 2004, 6)

Esta corriente está influida por distintos representantes de la poesía norteamericana, en el caso de Cardenal, principalmente por Ezra Pound y sus vinculaciones pueden encontrarse ya en el manifiesto imaginista de 1915: el lenguaje de la conversación, el verso libre, libertad absoluta de temas, defensa de lo inmediato, precisión contra gravedad, concentración como esencia poética (Alemany Bay 1997). De él aprehendió también la escritura que superpone imágenes que es la forma del ideograma chino (Montanaro 2004). Así, en una entrevista con Mario Benedetti (1981), Cardenal asume esta influencia y destaca la idea de que en la poesía cabe todo, no existen temas o elementos que sean propios de esta o de la prosa (Ríos 2014), al punto que en más de una oportunidad afirmó que no hay prosa, solo hay poesía y que la prosa es poesía mal editada.

No cabe duda que, pensada y experimentada de esta manera, la escritura poética posee una clara función social que se traduce en “la existencia de una interacción constante entre la poesía de un pueblo y la lengua en que habla, interacción que determina la calidad de la poesía y que al mismo tiempo repercute, de nuevo, en el espíritu de ese pueblo, mostrando así los efectos de su función social” (Alemany Bay 1997, 57) acercándose a las múltiples propuestas de los poetas latinoamericanos que, en la década del 60, promueven una renovación de la poesía y que se ha denominado “poética coloquial” o “conversacional” aunque el mismo autor las ha distinguido en la medida en que el exteriorismo incluye temas y elementos propios de la prosa: documentos históricos, cartas, códices, términos científicos, entre otros (Alemany Bay 1997).

En su producción literaria y, a pesar de las variantes y diálogos diversos, es posible identificar una serie de ejes que le otorgan una coherencia y un hilo conductor de principio a fin que no se restringe a la opción estética, sino que se amplía en el orden de lo temático. Podemos identificar un primer conjunto de textos de tema místico-religioso, entre los que cabe destacar el poemario Gethsemani, Ky (1960) en el que recrea su experiencia en el monasterio trapense; Coplas a la muerte de Merton (1970), homenaje a su maestro; y el culminante y ambicioso, como lo caracteriza Erick Aguirre Aragón, Cántico cósmico (1989), seguido de esa suerte de epílogo que es El telescopio de la noche oscura (1993) en los que “el poeta se apropia simbólicamente, en un sentido místico, del instrumento científico de exploración del cosmos para utilizarlo como una metáfora del alma humana contemplando el universo” (Aguirre Aragón 2005); y, uno de los últimos, Que voy de vuelo (2012), antología en la que se recopilan muchos de sus poemas, pero también textos en prosa.

Si bien casi toda su producción puede ser leída en clave de denuncia histórico-política, son destacables los Epigramas (1961), quizás su obra más reconocida y recitada, y los Salmos (1964), en los que hace un ejercicio de reescritura de formas de la antigüedad clásica y de la Biblia que conecta con la realidad nicaragüense y centroamericana, subrayando su función social. En los epigramas, incluye, además, elegías a otros poetas y versos en los que canta a la mujer amada o idealizada, perfilando ya en una de sus primeras obras, el cúmulo de temas y ámbitos en los que luego se desarrollará su poesía.

En el conjunto de poemarios que suelen denominarse históricos o épicos, el autor evoca el pasado precolombino en Homenaje a los indios americanos (1969) y, su reedición ampliada, Los ovnis de oro, poemas indios (1992); recupera el período de “descubrimiento” y conquista de Nicaragua en El estrecho dudoso (1966) y diversos acontecimientos y personalidades del siglo XIX en poemas sueltos; así como también las luchas contra la ocupación norteamericana y contra las dictaduras en el siglo XX a través de Hora 0 (1957) y Canto nacional (1972). Esta poesía explicita las realidades de sojuzgamiento histórico del pueblo nicaragüense, pero imagina una nueva nación que solo puede construirse con la revolución; bucea en el pasado histórico de Nicaragua y América Latina, y recupera elementos residuales2 que emergen resignificados en un nuevo contexto. Lo logra, como postula Robert Pring Mill, a partir de las “pequeñas claves o indicios” que permiten intuir lo callado y hacer el contraste, nunca explicitado, entre pasado y presente (1987, 21). El autor se autofigura en estos textos principalmente a través de la dupla poeta-profeta, como el “intermediario entre lo divino y el pueblo, aquel que entra en conflicto con el poder porque se debe al pueblo, al cual debe orientar hacia la verdad. Asimismo, se expresa a través de la palabra (escrita y hablada) y de gestos simbólicos, porque da testimonio con su vida y acciones” (Paganelli 2015, XXVII) propiciando el ingreso de los discursos poético y religioso en el revolucionario.

