KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 48 (Julio-Diciembre, 2020), 135-147. ISSN: 1390-0102


El no saber la palabra precisa según La muerte feliz de William Carlos Williams, de Marta Aponte*


Not Knowing the Precise Word According to La muerte feliz de William Carlos Williams, by Marta Aponte


DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2020.48.8


Fecha de recepción: 5 de febrero de 2020 - Fecha de aceptación: 25 de marzo de 2020







Dafne Duchesne-Sotomayor

Universidad de Rutgers Nueva Brunswick, Estados Unidos


RESUMEN

El artículo se centra en la lectura de La muerte feliz de William Carlos Williams (2015), de la escritora puertorriqueña Marta Aponte. La novela ficcionaliza la búsqueda del poeta por un American Idiom o “expresión americana” y sus lazos con su madre, Raquel Helena Hoheb Monsanto, nacida de padres originarios de las Antillas Menores en Mayagüez, Puerto Rico. La autora se pregunta: ¿qué ocurre cuando se impone la ausencia de la palabra precisa al trazo de la escritura?, ¿y qué significa este evento cuando aquellas palabras impronunciables e imposibles de deletrear constituyen otras formas de decir el nombre propio de la madre? El artículo explora la compleja relación entre el legado cultural y la memoria que lo sustenta con respecto a la lengua que materializa y trae a la escritura esa herencia recibida, allí en donde la lengua materna se reinventa en el tránsito de viajes, exilios, despojos: entre el deseo de fuga y la necesidad de arraigo.

Palabras clave: novela puertoriqueña, lengua natal, extranjera, herencia puertoriqueña, exilio, memoria, escritura, geografía imaginaria, paisaje isleño, errancia, permanencia, nación diaspórica, cuerpo femenino.


ABSTRACT

The article centers on Puerto Rican writer, Marta Aponte’s reading of La muerte feliz de William Carlos Williams (2015). The novel fictionalizes the poet’s search for an American Idiom or an “American expression”, and his ties with his mother, Raquel Helena Hoheb Monsanto, born to parents from the Lesser Antilles in Mayagüez, Puerto Rico. The author asks herself such questions as: What happens when the absence of the precise word imposes itself on the written stroke? And what does this event mean when those unpronounceable and impossibly spelled words constitute other forms of naming one’s mother? The article explores the complex relationship between cultural heritage and the memory that supports it with respect to the language that materializes and writes that received heritage, where the native tongue is reinvented in the transit of travel, exile, and dispossession: between the desire of escaping and the need to take root.

Keywords: César Puerto Rican novel, Native Language, foreign, Puerto Rican inheritance, exile, memory, writing, geographic imaginary, island landscape, itinerancy, permanence, diasporic nation, feminine body.





¿QUÉ OCURRE CUANDO se impone la ausencia de la palabra precisa al trazo de la escritura? ¿Y qué significa este evento cuando aquellas palabras impronunciables e imposibles de deletrear constituyen otras formas de decir el nombre propio de la madre? La novela de Marta Aponte, La muerte feliz de William Carlos Williams (2015a) ficcionaliza la búsqueda del poeta por un American Idiom o “expresión americana” y sus lazos con su madre, Raquel Helena Hoheb Monsanto, nacida de padres originarios de las Antillas Menores en Mayagüez, Puerto Rico. Tal como establece Julio Ramos en su ensayo “El Dr. William Carlos Williams bajo el sol de Río Piedras”, la exploración de Williams de nuevas formas americanas que incluyeran el español, el portugués y el inglés iba de la mano de sus ansias por recuperar la historia y la lengua dispersa de la madre extranjera. Ramos establece que en una conferencia dictada en el Primer Congreso Interamericano de Escritores en Puerto Rico el poeta reivindica el contacto con el español como la condición de posibilidad de la expresión americana, reinscribiendo así “los orígenes del nombre (el cartógrafo)” y retando tanto las narrativas hispanistas de la isla, como las políticas nativistas de Estados Unidos en contra del español (Ramos 2002-2003, 81). En la novela de Aponte, el personaje ficticio, Raquel, recrimina a su hijo su incapacidad de reproducir fielmente la lengua y el paisaje natal en su poesía. Esa incapacidad de reproducción es leída por la madre como un distanciamiento en relación a su legado cultural puertorriqueño. Los encuentros entre madre e hijo son frustrados por los contratiempos de Williams al traducir en su propia poesía los nombres de las flores nativas de Puerto Rico pintadas por su madre. Esta imposibilidad cifra la distancia entre el hijo poeta y la madre pintora, a la vez que obliga al primero a un retorno al origen desde la poesía; es decir, por medio de la reinvención de la lengua natal que no deja de ser simultáneamente extranjera.

