KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 47 (Enero-Junio, 2019), 134-136. ISSN: 1390-0102


RESEÑA


Sandra de la Torre Guarderas, Niños de agua, (Ilustrado por Alejandra Giordano, Alita), Premio Internacional de Literatura Infantil Julio C. Coba 2018, Quito, Libresa, 2019, 39 p.


Alicia Ortega Caicedo Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuadora



Kosovo, flujos migratorios, exilios forzados, violencia, terror, despojo, dolor, pérdidas son palabras que activan los sentidos y la deriva narrativa del texto de Sandra de la Torre. Son palabras que nombran emociones, geografías, prácticas, que hacen referencia al escenario y a la historia de nuestra contemporaneidad: el mundo de hoy en el que los seres humanos estamos expuestos a perderlo todo, o casi todo. Se pierde la vida, se pierde la casa, se pierde el derecho a tener un lugar propio, el derecho a habitar la lengua materna. Refugios, derecho al asilo, precariedad, miedo de volver a perder el piso cuando los cuerpos son acogidos en albergues provisorios, pesadillas que aprisionan el recuerdo de la huida, del camino no elegido, de lo impronunciable, de los restos que parecen no tener cabida en lengua alguna porque cuando del horror se trata parece que solo sobreviene el silencio y el espanto. Todo ello entra en el cuento Niños de agua de Sandra de la Torre, desde una escritura que nombra y narra lo que, en principio, resulta inenarrable. Lo sorprendente y lo más importante de resaltar es que la autora lo narra desde una mirada que asume la perspectiva de una voz infantil, la de una niña que ha llegado a Suecia con su fafamilia huyendo del horror de la Guerra de Kosovo.

Lo que cautiva del cuento es el logrado ensamblaje entre el tono narrativo y la mirada infantil: una mirada diáfana, delicada, luminosa, que preserva la capacidad de ensoñación y de ternura. No diré inocente, porque cuando la infancia testimonia el dolor se ve despojada de toda posible inocencia. Y es justamente esta mirada, la de Natalija, la que conduce la historia: una en la que cabe el protagonismo de los animales, del nuevo paisaje en la geografía de acogida, el oso de peluche que ha sobrevivido al fuego que se tragó su nariz pero que mató a su abuela. Entonces, allí a donde ha llegado, la pequeña puede decir: “Y vi casas con paredes completas, ventanas con todos los cristales y techos sin agujeros. Era fácil dibujarlas: un rectángulo alto y delgado con dos columnas de rectangulitos adentro... Eran casas felices” (11).

Esa niña es quien cuenta su experiencia de vida en un refugio mientras transcurre el tiempo de la espera, el de la llegada del permiso para poder vivir allí, lejos del lugar de donde debió huir junto a su familia. Ese tiempo deviene argamasa de juegos, de aprendizajes, de traducciones y descubrimientos, de unos ojos que se llenan de sol sin renunciar todavía a ese pozo de sombras que permanece en el fondo. Se trata de un tiempo en el que los niños aprenden nuevamente a soñar. A soñar con casas felices, con casas para todos. Los niños, en medio de sus juegos, intercambian diálogos como este:

–¿Sabes por qué vinimos a este país? –a Pavlusha se le escapó un día esta pregunta y las sombras se despertaron en sus ojos.
–¿Por qué?
–Mi padre no piensa como quieren que piense. Dijeron que lo matarían si no hacía cosas que no quería hacer.
–¿Tiraron... bombas... en su casa?
–Casi no pude pronunciar esas palabras viejas con mi idioma nuevo.
–Nos fuimos antes de que las tiraran. No podemos volver nunca
–alzó la mirada como si pidiera un milagro–. Si no nos dejan vivir aquí
–tocó el suelo con sus manos, acariciándolo–, tendremos que huir a Publolvido...
–¿Dónde queda Pueblolvido?
–En ningún lugar. Allí nadie podrá tocarnos. No nos podrán siquiera pensar. (18)

