KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 48 (Julio-Diciembre, 2020), 65-89. ISSN: 1390-0102
DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2020.48.5
Fecha de recepción: 6 de febrero de 2020 - Fecha de aceptación: 16 de abril de 2020
Universidad Nacional Autónoma de México Ciudad de México, México
RESUMEN
En el contexto de una reflexión acerca de las relaciones entre género, viaje y escritura, Yanna Hadatty sugiere que para las autoras latinoamericanas contemporáneas (nacidas entre los años sesenta y setenta), el viaje realizado por exploración personal dentro de un marco semiautobiográfico resulta una temática central. A partir de la revisión de algunas novelas publicadas en el curso del presente siglo, la autora señala que en el XXI aparece como constante en la escritura de mujeres la representación del cuerpo femenino en desajuste y de viaje. Particular atención dedica Hadatty a la lectura de Volverse palestina (2013), crónica de viaje de la chilena Lina Meruane y Body Time (2003), de la ecuatoriana Gabriela Alemán, leída en clave de “campus novel” feminista.
Palabras clave: Ecuador, Chile, relatos, viaje, cuerpo femenino, viaje, escritura de mujeres, crónicas, campus novel.
ABSTRACT
In the context of a discussion on the relations between gender, travel and writing, Yanna Hadatty suggests that for contemporary Latin American women authors (born between the 1960s and 1970s), the journey undertaken for personal exploration within a semi-autobiographical framework appears as a central theme. Based on a review of a number of novels published in the course of this century, the author points out that in the 21st century, the representation of the female body, travelling and in disparity, appears as a constant in women’s writing. Hadatty devotes particular attention to the reading of Volverse Palestina (2013), a travel chronicle by Chilean Lina Meruane, and Body Time (2003), by Ecuadorian Gabriela Alemán, read as a feminist “campus novel”.
Keywords: Ecuador, Chile, stories, travel, body feminine, women’s writing, chronicles, campus novel.
ATÁVICAMENTE, UNA MARCA de género implícita invistió durante mucho tiempo a la literatura de viajes, fuera cual fuera la forma que adoptara: epistolario, crónica o novela; marca que impedía disociar la idea de los viajeros reales o ficticios, con un sujeto masculino. De los viajes de Marco Polo a la novelística de Julio Verne, de Emilio Salgari a Ryszard Kapuscinski, de Homero a Paul Bowles, fueran los viajeros el histórico Cristóbal Colón o el ficticio Gulliver, escuchar o leer el recorrido del mundo respondía a la expectativa generalizada del recorrido de un hombre —o de un grupo de hombres— por diversas latitudes del planeta. Por excepción se leía a ciertas mujeres viajeras, a veces poseedoras de título nobiliario o vinculadas familiarmente con viajeros e intelectuales. Es decir, habilitadas por su pertenencia a una élite social para realizar el viaje y documentarlo. Aún en nuestros días, responsabilidad de mercados del libro o de su mercadotecnia, de editores y académicos, una rápida búsqueda de los conceptos ‘literatura de viajes’, ‘novela de viajes’, ‘crónica de viajes’, nos devuelve muchas veces a ese preconcepto de constricción genérica.
Sin embargo, la relación entre viajeras y relato de viaje crece ostensiblemente y obliga a transformar el concepto hacia nuestros días en la medida en que el desplazamiento resulta un asunto determinante en la narrativa contemporánea de las escritoras, propio de una humanidad en movimiento más que privativo de un género; humanidad que cruza fronteras, se exilia, se refugia, migra por trabajo o estudio, viaja por razones diversas, y que, al hacerlo, compara, describe, recuerda, escribe. En la actualidad los estudios sobre escritos de viajeras, en femenino, son objeto por igual de disciplinas como la historia intelectual, los estudios culturales, la literatura comparada, las relaciones internacionales, la historia cultural, la historia del arte; sobre ese tema se fundan seminarios de investigación, líneas de estudio, colecciones, proyectos de rescate. En esta revisión contemporánea, muchos trabajos recuperan textos soslayados de siglos atrás, y reescriben poco a poco la historia y la historiografía disciplinarias. No solo aquellas que por condiciones socioeconómicas pudieron viajar en el siglo XIX (Mme. de Stäel, la marquesa Calderón de la Barca), sino las exiliadas, las refugiadas, las desplazadas, las trabajadoras migrantes de todas las épocas, ellas son ahora quienes cuentan sus vidas al tomar la palabra de manera directa o con voz prestada, pues sus trayectorias han concitado el interés suficiente para ser narradas. No se trata de un inicio en el siglo XXI, habría que recordar que ya en 1978 la mexicana María Luisa Puga retrataba la Kenia de su tiempo en Las posibilidades del odio, en 1979 la argentino- colombiana Marta Traba publicaba Homérica Latina, y en 1984 la uruguaya Cristina Peri Rossi editaba una obra que probablemente disputa a Rayuela (1963) el título de máxima novela del exilio y la posvanguardia experimental dentro del boom latinoamericano: La nave de los locos. Traer a colación también que en un texto de 1985, a propósito de la ya entonces trágicamente fallecida Traba, afirma Elena Poniatowska, en una aseveración colectiva sobre las escritoras latinoamericanas de varias generaciones que publicaron durante los años setenta y ochenta, que las vincula inevitablemente el exilio, voluntario o forzoso:
Marta Traba se la vivió superponiendo exilios, pero me pregunto, ¿no somos todas las latinoamericanas unas exiliadas? Isabel Allende es chilena y vive en Venezuela; Silvia Molloy, Elvira Orphee, en Estados Unidos; Luisa Valenzuela, argentina, primero en México y luego en Nueva York; Julieta Campos nació en Cuba; Rosario Ferré, puertorriqueña, va y viene a caballo sobre dos países; mi apellido no es precisamente chichimeca; Elena Garro se refugió en París, y Clarice Lispector, ucraniana, fue a dar a Brasil y acabó quemándose la mitad de la cara con un cigarro olvidado en la cama; Rosario Castellanos murió sola en Israel, electrocutada por una lámpara doméstica. ¿No somos, a veces, como me lo escribió Rosario Ferré en una carta, un jironcito de hilo? (57-8)
Por lo hasta aquí señalado, es de esperar que la emergencia de la escritura de mujeres combata a lo largo del siglo XX con la reformulación o el cambio de signo de símbolos convencionalmente asumidos por las escrituras patriarcales. Entre ellos, con los predominantes: la casa, la familia, la pareja, el rol social, la corporeidad, la institución literaria. Quizá por ello con mayor visibilidad y violencia, el cuerpo, ese espacio innegable de diferenciación e individuación, representado como espacio de resistencia, determina la escritura de las dos generaciones previas de autoras. Tales son los casos de la brasileña Clarice Lispector (Chechelnik, Ucrania, 1920- Río de Janeiro, 1977) en su obra más experimental, La pasión según G. H. (1964), o de la chilena Diamela Eltit (Santiago de Chile, 1949), con novelas como Vaca sagrada (1991) o Los vigilantes (1994). Al respecto, y en una lectura propositiva planteada por la crítica Jo Labanyi, quien adapta para su análisis la idea de abyección planteada por Julia Kristeva (Powers of Horror, 1980) a la escritura política que representa la idea de la tortura (“Topologies of Catastrophe. Horror and Abjection in Diamela Eltit’s Vaca sagrada”, 1996), la escritura de Eltit presenta la compleja relación del cuerpo abyecto con la autorrepresentación en la mujer (tema no analizado por Kristeva, por no abordar escritoras mujeres ni autores latinoamericanos en su ensayo). En los casos de Lispector y Eltit, se trata de escrituras tensas, militantes, adheridas con claridad a las propuestas estéticas y políticas de las denominadas generaciones de vanguardia y posvanguardia.
