KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 48 (Julio-Diciembre, 2020), 111-133. ISSN: 1390-0102


Mujeres como islas: la herencia cultural y religiosa afrocaribeña en las obras de Mayra Santos Febres, Wendy Guerra y Rita Indiana


Women as Islands: Afro Caribbean Cultural and Religious Heritage in the Work of Mayra Santos Febres, Wendy Guerra and Rita Indiana


DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2020.48.7


Fecha de recepción: 14 de febrero de 2020 - Fecha de aceptación: 15 de abril de 2020







Massimiliano Carta

Universidad del Norte Asesor del Grupo de Investigación Feliza Bursztyn Universidad del Atlántico Barranquilla, Colombia


RESUMEN

Este artículo propone un diálogo entre tres escritoras caribeñas (Mayra Santos Febres, Wendy Guerra y Rita Indiana) que tratan el tema de las identidades femeninas afrocaribeñas, en relación a las religiones sincréticas nacidas del encuentro entre el catolicismo y las cosmogonías africanas. En diálogo con las novelas Nuestra Señora de la Noche (2006), Negra (2013) y La Mucama de Omicunlé (2015) se pretende analizar los arquetipos femeninos propuestos por esas tradiciones espirituales reunidas bajo la definición común de santería, y el papel que las mujeres y los homosexuales desempeñan en ellas. Las tres autoras proponen una mirada interseccional al trayecto emancipador que conducirá a las heroínas de sus historias hacia su rescate como mujeres afrodescendientes independientes, en el marco de sistemas de valores hegemónicos que tienden a “neutralizarlas”, silenciando sus voces.

Palabras clave: religiones afrocaribeñas, cultura, feminismos afrolatinos, Caribe insular, interseccionalidad, literatura afrocaribeña.


ABSTRACT

This article aims to establish a dialogue between three Caribbean writers (Mayra Santos Febres, Wendy Guerra and Rita Indiana) that deal with the issue of Afro-Caribbean female identities in relation to the syncretic religions born from the encounter between Catholicism and African cosmogonies. Through the novels Our Lady of the Night (2006), Negra (2013) and La Mucama de Omicunlé (2015), the aim is to analyze the feminine archetypes proposed by those spiritual traditions gathered under the common definition of santeria and the role that women and homosexuals play in them. The three authors propose an intersectional look at the emancipatory path that will lead the heroines of their stories to rescue as independent Afro-descendant women, within the framework of hegemonic value systems that tend to “neutralize” them, silencing their voices.

Keywords: Afro-Caribbean religions, Afro-Latin-American feminisms, Insular Caribbean, Inter- culturality, Afro-Caribbean literatura.





ACERCARSE AL TEMA: BREVE INTRODUCCIÓN METODOLÓGICA


EL OBJETIVO DEL presente trabajo es analizar la situación de las mujeres y de los homosexuales en las religiones sincréticas de ascendencia africana y católica, por medio del análisis literario de tres obras de escritoras caribeñas. La primera fuente de acercamiento al tema ha sido Cuentos negros de Cuba (1936) de Lydia Cabrera, escrito cuando la antropóloga cubana ya residía en París. La obra, editada por Gallimard y traducida al francés por Francis de Miomandre, está estrechamente relacionada con la infancia de la autora (cuando su niñera afrodescendiente le contaba esas historias fascinantes que tomaba de los patakíes,1 de su tradición religiosa) y con la muerte de su querida Teresa de la Parra, a quien solía leer esos cuentos durante la enfermedad que la llevaría a la muerte en abril de 1936. Otras referencias fundamentales han sido la obra cumbre de la misma Cabrera, El Monte (1954) y el Manual de santería; el sistema de cultos lucumí (1942) de Rómulo Lachatañeré. En épocas más recientes, a estos clásicos se sumaron, entre otras, las contribuciones de Migene González Wippler (1998) y de Alicia E. Vadillo (2002).

Esta última estudiosa reconoce al mismo Lachatañeré como el escritor que trasladó por primera vez la cultura religiosa oral a la literatura profana, con su libro fundamental: ¡Oh mío Yemayá! (1938). Esta revolución en las letras cubanas abrió el camino, a partir de la segunda mitad del siglo XX, a varias generaciones de escritores y escritoras (entre las cuales se incluyen las tres aquí estudiadas) que han manejado la tradición afrocaribeña incluyéndola en sus obras de ficción por medio de la fragmentación, la síntesis, nuevos enfoques y cambios temáticos (Vadillo 2002, 12).

Esta doble mirada, esta multiplicidad, que es característica también de los textos que vamos a tratar aquí, suspendidos como están entre la dimensión espiritual y el posicionamiento político, los pone en relación no solamente con uno de los principios cardinales de la teología yoruba, sino que los coloca dentro de la tradición del neobarroco latinoamericano según lo teorizado por Severo Sarduy. En las novelas del escritor cubano, como en los casos aquí tratados, se “muestra la deconstrucción de cada uno de los formantes de las múltiples construcciones metafóricas que han creado la obra” (20; cursivas añadidas).

Una vez constituido un primer corpus teórico antropológico-literario, se me presentaron todavía dos problemas de difícil solución. En primer lugar, qué obras de ficción escoger entre el maremágnum de las propuestas disponibles en el siempre creciente “mercado editorial global”. Es decir: ¿qué autoras/autores privilegiar teniendo en cuenta que el eje fundamental de este trabajo gira en torno a los estudios poscoloniales y de género? ¿A qué canon literario había que hacer referencia? La elección final recayó en tres autoras caribeñas pertenecientes más o menos a la misma generación, cuyas obras comparten el mismo período de publicación (principios del siglo XXI) y guardan entre ellas ciertas similitudes a pesar de las diferencias estilísticas y de “suelo”.2 Se trata de Nuestra señora de la noche (2006) de la puertorriqueña Mayra Santos Febres; Negra (2013) de la cubana Wendy Guerra; y La mucama de Omicunlé (2015) de la escritora y cantante dominicana Rita Indiana. La primera es una novela histórica dedicada a la vida de doña Isabel Luberza Oppenheimer, personaje gravitante en la historia de Puerto Rico. La escritora habanera nos introduce en la historia de una modelo, transcurrida entre dos continentes: América Latina y Europa. La última propuesta acompaña a quien lee en un viaje (en el tiempo y en el espacio), que comporta un cambio de sexo e identidad del personaje principal —como en el célebre Orlando de Virginia Woolf (1928) o en el contemporáneo The Impressionist de Hari Kunzru (2002).