Sin embargo, la reinvención del origen o la imposibilidad de reproducir la palabra precisa en la obra de Williams no funge en la narrativa de Aponte como una falta. Luego de la muerte de su madre, Williams viaja de regreso a Mayagüez en búsqueda de la antigua casa materna y confronta la imposibilidad de reconstruir los espacios de los que le hablaba su madre evocados en su libro Yes, Mrs. Williams: “Carlos escuchaba la palabra Mayagüez con la distancia que merece el sonido impronunciable y quizá con un poco de vergüenza por el acento de su madre y de sus primos puertorriqueños” (Aponte 2015a, 149-50). La dificultad en Williams de pronunciar el nombre del pueblo natal, dicta otro modo de acercarse a este. Su memoria transita no por la capacidad de reproducir fielmente el origen, sino por la materialidad de la lengua que no puede evitar traicionar a la vez que la evoca. La materialidad de esa memoria le ofrece resistencia a la posibilidad de repetir el nombre de la tierra natal tal cual lo pronunciaba Raquel. En una de las discusiones entre Williams y Raquel, ambos difieren respecto al modo de dar cuenta de su herencia puertorriqueña. Raquel le cuestiona al hijo su vocación como poeta, ya que considera la pintura como un modo de reproducción más fiel a la realidad que la escritura. Su hijo, en cambio, le cuestiona que Raquel se limite a representar los paisajes de Puerto Rico, omitiendo su vida en el exilio: “¿Por qué no dibujas el residuo de tus experiencias, lo que has aprendido, lo que le robas a la vida sin que la vida se dé cuenta? Lo aprendido tendría que dar cuenta de las calles de Rutherford. De los resbalones, las cuentas pagadas, los callos rebanados, los silencios, las largas horas de un inverno solitario” (181). Es decir, para Raquel, la lengua que trastabilla, las manos que buscan sin la esperanza de encontrar, entorpecen la labor de recuperación del nombre o la imagen perdidos. Pero este mismo tropiezo es lo que el personaje de Williams rescata en su forma particular de poetizar la lengua materna.

Martinica, Puerto Rico, París (donde Raquel estudia arte), República Dominicana (donde se conocen los padres de Williams) y, finalmente, New Jersey (donde nace el poeta), son las coordenadas de una geografía que une los antiguos poderes coloniales con esos otros a los que dominan, formando una nueva constelación cultural que une Europa, el Caribe y los Estados Unidos. La novela de Marta Aponte relata la transformación de un acto de despojo y de victimización por parte de dichos imperios, en uno de fuga realizado por los sujetos que sufrieron el mismo. Dicha fuga traza una red de conexiones entre lugares y tradiciones culturales aparentemente disímiles. Aponte imagina otra cartografía desde el espacio imaginario de la escritura: “El lugar desde el cual se escribe es siempre una geografía imaginaria sobrepuesta a la física. No es tan solo un país escrito, aunque la geografía, la clase, la lengua, sean inescapables. ¿O no lo son? Quizá esa tensión, entre el deseo de fuga y la necesidad de arraigo deslindan el juego de la escritura” (Aponte 2015b, 14; énfasis añadido). A pesar de sus recriminaciones contra su hijo, Raquel es producto del exilio. Las razones de su primera migración a París respondieron en parte a sus ansias de trascender los límites impuestos a su género y estudiar allí pintura. Sin embargo, dicho exilio no fue del todo voluntario, dado su matrimonio posterior con un negociante americano (William George) que conoció en República Dominicana y que decide luego llevarle consigo a New Jersey. Los factores involuntarios del exilio no son de naturaleza meramente individual, sino que son pertinentes a todo sujeto colonial, ya que toda invasión o intervención política supone una transformación forzosa del espacio y de las relaciones sociales que hasta entonces existían entre sus habitantes. Así, las culturas desplazadas se ven forzadas a renegociar su definición de comunidad, transformando el lugar habitado donde luchan por preservar su arraigo.