Por tanto, y aunque pareciera por la cantidad de trabajos dedicados al tema que el manejo determinante de la representación corporal y el viaje en la escritura de mujeres latinoamericanas resulta una marca del siglo XXI, habría que reconocer que no lo es. Quizá la novedad estribe en mencionar que para las autoras latinoamericanas de mi generación (hispanoamerica nas, dicho con más propiedad, no hablaremos aquí de las brasileñas ni de las francófonas; nacidas entre los años sesenta y los setenta), el viaje realizado por exploración personal dentro de un marco semiautobiográfico resulta una temática central, quizá tan importante como la que ahora y desde hace una década se encuentra sobrerrepresentada: la temática del cuerpo. Escritoras tan diversas como la narradora ecuatoriana Gabriela Alemán (Río de Janeiro, 1968), las mexicanas Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964) y Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), la chilena Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970), las argentinas Leila Guerriero (Junín, 1967), Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976) y Selva Almada (Villa Elisa, Entre Ríos, 1973); las peruanas Julia Wong (Chepén, 1965) y Claudia Salazar Jiménez (Lima, 1976); la boliviana Giovanna Rivero (Montero, 1972), se caracterizan porque su obra de ficción y no ficción está marcada por el desplazamiento físico y sus tensiones como asunto determinante y definidor de la identidad de sus personajes. Tal vez incluso (si estos asuntos fueran cuantificables) tanto como por la representación corporal. Recorriendo a vuelo de pájaro algunas de sus obras, en las ficciones publicadas, por ejemplo, por Lina Meruane a partir del año 2000, se ha estudiado la diabetes y la disminución visual derivada de esta enfermedad degenerativa que la autora padece en la realidad como determinante de la anécdota y de su significado en la premiada novela Fruta prohibida (2003), sin concentrarse demasiado en su movilidad sur-norte o en sentido contrario: Zoila del Campo viaja de Ojo de Agua, población frutícola rural chilena ficticia o real, a una gran ciudad de Estados Unidos, que suponemos Nueva York, para librar el control del sistema médico sobre su cuerpo diabético, no para buscar una cura, como planeara su hermana de padre, María, financiadora del viaje. Lo mismo ocurre con la posible lectura de una relación norte-sur y su desplazamiento de ida y vuelta en la novela Sangre en el ojo (2012) de Meruane, en cuya anécdota la protagonista Lucina regresa de Nueva York a Santiago de Chile para ser cuidada por su familia después de sufrir un derrame en el vítreo por un movimiento brusco, y debe esperar hasta que se absorba la sangre del ojo para volver a la ciudad norteamericana y ser operada. Por su parte, La cresta de Ilión (2004), de Rivera Garza, tiene en su centro el descubrimiento a cargo de los personajes femeninos de la verdadera identidad sexual de un protagonista, inicialmente presentado como masculino, que resulta no serlo, según se dilucida con el avance de la acción; mientras los personajes viajan entre las ficcionales Ciudad del Norte y Ciudad del Sur, que se hallarían entre Tijuana y San Diego, según la crítica.1 La más reciente novela de Alemán, Humo (2017), habla del retorno de una protagonista viajera llamada Gabriela, ecuatoriana de habla quiteña, restringida por una cojera que disminuye o se acrecienta, que vuelve a Asunción, Paraguay, ciudad en la que ha vivido años atrás: el recorrido presente frente al de la memoria, las experiencias traumáticas, la ausencia del amigo muerto, junto con el bastón, hacen que la Gabriela del texto recorra con dificultad y de otro modo los escenarios de su pasado. Por su parte, en las novelas de Guadalupe Nettel, El huésped (2006) y El cuerpo en que nací (2011), se suelen resumir e interpretar las respectivas tramas a partir de la deficiencia visual de ambas protagonistas, situación compartida con la autora, que las lleva a enfrentar de otro modo su relación con la ciudad y con el mundo en etapas de infancia, pubertad, adolescencia y juventud temprana. En la novela El huésped (2006) se narra cómo, consciente de la pérdida progresiva e irreversible de su vista, Ana, la protagonista, se ofrece para leer delante de una comunidad de ciegos, y con ellos aprende a desentrañar una ciudad subterránea y clandestina, donde la invidencia opera con otras reglas mientras el monstruo que la habita se libera y crece. En El cuerpo en que nací (2011), obra que ha sido valorada alternativamente como relato autobiográfico o novela de formación, la protagonista atestigua su crecimiento en medio de parches, tratamientos y esperanzas de operación de un ojo con un problema congénito, dentro de la clase media liberal de la Ciudad de México de los años setenta y ochenta, mientras su hogar se desplaza entre Villa Olímpica y la Colonia Roma, con estadías temporales fuera de la ciudad en un campamento hippie en Hermosillo, Sonora; o, durante parte de la adolescencia, dentro de la comunidad árabe de Aix-en-Provence, hasta que de regreso en la Ciudad de México debe aceptar vivir permanentemente con el lunar blanco sobre la córnea del ojo derecho que tiene de nacimiento, pues este resulta inextirpable.2 Habría quizá que ampliar la ecuación: enfermedad, laceración del cuerpo, movimiento, viaje y escritura de mujeres.