En esta recuperación del pasado es central el lugar que le otorga a la gesta y a la figura de Augusto C. Sandino, piedra basal del imaginario revolucionario. Es en Hora 0, anterior incluso al momento en el que el frente de liberación en marcha agregó a su nombre el epíteto sandinista, donde el poeta elabora las dos representaciones que se prolongaron en el tiempo: la sombra de Sandino y el héroe que renace en un territorio que, ante el desconocimiento del lugar exacto donde fue enterrado, es toda Nicaragua. Ernesto Cardenal, escultor, también promovió desde el Ministerio de Cultura revolucionario esta figuración al diseñar la estatua de la sombra del héroe que aún hoy se erige en la loma de Tiscapa y estas representaciones trascendieron a la música3 y al discurso mismo de la revolución.

Las proyecciones de la obra del poeta en la cultura nicaragüense y latinoamericana son innumerables. Su labor como gestor cultural desde el gobierno revolucionario, principalmente a partir de la propuesta de los talleres populares de poesía, favoreció la propagación del exteriorismo en las siguientes generaciones, convirtiéndose así en una estética hegemónica cuestionada por críticos y poetas. Sin dudas, ya sea por aceptación o rechazo, la obra de Ernesto Cardenal irradia la producción poética de múltiples generaciones en Nicaragua. A pesar de haber abandonado su labor de funcionario, Ernesto continuó trabajando en pos de promover y difundir la literatura nacional a través del Centro Nicaragüense de Escritores.

Todas las preocupaciones y ocupaciones que asediaron al poeta en su vida y que cantó en su poesía se materializaron en una experiencia y en un espacio concreto: el archipiélago de Solentiname, el “lugar de huéspedes”, donde, junto a los campesinos, pudieron crear la vida en comunión, de igualdad y libertad; “una revolución en miniatura” (Cardenal 2005) le llamó Cardenal en sus memorias y, desde allí, se sumaron a la revolución en marcha. En la década de 1960, la isla Mancarrón fue la elegida para instalar una comunidad contemplativa, objetivo inicial que fue modificándose por los acontecimientos históricos y políticos, pero también por las actividades artísticas que promovió el poeta y que fueron también un medio de subsistencia para la comunidad, destacándose la pintura primitivista, las artesanías en madera balsa y la poesía. Los domingos durante la misa leían y comentaban los evangelios iluminados por los postulados de la Teología de la Liberación, comentarios que fueron recopilados en ese magnífico retrato de una época y de una forma de ver el mundo que es El evangelio en Solentiname (1975).

Las maneras comunitarias de vivir, de leer las escrituras y de subsistir, derivaron inevitablemente en la adhesión y participación de la comunidad en la lucha del FSLN. Sus miembros fueron los responsables del ataque al puerto de San Carlos, lo que motivó su destrucción por la Guardia Nacional. En los años de 1980, a través del Ministerio de Cultura de la revolución, fue reconstruida y hoy funciona en la isla la Asociación para el Desarrollo de Solentiname (APDS), fundada a partir de la donación de las tierras realizada por el poeta. Este desarrollo histórico es relatado en Las ínsulas extrañas. Memorias II de Ernesto Cardenal (2003), devenir a partir del cual el espacio deja de ser una referencia geográfica para convertirse en un lugar cargado de valor simbólico que se erige como símbolo de resistencia y baluarte de los principios y utopías revolucionarios; como instauración del paraíso en la Tierra, pues ya fue experimentado con anterioridad. El espacio físico real se transforma en un lugar con significados particulares que se cargan de sentidos y sentimientos (Jelin y Langland 2003) mediante diferentes expresiones que intentan recupera y trasmitir la historia de Solentiname (Ríos 2013).