La tensión entre el deseo de fuga y la necesidad de arraigo es ejemplificada por las tensiones entre madre e hijo en la novela. A pesar de sus desencuentros con el hijo, Raquel está irremediablemente distanciada de su ciudad natal. La pintora es como una de esas flores que no se transplantan bien —cuyas raíces nunca se asientan del todo. Según la madre, las flores mal nombradas de su hijo poeta ya no contienen la memoria de la ciudad de origen (Mayagüez). Estas se han vaciado de sentido, no porque sean pronunciadas desde el exilio, sino porque el poeta se ha desentendido de los cimientos de su país de origen y solo enumera flores del norte. Ella le recrimina que “sus nombres te entraban por el oído como soplos de viento y salían sin dejar huella (Aponte 2015a, 144) y “para ti las flores son pétalos, la resurrección circular de la carne”, pero “para mí las flores son interesantes de la raíz hacia abajo” (153). La diferencia establecida por Raquel entre el pétalo y la raíz no equivale a una diferencia entre profundidad y superficie. Para entender la noción de raíz en Aponte habría que remontarse a la diferencia establecida por Edouard Glissant entre “lieu” (lugar) y territorio. Para Glissant, el lugar da cuenta de aquello que sobrevive del “país” fuera de los límites del territorio geográfico. Así, el lugar es lo que resiste los mitos fundacionales y las esencializaciones identitarias que legitiman el ejercicio del poder, a diferencia del territorio fundamentado en la apropiación y subyugación de una determinada cultura y sus habitantes. Geógrafos como David Harvey añaden que aquello que distingue al lugar del espacio es que este es producido por los sujetos que lo habitan y le otorgan sentido. El lugar no es un terreno fijo, sino que se encuentra en constante tránsito, desplazándose junto a los cuerpos de una colectividad en particular.

Lejos de exigir en el lector una identificación con la madre o el hijo, la raíz o el pétalo, Aponte apunta a la imposibilidad de producir una síntesis entre la errancia y la permanencia. Así, tanto la raíz como la metáfora del ombligo son recurrentes en la narrativa y ensayística de la escritora: “En mi país, las familias campesinas enterraban los ombligos que se les caían a los niños para que al correr del tiempo los angelitos no salieran andariegos. El ombligo enterrado es también un signo de los destinos, la raíz nocturna de las culturas sepultadas que se niegan a ser exterminadas, como sugiere el novelista guyanés Wilson Harris en sus ensayos” (Aponte 2015b, 38). Considero que cortar el cordón umbilical, o el lazo con la nación-madre, no impide sembrar ombligos como quien deja un rastro de migajas delineando el regreso a casa, a sabiendas de que serán trastocadas por el tiempo y el hábito. Las raicillas de Aponte no son las raíces unívocas combatidas por Deleuze y Guattari, sino que son comparables al revés de la planta del pie del nómada y su memoria táctil de las tierras con las que carga. Son esos caminos subterráneos los que unen a los viejos y nuevos habitantes, más acá y más allá de los lindes trazados por la tierra o por el mar.