Siguiendo esta propuesta, en el siglo XXI encontramos como constante en la escritura de mujeres la representación del cuerpo femenino en desajuste y de viaje, mediación próxima a la de un artefacto que no funciona con la perfección esperada, pero que permite alcanzar diferentes espacios necesarios para el desarrollo de las protagonistas, que a nivel de interpretación general hablaría de desacomodos individuales o colectivos frente a la estructura social, desadaptaciones, marcas personales del no funcionamiento de un proyecto, y la generación de una nueva respuesta: la necesidad de vencer esa insatisfacción o desacomodo abriendo la búsqueda hacia otras posibilidades y otros mundos, lo que a nivel de la anécdota muchas veces conlleva un cambio de horizontes. Es el caso de la exportación frutícola que caracteriza al Chile neoliberal y la visión del organismo diabético en ese contexto como la fruta podrida que corrompe el prestigio nacional y la maquinaria exportadora de la que habla el título de la obra de Lina Meruane (2007), por ejemplo; y la resistencia al destino de exclusión para el organismo imperfecto que conlleva el orden social, que se presenta en ambas hermanas, en la una al envenenar la fruta de exportación con cianuro (como ocurrió en la realidad durante la crisis de 1989) para detener la maquinaria de la empresa frutícola para la que trabaja, en la otra al exportar(se) como cuerpo enfermo, que se hace pasar por sano.
Viaje y cuerpo resultan determinantes también en la lectura de Gabriela Alemán. Una variante, la representación sur-sur, se presenta cuando al investigar y fabular en Humo (2017), su novela más reciente, Alemán construye la trama, que se teje y desteje en el pasado y en el presente, en torno a la plausible conexión entre la guerra del Chaco (Paraguay-Bolivia, 1932-1935) vista desde el lado paraguayo, el ascenso de Stroessner, la migración del inventor húngaro Ladislao Biró a Argentina, la existencia de una colonia paraguaya de leprosos, una campaña de domesticación de ñandúes, y la presencia de personajes ficticios que los conectan en una trama intensa y compleja, proyectada hacia el presente por un evento cercano y real, pretexto y soporte de significación a la vez: la tragedia del incendio del centro comercial Ycuá Bolaños en Asunción en 2004, y la posterior falta de penalización para los responsables de ese fuego que se desvanece en el humo de los incendios reales e imaginarios que no cesan de presentarse en dicho país, aun después de la vuelta a la endeble y joven democracia. La inequidad, la impunidad, la violencia, como ejes de identidad de la cultura paraguaya, atraviesan la representación del siglo XX y llegan al XXI en esta novela llena de directrices que van mucho más allá de una lectura del cuerpo que cojea.
Pero resulta quizá Mongolia, de Julia Wong (2014), la ficción que llega hasta los más lejanos confines en cuanto a los desplazamientos de nuestras autoras. La narradora, Belinda, mujer sino-peruana3 originaria de Huaraz, viaja hasta fijar su residencia por siete años en Macao, donde concibe y da a luz un niño con síndrome de Down, Felipe, que muere en circunstancias extrañas, probablemente lanzado por la misma madre desde el balcón del departamento familiar. En el recuento de su historia, a través de la voz de los diferentes personajes (Belinda, el hijo, el padre chino, la madre tusán, el marido alemán), llega finalmente a Ulán Bator para alcanzar el desenlace de su historia: con todo el dinero que obtiene de la venta del departamento macaense, viaja para comprar una bebé que remplace en su vida al hijo muerto. Una vez que consigue hacer la transacción y se queda sola con la niña, también la asesina; la novela concluye cuando Belinda decide quemar todas las naves y quedarse junto a su guía, un hombre mongol que forma parte de una red de trata de niños. El doble uso de la palabra Mongolia y sus derivados se aprovechan en el extraño título, palabra que en primer término da nombre al país asiático sin costas entre Rusia y China, al tiempo que toma de él los adjetivos de origen y derivación discriminatoria ‘mongólico’, ‘mongoloide’ o ‘mongolito’, coloquialismos utilizados en español y otras lenguas para denominar a los sujetos trisómicos, que deben su nombre a la observación racista del médico británico John Langdon Down, quien decide llamar a dicho trastorno ‘idiocia mongoloide’ por parecerle semejantes en los rasgos físicos a los pobladores de dicho país. Belinda es una mujer nómade por esencia: el padre la cría solo, sin conocer ningún idioma asiático, ni practicar sus costumbres religiosas o culturales, despojada de la cultura materna, así como de la presencia de la madre que se encuentra alienada y recluida, como consecuencia de haber sido abusada desde niña, sin conseguir anclarse tampoco a su patria de nacimiento, el Perú. Nomadismo y desarraigo. En Macao habla inglés, realiza tareas de supervivencia, se embaraza del amante alemán Klaus Palme con la expresa fantasía de ‘mejorar la raza’, da a luz y cuida al hijo. A mis ojos, cabe hacer una lectura poscolonial del libro, en la cual el discurso ideológico que prevalece y triunfa es aquel que considera al mestizaje desde una perspectiva ideológica purista, racialista conservadora de la que al parecer la novela no logra sustraerse: la protagonista narradora misma como mestiza es ya una “falla”. El hijo será visto en esta medida como una aberración, que ella finalmente se encargará de suprimir. En esta misma lectura, su lugar en el mundo estará en el retorno a Asia, y en la no reproducción por su esencia filicida y de ‘mala cruza’.
En un estudio que se concentra en el período denominado de “alto imperialismo” (1850-1930), Sara Mills rescata y revisa el archivo de escritos de viajeras británicas a las colonias, para ver cómo la variación en las relaciones coloniales de su momento aparece signada en los matices que presentan los relatos de viaje. Su análisis explora las negociaciones del género “literatura de viajes”, pues la expansión colonial se encontraba también, en dichos tiempo y contexto, concebida como un mecanismo genéricamente marcado, constreñido para la presencia masculina. Su investigación, siguiendo el derrotero de otras investigaciones previas sobre mujeres viajeras, presenta otros datos para revelar que en realidad abundan las mujeres viajeras en el período. El sendero recorrido por la crítica inicia con el seminal Orientalismo de Edward Said (1978), en el que, como es sabido, el crítico literario palestino observa la coincidencia entre la retórica y la información en los discursos occidentales sobre Oriente. A partir de entonces, los posteriores trabajos sobre literatura de viajes tienen en la mira que el género funge inevitablemente como instrumento de la expansión colonial, y se vuelve aparato ideológico modélico. Adicionalmente, para Mills resulta importante poner en evidencia que los marcos de referencia de la escritura femenina sobre la literatura de viajes son otros, en la medida en que la mirada, constreñida por una socialización opresiva y por una posición marginal frente al discurso imperialista —menos determinada por la clase social que por el género—, apunta hacia el encuentro con el otro como un ser individualizado y cargado de descripciones, y no desde afirmaciones generalizadoras de prejuicios raciales, privilegiadas en los asertos masculinos, que ratifican en ellos el esquema colonial. Se trata de textos de amplia difusión, que sin embargo no fueron considerados como literatura seria en su momento, ni en su posterior revisión, menos aún se consideró que fueran dignos como objetos de estudio. Su recepción se dio siempre más cercana al gesto autobiográfico que al literario. Con una mirada que se niega a dejarse convencer por una lectura feminista reductora que las califique a todas como protofeministas, Mills anuncia que en el rango de estudio encontró textos protofeministas, antifeministas, colonialistas y anticolonialistas (Mills 1991, 4).