Las protagonistas y las complejas tramas narrativas de las tres novelas se relacionan con los principales Orishas femeninos de la cosmogonía yoruba: tejen una red de acontecimientos e identidades que de manera contundente trascienden a veces las fronteras corporales y espacio-temporales socialmente establecidas, haciendo del cambio, de la transformación personal y social y de la evolución de los hábitos culturales y sexuales, el motor de la narración y de sus propias vidas literarias. Cada una de las protagonistas tiene varias identidades, opuestas y complementarias a la vez. Esta herencia, como ya se sugirió, viene de los cuentos tradicionales yoruba y de la complejidad de los modelos divinos que han inspirado los ficcionales.3

El estilo de las autoras aquí tratadas se acerca, bajo algunos aspectos, al del escritor cubano Severo Sarduy, que según Alicia E. Vadillo (2002, 110; cursivas añadidas):

Se nutre de las oposiciones: deforma, invierte, desnuda, suprime, condensa, artificializa, introduce un discurso en otro y rompe la homogeneidad. [...] O sea, es metáfora barroca por ser doble, al cuadrado, pues parte de que la divinidad, al igual que el sistema religioso del que forma parte, son códigos yacentes (ausentes) del inconsciente cultural de la Isla que [...] emergen para posteriormente desarticularse, negar su principio unitario y originan un caos semejante al neobarroco.

El segundo problema con respecto a la redacción de este trabajo implicó un cuestionamiento acerca de mi “lugar de enunciación” o, mejor dicho, de mi condición de sin suelo o “fuera de lugar”, según la definición de Walter Mignolo (1995, 17), y con respecto al objeto de estudio. Como nos recuerda Laura Scarano (1997, 22):

El sujeto del discurso literario, aun cuando acordemos su naturaleza “fantasmática”, no puede hablar sino desde una posición particular, ya que su uso del lenguaje no es neutro, sino que conlleva una operatividad intencional sobre el sistema lingüístico, una opción de lengua, registro, historia, género.

La estudiosa argentina parece invitarnos a debatir en relación a la noción de “alteridad” y de representatividad. En pocas palabras, antes de seguir con la investigación tenía que preguntarme si puede alguien de sexo masculino, blanco y europeo, construir una narración sobre las mujeres caribeñas afrodescendientes y sobre un trasfondo cultural al cual no pertenece. O mejor, ¿tiene el derecho de hacerlo? En caso afirmativo, ¿cuáles son los instrumentos y la mirada que sería oportuno construir para no caer en la arrogancia paternalista-colonialista, o en una propuesta exotizante y poco respetuosa de la complejidad y de la identidad del “sujeto otro”?

Ya resulta evidente cómo la antropología y las crónicas de los colonizadores europeos han creado e incrementado durante mucho tiempo un aparato de saber basado en una mirada solo en apariencia neutral, pero sometida en realidad a un sistema de valores, prejuicios e intereses económicos o políticos que inevitablemente influye en la observación y en la evaluación de las realidades tratadas. Es propiamente en relación a estos aspectos que Edward Said desarrolló sus teorías sobre el “orientalismo”, producto de aquel “estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente” (Said 2008, 21). Un Oriente que en realidad no fue más que una proyección de Occidente.

Algo semejante se puede afirmar sobre Latinoamérica. Walter Mignolo ha planteado, en este sentido, el concepto de “fuera de lugar” y de “semiosis colonial”. Así se expresó a mediados de los años noventa:

El decir del cronista hispano sobre el Nuevo Mundo era un decir de superficie, sin huellas, sin fondos de memorias, sin lugares de reconocimiento. Tawantinsuyu o Anaihuac eran para ellos una curiosidad, un objeto exterior, pero no un espacio y una memoria desde donde se piensa y desde donde se dice. Desde esta perspectiva, el decir amerindio es un decir arraigado, aunque tenga que negociar su decir frente o de espaldas a las nuevas instituciones y a los nuevos roles sociales. (Mignolo 1995, 17)

La semiosis colonial reúne todas esas “interacciones semióticas de control, adaptación, oposición, resistencia”, en lo que él llama “guerra de decires” entre colonizados y colonizadores. Estos últimos y sus decires estaban, según el estudioso argentino, “fuera de lugar” por proferirse en un espacio ajeno al “hábito y a la costumbre”. A ellos les faltaba “trasfondo, subsuelo o huella que condiciona lo existente, que lo hace posible y hace posible el sentido del decir”, cuando sus decires anclaban “en otra parte”. El decir de los cuerpos forasteros es un “decir tecnológico”, desarraigado porque carece de memoria.

Grada Kilomba —escritora, psicoanalista y artista interdisciplinar portuguesa de ascendencia africana, cuyo trabajo explora los campos de la memoria, el trauma, la etnia, el género y la descolonización del pensamiento y de la narrativa— formula una serie de preguntas fundamentales en este sentido:

¿QUIÉN PUEDE HABLAR? ¿Quién no puede? Y ante todo: ¿de qué podemos hablar? ¿Por qué se debe sellar la boca del sujeto negro? ¿Por qué ella o él deben mantener silencio? ¿Qué podría decir el sujeto negro si su boca no estuviera sellada? ¿Y qué estaría obligado a escuchar el sujeto blanco? Existe un miedo nervioso de que si el sujeto colonial habla, el colonizador tendrá que escuchar. Se vería obligado a confrontarse incómodamente con “otras” verdades. Verdades que se supone no deben ser expresadas, oídas, y que deberían ser “mantenidas silenciosamente como secretos”. [...] El acto de hablar es como una negociación entre los que hablan y los que escuchan, es decir, entre los sujetos hablantes y sus oyentes. Escuchar es, en este sentido, el acto de autorización frente a quien habla. Uno solo puede hablar cuando la propia voz es escuchada. Pero ser escuchado va más allá de esta dialéctica. Ser escuchado también significa pertenecer. Quienes pertenecen son aquellos que son escuchados. Y los que no son escuchados, son quienes no pertenecen. (Kilomba 2015, s. p.)