Así mismo, el mar, como zona de tránsito y desarraigo, y la raíz, como símbolo de fidelidad al origen, no aparecen contrapuestos en la novela. A Raquel le obsesionan las raíces aéreas y submarinas, como las plumas y las algas:

A los pies de la pintora, haciendo juego con el color gris de sus zapatos, el mar es un trozo de raíz más liviana que una pluma de pelícano, gastada por las mareas, picada de agujeritos que se repiten en la arena cuando se evaporan las espumas burbujeantes... Luego, en la cabaña los muchachos se reirán de su decepción cuando al abrir la bolsa descubran que, fuera del agua, aquella piedra de un rosa vivaz pierde el lustre y el coral malva se enfurruña en un gris desgranado. (Aponte 2015a, 180; énfasis añadido)

El litoral de West Haven al que se asoma la pintora representa la constante transgresión de los límites geográficos de las naciones por el mar. En ese litoral, la mirada de Raquel se topa con los caracoles transfigurados que le devuelve el mar, ya muy diferentes de los cocos y los corales que hallaba cuando niña en Puerto Rico. Aunque diferentes, ambos residuos provenientes de Puerto Rico y de New Haven comparten el mismo abismo devorador de los orígenes. Tal como sugiere la artista, los pigmentos que el mar le transfiere a la memoria se desvanecen en cuanto nos alejamos del litoral y nos adentramos en tierra firme. A simple vista, vuelven a ser caracoles ordinarios, despojados de la historia que los une a aquellos otros restos de ultramar. Pero las miradas defraudadas de los chicos con relación a la pérdida del color original desconocen los caminos paralelos al aire que recorren los trozos que les regala el mar. La pintora reclama la belleza de esos pigmentos desvanecidos, tal cual han sido transfigurados por el mar. A su vez, restituye en ellos la memoria histórica de los lugares transcurridos.

El mismo juego se da a la hora de intentar replicar la luz del mar caribeño en la costa de Connecticut. Dada la imposibilidad de hermanar la luz de su país con la del norte, la pintora opta por inventar colores inverosímiles que construyan puentes transitorios entre ambos litorales. Inventa para sí una luz imperceptible que dé cuenta del proceso gradual de fuga que involucra todo traslado, una luz de quinqué que evoque la memoria histórica que une ambos lugares: “Además, todas las luces son otras en el mundo de los quinqués, el único que le interesa habitar... Los fantasmas huían de las ciudades saturadas de artificio para refugiarse en las tinieblas enmarañadas del litoral. Allí las hogueras se mantenían en el lugar del misterio. Respetaban esa luz otra que se iba haciendo imperceptible no solo a causa de la ceguera de la vejez sino porque todo lo digno de ser visto se iba dando a la fuga” (177). La invención de pigmentos alternos a los que se encuentran en su paleta convencional desafían los modos estereotípicos de acercarse al Caribe y a los Estados Unidos en el ámbito de la representación estética. El verdadero acto visionario conlleva un desdibujamiento de los contornos de lo visto que no intente agotar el objeto representado. El litoral siempre a riesgo de desaparecer por el asedio del mar, los colores vivos del trópico entremezclados con el gris desgranado del norte, dan cuenta de modos alternos de pensar y habitar el lugar.

Si hemos mencionado el lugar y la nación como intercambiables en este escrito es debido al hecho de que el concepto de nación al que se refiere la escritora aparece desligado de los imaginarios excepcionalistas e hispanistas del canon literario puertorriqueño, así como de los reclamos de autenticidad que acompañan al mismo. Así, Aponte defiende una nación “diaspórica, irradiante, multilingüe y caribeña” (Rodríguez Casellas 2015; entrevista). La nación actúa en Aponte como sinónimo del lugar, en tanto es concebido como la materialización de una historia colectiva, cuya posibilidad de sobrevivencia depende de la preservación de un sentido de permanencia en medio de la movilidad. El país imaginado, las raizuelas de las flores y algas que pinta Raquel, propone otro principio de identidad abierto a los desplazamientos aéreos del pétalo, pero nunca totalmente liberado de la memoria de cada uno de los diferentes e incongruentes lugares físicos que lo componen (Mayagüez, París, Rutherford).