Era un 19 de enero, jueves creo, estaba parada sola en una vereda en el colonial Los Robles de Managua, ¿había llegado demasiado temprano?, ¿me había confundido con las indicaciones? Tenía la certeza de que esto último no podía ser, unos días antes había estado en la casa que estaba justo en frente entrevistando a Sergio Ramírez y él había mencionado que esa, en la puerta donde estaba parada, era la del poeta. De todas maneras, no dejaba de preguntármelo. Miré la hora y sí, había llegado antes, aunque el horario estipulado para congregarnos ya era demasiado temprano en la mañana, ¿ansiedad?, ¿emoción? No lo tenía muy claro, solo sabía que bajo ninguna circunstancia podía perder esa oportunidad. Mientras seguía esperando pensaba en cómo había llegado hasta ahí: la presentación de un libro que ya ni recuerdo cómo se llamaba en el Centro Nicaragüense de Escritores, una mujer sentada al lado, conversación casual, su curiosidad por los motivos que me habían llevado a Nicaragua, un familiar también argentino, y entre cuentos y charla, la invitación con el argumento y la seguridad de que yo tenía que estar ahí y debía viajar con ellos. ¿La mujer? Luz Marina Acosta, eterna asistente del poeta; ¿el lugar? Solentiname, un viaje de tres días en el que celebraríamos el cumpleaños 87 de Ernesto con la reinauguración de la Iglesia Nuestra Señora de Solentiname mediante la misa campesina. Y ahí estaba, en una vereda, esperando para emprender un viaje que nunca hubiera podido prever o, mejor dicho, imaginar.

Empezaron a congregarse una variedad de personas de distintas edades y procedencias, unidas por el afecto, la admiración y la historia en común para homenajear al poeta, su vida, su labor y su obra. Algunos rostros reflejaban la emoción de volver a la tierra de los sueños y las utopías; otros, primerizos como el mío, la expectativa y ansiedad por arribar a la mítica comunidad. En ese momento no podía identificar ninguno de esos rostros, pero con el transcurrir de los días, sus nombres y sus historias dieron cuerpo y voz a trayectorias políticas y poéticas que alguna vez había leído. Finalmente, una cara conocida llegó, era Ileana Rodríguez. Nos observamos en silencio, con un interrogante en la mirada. La tarde anterior habíamos estado en el instituto4 trabajando con el grupo de estudio y ninguna había mencionado nada del viaje. Que ella estuviera allí era comprensible; lo mío, sostenía, tenía que ser reflexionado y analizado. Ya en la isla ensayamos respuestas que incluían factores de clase, género, extranjería, blanquitud, entre otros. Pero no era la oportunidad para ese tipo de respuestas, vendrían después. Allí solo podía pensarlo en términos de una serie de casualidades y me divertía hacerlo de esa manera porque es la forma que Cardenal elije para narrar la fundación de Solentiname en Las ínsulas extrañas (2003). Luego de la larga travesía por tierra desde Managua al puerto San Carlos, trescientos kilómetros solo interrumpidos por el tradicional desayuno nicaragüense: un humeante plato de gallo pinto y la infaltable tortilla de maíz; y de atravesar un lago revuelto con muchas olas (no en vano le llamaron los conquistadores “la mar dulce”), llegamos a destino en un soleado atardecer que se refractaba en las coloridas ventanas de la capilla.