El concepto de “pertenencia” involucra inevitablemente las relaciones entre etnia, género y poder. Es cuestión, una vez más, de posicionamiento, que como ya sabemos jamás es neutral. La academia no parece estar ajena a estas dinámicas.

El mundo académico no es ni un espacio neutral ni simplemente un espacio de conocimiento y sabiduría, de ciencia y erudición, sino también un espacio de v-i-o-l-e-n-c-i-a. Tiene una relación muy problemática con la negritud. Aquí hemos sido objetivados, clasificados, teorizados, deshumanizados, infantilizados, criminalizados, brutalizados, sexualizados, expuestos, exhibidos, y algunas veces asesinados. (s. p.)

El problema que plantea la autora es, por lo tanto, un problema no solo de conocimiento, sino de carácter político y epistemológico.

The wider significance of the postmodern condition lies in the awareness that the epistemological ‘limits’ of those ethnocentric ideas are also the enunciative boundaries of a range of other dissonant, even dissident histories and voices-women, the colonized, minority groups, the bearers of policed sexualities. (Bhabha 1994, 6)

Las posibles y múltiples interpretaciones del contexto en cuestión (en el momento de construir aquel space in beetween en el cual se construirá el análisis), la comprensión y el conocimiento, necesitan de una actitud de escucha y de lugares de intersección compartidos:

What is theoretically innovative, and politically crucial, is the need to think beyond narratives of originary and initial subjectivities and to focus on those moments or processes that are produced in the articulation of cultural differences. These ‘in-between’ spaces provide the terrain for elaborating strategies of selfhood —singular or communal— that initiate new signs of identity, and innovative sites of collaboration, and contestation, in the act of defining the idea of society itself. [...] It is in the emergence of the interstices —the overlap and displacement of domains of difference— that the intersubjective and collective experiences of nationness, community interest, or cultural value are negotiated. (2)

Las mismas religiones sincréticas nacen de un espacio “entre medio”, entre dos o más culturas. El carácter internacional que la “Santería” obtuvo ya hace tiempo, hizo que se hibridara con cultos que en origen le eran ajenos.

Desde la llegada de las poblaciones africanas al Caribe, el término “Santería” acuñado por la metrópoli conllevaba una variedad de cultos cuyos fieles no necesariamente compartían un mismo background cultural, lingüístico y étnico. Hoy en día, con las migraciones y la internalización de las prácticas, la situación es aún más compleja debido a la mayor diferenciación étnica, cultural, idiomática y de estatus social de los creyentes.

Las formas de divulgación de la santería se han multiplicado. La movilización de personas a través de las fronteras y la transmisión de boca en boca dejaron de ser los canales predominantes de su difusión [...]. Esta no es homogénea, y a la presencia de la santería en los medios de comunicación hoy en día se le suma su presencia en mercados, centros esotéricos, templos particulares, y hasta en festivales musicales y culturales. (Juarez Huet 2014, 23)

La hibridez de la cual habla Bhabha se cumplió, por lo tanto, en estos fenómenos religiosos. Las mismas autoras de las novelas aquí analizadas claramente no comparten todos los aspectos identitarios de las heroínas que crearon. Sus identidades y las de sus criaturas ficcionales hacen parte de un sistema de vasos comunicantes que, a veces, comunican y comparten, y otras no, debido a que las identidades nunca son esencialistas sino dialógicas. Es precisamente por estas razones que decidí, en este caso, eclipsar lo más posible mi propia voz para ponerme a la escucha, y proponer una suma de intervenciones elaboradas por autoras o autores en gran parte latinoamericanos y/o afrodescendientes, hetero y homosexuales, que han tratado el tema de manera profunda y sistemática, y que en algunos casos conocen personalmente las realidades que analizan en sus escritos académicos.


LOS GÉNEROS SEXUALES EN LA REGLA DE OSHA-IFÁ, COMO MOTORES PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA SOCIEDAD DE LOS CREYENTES


El título de esta investigación ha querido ser un homenaje a la antología literaria editada por Olga María Pérez (Mujeres como islas, 2002), que reunió un conjunto representativo de narradoras cubanas, dominicanas y puertorriqueñas. La identificación de las mujeres escritoras con las islas que las vio nacer, o desarrollarse profesionalmente, convoca una imagen de independencia y especificidad, así como de relación y conexión, por medio del mar, entre las tres tierras insulares en las cuales nacieron. El mar Caribe, que es el reino de la madre de los Orishas, así como el elemento acuático en sus varias formas, junto al aire, representan las principales deidades femeninas de la religión yoruba, relacionadas con los principales ríos del África Occidental. Las características de estos seres poderosos se reflejan en sus propios hijos e hijas, que las representan y les rinden culto en la tierra, en consonancia con el “principio de representación múltiple” del que habla Joel James (1998).

Las cuestiones de género y las relaciones entre los sexos dentro de la religión yoruba tienen poco que ver con la concepción judeo-cristiana euro-estadounidense y, me atrevo a decir, con las principales religiones monoteístas. El panteón yoruba contempla en su ápice la presencia de Olodumare (Olofi u Olofin) que la estudiosa Oyeronke Oyewumi, citada por Rita Segato (2003), describe como una entidad sin sexo ni identidad de género definida, y sin ninguna forma antropomorfa. Su pasaje a dios masculino y con semblante humano responde a la influencia católica (Clark, en Castellanos Llanos 2009, 35). En un nivel inferior se sitúan los varios Orishas, algunos de los cuales presentan características que se suelen relacionar, en las diferentes sociedades basadas en una óptica de género binaria y hetero- normativa, como pertenecientes exclusivamente al género/sexo femenino o masculino. Es el caso de la Santa Madre de los Orishas, Yemayá, o de la diosa de la belleza femenina Oshun y, en el ámbito masculino, Changó, sumo representante de la belleza varonil o el Orisha Oggun, el dios de los metales, que protege a los herreros y guerreros. Dentro de esta compleja red familiar, constituida por Orishas ana-machos y ana-hembras (anatómicamente de un sexo o del otro), existen espacios en los cuales hay mayor posibilidad de que se produzca una subversión de las reglas “canónicas” y binarias de género. Este abanico de posibilidades se refleja en los rituales y en las relaciones sociales entre los adeptos, fundamentalmente de estas formas:4

1. Los avatares de la divinidad.
2. El sincretismo.
3. El travestismo.
4. La diferencia de género entre el Orisha y su hija o hijo.
5. El idioma.
6. Los roles sociales y familiares.
7. La posesión por parte de los dioses o de otra entidad.