Algo semejante podríamos decir de esta aproximación: si bien la comparación posible de nuestro corpus con dicho estudio es muy lejana, en la medida en que las premisas difieren por completo, la tentación de estabilizarlos en una lectura que califique a priori los textos como feministas es semejante, pero lo son también los matices: si en Meruane hay claramente una lectura de denuncia política y de deconstrucción de los imaginarios neoliberales, y en Alemán una revisión diacrónica de la historia paraguaya para entender con doloroso amor en la mirada la marca de la inequidad y la injusticia, en Wong encontramos la condena de la mezcla, evidenciada en una resolución sangrienta de borramientos filicidas que responde quizá a la ideología de blanqueamiento criollo de los Estados latinoamericanos o redención por el mestizaje eugenésico y cultural. No se trata de textos que apunten en una sola dirección.
Vale la pena aclarar en este momento que la idea de ficciones nómades se desprende de la lectura de un volumen coordinado en 2015 por las profesoras de la Universidad de Gotemburgo, Andrea Castro y Anna Forné, De nómades y migrantes. Desplazamientos en la literatura, el cine y el arte hispanoamericanos a partir de un congreso académico realizado años atrás. En él se propone la idea del nomadismo según la propuesta de Rosi Braidotti, dentro de la corriente del feminismo de la diferencia, para analizar textos latinoamericanos, algunos de ellos de mujeres. Habría que recordar que en Braidotti se habla siempre de un sujeto en continua transformación, situado “en un cuerpo sexuado y social que se crea y recrea en la red de interconexiones con otros sujetos y con todo lo vivo. Está situado en la historia” (Castro y Forné 2015, 8-9). Específicamente, interesa ver la distancia entre exilio y nomadismo que plantea la filósofa feminista italiana, en sus propias palabras:
Es necesario mapear con precisión y sensibilidad las diferencias de grado, tipo, especie y modo de movilidad, desarraigo, exilio y nomadismo. Esta precisión cartográfica se hace necesaria dado el hecho de que el nomadismo no es exactamente una metáfora universal, sino un término genérico que sirve para indexar una variedad de niveles de acceso y de derechos a posiciones de sujeto con empoderamiento social en una era histórica determinada. (Braidotti, en Castro y Forné 2015, 9; cursivas añadidas)
En este orden de ideas, una de las marcas generacionales de estas escritoras es que muchas de ellas escriben, enseñan o editan literatura y periodismo como modo de vida. Docencia, traducción y edición; novela, crítica y crónica. Llega el momento de la aproximación a este último género, que ha sufrido en años recientes una considerable renovación que lo coloca dentro de lo más innovador y relevante de la literatura en lengua española en medios impresos o electrónicos.
Nos detendremos, por resultar especialmente notable, en la crónica de viaje de Meruane, Volverse palestina (2013), en que se explica su condición de sujeto nómade que viaja por su voluntad —gracias a un pasaporte que le permite el ingreso a Tel Aviv y Cisjordania, con el visado respectivo, con medios económicos para realizar el viaje— y para escribir un libro, pero en el viaje su objetivo se confunde por momentos con el viaje de regreso que recorre en sentido contrario el exilio forzoso de los abuelos, y ella encarna temporalmente la identidad de los ancestros y se vuelve otra víctima del éxodo palestino cuando la ocupación turca, del que también da cuenta el sentido de la vuelta presente en la palabra Volverse del mencionado título. Como ha confesado en entrevistas, aunque es imposible volver a donde no se estuvo, se puede volver si el acto se realiza vicariamente, a nombre de; Meruane vuelve en lugar del abuelo y de la abuela muertos y sepultados en Chile sin poder regresar, del padre vivo y de las tías vivas que no quieren volver para encontrar la patria y el hogar que ya no existen.4 En dicha crónica publicada hace seis años en México, la autora recibe una serie de ‘llamados del destino’ para el ‘regreso’ a los orígenes familiares en Beit Jala, ciudad palestina que pertenece a la gobernación de Belén, en Cisjordania, que será más bien el encuentro con su identidad como una Meruane, pues ella no sabe árabe ni conoce Medio Oriente hasta entonces. En la lectura descubrimos que el viaje toma menos de la mitad de las páginas, porque el recorrido “chilestino” familiar recogiendo los pasos por los pueblos de acogida al interior de Chile de los primeros migrantes palestinos de su familia asentados en el país, ocupa una cantidad de espacio importante del breve libro, así como los preparativos y los motivos que apuntan hacia el viaje. Páginas que le sirven para reflexionar y cuestionarse: ¿qué es ser una Meruane?, ¿qué es ser palestina?, ¿una condición heredada junto con un apellido, que hacia el final del libro se pone en duda si realmente es el propio?, ¿una herencia étnico-religiosa que se lleva en la sangre?, ¿una condición de otredad permanente? La sangre no la llama, el idioma le es ajeno, no reconoce a la familia asentada en Beit Jala, en el camino es asumida sucesivamente como judía, palestina, norteamericana, musulmana y cristiana. Pero sufre una transformación, una vez que emprende el viaje. La singularidad de viajar desde un cuerpo diabético insulinodependiente es nombrada por única ocasión en un breve capítulo denominado “La cicatriz”. En especial por tratarse de un viaje largo y sin ruta directa (real y metafóricamente hablando), y debido a los territorios involucrados en la conexión aérea: Meruane tomará un vuelo de la línea israelita El Al para volar de Inglaterra a Israel. Los interrogatorios de migración en el aeropuerto de Londres la hacen afirmar en chileno: “Tengo la certeza de que en las horas que pasé con los tiras fui más palestina que en mis últimos cuarenta años de existencia. La palestinidad que solo defendía como diferencia cuando me llamaban turca, alguna vez, en Chile, había adquirido densidad en Heathrow” (Meruane 2013, 43). Al pasar por un interrogatorio de rutina, es apartada del grupo junto con otros casos anómalos, para ser interrogada por los militares israelitas, debido a que es “una mujer chilestina que viajaba sola, que llevaba muchos años viviendo en Estados Unidos sin haber conseguido la ciudadanía y [que] además tenía un visado alemán. Esa mezcla fue un detonante”. El agente de migración desconcertado por el caso le pregunta si lleva consigo alguna máquina. La cronista narra y responde:
Llevo repuestos para mi máquina de insulina. Entre esos repuestos hay agujas, agujitas. Pero el supervisor se queda en la frase anterior o no conoce la palabra needles. ¿Qué máquina?, dice. Oigo la adrenalina subiendo como un pito por su laringe. Me meto la mano entre las tetas y extraigo el aparato que me mantiene viva. Tiro del cable que la conecta a mi cuerpo para que comprenda que más allá de su vista hay una aguja que se inserta debajo de mi ombligo. Al supervisor se le cae la cara de seguridad y no queda sobre su cuello más que el asombro y la sombra de unos vellos eléctricos. ¿Eso?, repite, sin escucharme ni entenderme, eso, ¡qué cosa es! [...] ¿Y eso?, me dice, mientras yo intento una explicación en inglés. Era una gruesa cicatriz de la que ahora quería hacer alarde. Desnudarla, amenazar con ella a las tiras que me hicieron bajarme los pantalones, desabrocharme la camisa, darme la vuelta, desconectar mi máquina. Entregarles la cicatriz en vez de ese aparato que tomaron con manos enguantadas prometiendo devolverlo de inmediato. Poner la cicatriz junto a las pastillas de azúcar que también llevaba conmigo, para emergencias. Por qué no prueba una, le dije a la experta en explosivos, sabe a naranja. (Meruane 2013, 43-4; “La cicatriz”).