La familia de Pavlusha no recibió el permiso para residir en Suecia, en donde habían pedido asilo. La llegada de esa carta-bomba, su mensaje, empuja al pequeño a ese estado que da nombre al cuento de Sandra: no volvió a despertar, dejó de comer, de hablar, y sus brazos “parecían de agua”. Se sabe, según nos narra el cuento, que son muchos los niños que esperan refugio y que, después de recibir la carta, han dejado de comer hasta quedarse dormidos. Las gestiones de la niña que protagoniza la historia, y cuya voz conduce el relato, consiguen el permiso para Pavlusha y su familia para vivir en Suecia. En medio de la alegría final, el despertar del niño, el reencuentro de los amigos, destaca el móvil de esperanza que activa en la niña el deseo de hacer cosas, la vibrante fuerza de una pequeña que apuesta por la vida, y lucha por ella, a pesar del dolor transitado y las pérdidas acumuladas:

—Aunque esa carta diga que no puedes quedarte, Natalija, no te vayas nunca a Pueblolvido –Pavlusha temblaba–. Nadie debería ir allá jamás.
Lo apreté con mis brazos, parada en puntas de pies para que mi mejilla tocara la suya.
—No iré. No importa lo que traiga este sobre. ¡Noronó! ¡No iré nunca a Pueblolvido!... Solo necesito tres cajoncitos en este mundo para dormir soñando (39).

Sin duda, Niños de agua trata un tema doloroso que configura buena parte la fisonomía de nuestra contemporaneidad. Cómo se traduce esa historia a un lenguaje que pueda ser comprendido, asimilado por los niños, porque la edad no los exime del derecho a conocer las cosas que acontecen en el mundo que les ha tocado vivir, las zonas oscuras de su presente. ¿Derecho a la información?, sí. Derecho a crecer sensibles al dolor de los demás, capaces de acoger a los otros que son nuestros cercanos. La voz narrativa conduce la historia con palabras sencillas, en un lenguaje capaz de atrapar la atención de un lector infantil, de sorprenderlo, de sensibilizarlo y permitirle, después de todo, preservar la esperanza a partir de reconocer que tiene la capacidad para pensar, actuar, decidir e intervenir en este mundo. No es fácil. Y la autora lo hace con maestría, con cuidado en el manejo de una información que demanda horas de lectura e investigación. Sandra atiende, al mismo tiempo, a la sensibilidad lectora, a la dimensión lúdica y ensoñadora, a la ternura y a la esperanza. Sabe incorporar, en la trama construida, elementos capaces de producir una atmósfera de familiaridad a pesar de que los hechos narrados puedan resultar ajenos o distantes: un oso de peluche, una abuela, el sueño de una casa, los saltos en la figura que traza el juego de la rayuela, la salida del sol, una casita hecha con palos de helado. Evidentemente se trata de una escritura que concentra en pocas líneas un inmenso acumulado de información histórica: cuidado y sensible trabajo de escritura que elige un vocabulario que aglutina y activa una imagen del mundo, palabras que sugieren y comunican un entramado visual que habla de una parcela de la historia del mundo.

Imposible no detenerme en el trabajo de la ilustradora Alejandra Giordano. Las imágenes que acomacompañan al texto son de una extrema delicadeza, de tonos pasteles, de cuerpos expresivos y cargados de emociones, que sobresalen en la página, figuras que amplifican sus rostros y las expresiones faciales, imágenes de paisajes y de casas, de dos niños que se mueven, que hacen cosas, que traducen para sus adultos los hechos que definen sus vidas, porque son los niños, sus cuerpos, quienes encarnan los sueños y los miedos de sus mayores, son los traductores y mediadores del mundo adulto porque aprenden la nueva lengua antes que sus padres, porque ponen el cuerpo para proteger a los suyos frente a los avatares de la historia. Saben recordar, saben soñar, saben callar, saben despertar, saben pronunciar palabras viejas en idioma nuevo. Esa es la apuesta de la historia, en su soporte textual y visual.

Alicia Ortega Caicedo
Universidad Andina Simón Bolívar,
Sede Ecuador