El primer punto se refiere al hecho de que cada divinidad tiene varias manifestaciones, que a veces se presentan de género opuesto con respecto a la principal. Es el caso de Obatalá/Oduddúa, que como otros Orishas tiene caminos en ambos géneros: doce masculinos y cuatro femeninos (Zaramaira 2007, 11). El sincretismo con la religión católica, que se remonta al período de la esclavitud perpetrada por los europeos, hizo que se instaurara una relación simbólica entre Santos y Orishas basada primordialmente en paralelismos iconográficos. De esta manera, Changó se vio acomunado con Santa Bárbara, la mártir guerrera de Nicomedia,5 y el ya mencionado Obatalá, dueño de la mente y de los pensamientos humanos, con Nuestra Señora de la Merced debido al blanco del hábito mercedario y por ser la deidad pura por excelencia, como la Virgen María.

Una reflexión aparte merece el travestismo. El episodio más conocido está contenido en un patakí protagonizado por el dios de la justicia, de los rayos, el trueno y el fuego, quien por escapar de algunos de sus feroces enemigos tuvo que travestirse con los trajes de su amada Oya, quien, a su vez, puede vestir con pantalones: accesorio propio de la vestimenta masculina.6 (Lachatañeré 1992, 23-6). Lorard Matory, en Sex and Empire that is no more (1994), afirma que el sistema yoruba se basa en la idea de “transvestimiento”, que él define como “iconografía sartorial”, y plantea una relación idiosincrática entre género y gesto ritual. Según el antropólogo, es el trabajo lo que marca y opera la separación entre masculino y femenino. Como observa Rita Segato (2003, 344):

El transvestitismo (transvestitism) es, para Matory, el principal idioma “irónico” de las estructuras de género en la sociedad Yoruba. Este permite, por ejemplo, que personas del mismo sexo entren en una relación social como oko y obinrin (con o sin implicaciones sexuales). Sin embargo, la posición paradigmática del cuerpo de la mujer y sus atributos anatómicos, gestuales o sartoriales como significantes de una posición femenina relacional [...], revela la existencia de un mapa cognitivo construido claramente en términos de género. [...] Para Matory, ese mapa no es verbal ni regido por categorías léxicas; es preferencialmente visual e inscripto por iconos, gestos y marcas visuales.

Es exactamente lo contrario a lo que afirma Oyeronke en The invention of Woman. Making an African Sense of Western Gender Discourses (1997), en donde plantea, como veremos más adelante, la dominación de lo auditivo y no de lo visual en las cuestiones de género. El proceso de nombramiento es por supuesto muy importante al momento de la atribución del Orisha a su hija o hijo, en función de las características que comparten y por medio de la adivinación. El sexo biológico del iniciado puede corresponderse o no con el de la divinidad tutelar. Tampoco se verificaría un cambio de orientación sexual o de género del creyente, sino que cambiaría la modalidad en la cual se le saluda (Fernández Robaina 2010, s. p.).

Las religiones caribeñas de origen africano atribuyen un valor importantísimo al lenguaje gestual y verbal. La manera cómo se nombran las cosas y las personas contiene en sí mismo aché, energía y fuerza.7 Por esa razón, la trasmisión oral de los hechos fundantes de la cosmogonía cumple con la necesidad de propagar el mito y de permitir que se concrete en el rito (Sosa 1982, 254). La palabra se une a la gestualidad ritual y al lenguaje críptico de la adivinación, para construir un código que permita el acceso al plano supra terrenal de los Orishas. A través de los distintos lenguajes, el creyente de la Regla de Ocha construye un fil rouge entre las varias temporalidades: con la adivinación se proyecta en el futuro, con los rituales incide en el presente y con el culto a los ancestros se mantienen los lazos bien estrechos con el pasado (Cervera Molina 2013). Este aspecto ha sido bien tratado en las tres novelas aquí propuestas.

Este dislocamiento temporal junto al desplazamiento sufrido por las comunidades africanas del Black Atlantic (Gilroy, 1993), relacionado con la esclavitud, ha tenido un papel fundamental en la difusión de la religión yoruba. Esta elasticidad de la mirada ha permitido reunir los fragmentos de una historia colectiva, amenazada por la barbarie y la violencia de los conquistadores de tierras y de pensamiento, posibilitando todavía a las mujeres el papel fundamental de portadoras de la memoria en la época colonial. Castellanos Llanos (66) ratifica que las principales Oriatés (sabias) de esa época en Cuba eran mujeres. J. Lotard Matory revela las dinámicas de género en las sociedades yoruba. Afirma que “todas las mujeres son maridos para alguien y simultáneamente esposas de múltiples otros” (Matory 1994, 22, en Segato 2003, 345). Una iyawo recién casada, igualmente es irrefutable y es muy difícil que hoy en día las mujeres homo o heterosexuales y los hombres abiertamente gay consigan ser babalawo en algunos contextos. Todas estas complejidades se reflejan en una serie de tabúes que se refieren de manera exclusiva a mujeres y homosexuales de ambos sexos, y tienen que ver, según algunas fuentes directas, con el rol y el posicionamiento de las mujeres en el culto, por lo tanto, con cuestiones de poder. Como nos refiere Tomas Fernández Robaina (2010, s. p.) existen distintos puntos de vista al respecto, que varían no solamente entre África, Latinoamérica y el resto del mundo, sino entre agrupaciones religiosas dentro del mismo territorio.