En palabras directas de Braidotti:
En el marco conceptual feminista el sitio primario de localización es el cuerpo. El sujeto no es una entidad abstracta sino material incardinada o corporizada. El cuerpo no es una cosa natural; por el contrario, es una entidad socializada, codificada culturalmente; lejos de ser una noción esencialista, constituye el sitio de intersección de lo biológico, lo social y lo lingüístico, esto es, del lenguaje entendido como el sistema simbólico fundamental de una cultura. (Braidotti 2004, 16)
No puede resultar más física la forma en que Meruane pone el cuerpo, un cuerpo social, genérica, lingüística, cultural e históricamente datado. Al leer la crónica personalísima, nos quedamos con la impresión de que en sus páginas cada cuerpo y cada nombre tienen una suerte azarosa y una cicatriz profunda en este viaje; que la pertenencia a un pasaporte o a un apellido, a una nacionalidad o a una firma, son tan necesarias como aleatorias. Que los sujetos del mundo somos a corta o larga distancia todos nómades, y así deben serlo nuestras narraciones, no únicamente desde el punto de vista del desplazamiento físico, sino por el continuo proceso de transformación o transición en que nos encontramos. Lo nómade, para Braidotti, resiste la enunciación estereotípica patriarcal, lo descoloca y lo resignifica. Este elemento se encuentra en la base misma del “volverse” del título, conceptualmente opuesta al ser, pues lo que más se pone en cuestión en el texto es la validez del principio de identidad. A lo largo de sus páginas, observamos un devenir de todos los seres que pueblan y adensan la crónica, un volverse; ni siquiera para siempre, solo temporal. Recusando todo posible esencialismo, el rol con el que deben identificarse indisolublemente en un mundo de ideologías irreconciliables que todo lo permean, donde el palestino es el musulmán, es el terrorista, es el enemigo, vemos todas las otras transformaciones ante nuestros ojos: un taxista latino en Nueva York que resulta ser árabe y luego palestino, que la convence de ir a su tierra, y que al final de la crónica desaparece o regresa él mismo a Medio Oriente; un escritor residente en Jaffa, judío casado con una mujer palestina, cuyos hijos sí cuentan con derechos tan indispensables, como a disponer de una máscara antigás en caso de bombardeo, no así los suegros ni la cónyuge por ser árabes. El cuarto antibombardeos es aprovechado por la esposa, la también escritora Zima, para escribir sin interrupciones. Él se llama Ankar, es judío criado como cristiano, que en su juventud intenta convertirse al animismo o a la religión sikh, y que de adulto es rebautizado Munir (‘el que recibe la luz’) por su suegro al casarse con Zima, que es musulmana, y tomar su religión. Ella explica a Meruane que para los judíos no se considera palestina, porque eso solo se acepta como gentilicio dentro de los territorios ocupados, pero no para las ciudades de convivencia interracial, allí ella y sus hijos son árabes. ¿Y mis abuelos qué serían?, pregunta Meruane. El nombre para designarlos a ellos resulta no existir. Probablemente, serían chilenos a secas. En Chile, vimos a inicios del libro, existen calles con los nombres del abuelo y del bisabuelo:
Ahí está el letrero negro bordeado de blanco. Las letras anuncian, también blancas pero gastadas, no una calle sino apenas un pasaje que resulta la palabra justa para nuestro abuelo nómade. Vistas así, mayúsculas, las letras SALVADOR MERUANE sobre una endeble plancha de metal, así, tan deslavadas (como si el pintor se hubiera olvidado de darle la segunda mano, de recubrirlo con una capa de barniz protector), tan desprovistas las rejas y las casas alrededor, pienso que ese meruane desvencijado ha sido menos afortunado que el sabaj del letrerito santiaguino. (Meruene 2014)
Podríamos hablar aquí también de las portentosas crónicas de las argentinas Leila Guerriero, Una historia sencilla (2013) y de Selva Almada, Chicas muertas (2014), en las que se ocupan respectivamente del Festival Nacional de Malambo de Laborde entre 2011 y 2012 (preparándose para el cual jóvenes de escasos recursos sacrifican la vida, a costa de la salud y la precaria economía familiar, esperanzados en salir de la miseria y el anonimato al resultar ganadores), y de tres casos de chicas asesinadas en circunstancias no esclarecidas en el interior argentino (San José, Entre Ríos; Roque Sáenz Peña, Chaco; y Villa Nueva, Córdoba) en los años ochenta (antes aún de que el concepto de femicidio o feminicidio se acuñara). En ellas la operación, evidente ya en Meruane, de estar en el mundo, de tomar la palabra en un sentido político, de denunciar en el seguimiento de historias tan terribles como sencillas, de asumir que el conflicto de las pequeñas historias de la realidad es su crudeza y su semejanza con la vida de todos, se vuelve el centro de viaje y escritura.