El viernes, la isla se vistió de fiesta. Entramos a la humilde Iglesia de piso de tierra mientras los músicos alistaban sus instrumentos para dar comienzo a la celebración. Fernando Cardenal, también sacerdote y hermano del poeta, fue quien ofició la misa (Ernesto no estaba autorizado aún a hacerlo) y destacó la importancia de la cita, ya que allí nació la Misa Campesina hace treinta años y, desde entonces, es el himno de los pobres y el símbolo de Dios presente en todos nosotros. Sonaron los primeros acordes, y todas las voces se hicieron una al entonar “vos sos el dios de los pobres, el dios humano y sencillo”, el primer verso, reconocido por todos, del canto de entrada. Luego de la celebración, compartimos un almuerzo comunitario como solían hacerlo el sacerdote y los campesinos, reunidos alrededor del perol de sabroso indio viejo, uno de los manjares de la cocina nicaragüense preferidos por el poeta. La lluvia nos obligó a refugiarnos en la Iglesia, pero eso no impidió que la fiesta continuara con la música de Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy y, como no puede ser de otra manera en un país de poetas, con la lectura de poemas en la voz de Cardenal, William Agudelo y Bosco Centeno, fundadores de la comunidad histórica. 5 Al caer la noche, mientras los habitantes del archipiélago se retiraban, parecía como si los que estábamos de visita hubiéramos hecho un acuerdo tácito de que la jornada no podía terminar aún, así que volvimos a la galería del comedor y continuó una velada en la que se alternaban las viejas canciones guerrilleras al son de una guitarra, la poesía recitada de Rubén Darío y las historias de la vida en Mancarrón y de los jóvenes mártires de Solentiname.

Mientras caminaba por las pasarelas por las que se circula en la isla para cerrar el día y reconocía los sonidos de las aves presentes en los poemas, también resonaban en mí las palabras escuchadas, los comentarios irónicos y las bromas que revelaban el posicionamiento político de los presentes frente al partido gobernante y los tiempos comenzaron a entrecruzarse; pasado, presente y futuro confluían en esa jornada única. Fue una reactualización de los rasgos fundacionales de una comunidad que se identifican con un hombre, una vida y una obra y que se proyectan como expresión de las potencialidades de un grupo, como “un ejercicio de la imaginación para pensar en otro modo de ser de lo social” (Ricoeur 2010, 357), en definitiva, como utopía (Ríos, 2013). Tal como dice el poema de Bosco, Solentiname, “Cada día será un domingo y una misa / Será / será / será a cada uno según sus necesidades” (1984, 29), a lo que agrego sin dudarlo, será Ernesto Cardenal.

La poesía es el camino que me llevó a Ernesto Cardenal y a Solentiname, espacio en el que me detengo una vez más, porque es necesario volver a él, a esa geografía ya mito en América Latina. Es necesario porque, además de ser para el poeta el lugar donde la utopía aún es posible, allí podía vivir su vida en contemplación, al mismo tiempo que anclarse y vivir en este mundo; allí encontró la paz que tanto buscó; en definitiva allí, era absolutamente feliz y es también allí donde, en secreto, para evitar más hechos de violencia como los sucedidos en la Catedral, Ernesto fue homenajeado y despedido por su comunidad y, quizás, enterrado en el parque junto a los mártires de la lucha revolucionaria. Al pensar en esa despedida, evoco los versos con los que el poeta homenajeó a su amigo, desaparecido tras la Rebelión de Abril, primero en los epigramas: “Creyeron que te enterraban / y lo que hacían era enterrar una semilla” (Cardenal 2008a, 24), y, luego en Hora O:

Porque a veces nace un hombre en una tierra
que es esa tierra.
Y la tierra en que es enterrado ese hombre
es ese hombre.
Y los hombres que después nacen de esa tierra
son ese hombre (Cardenal 2008a, 44).




NOTAS


1 Parte de este primer encuentro y el trayecto posterior está recuperado del libro que se encuentra en prensa Sandinismo y literatura. La tarea interminable de sembrar (EDUNT).

2 Utilizamos el término en el sentido que le otorga Raymond Williams (2009), quien, al tratar el tema de las formaciones culturales, define lo residual como ciertas experiencias, significados y valores que no pueden ser expresados o verificados en términos de la cultura dominante, pero son vividos y practicados sobre la base de un remanente de alguna formación o institución social y cultural anterior.

3 Cabe mencionar que algunas canciones ya emblemáticas son las del grupo Pancasán, toda la serie de Luis Enrique Mejía Godoy dedicada a Sandino, y “La tumba del guerrillero” de Carlos Mejía Godoy en la que refiere explícitamente a la construcción de la fábula en la poesía del poeta trapense de Solentiname.

4 Refiere al Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica (IHNCA) de la Universidad Centroamericana donde me encontraba haciendo una estancia de investigación.

5 El relato sobre el cumpleaños del poeta toma como punto de partida una crónica publicada en La Gaceta Literaria.


BIBLIOGRAFÍA


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