El escritor y estudioso cubano cuenta cómo, ya a principios de los noventa, durante la Primera Conferencia de Estudios Afrocubanos (convocada en Santiago de Cuba), las santeras Ángela Jorge y Daisy Rubiera denunciaron la subordinación en la cual, según sus opiniones, se encontraban las iyalochas en la Santería. Según lo que reporta Fernández Robaina: “Hubo en esa circunstancia santeras cubanas que no se sentían discriminadas y que aceptaban el papel que les ha sido asignado por la tradición” (s. p.). Algunos párrafos más adelante, el autor confirma que: “Solo los hombres pueden convertirse en oriatés, italeros, babalaos, tocadores de tambores batá, matadores de animales de cuatro patas, osainistas. Ser apetebí es la única función particular de la mujer en la Regla de Ifá” (s. p.), debido al “riguroso cumplimiento de lo que se aconseja en los oddun, que son leyes o códigos que todo creyente, iniciado o no, debe cumplir” (Fernández Robaina 2010, s. p.). Lo mismo vale para la prohibición de ejercer su rol ritual para la mujer durante el ciclo menstrual. Una aparente contradicción a nivel de asunción de género puede observarse durante las posesiones, cuando un Orisha monta un caballo8 de sexo opuesto. Pero, como afirma Segato (2003), entre los yorubas precoloniales los machos anatómicos solo podían ser aya (esposas) para los Orishas que recibían durante el ritual y nunca para otros hombres o mujeres. Este aspecto lleva a la estudiosa a afirmar que: “Los machos anatómicos no cruzaban la frontera decreciente de género en el campo social [...]. Estaban conectados a una condición de estatus y prestigio que no combinaba con el papel social propio de esposa, excepto bajo el comando de las divinidades (343). Para ser más específicos sobre las afirmaciones inherentes, la cultura yoruba y la pasividad (comportamental o sexual), que en la tradición patriarcal occidental ha sido atribuida durante siglos exclusivamente a las mujeres, no es en realidad una prerrogativa femenina. Según cuanto afirma Mary Ann Clark, citada por Castellanos Llanos: “No se presenta evidencia de que en la santería misma sean equivalentes feminidad y sumisión: por el contrario, las Orishas más femeninas son también fuertes y poderosas” (2009, 70).


DE LA ANTROPOLOGÍA A LA LITERATURA: OTRO PASITO MÁS


Es precisamente la fuerza propia de las deidades femeninas del panteón lucumí la que se refleja en las protagonistas de las novelas aquí tratadas, quienes por medio de esa energía ponen en acto su propio proceso de evolución personal. Tal proceso las lleva a superar varias fronteras: en primer lugar las del sexo biológico, como en el caso del personaje de la obra de Rita Indiana, o del complejo mundo de la sexualidad “monógama y heteronormativa”, como en el caso de la protagonista bisexual de Wendy Guerra, o de la madame del burdel descrita por Santos-Febres.9

En el primer caso, se asiste a una trasformación que ocurre durante un ritual de santería, totalmente inventado por la autora, que permite el cambio casi inmediato de sexo del personaje principal Acilde/Argenis:

A medianoche sus pequeños senos se llenaron de burbujas humeantes, las glándulas mamarias se consumaban dejando un tejido rugoso que parecía chicle alrededor del pezón y Eric retiraba con una pinza para que no se infectara. Debajo surgía la piel nueva de un pecho masculino, las células se reorganizaban como abejas obreras alrededor de la mandíbula, los pectorales, el cuello, los antebrazos y la espalda, llenando de nuevos volúmenes rectos las suaves curvas de antes. [...] A las doce del mediodía Acilde Figueroa ya era un hombre completo. [...] El nuevo Acilde, todavía aturdido, había preguntado a Eric qué hacía, mientras el médico rayaba con pulso intermitente símbolos en el piso y las paredes. (Indiana 2015, 66-9)

Para entender la relación entre el personaje descrito por Rita Indiana y las cuestiones de género en la regla de Ocha-Ifá, es necesario conocer las causas y los efectos de esa transformación tan radical a la cual Acilde ha sido expuesta por la autora. La protagonista era hija de una modelo drogadicta y de un padre desconocido, a quien intentaba reconocer en el rostro de los hombres del restaurante italiano que frecuentaba cuando, para sobrevivir, se prostituía en el Mirador haciéndose pasar por quinceañero. Uno de sus clientes, un médico cubano de nombre Eric, le consiguió un trabajo como mucama de una importante babalocha, hija de Yemayá. Durante una de las frecuentes ausencias de la anciana mujer en la casa, la chica roba la anémona de mar guardada en la tinaja situada en el altar dedicado a la deidad. El precioso animalito, junto a una potente inyección de Rainbow Bright, permite lograr “un cambio de sexo total, sin intervención quirúrgica” (20). Justo después de la operación, Argenis comienza a tener experiencias raras que lo conducen al tiempo de los bucaneros, y lo dejan desconcertado:

Al parecer, la vaina era para largo y no había forma de desconectarse. Al contrario que la noche anterior, las visiones lo habían dejado lleno de preguntas. ¿Era una encarnación pasada? ¿Era esquizofrenia? ¿Brujería? Si sus mecenas se enteraban de esto lo iban a sacar del proyecto, y ahí sí que anotaba, loco, arrancao y arrimao en casa de su mai. Cállate la boca, se dijo, y salió al fresco de la noche en Playa Bo con el libro Bucaneros de América de Esquemelin bajo el brazo, persiguiendo el sonido de la música que provenía de la terraza. (90)

En realidad, quien lee ya ha sido advertido desde las primeras páginas que se trata de algo más complicado, cuando Acilde, apenas llegada a la casa de Esther, rompe una estatuita que representa a un pirata. La babalocha no la regaña, pero le dice: “No lo toques, algo malo se fue por ahí y le ordena que lo tire todo a la calle por la puerta de atrás” (13). Algunas páginas más adelante, la cuestión se aclara definitivamente y sabemos que:

En la profecía que se hace al iniciado, se le reveló [a Eric] que él encontraría al hijo legítimo de Olokun, el de las siete perfecciones, el Señor de las profundidades; y por esto su padrino le puso Omioloyu, los ojos de Yemayá, confiado en que un día el pequeño pícaro sabría hallar en la carne del mundo a aquel que sabe lo que hay en el fondo del mar. A Esther Escudero, Omicunlé, el oráculo le había revelado que su casa recibiría al elegido y que gracias a este, Esther encontraría la muerte. Ella había asumido esa calamidad futura con tranquilidad; depositó en Eric la confianza de ejecutar el plan y lo preparó para iniciar al Omo Olokun cuando ella faltara. Eric quería a la vieja como a una madre y, creyendo poder evitar el desenlace fatal de la profecía, improvisó una salida. Si él se coronaba como Omo Olokun podría deshacerse de Acilde, la supuesta elegida, pero sus experimentos con la anémona a espaldas de Esther terminaron por enfermarlo y enojaron a la bruja. (68)