Body Time (2003), primera novela de Gabriela Alemán, es una obra que cabe en categorías divergentes. Por una parte, puede ser definida como novela urbana, si la perspectiva muestra de manera predominante en torno a que nos lleva a recorrer Nueva Orleans, al ofrecernos un periplo que abarca por igual la zona turística y los barrios marginales, y que se detiene sobre todo en bares oscuros donde sobrellevar el calor, matar unas horas antes de un encuentro, o realizar un desesperado recorrido en busca de drogas. En dicha lectura habría que reconocer que, a nivel de la acción, la ciudad es sobre todo el escenario que propicia los encuentros casuales que articulan la trama, encuentros mediante los cuales los personajes principales se enteran —de manera casi siempre involuntaria— de las relaciones y actuaciones de otros caracteres que por lo demás permanecerían desconocidos. Una novela urbana que describe la deyección de la modernidad del primer mundo. Como dice un estudio sobre la novela, de autoría de John D. Riofrío, su aparición en 2003 se anticipa al cataclismo del huracán Katrina al develar las condiciones de desigualdades socioeconómicas sobre las que se constituye la ciudad.5
En segundo término, Body Time puede leerse también como una novela policiaca, en la que la periodista Rosa Traven, quien descubre involuntariamente el cadáver del profesor Justo Flores cuando se dirige a entrevistarlo en su habitación de hotel, se constituye en investigadora exclusiva del caso en busca de una primicia para su diario. Como ocurre en el género neopolicial, en la novela de Alemán no es determinante la resolución sino el proceso mismo de pesquisa, al grado de que el supuesto crimen queda irresuelto.6 Pero constituye un pretexto para cuestionarse la posibilidad de descubrir la historia verdadera del padre de la investigadora, y plantearse dudas y razones de su propio derrotero; sobre todo, reconocer la ciudad más que la casa como el verdadero hogar. Como una gran escena del crimen, recorrer Nueva Orleans equivale a descifrar la trama, avanzar en la lectura de la obra; caminar, manejar o ser conducido por la ciudad ofrece las pistas para la investigación.
Para insistir en las múltiples lecturas que ofrece la obra y llegar finalmente a la perspectiva preferida para la lectura presente, Body Time resulta, sin embargo, sobre todo partícipe del subgénero denominado campus novel, la “novela académica”, vertiente narrativa que se reconoce de manera predominante dentro de la literatura anglosajona. Repasando el subgénero de manera sucinta, la etiqueta se utiliza de manera laxa, muchas veces como sinónimo de university novel, college novel, academic novel, según el acento se refuerce sobre el espectro de los docentes o de los estudiantes. El subgénero literario sostenido en no pocas ocasiones por su traspaso a la pantalla, ha experimentado un auge después de 1980, en la medida en que los programas universitarios norteamericanos de escritura creativa han contratado a un número creciente de escritores como parte de su planta docente.7 Evidentemente, poco dice la adscripción a un género de una calidad literaria: la campus novel abarca un amplio espectro de autores interesados, que llega a incluir lo mismo a absolutos desconocidos que a reconocidos novelistas y críticos pertenecientes a muy distintas generaciones, entre los últimos se puede mencionar a Vladimir Nabokov (Pnin, 1957), Malcolm Bradbury (The History Man, 1975), Don de Lillo (White Noise, 1985), Zadie Smith (On Beauty, 2005) o Joyce Carol Oates (The Accursed, 2013). Si hubiera que pensar en un repertorio afín a nuestra lengua, habría que mencionar entre otros al peruano Alfredo Bryce Echanique (La exagerada vida de Martín Romaña, 1981; El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, 1985, y Reo de nocturnidad, 1997), al mexicano José Agustín (Ciudades desiertas, 1984), a los españoles Javier Marías (Todas las almas, 1989) y Javier Cercas (El inquilino, 1989), al chileno José Donoso (Donde van a morir los elefantes, 1995), al boliviano Edmundo Paz Soldán (La materia del deseo, 2001), incluso al chileno Roberto Bolaño por “La parte de los críticos” de su novela póstuma 2666, y con seguridad al argentino Ricardo Piglia (El camino de Ida, 2013). De manera más cercana se debe incluir al ecuatoriano Carlos Arcos (Memorias de Andrés Chiliquinga, 2013).
Vale la pena mencionar por su coincidencia una característica del género referido en el caso de la literatura norteamericana, sobre todo en las novelas posteriores a los años ochenta (pues antes prevalecía un modelo idealizado de docente o académico): en ellas resulta habitual encontrar al personaje definidor de las novelas, el profesor universitario, caracterizado como un charlatán y no como un intelectual, poseedor además de una sexualidad exacerbada. Dicho en términos actuales, se trata del perfil de un acosador de estudiantes, colegas jóvenes, o cónyuges de sus colegas; cuando no de un pornógrafo o de un adicto al sexo.
Se entiende por qué esta característica del académico cuestionado y lujurioso es determinante en la lectura de Body Time en cuanto define el perfil de varios personajes masculinos. El fallecido doctor en letras Justo Flores, orador principal en un congreso de literatura latinoamericana en una universidad de Nueva Orleans, es un adicto al crack, al sexo, a las emociones fuertes, que escoge por turno entre las estudiantes del campus anfitrión con quienes involucrarse, y a cambio de su atención y posibles recomendaciones y becas cobra favores académicos (como el cotejo de una bibliografía o la revisión de una ponencia) junto con los favores sexuales. Desencantado de la vida cotidiana, necesita experimentar sensaciones cada vez más fuertes, lo que conduce al fatal desenlace con que inicia la novela. Por su parte, quien funge como su contraparte o coadyuvante, el profesor local Carlos Hernández, aspira a un ascenso o promoción dentro de la universidad que implique salir de una institución de tercer nivel como la suya, y se prepara, en sus propias palabras, “con las armas del enemigo”: es decir, borrando su identidad latina de origen, manejando todos los acentos del inglés americano, o de las hablas de español hispanoamericano, al grado de no poderse discernir su nacionalidad. Acosa también a las estudiantes. El aura de fracaso se extiende a las relaciones familiares: la relación con su hijo parece circunscribirse a que el padre le envíe fotos de elefantes, con culpa y desencanto recuerda su papel en un matrimonio deshecho. Flores, a quien idealiza, lo ningunea, a pesar de que Hernández es responsable de su invitación como figura central del congreso en el que se centra la novela. Ambos personajes representan la ratificación de la imagen del profesor como antítesis del poseedor del saber: se trata de hombres maduros, decadentes, éticamente reprobables, que se encuentran en soledad extrema.
