El buen ladrón, de Marcelo Báez Meza (Guayaquil, 1969), que viene con la noticia de haber obtenido una mención en el concurso La Linares 2019, nos atrapó de inicio a final. No es una parca novela policíaca más, es una ficción memorable por su extensión concisa y perfecta. En ese limitado espacio está organizada una historia compleja, completa donde sus actantes –detective, ladrón, policía, ayudante, oponente, periodistas, curador, maestros, asesino y forense– recorren y recurren a un tiempo milimétricamente marcado. Siguiendo a El nombre de la rosa (todo policial literario corre el riesgo de citar a Eco), la estructura se segmenta en días y horas.
La topología y acontecimientos dan verosimilitud a una serie de técnicas, discursos, cultismos, homenajes, críticas, pistas, argumentaciones, estadísticas, detalles, visceralismos y tantos elementos del género (subgénero para algunos) con una intención folletinesca.
Estamos ante un thriller ubicado en un mundo pictórico con una exposición de grabados de Rembrandt Hamerszoon van Rijn. El evento se dio en realidad en Guayaquil, en 2002, pero el autor escoge el 2006, año en el que se celebraron cuatrocientos años del natalicio del pintor de La anatomía del doctor Tulp y Noche de ronda. Se trata del primer contacto de Guayaquil con un artista europeo. Al año siguiente, 2003, se dio una exposición de grabados de Pablo Picasso. Ambos eventos pusieron por primera vez a la ciudad a la altura de cualquier capital del circuito de arte universal.
Lo que se hurta en la novelina es una placa de cobre original del maestro holandés y se maneja la posibilidad de que el buen ladrón (alusión bíblica) sea también el asesino. Las pesquisas se funden y se confunden en el clima tropical con una plaga de grillos, un rompecabezas en el que aparece la imagen de un cuadro de Rembrandt, todo para contarnos una historia interesante y fresca en el Guayaquil del siglo XXI, que es de todos y de nadie por su esencia jacarandina, novelera y cambiante.
El dominio y funcionalidad del cultismo rebasan la esencia de la novela negra que fluctúa entre la realidad y la ficción: ciudad, tiempo, historia, personajes arquetípicos con nombres de cine noir: el art cop Johann Sebastian Chambers, el forense Cristian Salazar Intriago (apodado CSI), Andrea Buenrostro (cuyo cadáver aparece en los primeros párrafos). Las voces de estos actantes (no necesariamente voces narrativas) dan solidez a una especie de guion cinematográfico (ver los diálogos tan económicos y precisos) desarrollado a la manera de un rompecabezas cronológico.
Más allá de los dos homicidios y del plagio de una placa de cobre de Rembrandt destaca la crítica (¿autocrítica de un escritor guayaquileño?) a la ciudad con su modernidad, hipermodernidad, desarrollo y subdesarrollo:
Guayaquil es una urbe que vive para los turistas que la observan como curiosidad de circo: los guayaquileños que antes vivían en un pueblo que ahora es un parque temático. No es una ciudad, es una corporación. Un receptáculo de franquicias. Una pasarela turística (56).
El novelista se convierte en un topógrafo que levanta con palabras los lugares emblemáticos de la segunda ciudad del Ecuador: la Torre Morisca, el viejo malecón descrito desde sus orígenes para contraponerlo al del siglo XXI, más lugares históricos como el Palacio de Cristal, el Mercado Sur, el Club de la Unión, el antiguo campus de la Escuela Superior Politécnica del Litoral, el nuevo Malecón del Estero Salado, la Rotonda... El escritor como curador de estos espacios públicos en un museo al aire libre, como catastrador de una urbe que él hace suya y la disecciona para testimoniar los falsos progresos de la hipermodernidad.
Novela cultista o novela intelectual, El buen ladrón demuestra un oficio de escritura que maneja de manera habilidosa, tanto en la acción como el tiempo y el ritmo, acompasados en indagaciones que devienen en la descarnada competencia entre homicida e investigador, a la manera de “La muerte y la brújula”, de Jorge Luis Borges, cuyo homenaje se percibe en el único encuentro que tienen sicópata y art cop al final de la historia.
Este breve libro también puede ser leído como un compendio de guiños de cinefilia, con sus efectos especiales, sus trucos de fotografía, alusiones a pinturas claves de la historia del arte, programas de teletelevisión y filmes del género que emergen como bisagras de la construcción de la ficción y se erigen como crítica a la degeneración (no regeneración) urbana, como lo plantea la voz narrativa omnisciente.
Cuando el semiólogo Roland Barthes se interroga sobre qué es lo específico del mito, responde que “es transformar un sentido en forma”. Para el autor de Mitologías, lo mítico es un habla. Dicho de otro modo, el mito es siempre un robo del lenguaje. Báez es en realidad el buen ladrón porque retoma los mitos de la cultura contemporánea y de manera barthesiana realiza una crítica ideológica a la cultura de masas que debería ser rebautizada aquí como hipercultura de nuevas tecnologías de masas. La crítica de Báez se da desde una semioclastia (el término es del semiólogo francés), pues existe un descreimiento hacia todo lo que se narra. La voz narrativa siempre está cuestionando la realidad circundante, cada hecho, cada referencia. Para transformar el sentido, Báez ha escogido la forma del cine negro, la literatura policial, las sitcom y la historia del arte para darle a la novela contemporánea como género un nuevo sentido. El novelista demuestra así que cumple con un proyecto sólido de ciudad muy alejado del socialismo del siglo XX del Grupo de Guayaquil y los coloquialismos del grupo Sicoseo. Siguiendo con la idea del mito como hurto del lenguaje, hay cabida para una pregunta retórica final: ¿Será esta la novela robada a Guayaquil que hemos buscado por tantos años? Solo el buen lector tiene la última palabra.
Dalton Osorno
Casa de la Cultura Ecuatoriana,
Núcleo del Guayas