En la medida en que todo lugar se construye a partir del sentido que le otorgan sus habitantes, este está necesariamente anclado a la materialidad de los cuerpos de dichos sujetos. Tal como sugiere Aponte en su ensayo “Somos islas”, “hay que practicar el arte de mantener abiertos los caminos con el cuerpo y con el cuento” (2015b, 43). La flora de la isla es el medio o la vía por la cual Raquel reclama el derecho de imaginar otros lugares superpuestos a aquellos a los cuales la condena el hábito. Como mujer de su época, la pintora está limitada al ámbito de lo doméstico. Pero se resiste a concebir el cuerpo propio como un objeto inánime y confinado a un lugar, sino más bien como un lugar en sí mismo tan legítimamente móvil como la nación. Dicha nación es inseparable de la performance del cuerpo femenino: “Era el destino que se bifurcaba, de pronto; el camino de vuelta a un sitio desparecido que siempre se obstinaría en recuperar. Al cuarto día del viaje se dijo —o más bien sintió— que su cuerpo era el taller de sus obras. Mientras viviera y pudiera regresar a un lugar inalterado de sí misma no importaban los desahucios. El lugar soy yo” (Aponte 2015a, 102). Nótese que los lugares que reclama Raquel nunca permanecen incólumes en el pasado —son lugares desaparecidos, apenas entrevistos, a los cuales se ha hecho imposible regresar del todo. De ahí que el énfasis en la raíz no sea de índole nostálgica en la escritora, pues el lugar al que se aferran los personajes de Aponte se construye con los cuerpos. A pesar de las admoniciones de sus familiares y de sus psiquiatras, quienes sugieren que Raquel ve y pinta aquello que no existe, esta se aferra a su modo particular de ver y de representar el mundo. Así, la soberanía política o nacional pasa necesariamente por la posibilidad de escoger cómo decirse. Al reclamar su cuerpo como otra modalidad del lugar, Raquel apunta a la importancia de recrear un sentido de permanencia en medio de la fuga que constituye el exilio. Reclamar el cuerpo femenino como propio evita la posibilidad de que este desaparezca o sea apropiado por otro como resultado del desplazamiento fuera de la nación de origen.

Apalabrar el cuerpo propio no constituye aquí un reclamo del cuerpo como un territorio privativo a ser conquistado. Del mismo modo en que el lugar no se restringe a un espacio geográfico, el cuerpo propio no está deslindado del cuerpo de los otros. La llegada de Raquel a Nueva York viene acompañada de un resurgimiento de su participación en el movimiento espiritista. Ejemplos del interés de Raquel por el mundo de los muertos son sus encuentros con los personajes fantasmagóricos de Hipólita, una sirvienta inmigrante que trabaja en la casa de un burgués americano, y el muerto del puente de Brooklyn, uno de los muchos inmigrantes que murieron durante su construcción. La historia anónima de inmigrantes como Hipólita no desaparece sin antes dejar impreso un resabio de su existencia material en el lugar transitado:

Sabía que los sitios donde se juntan los hilos de muchas vidas los conservan: antes, en su isla, se conservaban los ombligos de los recién nacidos. Solo que Nueva York infunde la ilusión de que el cuerpo que arrastramos es solo propiedad privada nuestra, por libre decisión jubilosa, aunque para tomar posesión de él tengamos que cumplir años de servidumbre. (115)