Los personajes femeninos de esta novela exhiben, en cambio, una gama más variada, dentro de la cual se debe mencionar al menos tres casos: la mencionada reportera Rosa Travis, hija de ucraniano y hondureña, trabajadora, sagaz, si bien presenta un punto ciego respecto a su familia: la estudiante de letras Mariana Caprietti, con las miras puestas claramente en hacer la vida fuera de la universidad, pretendida por Flores y Hernández. Ninguna de las dos cae en el juego de poder y seducción de los personajes masculinos, ni permite que el perfil de los profesores las afecte o utilice. Rosa en especial sabe sacarles información útil para su pesquisa, poniendo en juego su juventud y atractivo, antes de revelar su identidad. Por último, tenemos una contraparte negativa de los personajes femeninos mencionados en la panameña Ángeles Conde, quien no únicamente asciende en el escalafón estudiantil a partir de los hombres con quienes se involucra, sino que incluso plantea sus proyectos según la pareja del momento. Desde una posición masoquista, Ángeles se somete sin reparos al maltrato, las vejaciones y humillaciones de Flores. Tal vez por presentar una conducta de arribismo académico, pues siempre justifica lo ocurrido pensando en que así su carrera seguirá adelante. Resulta la víctima propiciatoria de este tipo de novela.
Quizá justamente en las posibilidades diversas del personaje femenino es donde estriba la mayor distancia de esta novela con el género literario de adscripción presentado de manera canónica. En la mayor parte de las novelas académicas abundan los docentes, mientras que los estudiantes permanecen fuera, o ingresan de manera estereotípica, sin establecérseles características individualizadoras. Además, por lo general aparece como protagonista un sujeto masculino, mayor, blanco, con posibilidades económicas y de cierto poder universitario. Body Time exhibiría en este sentido un gesto de contraescritura: según la lectura teórica de Angela Hague, cuando los estudiantes aparecen en ficciones académicas son retratados como víctimas voluntarias o involuntarias de los manejos sexuales y políticos de sus profesores.8 Aquí la proporción y la función se transgreden, pues sin Mariana y Ángeles, heroína y propiciadora, la ficción no se sostiene. En esto hay una voluntad de romper la hegemonía del punto de vista del protagonista masculino, con mayor capacidad verbal, referencias eruditas, que ejerce su superioridad académica sobre sus víctimas, frente a las cuales ostenta el poder de la calificación, la recomendación, la inserción en el sistema universitario, y la predisposición a ser escuchado y respetado. En la novela de Alemán, la verticalidad se quiebra: ambos hombres son figuras risibles, imágenes patéticas, sus juegos de seducción resultan evidentes y burdos, sobre todo previsibles, la competencia verbal que entablan por demostrarse como ‘machos alfa’ se narra de manera burlesca. Ambientalmente, coinciden con el calor y el aburrimiento de la espera en la ciudad.
Otro elemento específico de esta novela resulta la precariedad de la vida de los sujetos. Económica, higiénica, de salud mental, siempre se plantea una cuenta deficitaria. Quizá parta de la decisión de situar a la novela misma. Según el mencionado texto de Riofrío, al escribir como latinoamericana sobre Nueva Orleans, Alemán opta por establecer una relación sur-sur en la medida en que se trata no de una ciudad poderosa y boyante de Estados Unidos, sino de una ciudad icónica sureña, con su peso marginal dentro de la hegemonía norteamericana, su historia de migraciones y esclavismo, mencionada de manera expresa, lo cual conduce también a una posible lectura poscolonial de la novela. La diversidad racial, lingüística y de nacionalidades desde la cual se constituye a partir del siglo XIX a Nueva Orleans, explica la convergencia de personajes de tan distintas procedencias en la novela. Por su parte, el congreso de la Asociación de Hispanistas representa también una nueva noción de centro y periferia: área marginal dentro de una academia marginal, en una ciudad marginal.
John “Río” Riofrío plantea que Body Time (como también Poso Wells, la otra novela de Alemán) sería una lectura ideal para plantear en un congreso de estudios interamericanos: en la medida en que bajo la rúbrica de estudios interamericanos, hemisféricos, transamericanos, transnacionales y posnacionales, se debe abrir los estudios norteamericanos hacia más allá de las fronteras de Estados Unidos.9
La mayor exhibición de ese “tiempo de corporalidades” que ofrece ser Body Time desde una traducción de su título, aparece sin piedad, sin medias palabras, en la primera página. Se trata de la descripción del cadáver de Justo Flores, con esa cuota irónica de la denotación del nombre mismo, y del desnudo con el pañuelo de seda al cuello que provocara su ahorcamiento: autoajusticiado, voluntariamente o no, que aparece en su masculinidad disminuida no como un busto ebúrneo en un campus universitario, ni como un retrato favorecedor en la solapa de un libro cotizado, menos aún como cuerpo objeto o sujeto de deseo erótico, sino como un cadáver vencido e inerte, en posición nada pudorosa ni venerable, objeto vulnerado propio de un pasquín de crónica roja, o un producto abortado: “desnudo[,] con un pañuelo de seda atado al cuello en posición fetal [,] y con el rostro desfigurado [...] que ahora descansaba en paz, en la Ciudad de los Muertos, de Nueva Orleans” (7-8). La torsión de la contraescritura que una novela a ratos policiaca y urbana, y predominantemente académica, de autoría de una escritora ecuatoriana contemporánea, puede ofrecer a un género que pocas latinoamericanas han hecho suyo, queda en esta imagen poderosa e icónica del académico vuelto detrito corporal, con sus fluidos exhibidos por fuera, que también de manera extrema sirve
Con certeza también podríamos detenernos en los frecuentes desplazamientos internos o fronterizos de estos textos, que resultan generalmente forzosos y trágicos: Claudia Salazar Jiménez sitúa las acciones de La sangre de la aurora (2013) entre Lima y Lucanamarca, en el contexto de la masacre, donde se desplazan o viven las tres protagonistas que entrecruzan sus trayectos: Modesta, una campesina indígena; Marcela, una senderista; y Melanie, una fotoperiodista limeña, todas ellas retenidas a la fuerza y violadas por las fuerzas del Estado o de Sendero Luminoso que se hallan en conflicto. La boliviana Giovanna Rivero hace migrar a Genoveva, la protagonista adolescente de 98 segundos sin sombra (2014) de su pueblo natal, denominada por ella “Culo del mundo”, que debido al narcotráfico es forzado a un acelerado crecimiento que lo convierte malamente en ciudad moderna. En la huida lleva consigo a Nacho, su hermano menor que presenta retraso mental; quien conduce el carro en que salen es un gurú new age que abusa de Genoveva. Lucía Puenzo, en la novela El niño pez (2004), muestra el desplazamiento de Buenos Aires a Paraguay, donde este segundo escenario fluctúa entre la visión utópica donde las protagonistas, dos jóvenes amantes, una hija de familia pudiente argentina y la sirvienta paraguaya, pueden formar un hogar junto a un lago y escapar de las convenciones sociales, y el Buenos Aires con el hogar opresivo y patriarcal y la cárcel, que lo cancelan todo. Para los personajes de Selva Almada, la promesa sería salir, pero casi ninguno construye en la imaginación del viaje, la migración. El ambiente opresivo del nordeste argentino nos muestra una y otra vez una rutina de pequeños desplazamientos que no logran abrir otros horizontes en los personajes, lo mismo en El viento que arrasa (2012) que en Ladrilleros (2013).