La elección de una persona LGBTIQ+ por parte de la divinidad acuática es emblemática. Olokun es, según la versión de González Wippler (1998, 52), un Orisha andrógino que representa las profundidades del mar. En algunas versiones es uno de los caminos de Yemayá.10 Así como informan Fernández Robaina (2010) y Cabrera (2005), la deidad principal desde siempre ha tenido una relación compleja con los homosexuales, será por esa razón que no queda muy claro si el hecho de que el protagonista viva su pasado de bucanero —debido al ultraje que cumplió contra su Madre espiritual y al mismo tiempo a su predestinación como Omo Olokun— sea una bendición o todo lo contrario:

Yemayá se enamoró locamente de un joven homosexual que no le prestaba atención a sus requerimientos, pero ante la insistencia de ella, el joven le puso como condición que convenciera a Orula para que él fuera iniciado como babalao. Después de muchos ruegos, Orula accedió [...]. Sin embargo, él no cumplió los caprichos de Yemayá. Una vez convertido en babalawo, se negó a hacer el amor con ella, porque hacerlo era traicionar a Orula. [...] Como venganza comenzó a difamar de la hombría del joven. (Fernández Robaina 2010, s. p.)

En la versión de Cabrera (1953), la divinidad se enamoró de un joven del país de Addo que ella protegía en cuanto suyo (Fernández Robaina 2010, s. p.). La relación del personaje de la novela con la divinidad le permite vivir sus tres vidas y cumplir su destino. Como omo-olokun Acilde/ Argenis/Giorgio puede ver las profundidades del mar, y como él/ella puede caminar hacia atrás en el tiempo. Para lograr todo esto, claramente, una sola existencia no es suficiente. Las tres identidades, los tres espacios y los tres tiempos consiguen que la obra posibilite varios planos de lectura. Quien lee puede transitar varios caminos que se reconectan solamente al final, con la muerte, cuando el protagonista empieza a sentir la intensa pulsión de sus tres vidas al mismo tiempo, y la carga del sacrificio que ahora le exigía su pequeño juego en el tiempo (Indiana 2015, 178).

Acilde baja la última pastilla con un buche de agua de su lavamanos y se recuesta en la camita. El peso de sus párpados clausura el acceso de Giorgio a la celda en la que ha vivido su cuerpo original. Siente que alguien muy querido está muriendo y adivina una lágrima en uno de sus ojos. [...] En poco tiempo se olvidará de Acilde, de Roque, incluso de lo que vive en un hueco allá abajo en el arrecife. (180-1)

Esta multiplicidad es inherente también al personaje creado por Mayra Santos Febres (2006, 352), la “Isabel de los mil nombres” y de las tres caras: la Luisa Capetillo, la Isabel de Luisa Capetillo y la Isabel señora de la noche, según Rosario Méndez Panedas (2010, s. p.), o la Isabel inocente niña y adolescente, la Isabel dueña del burdel y de su vida, y finalmente el lado oscuro de Isabel que la llevará a una muerte violenta:

A todo lo largo del texto, son muchas las ocasiones en las que el narrador se referirá al personaje otorgándole tres nombres distintos, lo que nos adelanta la pluralidad del personaje desde su primera aparición: “Isabel Luberza Oppenheimer, La Negra Luberza, La Madama del Portugués”. Su identificación viene primero de la familia, después de la raza y la tercera será su profesión (s. p.).

La alteridad no solamente es intrínseca a la protagonista, sino que encuentra un alter ego funcional en la María Candelaria, que crió como una madre al hijo de Isabel. Ella también tendrá la oportunidad de experimentar la maternidad, pero no con su hijo natural. En el capítulo dedicado a Las tres Marías, María Candelaria Fresnet/Doña Montse/La vieja se introduce a quien lee y a su protectora de esta manera:

Eran tres ustedes, tres las que fueron al sepulcro al otro día al amanecer. María la Madre, María Magdalena, María Salomé la de Cleofás, como si fueran una. [...] Eran tres ustedes, y yo me hinco ante las tres y las llamo Virgen Protectora. Ante ti me hinco porque solo tú sabes de la carne amanecida. De la vaina despojada [...] Ando sola por El Camino y soy tantas como tú. Vengo del baile, del sepulcro y de la nada. (Santos Febres 2006, 13)

En esta última afirmación pueden reconocerse las tres Orishas femeninas de las cuales hemos tratado hasta ahora: la reina del baile Oshun, la de las puertas de los cementerios, Oya, y la de la inmensidad del mar, que es Yemayá. Las mismas tres que, en el sincretismo católico, corresponden a diferentes aspectos de la madre de Jesús.

El compadrazgo o, mejor, el comadrazgo es un tema fundamental de la novela y sirve para crear relaciones invisibles e indisolubles entre los personajes, sobre todo femeninos: “Este muchachito es hijo mío porque tiene el color exactísimo de la abuela Rafaela (el verdadero nombre de la vieja). Yo le hubiese puesto Rafael, pero se llama Roberto. Le digo el Nene y él me dice Madrina y no doña Montse como si fuese mi nombre” (17).

En el caso de Nuestra señora de la noche, no se trata de relaciones oficializadas, sino de conexiones invisibles de cuidado o de antagonismo que conectan varios personajes hasta la muerte. El ejemplo más contundente parece ser la ya citada dicotomía entre Isabel y María Candelaria. La primera perfectamente representa a la diosa del amor Oshun; la segunda, para comenzar por el nombre, recuerda a su hermana divina Oya. Isabel, así como su Santa, ama vestirse de amarillo, tiene una relación muy estrecha con el agua, su sonrisa es encantadora y su mirada ejerce un poder infalible hacia los demás. Reducir y relegar esta Orisha y sus hijas al solo aspecto estético, a la frivolidad, a la sexualidad y a la seducción coqueta, sería un serio error. Ella domina el mundo a su alrededor con su astucia y utiliza su atractivo con inteligencia sin ser totalmente ajena a la violencia, como demuestra el trato que Isabel reserva a sus enemigos y la manera cómo falleció. Pero Isabel no está destinada a desaparecer con un golpe de pistola. Ella tiene una heredera, una ahijada que es toda una exaltación de las cualidades de su Madrina. Una proyección de ella. Se llamaba Minerva:

Era una chica frágil y amarillenta, una jibarita recién bajada a la ciudad, se le notaba. En aquellos instantes la risa de una mujer inundó el recinto como un solo de trompeta. Luis Arsenio miró sobresaltado a todos lados, buscando su origen. Entonces la vio. Era una mulata joven, un doble de la Madama, pero con la piel más amarilla y más laxa, la nariz más puntiaguda, el mentón más suave. Se le acercaba. No tendría más años que él, pero caminaba con un aplomo de siglos. Estaba vestida de verde. (37)

Isabel también había tenido una madrina con quien solía ir al río Portugués a lavar la ropa de las familias ricas y de las damas del pueblo. Se llamaba Maruca:

El día que Isabel vio a su madre, Madrina Maruca la llamó tomándola fijamente por los hombros. La apretó más que de costumbre, como si ella hubiese hecho algo malo. La volteó hasta que Isabel quedó de frente a la otra orilla del río y le dijo, apuntándole con el dedo, “esa es tu madre”. Y le contó que aquella lavandera engañotada que hacía volar la ropa por los aires se llamaba María Oppenheimer y que le nació en el barrio San Antón a una negra inglesa que se vino de las islas detrás de su hombre a cortar caña. La mujer se hizo bracera y siguió la ruta de las zafras. No pudo seguir criando. A María Oppenheimer la regalaron a los cuarenta días de nacida. (Santos Febres 2006, 47)

Si las relaciones electivas permiten la sobrevivencia de los más débiles y de las comunidades, las relaciones familiares suelen ser, según la óptica de la autora, motores de conflictos sin solución. Es el caso de los matrimonios Fornaris entre Fernando y Cristina, Georgina y Aurelio, ambos basados en la mentira y en la violencia, o de la Madrina Maruca con su marido alcohólico. Se trata de un dolor que parece trasmitirse de generación en generación, dentro de la familia, al modo de una tragedia clásica contemporánea. La tarea de Isabel, y de personas como ella, parece ser romper con ese enlace arcaico y reemplazar el sufrimiento por el goce. Contrastar la muerte con la vida:

Pero yo soy la imagen de su semejanza. Para eso fui parida y concebida, para ser como tú y como mi madre y como la madre de mi madre. Si no, ¿cómo puedo distinguirme entre todas las mujeres? ¿Qué otra valía tengo, sino sufrir? [...] Nadie sufre más que yo; nadie disfruta el doloroso misterio de su rechazo y lo convierte en gozo. Yo soy la reina entre las reinas, debo ser, para eso fui parida y concebida. Por eso sufrió mi madre y la madre de mi madre, y su madre antes de ella. Por eso la amargura se instaló como contrapeso de mi vientre. (115-6)

Las relaciones familiares entre mujeres que aparecen en la novela de Wendy Guerra están vinculadas a la tríada Nirvana del Risco-Madre-Cuca Gándara/Abuelita.

No quiero, no debo, no puedo someterme a una refinación. Fue educada por mi abuela y mi madre; ellas evitaron a toda costa que fuera víctima del gregarismo, la vulgaridad, los malos modales. Éramos la realeza negra en el exilio blanco. [...] Mi madre caminaba como una reina africana entre la multitud. Su corona era el espendrum. Nunca se estiró el pelo para sentirse “adelantada” y, como el de Ángela Davis, le crecía hacia arriba; cuanto algodón o florecita volaba, se enganchaba en su cabeza. Un halo circular la cortejaba, coronando su mente. (Guerra 2013, 14-5)

De su madre, la protagonista hereda la belleza, la gracia y el espíritu independiente junto a un cierto grado de rebeldía, y de su querida abuela, la espiritualidad, las tradiciones culturales y religiosas relacionadas con la Regla de Ocha-Ifá. Una herencia, esta última, que Nina vive en principio con desconfianza pero que poco a poco se empodera de ella y la lleva a declarar abiertamente su relación estrecha con las diosas de la tradición yoruba:

Este patakí te explica algo que no puedo expresar yo sola. Mi palabra es breve, y quiero que sepas quién me cuida: Oyá. Como ella, yo tampoco heredé nada; encontré el camino entre los muertos. Todas las amigas o hermanas tienen casas, tierras, apellidos, papeles y refugios. Yo, como Oyá, soy una guerrera y me tengo a mí misma. (210)

Y es la misma Orisha que aparece en las últimas páginas del libro para dejar el encargo de escribir esta historia a Lu, amante-amiga de Nirvana y única mujer supérstite:

—¿Quién eres? —me preguntó la reina Oyá en la entrada del camposanto, con su falda de nueve colores y su mirada profunda.
—Soy Lu, la amiga de Nirvana —susurré temerosa, tratando de alcanzar la salida antes de que arreciara la tormenta.
—¡Hola y adiós! —Respondió risueña— Ah!, y no olvides que eres tú el negro que escribirá esta historia —dijo, dejándome ir, mientras cerraba las puertas del cementerio. (320)

El hecho de que haya sido elegido un personaje chino-francés para ejercer el poder de la palabra no es nada secundario, y anticipa el carácter multiétnico y transnacional que hoy en día caracteriza la Regla de Ocha-Ifá. Es al final del libro que Nirvana puede realmente rencontrar, en un plano más alto, a su madre biológica bajo el semblante de su madre espiritual:

No hay tambores, no hay violines, pero la alegría de mi madre me contagia, es su cosquilleo de risa, el cascabeleo de quien me recibe. Viene la Negra tomándome de nuevo en brazos. Regreso a ella [...]. Mi madre baila con sus nueve faldas; tropieza graciosa y torpe, salvando la coreografía en un malabárico, disimulando gesto. Me pierdo en el júbilo de su disparatada danza. Guiña el ojo, saca la lengua y sigue bailando mientras me abanica con sus coloridas sayas. La Negra no cambia, viaja desnuda bajo los mantos. Una carcajada escupe el trapo que intenta amordazar mi boca y declararme inerte. [...] Vuelvo, acurruco, regreso a ser un pedazo de ella. Regreso al huevo, al origen del sagrado río materno que transcurre y fluye por siempre. Ahora somos una misma criatura en otro plano. (318)