Los hilos múltiples trazados por los fantasmas, así como los ombligos cercenados, representan el residuo material que queda tras la escisión del lazo con la nación-madre. Tanto Nueva York como Puerto Rico representan nudos de convergencia para ese tránsito de almas que toman “posesión” del cuerpo y del lugar solo en diálogo con un afuera y en comunión con otro. Como víctimas anónimas de la construcción de la nación americana, esas presencias fantasmagóricas han llegado a formar parte de ese “ejército incorpóreo” (como lo llama Aponte) que se resiste al mito fundacional de Estados Unidos como melting pot de inmigrantes y tierra del sueño americano. Como sugiere la narradora, es sobre el cuerpo desmembrado de dichos inmigrantes pobres y desposeídos que se funda el éxito de dicha nación. Los fantasmas recuentan aquellos saberes y prácticas ancestrales que no han sido silenciados del todo dentro de los grandes relatos históricos de una u otra nación (Estados Unidos o Puerto Rico). A su vez, estos están ligados a aquellos que Raquel vislumbraba en Mayagüez cuando niña, a pesar de su extracción burguesa: los cuerpos de los esclavos y de los campesinos del interior. La coexistencia entre el cuerpo individual y el colectivo da cuenta de la imposibilidad de privatizar aquellos lugares que persisten en el territorio de la memoria. Dichos cuerpos incorpóreos fragmentados, a los que se refiere Aponte como “una raíz en el oído”, hablan de la sobrevivencia de una infinidad de países dentro de las grandes metrópolis (Aponte 2015b, 65). Esa raíz aural mucho tiene que ver con las palabras “mal oídas” transcritas por Williams al escribir la biografía de su madre (149). Tal como sugiere la imagen, la tierra ha cesado de fungir como fundamento de la raíz, así la raíz en el oído representa una predisposición a la escucha, un tenderse hacia una memoria oral colectiva que yace desprendida de los límites de lo propio (del ámbito meramente individual) y de la propiedad. La “raíz en el oído” sugiere la existencia de un espacio intersticial en el que lo local continúa tomando lugar fuera de los límites del territorio. Acaso, como sugiere Adriana Cavarero (2005), podamos referirnos a un concepto de lo local que rete las políticas identificatorias del territorio y que surja en el espacio en común generado por la interacción entre los miembros de una comunidad política.1

David Harvey (1996) discute los peligros implícitos en una política basada meramente en la defensa de lo particular (anclada en el lugar de origen), así como de una basada en lo universal o lo global que diluya el contexto histórico donde se originaron las luchas de resistencia contra el poder.2 Según Harvey una lucha contra el capitalismo basada únicamente en los particularismos del lugar contribuiría indirectamente a perpetuar gran parte de las relaciones de poder existentes. A pesar de su carácter transnacional, el capitalismo se caracteriza por una transformación del espacio físico en función de la propiedad privada, junto con las jerarquías sociales que esta implica entre los dueños de los medios de producción, gerentes y obreros. Luchar exclusivamente por la particularidad de la tierra natal implica obviar el hecho de que dicho espacio, así como las identidades políticas y sociales que se han forjado en él, ya han sido de antemano atravesados y transformados por dichas industrias transnacionales. Basta pensar en esas otras redes espaciales vinculadas al colonialismo y al capitalismo en la novela, que se han vuelto inseparables del paisaje isleño: las centrales azucareras, la comunidad de mujeres blancas criollas congregadas alrededor de la maestra francesa Mère de Joinville en Mayagüez, los negocios del padre de Raquel, Salomón Hoheb entre el Caribe, Estados Unidos y Europa, y su carácter de propietario de esclavos en Puerto Rico. El deseo de la autora por explorar la tensión al interior de sus personajes entre la identidad cultural puertorriqueña y su inserción en un contexto histórico global que la rebasa revela que el concepto de espacio que maneja va más allá de una oposición entre lo particular (visto como autóctono) y lo universal (visto como foráneo). Tal como sugiere Harvey, el lugar no es un simple repositorio físico de la identidad cultural de una comunidad, sino que está atravesado por conflictos de poder que inciden sobre el modo en que esa comunidad se define a sí misma. Por ello nuestra definición de la identidad puertorriqueña está previamente constituida por la jerarquización del espacio social. Puerto Rico, como espacio geográfico, representaría un lugar de resistencia únicamente en la medida en que estemos dispuestos a cuestionar las relaciones opresivas que se han inscrito indeleblemente en dicho territorio.