A manera de conclusión, si buscamos un rastreo biográfico de las autoras aquí revisadas, se trata de escritoras que coinciden en haber realizado estudios en ciencias sociales o humanidades (historia, cine o letras), nacidas en Latinoamérica entre 1964 y 1974, que han vivido largas estadías en el extranjero vinculadas con la obtención del grado de estudios, del goce de una beca de creación, o de la realización de su trabajo escritural. Escriben mientras estudian. Su salida laboral primera, antes que la escritura, es la docencia en campus universitarios latinoamericanos, norteamericanos o europeos. Publican su obra mientras imparten cátedra, editan o traducen. De ahí que la opción por la novela académica o campus novel por parte de Alemán cobre otra vez el matiz de autoficción esperable dentro del género literario.
Viajeras del mundo, se desplazan sin dejarse determinar por ningún atavismo en este movimiento, ni condicionar sus ficciones nómades, que lo son en cuanto a los variables escenarios, tanto como a los roles de los personajes que se permiten identidades fluctuantes, y a la libérrima combinación de discursos e idiomas (en los que en esta ocasión no podremos detenernos); para ellas resultan más determinantes que las respectivas literaturas nacionales, la lengua y la tradición en que escriben e inscriben su obra. Sobre la no definición según las literaturas nacionales podríamos poner como ejemplo extremo la misma Humo, considerada en El País como “la mejor novela paraguaya desde Yo el Supremo, de Roa Bastos” (Gumucio).
Podría objetarse que la palabra “muchas” en el título de este artículo no se detiene a pensar en la pertenencia de las autoras a una cierta élite que, aunque no económica, corresponde a un grupo de privilegio cultural y educativo. “El mundo es ancho y de algunas”, podría objetarse, pues no habla del todo de un colectivo genérico mayoritario, pero el gesto de ampliación y democratización que implica que un nutrido grupo de mujeres latinoamericanas de clase media con estudios sitúe sus escritos y su hogar en otras latitudes, abre tanto la posibilidad de la narrativa hispanoamericana de viajes que vale la pena correr el riesgo de apostar por una enfática pertenencia en aumento: la etiqueta optimista tiene motivos fundados. *
1 Dice al respecto Emily Hind (2005): “el protagonista de La cresta de Ilión padece la lluvia invernal de sus tierras que parecen estar entre Tijuana y San Diego. Al dividir la geografía de la novela entre la Ciudad del Norte y la Ciudad del Sur, Rivera redefine los tradicionales conflictos filosóficos entre Este y Oeste para situar el eje entre Norte y Sur” (42).
2 Dentro del recomendable artículo de Wolfenzon (2017) sobre las novelas de Nettel, debería corregirse que Villa Olímpica y Tlatelolco son dos lugares completamente alejados dentro de la Ciudad de México.
3 Al parecer, Perú es el único país que acuña un concepto especial por esta alta presencia: el término sino-peruano, chino-peruano o tusán se utilizan como sinónimos, lo que habla de la abundancia de esta migración y de este mestizaje.
4 Meruane dice en entrevista sobre este asunto: “La cuestión de las identidades me parece que también es muy voluntaria. Uno puede ser un palestino o chileno de primera generación, y renunciar a esa identidad y buscar otra. Al mismo tiempo, en cualquier generación alguien puede activar esa célula de afecto y simpatía y solidaridad con algo que le parece que es propio” (Alejandro Duque).
5 “Although Body Time predates Hurricane Katrina by a number of years, it clearly represents
and embodies the social conditions that engendered the tragedy resulting
from Katrina” (Riofrío 2010, 14).
Por otra parte, el huracán Katrina aparece de manera central en el cuento “Jam Session”
de Alemán, otra vez en Nueva Orleans (Afanador 2009).
6 Una lectura reciente, de Karina Ortiz Pacheco, ofrece esta perspectiva de lectura, para proponer la imposibilidad de llegar a la verdad unívoca por parte de la narración policial posmoderna (Ortiz Pacheco 2017).
7 Estadísticas de publicación aparecen en el artículo de Williams (567-8). Para dimensionar la relación docencia-escritura de esta generación de autoras hispanoamericanas, Cristina Rivera Garza se convirtió en la primera docente en narrativa en español del programa de escritura creativa de la Universidad de Houston, a partir de 2017.
8 “When students do emerge as individual personalities in academic fiction [...] they are frequently depicted as victims, willing or otherwise, of the sexual and political machinations of professors” (Hague, en Scott 2004, 84).
9 “Under the rubrics of inter-American, hemispheric, transamerican, transnational, and postnational studies —all terms that are intimately connected to what is now generally referred to as the transnational turn— scholars have argued that American Studies is a field of inquiry that extends far beyond the national borders of the United States” (Riofrío 2010, 13). Por otro lado, y haciendo la presentación de Gabriela Alemán como parte de la selección de escritores conocida como “Bogotá 39” —realizada en dicha ciudad promoviendo a 39 escritores latinoamericanos en 2007 con motivo de la vigésima Feria del Libro bogotana—, Riofrío recupera una caracterización hecha por la crítica colombiana Margarita Valencia que quizá define más la relación entre escritores y campus novel: los opone a las figuras del boom latinoamericano, que se sentían responsables de inventar Latinoamérica mediante sus ficciones. A las figuras de Bogotá 39 no las ocupa inventar otro rostro de América Latina, sino escribir bien.
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