El tema de la hermandad (sisterhood) entre mujeres es muy evidente alrededor de todo el texto e incluye el “enlace de los tambores” así como la “maldición del fuego”. Lo bueno y lo malo, la luz y la oscuridad. Fuera de los lazos familiares es Marie, la mujer revolucionaria extranjera, la pareja de la madre y la exesposa de Philippe, novio de Nina, quien cumple con la tarea de unir el destino de los personajes principales. El amor los une al principio así como la muerte los une al final. Es una de las piedras angulares en las cuales se basa la familia extensa descrita por Guerra que incluye también a Catalina, la madre del exnovio Jorge que se vuelve ahijada de Cuca Gándara. El sentido de pertenencia y de familia alcanza en el libro de la escritora cubana, así como en los otros dos, a los ancestros provenientes de África y a todos los afrodescendientes que todavía padecen el racismo aún presente en las sociedades caribeñas descritas en las tres novelas, así como lamentablemente en numerosas otras partes del mundo. En algunas páginas, el intento antirracista de la obra se hace algo más explícito cuando la protagonista contesta abiertamente a los comentarios tonto de su amante cubano, Jorge, cuando ella le confía que está embarazada de él:

—Yo soy blanco y bien nacido, como dice mi abuela. Olvídate de que acepten a una negra, buena, mala o regular, en mi familia. Aquí no se peinan trencitas.
—¿Cuántas veces en la noche tengo que escucharte decirme negra?
—Es que tú sabes que eres negra y nunca te ha importado. ¿O ahora eso es malo para ti?
—Sí, hoy es malo, porque todo depende de la intención. (28)




CONCLUSIÓN


El tema de las discriminaciones raciales y sexuales, las luchas ambientalistas, la importancia de la memoria histórica, la lucha contra el modelo patriarcal y las dictaduras rodean y articulan las tres obras aquí analizadas sin olvidar la superación de las fronteras y los límites, a los que hice referencia en la introducción, sean estos mentales, culturales o físicos.

Mayra Santos Febres, Rita indiana y Wendy Guerra nos cuentan acerca de los cuerpos vulnerables (De Ferrari, en Vidal Sierra 2013, 171) de sus protagonistas en relación a las múltiples formas de subyugación frente al control de la sociedad que quisiera homologarlas. Su fuerza consistiría, por lo tanto, en “ejercer una agencia sexual que les permita sentirse autónomas con respecto a su cuerpo, sexualidad y reproductividad” (Vidal Sierra 2013, 189), y al mismo tiempo recurrir a su inteligencia, capacidad de adaptación y recursividad. Sus cuerpos racializados, manipulables y sexuados (De Ferrari, en Vidal Sierra 2013, 172) cuentan con un espíritu y un intelecto nobles que no permiten reconducirlas al solo papel de víctimas, sino que las convierte en verdaderos modelos de resiliencia.

Las religiones sincréticas afrocaribeñas con su sabiduría, sus ritmos y su iconografía siguen alimentando las artes. Representan una fuente de inspiración inagotable que las nuevas generaciones de músicos, literatos y artistas siguen disfrutando y compartiendo con el público. Pertenecen a la identidad del pueblo cubano y trasnacional que se comunica entre cuatro continentes. Con su sistema de valores y su compleja filosofía, estos sistemas religiosos han ofrecido a las autoras aquí citadas unas eficaces claves de lectura para enfrentar problemas muy actuales, y se han convertido así en una eficaz forma de resistencia. *




NOTAS


1 Los patakíes son narraciones religiosas pertenecientes a la tradición oral que celebran las historias de la cosmogonía divina yoruba y de la creación del mundo. Hacen parte de un corpus narrativo sagrado junto a la liturgia y a los textos ceremoniales. Algunos relatos, de fuerte valor moral y espiritual, pueden incluir la presencia, entre los personajes, de animales antropomorfos.

2 Aquí me refiero al concepto de suelo planteado por Rodolfo Kusch, que definía así “el lugar donde se arraiga no solo el decir sino también el pensar”. (Kusch 1978, 7-14). Las tres autoras por razones biográficas no pueden compartir el mismo horizonte simbólico y experiencial en relación a los temas tratados en las novelas aquí propuestas.

3 En la religión Lucumí cada Orisha tiene varios caminos que corresponden a los diferentes aspectos de la divinidad. Algunos llegan a tener caminos femeninos y masculinos, otros son andróginos y varios tienen manifestaciones pertenecientes a un solo género sexual. A la Madre de Dios en la religión católica también se le atribuyen diferentes nombres y aspectos.

4 Algunos de estos puntos están presentes en la clasificación operada por Clark (2005), en Castellanos Llanos (2009, 68).

5 María Elena Molinet nos aporta el dato: “Cuando una mujer se hace santo correspondiente a esa deidad, tiene que utilizar ropa masculina, pues el santo ‘no permite’ que en las ceremonias de su asentamiento, se lleve una falda o una blusa” (2007, 99).

6 Molinet afirma que: “Puede llevar ropas de hombre, o a veces blusa femenina y pantalones o, lo que se ve muy poco, un vestido de estructura lucumí. Aunque hay quien dice nunca puede llevar pantalones” (108).

7 Castellanos Llanos (2009, 65) afirma que: “Todo lo que existe está imbuido de aché, la fuerza vital que reside fundamentalmente en el monte, que es sagrado […] y que es el poder que se invoca y se obtiene mediante los rituales. Los Orishas y los creyentes necesitan por lo tanto de esta energía para vivir”.

8 El caballo es un medium. A través de un ritual de posesión la divinidad entra en el iniciado que toma la personalidad del orisha que lo monta.

9 El personaje de Isabel Luberza Oppenheimer había sido tratado anteriormente por Rosario Ferré y Ramos Otero, ambos coeditores de la revista puertorriqueña Zona de carga y descarga, que los publicó en el mes de septiembre de 1974. Mayra Santos Febres reconoció la influencia que tuvo en su trabajo Ramos Otero, así como la hostilidad hacia Ferré y su cuento sobre Isabel la Negra (Villanueva-Collado 2008, 3).

10 Pierre Fatumbi Verger hace referencia a este Orisha como “Reina de las aguas” y como “Madre de Yemayá”, en su libro sobre “Leyendas afro-brasileñas” (Verger 2006, 79-87).


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