De otro lado, así como la errancia no es automáticamente política por el hecho de distanciarse de la nación de origen, el reclamo de visibilidad no redunda en mayor poder para culturas históricamente marginadas como la puertorriqueña. Mientras es estudiante de pintura en París, Raquel se detiene a observar un helecho que le recuerda a su patria natal:

En el jardín Botánico, el helecho descendiente del que le habían arrancado a la patria a la que Raquel no volvería (porque no quedaba nada a lo cual volver) se había reproducido mucha veces, confundidos con helechos de los trópicos de Asia, de tierras que habían engendrado sus propios mitos. Mientras, su tierra natal desparecía. Así se pierden las especies que muchos narran y pocos leen. (Aponte 2015a, 139)

Al condenar que los helechos de Puerto Rico coleccionados por el botánico André Pierre Ledrú, y exhibidos anteriormente en la Exhibición Universal, ahora yazcan confundidos con los de Asia, Aponte no rechaza el proceso de transculturación al cual se exponen las especies nativas. En su ensayo “Somos islas” esta recalca que “Nunca fuimos puros, sino criaturas del trasplante, del injerto y el bricolaje, y quizá por eso existimos” (Aponte 2015b, 27). Como bien sabemos, Raquel es ella misma producto del trasplante. Más bien, el personaje apunta a que la flora de su país, que aquí funge como metáfora de su cultura, ha sido trasplantada, sobreexpuesta en las grandes metrópolis del mundo occidental. Sin embargo, al igual que el espécimen asiático, continúa siendo mal vista y mal leída, ya que ha sido totalmente desligada del contexto histórico y cultural del que proviene. Narrar sin leer equivale aquí a la espectacularización irreflexiva de una cultura que no se piensa.

Aponte se manifiesta en contra de la fascinación posmoderna con los “nuevos comienzos” y el privilegio otorgado a la disolución de identidades como una forma de crítica al discurso esencialista en torno al “ser puertorriqueño”. Para esta, renunciar a la identidad conlleva una forma de despojarse de la memoria histórica. En cierta medida, los ejemplos de Hipólita y el muerto de Brooklyn, mencionados anteriormente, sirven para esbozar una crítica en torno a la superficialidad de un discurso identitario puesto en función de un mito fundacional. Por otro lado, su persistencia fantasmal demuestra hasta qué punto es imposible despojarse totalmente de aquellos lazos que permiten que nos identifiquemos o definamos como sujetos. El fantasma es un resabio del “otro” colectivo que nos constituye: “Reconocer que la ansiedad de una identidad nacional ha desembocado a ratos en una tautología inconsistente, no le resta realidad ni potencia a las máquinas de construcción de identidades, esos centros de gravedad narrativa que, para bien o para mal, fabrican definiciones: tampoco nos levanta el peso de los objetos, eventos y artefactos del pasado” (72). Aponte concuerda con Glissant (1981) al sugerir que la errancia de sus personajes no es incompatible con el deseo de reafirmarse como puertorriqueños desde el exterior. El impulso por identificarnos con una determinada comunidad, sea nacional, racial o de género, no desaparece con la errancia.3 Esto implica una exploración de la tensión que une lo particular (el lugar) y lo universal, la conciencia de que todo acto particular de resistencia debe construirse basado en una comunidad de intereses con otras comunidades marginadas en el ámbito global, sin olvidar la particularidad histórico-política del reclamo de cada una.

Al referirse en su ensayística a la “casa natal” como un “espacio generador de ficciones”, Aponte resignifica la metáfora de la casa y de la gran familia puertorriqueña promulgada por la generación literaria del treinta en Puerto Rico (2015b, 65). Dicha casa ha dejado de representar una estructura cerrada al exterior, un refugio donde se resguarda la identidad puertorriqueña de todos esos otros que la constituyen, para establecerse como un espacio abierto a otros entornos fuera del país de origen. La casa no funge como un espacio homogéneo libre de conflictos, sino como un lugar de resistencia en contra de un exterior polarizado y excluyente. O tal como diría Harvey, la misma representa una metáfora del lugar como un espacio no reducible al ámbito de lo material, ni de lo perceptible, sino sujeto a la praxis y, por lo tanto, en constante proceso de transformación. La casa es el lugar donde confluyen los hitos que nos ayudan a hilvanar una historia propia, incluso cuando esta ya no subsista sino como una ruina en la memoria. Así como es imprescindible poder despedirse de la casa natal, continúa siendo necesario inventar nuevas formas de regresar a dicho espacio, incluso desde la diáspora. Ese regreso, sin embargo, pasa necesariamente por el tropiezo de la lengua que, en sus ansias por decir el nombre del lugar perdido, lo inventa. *




NOTAS


* Marta Aponte Alsina (Cayey, Puerto Rico, 1945) se encuentra entre las narradoras contemporáneas más importantes de Puerto Rico. Fue directora de la Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña, así como de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado novelas, relatos y ensayos. Entre sus novelas y relatos se encuentran Angélica Furiosa (1994), El cuarto rey mago (1996), La casa de la loca (1999), Vampiresas (2004), Fúgate (2005), Sexto Sueño (2007), El fantasma de las cosas (2009), Sobre mi cadáver (2012) y La muerte feliz de William Carlos Williams (2015). Sexto Sueño fue premiada por el Pen Club de Puerto Rico con el Premio Nacional de Novela. Entre sus colecciones de ensayos se encuentra “Somos islas: ensayos de camino” (2015). Su libro más reciente, PR 3 Aguirre (2018), se entrecruza entre los géneros de la novela, el ensayo y la crónica. Ha sido incluida en la antología Esas Malditas Mujeres, editada por Angélica Gorodisher. Además, ha sido traducida al francés, alemán e italiano. Su blog “Angélica Furiosa” incluye varios de sus escritos más recientes.

1 “The task is to bring about a revolutionary perspective—or, rather, to challenge the identificatory pretenses of the local rather than counting on the universalizing promises of the global. The phenomenon of deterritorialization, beyond liquidating the nation-state, in fact allows for an elaboration of the concept of the local without territory... Politics takes place, but is not a place” (204).

2 “Can the political and social identities forged under an oppressive industrial order of a certain place survive the collapse or radical transformation of that order? The immediate answer I shall proffer is no (and again I think a good deal of evidence can be marshalled to support that conclusion. If that is so, then perpetuation of those political identities and loyalties requires perpetuation of the oppressive conditions that gave rise to them” (40).

3 “The thought of errantry is not apolitical nor is it inconsistent with the will to identity, which is, after all, nothing other than the search for freedom within particular surroundings. If it is at variance with territorial intolerance, or the predatory effects of the unique root… this is, because, in the poetics of Relation, one who is errant... strives to know the totality of the world yet already knows he will never accomplish this...” (20).


Lista de referencias


Aponte Alsina, Marta. 2015a. La muerte feliz de Williams Carlos Williams. Querétaro: Calygramma.

Aponte Alsina, Marta. 2015b. Somos islas: ensayos de camino. Cabo Rojo: Editora Educación Emergente.

Cavarero, Andrea. 2005. Toward a Philosophy of Vocal Expression. Trans. Paul Kottman. Stanford: Stanford UP.

Glissant, Edouard. 1981. Poetics of Relation. París: Editions du Seuil.

Harvey, David. 1996. Justice, Nature, and the Geography of Difference. Malden: Blackwell Publishers.

Ramos, Julio. 2002-2003. “El Doctor William Carlos Williams bajo el sol de Río Piedras”. Nuevo Texto Crítico 29 (32): 77-91.

Rodríguez Casellas, Miguel, entrevistador. 2015. Video de Youtube, entrevista a Marta Aponte. “Puerto Crítico”. Ep. 93, Bonita Radio. 15 de abril. htps://www.youtube.com/watch?v=U90H5SG3_s0&fbclid=IwAR0b9tl5uMJBN-6QT1XaN8U89ebcBeDPaw0aAFkOTONxByPsd__U_IwfOcW0.